CAPÍTULO XVII

Cuando, tras haber descansado dos o tres horas, Gora se despertó y vio a Binoy durmiendo a su lado, su corazón se lleno de alegría. Sintió el alivio que experimenta el que, después de haber soñado que perdía algo precioso, al despertarse comprueba que sólo fue un sueño. Al ver a Binoy, comprendió que, de haberle abandonado, su vida habría quedado mutilada. Gora se sentía tan eufórico que no pudo menos que despertar a su amigo, sacudiéndole de un hombro, al tiempo que le fritaba:

—Vamos, tenemos trabajo.

—Todas las mañanas, Gora se dedicaba a sus obras sociales, visitando a los pobres de la vecindad. No iba a predicarles ni a socorrerles; iba, simplemente, en busca de su compañía. En realidad, estaba más estrechamente unido a aquella gente que a sus amigos de la clase educada. Todos le llamaban tío y le ofrecían una hookah, que reservaban exclusivamente para las personas de rango. Gora había adquirido la costumbre de fumar por el solo propósito de acercarse más a ellos.

El más entusiasta admirador de Gora era un muchacho llamado Nanda, hijo de un carpintero. Tenía veintidós años y trabajaba en el taller de su padre; hacía cajas. Era un deportista de primera clase, el mejor boler del equipo de cricket de la localidad. Gora había formado un club para la práctica del cricket y otros deportes, en el que introdujo a muchachos de condición humilde, hijos de carpinteros, herreros, etc., en un plano de igualdad con los miembros más adinerados. En todos los ejercicios, Nanda era siempre el mejor. Por ello, los jóvenes de las clases elevadas estaban celosos; pero, bajo la rigurosa disciplina impuesta por Gora, tuvieron que acceder a elegir a Nanda como capitán.

Pocos días antes, Nanda se había clavado el escoplo en un pie, y dejó de concurrir al campo de cricket. Gora, preocupado por Binoy, no pudo interesarse por el muchacho, por lo que aquella mañana se encaminaron al barrio de los carpinteros a visitar a Nanda.

Al llegar a la puerta de la casa, oyeron llantos de mujer en el interior. Ni el padre de Nanda ni ninguno de los otros hombres de la casa estaban allí. Por un tendero de la vecindad se enteraron de que el muchacho había muerto aquella misma mañana y se acababan de llevar su cadáver al crematorio.

¡Muerto! ¡Tan sano y fuerte, tan vigoroso y bueno! ¡Y tan joven! ¡Y había muerto aquella misma mañana! Gora se quedó helado. Nanda era solamente el hijo de un pobre carpintero; entre los suyos, pocos notarían su falta, y aún por poco tiempo. Para Gora, sin embargo, la muerte de Nanda significaba una pérdida cruel e incongruente. Él sabía la inmensa vitalidad que poseía el muchacho: «hay mucha gente que vive —pensó—, pero ¿dónde encontrar tal superabundancia de vida?»

Al preguntar la causa de su muerte les dijeron que fue el tétanos. El padre hubiera querido llamar a un médico, pero la madre se empeñó en decir que Nanda estaba poseído del demonio y fue a buscar a un hechicero, el cual se pasó la noche recitando fórmulas mágicas y atormentando al enfermo con hierros candentes. Al principio, Nanda pidió que informaran a Gora; pero, temiendo que éste mandara llamar al médico, la madre de Nanda no envió el recado.

—¡Qué estupidez y qué terrible castigo! —musitó Binoy cuando dejaron la casa.

—No intentes consolarte tachándolo de estupidez y manteniéndote al margen. Si tuvieras una clara visión de lo enorme que es la estupidez de esta gente y del alcance del castigo, no podrías desechar el asunto con una simple exclamación de dolor.

Gora apretaba el paso a medida que aumentaba su excitación y Binoy, sin decir palabra, se esforzaba en seguirle. Tras un breve silencio, Gora prosiguió, bruscamente:

—Binoy, no puedo consentir que la cosa termine aquí. El tormento infligido a Nanda por ese charlatán me tortura, y tortura a todo mi país. No puedo considerarlo como un hecho intrascendente o aislado.

Como Binoy siguiera sin responder, Gora rugió:

—Binoy, ¡sé perfectamente lo que estás pensando! Que no hay remedio o que está muy lejos. Pero yo no puedo pensar de ese modo. Si hubiera podido pensar así, no estaría vivo. Sea cual sea la enfermedad que aqueja a mi país, por grave que sea, tiene remedio, y el remedio está en mi mano. Y porque lo creo así puedo soportar la visión del dolor, la desesperación y la iniquidad que hay a mi alrededor.

—Me falta valor para conservar mi fe intacta ante tanta desdicha.

—Nunca llegaré a creer que las desdichas sean eternas. El pensamiento y la voluntad de todo el universo las atacan desde dentro y desde fuera. Binoy, una y mil veces te he de pedir que ni en sueños creas imposible el que la India alcance la libertad. Con la firme convicción de que ha de obtenerla, hemos de mantenernos siempre dispuestos. Tú quisieras echarte a descansar, tan tranquilo, con la vaga idea de que en el momento propicio se iniciará la lucha. Yo digo que la lucha ha empezado ya y no cesa en ningún momento. Y seríamos unos cobardes si no nos mostrásemos ansiosos y vigilantes.

—Mira, Gora, entre tú y el resto de nosotros veo esta diferencia: nuestros sucesos cotidianos parecen conmoverte cada vez con renovada violencia, incluso aquellas cosas que vienen sucediendo desde tiempo inmemorial. Para nosotros, en cambio, son tan naturales como el aire que respiramos; no nos empujan ni a la esperanza ni a la desesperación, ni al abatimiento ni a la euforia. Nuestros días van deslizándose vacíos, y, en medio de los acontecimientos que nos envuelven, no conseguimos comprender ni al país ni a nosotros mismos.

De pronto, Gora enrojeció violentamente y las venas de la frente se le hincharon bruscamente. Apretó los puños con fuerza y echó a correr detrás de un hombre que conducía un coche tirado por dos caballos.

—¡Alto! ¡Detente! —gritó con una voz que resonó en toda la calle, sobresaltando a los transeúntes. El babu bengalí, gordo y peripuesto, que conducía el lujoso carruaje, volvió la cabeza un momento y luego tras fustigar a los briosos animales, desapareció.

Un viejo cocinero musulmán, con un voluminoso cesto de provisiones en la cabeza, destinado sin duda a algún cliente europeo, cruzaba la calle en el preciso instante en que iba a pasar el presumido babu. Éste le gritó que se apartara, pero el viejo era sordo y poco le faltó para ser atropellado. El hombre logró ponerse a salvo, pero dio un traspiés y el contenido del cesto —frutas, verduras, huevos y mantequilla— quedó esparcido en el arroyo. El del coche, enfurecido, se revolvió en su asiento y le gritó: «¡Maldito cerdo!», al tiempo que le golpeaba con el látigo, haciéndole sangrar.

—¡Alá! ¡Alá! —suspiró el viejo mientras, mansamente, recogía todo del suelo.

Gora, volviendo sobre sus pasos, se puso a ayudarle. El pobre cocinero estaba abrumado al ver a aquel elegante caballero tomarse tantas molestias, y le dijo:

—¿Por qué haces eso, babu? Ninguna de estas cosas se puede aprovechar.

Gora sabía que no ayudaba en nada, y que tan sólo conseguía cohibir al pobre hombre, pero deseaba demostrar a los circunstantes que por lo menos un caballero se esforzaba por remediar el daño causado por la brutalidad de otro, dándose por insultado.

Cuando el cesto estuvo lleno, Gora dijo:

—La pérdida es demasiado fuerte para ti. Ven a nuestra casa y te resarciré. Pero oye lo que te digo: Alá no te perdona que sufras semejante insulto sin una palabra de protesta.

—Alá castigará al que obró mal —contestó el musulmán—. ¿Por qué había de castigarme a mí?

—El que se somete al mal obra mal, también, pues es causa de toda la maldad que hay en la tierra. Tal vez no me comprendas, pero recuerda que la religión no consiste simplemente en ser piadoso; con eso sólo se consigue dar aliento al malvado. Vuestro Mahoma lo supo comprender así, y por eso no fue por el mundo predicando sumisión.

Como la casa de Gora quedaba bastante apartada, llevaron al hombre a la de Binoy. Plantándose ante el escritorio, Gora ordenó:

—Saca el dinero.

—Aguarda un momento. Necesito la llave.

Pero Gora había ya tira del cajón, con impaciencia, y la cerradura no resistió. Lo primero que apareció fue una fotografía de la familia de Paresh Babu, que Binoy había conseguido por mediación de su joven amigo Satish. Gora entregó al viejo una cantidad adecuada y le despidió. De la fotografía no dijo ni una palabra y, viéndole tan silencioso, Binoy ni quiso tocar el tema, aunque se hubiera quedado tan tranquilo si hubiera hablado de ello con Gora.

—Bueno. Me voy —dijo bruscamente.

—¡Muy amable! ¡Te vas! ¿No sabes que madre me invitó a desayunar? ¡Yo también me voy!

Salieron juntos de la casa. Durante todo el camino, Gora no dijo ni una palabra. La fotografía le había recordado que la corriente que atravesaba el corazón de Binoy le llevaba en dirección opuesta a la que él quería seguir.

Binoy comprendía la causa de aquel silencio, pero no se atrevía a franquear la barrera tras la que se encerraba Gora, porque sabía que allí se encontraba el verdadero obstáculo para su amistad.

Al llegar a la casa, encontraron a Mohim en la puerta.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó al ver a los dos amigos—. Creí que, después de haber pasado la noche en blanco, estarías durmiendo en algún callejón. Pero es tarde. Ve a tomar tu baño, Binoy.

Y, habiéndose deshecho de él, se volvió hacia Gora y le dijo:

—Mira, Gora, tienes que pensar seriamente en el asunto de que te hablé. Aunque Binoy no sea todo lo ortodoxo que tú quisieras, ¿dónde hallaríamos a otro mejor? No basta con asegurarse de la ortodoxia; hay que buscar también buena educación. Reconozco que educación y ortodoxia no caen muy bien desde el punto de vista de nuestras escrituras; pero tampoco puede decirse que sean incompatibles. Si tuvieras una hija, estoy seguro de que serías de mi misma opinión.

—Está bien, Dada —contestó Gora—. No creo que Binoy tenga inconveniente.

—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó Mohim—. ¡Como si tuviera importancia el que Binoy ponga o no inconvenientes! Lo que temo es lo que opines tú. Me doy por satisfecho con que formules a Binoy la petición con tus propios labios. Si no da resultado, dejémoslo correr.

—Lo haré —prometió Gora.

Por lo que Mohim pensó que no restaba ya más que encargar el banquete.

En la primera oportunidad, Gora dijo a Binoy.

Dada empieza a presionar fuertemente para que te cases con Sasi. ¿Qué dices a ello?

—Dime antes qué te parece a ti.

—Que no sería mala idea.

—¡Pero si siempre opinaste lo contrario! ¿Acaso no convinimos en que ninguno de los dos se casaría? Creí que era cosa decidida.

—Bueno, convengamos ahora en que te casas tú y yo no.

—¿Por qué? ¿Por qué fijar distintas metas para una misma peregrinación?

—Es precisamente por mi temor de que pueda haber distintas metas por lo que sugiero esta solución. A algunos hombres, Dios los pone en el mundo cargados de lastre, mientras otros pueden moverse con deliciosa ingravidez. Si unces juntas a esas dos clases de criaturas, tendrás que poner más peso a una que a la otra para equilibrar sus fuerzas. Nosotros sólo podremos marchar a compás cuando tú tengas que arrastra el peso del matrimonio.

—De acuerdo —sonrió Binoy—. Pon todo el peso de este lado. Pues ¡no faltaba más!

—Y por lo que se refiere a la carga en sí. ¿Tienes algún inconveniente?

—Puesto que es de cargar de lo que se trata, ¿qué más da piedra que ladrillos?

No escapaba a Binoy cuál era la verdadera razón por la que Gora apoyaba aquel matrimonio; aquella ansiedad de su amigo por rescatarle de un posible compromiso con las muchachas de Paresh Babu le divertía.

Invirtieron la tarde en una larga siesta, para recuperar el sueño perdido la noche anterior. No volvieron a hablar hasta que cayeron las primeras sombras de la noche y salieron nuevamente a la azotea.

—Quisiera decirte una cosa, Gora —dijo Binoy mirando al cielo—. Me parece que en nuestro amor a este país existe una grave imperfección. Sólo pensamos en la mitad de la India.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Consideramos a la India como tierra de hombres; no pensamos para nada en las mujeres.

—Eres igual que los ingleses, quisieras ver mujeres en todas partes: dentro de casa y fuera de ella; en la tierra, en el agua y en el aire; en la mesa, en las diversiones y en el trabajo. Entonces en tus apreciaciones las mujeres acabarían por eclipsar a los hombres y tu perspectiva seguiría siendo incompleta.

—No, no —respondió Binoy—. No puedes desechar mi razonamiento de ese modo. ¿Por qué compararme con los ingleses? Lo que yo digo es que no ponemos a las mujeres de nuestra tierra en el lugar que les corresponde. Por ejemplo, estoy seguro de que tú ni por un momento pensaste en ellas; para ti, como si no existieran. Mientras pienses de este modo, no podrás dar con la verdad.

—Desde el momento en que vi y conocí a mi madre, vi y conocí a todas las mujeres de nuestra tierra, y supe el lugar que deben ocupar.

—Con esas frases tratas de engañarte a ti mismo. No se puede decir que se conoce a las mujeres porque uno se haya familiarizado con ellas viéndolas trabajar en la casa. Sé que sólo conseguiré ponerte furioso si me atrevo a comparar a la sociedad inglesa con la nuestra; tampoco deseo hacerlo, ni pretendo saber con exactitud la forma en que nuestras mujeres deberían mostrarse en público, para no rebasar los límites de la corrección; lo que sostengo es que mientras nuestras mujeres sigan escondidas detrás del purdah, nuestro país será para nosotros una verdad a medias y no podrá ganarse todo nuestro amor y devoción.

—Así como el tiempo tiene dos aspectos, el día y la noche, también la sociedad tiene sus dos secciones, hombre y mujer. En una sociedad natural, la mujer permanece oculta a nuestra mirada, como la noche, trabajando en silencio, entre bastidores. Cuando la sociedad degenera, la noche usurpa el puesto del día, y trabajo y frivolidad se prolongan con luz artificial. ¿Y cuál es el resultado? El secreto laborar de la noche cesa, la fatiga aumenta progresivamente, la recuperación se hace imposible y el hombre recurre a la intoxicación para poder seguir adelante. Si tratamos de hacer salir a nuestras mujeres a trabajar en las cosas exteriores, su labor callada se verá entorpecida, la paz y felicidad de la sociedad serán destruidas y en su lugar reinará el frenesí. A primera vista, este frenesí puede parecer potencia, pero es una potencia que lleva a la ruina. De los dos aspectos de la sociedad, el hombre es el patente; si intentas sacar a la superficie la fuerza latente que es la mujer, entonces la sociedad tendrá que vivir de su capital y no tardará en estar en quiebra. Yo digo que si nosotros, los hombres, asistimos a la fiesta mientras las mujeres guardan las provisiones, la fiesta será un éxito completo, aunque ellas permanezcan invisibles. Sólo los atolondrados pueden desear invertir todas sus fuerzas en la misma dirección y en la misma forma.

—Gora, no deseo discutir lo que dices; pero tampoco tú has demostrado que fuera falso mi argumento. La cuestión en sí es…

—Mira, Binoy —le interrumpió Gora—, si seguimos con esto acabaremos peleando. Confieso que las mujeres no se han proyectado en mi mente con la misma fuerza con que se han proyectado en la tuya recientemente. No conseguirás hacerme pensar en ellas del mismo modo en que piensas tú. Por el momento, pues, acordemos discrepar.

Gora descartó el tema; pero una semilla desechada puede también caer al suelo y esperar el momento propicio para germinar. Hasta aquel momento, había excluido de su campo visual a las mujeres y nunca se le ocurrió pensar que en su vida faltase algo. Hoy, la exaltación de Binoy le había recordado su existencia y su influjo en la sociedad. Pero como no sabía con exactitud cuál era su sitio ni su finalidad, no deseaba prolongar aquella discusión. No conseguía dominar el tema ni descartarlo por inútil; por eso prefería no hablar de él.

Aquella noche, cuando Binoy se despidió, Anandamoyi le llamó a su habitación y le dijo:

—¿Se ha decidido ya tu matrimonio con Sasi?

Binoy se echó a reír, ligeramente turbado.

—Sí, madre. Gora ha hecho de casamentero.

—Sasi es una buena muchacha; pero no cometas ninguna niñería, Binoy. Te conozco, hijo. Has tomado una decisión precipitada porque no sabías qué hacer. Piénsalo bien. Eres ya lo bastante mayor para juzgar por ti mismo: no decidas una cosa tan grave sin consultar tus verdaderos sentimientos.

Mientras hablaba, le golpeó ligeramente en su hombro. Él se alejó lentamente, sin responder.