CAPÍTULO XV

Aquella noche, al volver a su casa, Gora subió directamente a la azotea y empezó a pasear de un lado para otro.

Al poco rato, subió Mohim, jadeante.

—Puesto que el hombre no fue dotado de alas, ¿quién le hace construir casas de tres pisos? —gruñó—. Los dioses que habitan en el cielo nunca tolerarán a los animales terrestres que escalen las alturas. ¿Has ido a ver a Binoy?

—Sasi no debe casarse con Binoy. El matrimonio es imposible.

—¡Vaya! ¿Es que Binoy se niega?

—¡Yo soy el que se niega!

—¡Cómo! —exclamó Mohim, levantando los brazos con espanto—. ¿Qué nuevo capricho es el tuyo? ¿Puede saberse por qué te niegas?

—He comprendido que resultará imposible mantener a Binoy dentro de la ortodoxia durante mucho tiempo. Por eso no creo conveniente que entre a formar parte de nuestra familia.

—¡Ésa sí que es buena! En mi vida he visto muchos santurrones, pero éste los supera a todos. Eres más exigente que los pandits de Nadia o de Benarés. Ellos se dan por satisfechos con ver la ortodoxia. Tú quieres que te garanticen que ha de durar. ¡El día menos pensado querrás purificar a alguien porque soñaste que se hacía cristiano!

Después de intercambiar algunas frases más, Mohim dijo:

—No puedo entregar a esa criatura al primer patán que se presente. La gente educada suele quebrantar a veces algún que otro precepto de las escrituras. Peléate con ellos, o búrlate, si quieres, pero, ¿por qué vas a castigar a mi pobre niña impidiendo su matrimonio? ¡Eres único para sacar las cosas de quicio!

Cuando bajó de la azotea, Mohim se fue directamente en busca de Anandamoyi y le dijo:

—¡Reprime a tu Gora, madre!

—Pues, ¿qué ha hecho?

—Yo, prácticamente, había ya dispuesto que Binoy se casara con Sasi, y, al principio, Gora también estaba de acuerdo; pero ahora, de pronto, descubre que Binoy no es lo bastante hindú para su gusto; por lo visto sus opiniones no cuadran enteramente con las de los antiguos legisladores. Y Gora se ha puesto intratable. Tú ya le conoces. Después de los legisladores, tú eres la persona cuyas opiniones más cuentan para él. Una palabra tuya y el futuro de mi Sasi estará asegurado. No sería posible encontrar otro marido igual para ella.

Mohim detalló, entonces, la conversación que había tenido con Gora. Anandamoyi se sintió muy intranquila, pues comprendió que Gora y Binoy se iban distanciando irremisiblemente.

Se fue al encuentro de Gora, que había ya dejado de pasear por la azotea y estaba leyendo en su habitación, con los pies descansando en una silla. Ella acercó otra silla y se sentó al lado del joven, el cual se irguió en su asiento, puso los pies en el suelo y la miró fijamente.

—Gora, tesoro mío —empezó Anandamoyi—, escucha, no te enojes con Binoy. Para mí sois como dos hermanos, y no puedo soportar la idea de que algo aleje al uno del otro.

—Si mi amigo quiere separarse, yo no voy a perder el tiempo corriendo tras él.

—Hijo, no sé lo que puede haber ocurrido entre vosotros dos, pero si eres capaz de creer que Binoy quiere deshacer los lazos que le unen a ti, ¿dónde está la fuerza de tu amistad?

—Ya sabes, madre, que yo deseo seguir por el camino recto. Si alguien se pone a caballo sobre la valla, le diré que quite la pierna de mi lado, sin que me importe lo que pueda sufrir él ni lo que pueda sufrir yo.

—Pero, a fin de cuentas, ¿qué es lo que ha ocurrido? Que ha visitado a una familia brahmo, ¿no es ése todo su delito?

—Madre, es una larga historia.

—Todo lo larga que tú quieras; pero yo tengo algo que añadir. Tú te afanas de tu firmeza de carácter y dices que nunca sueltas tu presa. ¿Por qué, pues, dejas escapar a Binoy con tanta facilidad? Si hubiera sido Abinash el que hubiera querido separarse, ¿le hubieras dejado ir sin más ni más? ¿Y no vas a hacer nada por retener a Binoy, sólo porque sea tan buen amigo tuyo?

Gora se quedó pensativo; las palabras de Anandamoyi le habían despejado el cerebro. Hasta aquel momento pensó que sacrificaba la amistad en aras del deber, pero, en realidad, hacía todo lo contrario. Estaba dispuesto a infligir severísima penalidad en el cariño de Binoy simplemente porque no había cumplido con las exigencias de su amistad. Quiso subyugar a Binoy con la fuerza misma de esa amistad y, al no conseguirlo, se sentía ofendido.

Cuando Anandamoyi se dio cuenta de que sus palabras habían hecho mella en Gora, se levantó para marcharse, sin decir más. También Gora se puso en pie y arrancó el chal de la percha.

—¿Dónde vas? —preguntó Anandamoyi.

—A casa de Binoy.

—¿Por qué no cenas antes? Está todo dispuesto.

—Traeré a Binoy a cenar.

Anandamoyi se volvió hacia la escalera, pero se detuvo al oír subir a alguien.

—¡Aquí está Binoy! —exclamó al ver al recién llegado. Y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Binoy, hijo mío, espero que no habrás cenado.

—No, madre —contestó él.

—Entonces cenarás aquí.

Binoy se volvió a mirar a Gora y éste dijo:

—Binoy, vivirás muchos años. Ahora iba a salir hacia tu casa.

Anandamoyi sintió que su corazón se libraba de un gran peso, y salió apresuradamente, dejando solos a los dos amigos.

Ellos se sentaron. Ninguno tuvo valor de abordar el tema que les obsesionaba. Gora inició la charla, hablando de cosas indiferentes.

—¿Conoces al nuevo profesor de gimnasia que hemos contratado para los muchachos del club? ¡Es formidable!

Y siguieron en ese tono, hasta que les llamaron a cenar.

Anandamoyi no tardó en advertir que aún no habían salvado el muro que les separaba. Así, pues, al terminar, indicó:

—Binoy, es ya tan tarde que será mejor que pases aquí la noche. Mandaré aviso a tu casa.

Binoy miró a Gora interrogativamente y dijo:

—Un adagio sánscrito dice que el que ya ha cenado debiera regalarse a cuerpo de rey; por lo tanto, esta noche no saldré a la calle, sino que reposaré aquí.

Los dos amigos subieron entonces a la azotea y se sentaron en una esterilla. El cielo estaba inundado por la luna otoñal. Tenues nubecillas blancas, como momentos de somnolencia, pasaban sobre la faz de la luna y se alejaban flotando. A cada lado, hasta perderse en el horizonte, se extendían hileras de tejados de todas formas y tamaños, salpicados aquí y allá por la oscura mancha de unos árboles, como una fantasía de luces y sombras sin significado.

El reloj de una iglesia cercana dio las once. Los vendedores de helados habían enmudecido. En la calle no se advertía el menor signo de vida. De vez en cuando, se oía el ladrido de algún perro o los golpes de los cascos que un caballo descargaba sobre el suelo de madera de su establo, en la oscuridad.

Durante mucho rato, ninguno de los dos habló; pero, al fin, Binoy, tras vencer su timidez, dio rienda suelta a sus sentimientos y reveló a su amigo todo cuanto tenía en la mente:

—Mi corazón está demasiado lleno para poder contenerse, Gora. Ya sé que no te interesa saber cuáles son mis pensamientos; pero yo no descansaré hasta que te los haya revelado. No sé si es bueno o es malo; pero sé que no es cosa de juego. Sobre ello he leído mucho, y hasta ahora creía saber todo cuanto podía saberse; era como pensar en las delicias de la natación contemplando la fotografía de un lago; pero, ahora que estoy metido en el agua, no me parece tan sencillo.

Y después de esta introducción, Binoy refirió a Gora lo mejor que supo, la maravillosa experiencia que había vivido. Le parecía que los días y las noches le envolvían completamente, que en el cielo no había vacío, que todo estaba colmado de dulzura, como un panal en primavera. Todo estaba cerca, todo le conmovía, todo tenía para él un significado nuevo. Hasta entonces no supo lo tiernamente que amaba al mundo, lo hermoso que era el cielo, lo maravillosa que era la luz y lo real que era la marea de hombres que invadía las calles. Hubiera deseado hacer algo por cada una de las personas con las que se cruzaba, dedicar todas sus energías a servir al mundo, para siempre, como hacía el sol.

Su modo de hablar no daba a entender que pensara en alguien en particular, su delicadeza le impedía pronunciar nombres, e incluso dejar entrever que había nombres que pronunciar; hasta le daba reparo hablar como lo estaba haciendo. Era un atrevimiento, un insulto; pero el tema resultaba demasiado tentador para resistirse a hablar de él, en una noche como aquélla, sentado junto a su amigo, bajo el cielo silencioso.

¡Qué rostro tan maravilloso! En su frente, pura y tersa, se reflejaban con delicados matices el fulgor de la vida que ardía en su interior. ¡Qué inteligencia, qué profundidad de sentimientos se advertían en sus facciones! ¡Con qué brillo afluía el pensamiento a sus ojos, al sonreír! ¡Qué inefables destellos velaban aquellas pestañas! ¡Y sus manos…! Parecían hablar, ansiosas de expresar la tierna devoción que alentaba en su alma. Binoy se sentía colmado de dicha ante aquella visión, y oleadas de gozo invadían su pecho cada vez que la rememoraba.

¿Qué más maravilloso que tener el privilegio de experimentar lo que a tantos otros les es negado? ¿Acaso era aquello una locura? ¿Había en ello algún mal? Y aunque lo hubiera; ya era demasiado tarde para contener el río. Si la corriente le llevaba a la orilla, bien; pero si le arrastraba a los rápidos y se ahogaba, nada podía hacerse para remediarlo. Lo malo era que él no deseaba salvarse, como si la verdadera finalidad de la vida fuera apartarse de costumbres y tradiciones.

Gora le escuchaba en silencio. En muchas noches de luna como aquélla, en medio del silencio, los dos amigos hablaron de muchas cosas —de libros, de la gente, del bienestar de los pobres, de sus planes para el futuro—, pero nunca de nada tan íntimo. Gora jamás escuchó una revelación tan auténtica ni una tan vivida expresión de la verdad más escondida del corazón humano. Siempre consideró estas cosas como tontos desahogos poéticos, pero hoy le tocaban tan de cerca que no podía seguir cerrando los ojos. Y no era eso sólo, sino que la violencia de su explosión despertaba ecos en su cerebro, aquel arrobamiento hacía vibrar todo su ser electrizándole como las chispas de un rayo. Por un instante, se descorrió el velo de una región insospechada de su corazón, y la luna de otoño iluminó aquella cámara oscura.

Hablando, no advirtieron que la luna se escondía detrás de los tejados y que por el Este aparecía una débil claridad, como la sonrisa de un niño dormido. Cuando, al fin, Binoy se sintió aligerado del peso que le oprimía, le invadió cierto rubor. Después de una pausa, continuó:

—Esto que me ha ocurrido te parecerá muy trivial. Tal vez te inspire desprecio hacia mí. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Nunca te oculté nada, y ahora he tenido que desahogarme contigo, me comprendas o no.

—Binoy, no puedo decir que entienda esto a la perfección. Ni tú mismo lo hubieras entendido días atrás. Ni siquiera puedo negar que, ante la inmensidad de la vida, este afecto, a pesar de su pasión y efusividad, siempre me ha parecido completamente insustancial. Pero tal vez no sea así en realidad; es lo único que puedo admitir. Me ha parecido frívolo y vacío porque nunca medí su profundidad ni su contenido. No obstante, ahora no puedo tachar de falso algo que a ti te ha conmovido tan profundamente. Pero lo cierto es que si las verdades ajenas a nuestro trabajo no nos parecieran menos importantes, no habría hombre capaz de llevar a cabo su misión. Por eso Dios no confunde al hombre haciéndole ver todas las cosas con la misma claridad. Hemos de elegir por nuestros propios medios el campo al que queremos enfocar nuestra atención, y renunciar a todo lo demás; de lo contrario, nunca hallaremos la verdad. Yo no puedo rendir culto al relicario donde tú ves la imagen de la verdad; si lo hiciera, perdería la íntima verdad de mi propia vida. Hay que elegir uno u otro camino.

—Comprendo. El camino de Binoy o el camino de Gora. Yo, en busca de mi propia felicidad; tú, a sacrificarte por los demás.

Gora le interrumpió con impaciencia.

—Binoy, ¡no trates de ser epigramático! Comprendo perfectamente que en estos momentos te enfrentas a una gran verdad, con la que no se debe jugar. Tienes que entregarte a ella por entero si quieres alzarla sobre tu vida; no hay otro camino. No pido más que la mía se me ofrezca alguna vez con igual claridad. Hasta hoy te has contentado con saber del amor lo que leías en los libros; yo tengo sólo un conocimiento literario de lo que es el amor a la patria. Ahora que experimentas por ti mismo lo que es aquello, te das cuenta de la gran diferencia que existe entre los libros y la realidad. Y esa realidad te exige nada menos que todo tu universo; y no hay lugar al que puedas escapar de ella. Cuando mi amor a la patria se me aparezca tan evidente, tampoco yo tendré escapatoria; me sorberá la fortuna, la vida, la sangre y hasta la medula de los huesos; mi firmamento, mi luz, mi todo. ¡Qué maravillosa, qué diáfana será entonces la verdadera faz de mi tierra! ¡Qué agudo su dolor y qué avasalladora su alegría, sobrepujando en un momento la vida y la muerte con turbulenta inundación! Mientras te escuchaba, la he entrevisto. Esta experiencia que enriquece tu vida, también a mí me infunde nuevos ánimos. No sé si algún día podré llegar a comprender lo que sientes, pero a través de ti he podido gustar las primicias de algo que siempre anhelé conseguir.

Mientras hablaba, Gora abandonó la estera y se puso a pasear por la terraza. Las luces del alba parecían enviarle un mensaje; se sentía conmovido hasta lo más profundo de su alma, como si hubiera oído el cántico de mantras védicas en algún vetusto santuario de los bosques. Por un momento, se quedó inmóvil, emocionado, mientras experimentaba una sensación como si el tallo de una flor de loto le hubiera taladrado el cerebro y florecido esplendorosamente, llenando de pétalos el firmamento. Su vida, sus sentidos, su fuerza quedaron anulados por el éxtasis que le produjo su suprema belleza.

Cuando Gora volvió a la realidad, dijo súbitamente:

—Binoy, hasta ese amor tuyo vas a tener que superar. Escucha lo que te digo: no vas a poder detenerte ahí. Algún día te demostraré lo grande y verdadero que es El que me llama con irresistible fuerza. Hoy me siento lleno de una gran alegría: sé que nunca te entregaré a otras manos que no sean las Suyas.

Binoy se puso en pie y se acercó a Gora, quien, con desusado entusiasmo, le estrechó entre sus brazos y añadió:

—Hermano, nuestro destino es la muerte, una misma muerte. Los dos somos uno: nadie nos separará, ni se interpondrá en nuestro camino.

La tumultuosa emoción de Gora se transmitió en oleadas incontenibles al corazón de Binoy que, sin una palabra, se rindió totalmente a la influencia de su amigo. Pasearon juntos por la terraza, mientras, por Oriente, el cielo se teñía de rojo. Gora volvió a hablar:

—Hermano, la diosa a la que yo adoro no es bella. La encuentro donde hay pobreza y hambre, dolor y oprobio. No se le rinde culto con flores y cánticos, sino con sangre. Sin embargo, mi mayor alegría es que no ofrezca ningún elemento de simple placer; no, hay que prepararse a luchar con todas las fuerzas y a renunciar a todo. Su imagen se nos manifiesta con crudo realismo y sin paliativos, es un despertar irresistible e insoportable, cruel y terrible que pulsa con tal violencia las fibras de nuestro ser que todas las notas de la escala se quiebran en un sonido desgarrador. Cuando pienso en ello, el corazón me salta en el pecho, la alegría que siento es una alegría de hombre; es la danza de la vida de Shiva. Lo que busca el hombre es la visión de lo nuevo apareciendo en toda su belleza sobre la llameante cresta de lo viejo, que es destruido. Sobre el fondo de este cielo rojo de sangre, distingo un futuro radiante, libre de ataduras; lo estoy viendo ahora, en este amanecer; escucha, en mi pecho resuena el batir de sus tambores.

Y cogiéndole una mano a Binoy, Gora la puso sobre su corazón.

—Gora, hermano —dijo su amigo, profundamente conmovido—, siempre seré tu compañero, pero, te lo ruego, no me dejes vacilar. Como el mismo destino, arrástrame sin compasión. Los dos estamos en la misma senda, pero nuestras fuerzas no son iguales.

—Es cierto, nuestros caracteres son distintos; pero una dicha suprema nos identificará. Un amor más sublime que el que nos une el uno al otro nos dará fuerzas. Mientras este amor no sea una realidad para ambos, a cada paso habrá roces y divergencias. Sin embargo, llegará un día en que, olvidando nuestras diferencias, olvidando, incluso, nuestra amistad, podremos permanecer firmes, inconmovibles en nuestro puesto, entregados totalmente a la tarea. En esa austera alegría hallaremos la verdadera culminación de nuestra amistad.

—Que así sea, Gora.

—Pero, entretanto, tendré que hacerte sufrir. Deberás soportar mi tiranía, pues no debemos considerar nuestra amistad como un fin en sí misma; no podemos deshonrarla queriendo preservarla a toda costa. Si nuestra amistad tuviera que acabar, en bien del otro amor más sublime, tendremos que resignarnos a ello; pero si puede subsistir, entonces quedará colmada.

Ambos se sobresaltaron al oír pasos que se acercaban, y al volverse, vieron que Anandamoyi había subido a la azotea. Les tomó de la mano y se los llevó hacia el dormitorio.

—¡Vamos, a la cama!

—¡No, madre, no podemos dormir ahora! —exclamaron ambos al unísono.

—¡Oh, claro que podéis! —dijo Anandamoyi obligándoles a acostarse.

Luego cerró la puerta, se sentó a la cabecera de la cama, y empezó a abanicarles.

—Por mucho que abaniques será inútil, madre. El sueño no acudirá —dijo Binoy.

—¿Que no? ¡Lo veremos! De todos modos, si me quedo no podréis volver a empezar con vuestras discusiones.

Cuando los dos se hubieren quedado dormidos, Anandamoyi salió sigilosamente de la habitación. Al bajar la escalera, encontró a Mohim que subía.

—No vayas ahora —le dijo—. Estuvieron despiertos toda la noche. Acabo de acostarles.

—¡Caramba, hay amistades que matan! —comentó Mohim—. ¿Sabes si hablaron de la boda?

—No; no lo sé.

—Tienen que haber tomado alguna decisión. ¿Cuándo despertarán? A menos que el matrimonio se celebre en seguida, pueden surgir innumerables complicaciones.

—No habrá complicaciones por dejarles dormir un poco —dijo Anandamoyi—. No tardarán muchas horas en despertar.