Haran hubiera deseado dejar a Gora en mal lugar y levantar en alto el estandarte de la victoria ante los mismos ojos de Sucharita. En un principio, también Sucharita lo deseó. Pero en realidad sucedió todo lo contrario. En cuestiones de religión y de trato social, Sucharita no podía estar de acuerdo con Gora, pero el amor a su pueblo era un sentimiento innato en ella, y aunque hasta entonces nunca había discutido sobre las cualidades de los de su raza, al ver la violenta reacción de Gora ante los insultos proferidos contra los suyos, se sintió plenamente identificada con él. Nunca había oído a nadie hablar de la patria con tanta fe.
Y cuando Haran, lleno de rencor, volvió a la carga llamándoles, en su ausencia, salvajes y groseros, Sucharita, asqueada por tanta mezquindad, se sintió nuevamente impulsada a ponerse de su parte.
No obstante, la animosidad que le inspiraba Gora no estaba vencida aún. La estudiada y desafiadora rusticidad de su traje la indignaba. Veía en aquella decidida ortodoxia un reto que no reflejaba precisamente auténtica convicción. Gora no encontraba plena satisfacción en sus creencias; en realidad las había adoptado en un gesto de cólera y arrogancia, a fin de lastimar a los demás.
Aquella noche, mientras cenaba o contaba cuentos a Lila, no podía librarse de una sensación de inquietud y disgusto. Sólo la espina que se sabe dónde está puede ser extraída, y Sucharita, sentada en la terraza, trataba en vano de localizar la espina que la atormentaba. Trataba de enfriar, con el aire de la noche, aquella fiebre que le consumía el corazón; pero en vano. Aquel peso que no podía precisar le daba ganas de llorar, pero, a su pesar, las lágrimas no acudían a sus ojos.
Nada más absurdo que suponer que Sucharita se sentía ofendida meramente porque un joven desconocido se presentó luciendo con aire de reto una prominente marca de casta en la frente o porque no fue posible vencerle en la disputa. Cuando, al fin, descubrió la verdadera causa de su descontento, se sintió sonrojar de vergüenza. Durante casi dos horas estuvo sentada frente a él e incluso, de vez en cuando, se puso de su parte y, no obstante, él no le había hecho el menor caso ni la había saludado al despedirse. Sucharita comprendió, sin lugar a dudas, que era aquella completa indiferencia lo que más le dolía. Binoy demostró también cierta reserva, pero su reserva era simplemente timidez y en Gora no se advertía ni asomo de ella.
¿Por qué Sucharita se sentía tan ofendida ante la indiferencia de Gora, hasta el punto de no poder desecharle de sus pensamientos con el desprecio que merecía? Creyó morir de vergüenza al recordar que, a pesar de aquella indiferencia, ella no pudo reprimir el impulso de meter baza en la disputa. En una ocasión en que reaccionó con brío, al escuchar a Haran hablar con mezquindad, Gora la miró; y en su mirada no se veía timidez sino algo que no supo descifrar. ¿La consideró acaso una marisabidilla presuntuosa, por mezclarse en una conversación entre hombres? Pero ¿qué importaba lo que él pudiera pensar? Nada; y, no obstante, Sucharita no lograba sustraerse a aquella desazón. Se esforzó por olvidarlo; fue inútil. Entonces se sintió furiosa con Gora y trató de sentir desprecio hacia él; al fin y al cabo, no era más que un vanidoso lleno de supersticiones. Pero seguía sintiéndose humillada al recordar la penetrante mirada de aquel gigante de voz de trueno, y no consiguió convencerse de que su propia actitud hubiera sido muy digna.
Y así atormentada por tan encontrados sentimientos, Sucharita permaneció en la terraza hasta bien entrada la noche. Las luces estaban apagadas. Oyó cerrarse la puerta principal, y comprendió que los criados, terminado su trabajo, se preparaban para ir a la cama.
Lolita salió a la terraza en camisón y, sin pronunciar palabra, se quedó en pie junto a la balaustrada. Sucharita sonrió interiormente al comprender que Lolita estaba enojada, pues aquella noche le había prometido acostarse con ella, y se le había olvidado. Pero reconocer la negligencia no bastaría para aplacar a Lolita; lo más grave era haberla olvidado. Y Lolita no era de la clase de personas que recuerdan a nadie una promesa. Se propuso permanecer en la cama sin moverse ni darse por ofendida, pero a medida que pasaba el tiempo su desilusión iba en aumento, hasta que, incapaz de soportarla un minuto más, se levantó silenciosamente, para demostrar que seguía despierta.
Sucharita se puso en pie y se acercó lentamente a ella.
—Querida Lolita, no te enfades conmigo —le dijo, abrazándola.
Pero Lolita la rechazó, murmurando:
—¿Por qué había de enfadarme? Por favor, continúa sentada.
—Anda, vamos a la cama.
Sucharita la cogió de la mano. Lolita permaneció inmóvil, hasta que la otra la arrastró afectuosamente hacia el dormitorio.
Al fin, Lolita preguntó con voz ahogada:
—¿Por qué te has quedado levantada hasta tan tarde? ¿No sabes que son ya las once? He oído dar todas las horas. Y ahora tendrás sueño y no querrás hablar.
—Perdona, querida —dijo Sucharita atrayéndola hacia sí.
Reconocida la falta, el mal humor de Lolita se evaporó.
—¿En quién estuviste pensando todo ese rato, Didi? ¿Acaso en Panu Babu?
—¡Oh, no me lo nombres! —exclamó Sucharita con un gesto de desdén.
Lolita sentía una honda hostilidad hacia Panu Babu. Ni siquiera bromeaba a costa suya, como sus hermanas. Sólo pensar que Haran quisiera casarse con Sucharita la ponía fuera de sí.
Al cabo de unos momentos de silencio, volvió a la carga, con la pretensión de descubrir lo que ocupaba los pensamientos de Sucharita.
—¡Qué simpático es Binoy Babu!, ¿verdad, Didi? —dijo Lolita.
—Sí, querida. Binoy Babu parece una persona muy agradable —fue la respuesta.
Esto, no obstante, no era lo que Lolita esperaba, por lo que prosiguió:
—Pero digas tú lo que digas, Didi, ese Gourmohan Babu es insoportable. ¡Qué piel más repugnante la suya, y qué facciones más duras! ¡Y qué pedante! ¿Qué te pareció?
—Demasiado ortodoxo para mi gusto.
—¡No! ¡No! No es eso —exclamó Lolita—. Mira, el tío es también muy ortodoxo, pero es distinto. Es… algo que no puedo explicar.
—Sí; completamente distinto —rió Sucharita.
Y al recordar la frente de Gora, alta y blanca, con la marca de su casta, sintió que la cólera volvía a dominarla, pues ¿no pretendió él decirles con ello: «Soy diferente de vosotros»? Hubiera tenido que ver aquel orgullo reducido a polvo para dejar de sentirse insultada.
Poco a poco, sus frases fueron espaciándose, y las dos muchachas quedaron dormidas. A las dos, Sucharita se despertó y oyó llover a torrentes. La lámpara del rincón se había apagado y de vez en cuando, a través del mosquitero, se divisaba el resplandor de un relámpago. En medio de aquella quietud y de aquella oscuridad, con el incesante murmullo de la lluvia en sus oídos, Sucharita sintió una inmensa tristeza. Dio vueltas y vueltas intentando conciliar el sueño y miró con envidia el rostro sereno de Lolita, profundamente dormida; pero el sueño no acudió a ella.
Levantándose, se dirigió hacia la puerta. La abrió y se quedó contemplando el tejado batido por la lluvia. Con cada ráfaga de viento, las salpicaduras del agua llegaban hasta ella. A su pensamiento volvieron, uno a uno, todos los incidentes de aquella tarde. Recordó el rostro de Gora, encendido de excitación e iluminado por los últimos rayos del sol y le pareció oír de nuevo aquella voz sonora y profunda pronunciando palabras en las que antes no había reparado, pero que ahora parecían resonar en sus oídos:
«—Los que tú llamas analfabetos son mi gente: lo que tú llamas superstición es mi fe. Mientras no ames a tu país ni te pongas al lado de los tuyos, no te consentiré ni una sola palabra contra la patria.
»—¿Cómo quieres que semejante actitud ayude a la reforma?
»Y Gora rugió entonces:
»—¡Reforma! La reforma puede esperar. Más importantes que la reforma son el amor y el respeto. La reforma vendrá por sí sola, desde dentro, cuando seamos un pueblo unido. Con un afán de separaciones, harías pedazos al país. ¡Bravo! ¡Porque nuestra tierra está llena de superstición, vosotros, los no supersticiosos, debéis manteneros aislados, en un plano superior! Yo no pido más que no apartarme nunca de los demás, ni siquiera para ser superior a ellos. Y cuando todos seamos uno, entonces el país y el Dios de nuestro país, que decidan cuáles de las prácticas ortodoxas deben permanecer y cuáles desaparecer.
»—En el país abundan precisamente las prácticas y las costumbres más indicadas para mantenerlo dividido.
»—Si es eso lo que crees, si consideras que primero hay que destruir las malas costumbres y las creencias equívocas, cada vez que quieras cruzar el océano tendrás que empezar por achicar el agua. Desecha todo tu orgullo y todo tu desprecio y, con auténtica humildad, identifícate con todos; entonces, con amor, podrás poner remedio a millares de defectos e injusticias. Toda sociedad tiene sus faltas y sus debilidades; pero mientras sus individuos se sientan hermanados por el amor podrán neutralizar el veneno. La causa de la podredumbre está siempre en el aire, pero mientras tú sigas vivo no podrá actuar, porque sólo las cosas muertas se pudren. Permite que te diga que no vamos a dejarnos deformar por los que vengan de fuera, ya sean los de tu secta o los misioneros extranjeros.
»—¿Por qué no? —preguntó Haran.
»—Existe una buena razón. De nuestros padres aceptamos cualquier enseñanza; pero si es la policía la que quiere imponérnosla, nos sentimos ultrajados y nos rebelamos. Y, si la acatamos, nuestra dignidad sufre grave quebranto. Primero admitid que sois parientes nuestros; luego venir a reformarnos. De lo contrario, hasta los buenos consejos nos dolerían.»
Recordaba Sucharita hasta la última palabra pronunciada por Gora, y su desazón era cada vez mayor. Cansada, volvió a la cama y, oprimiéndose los ojos con las manos, trató de desechar aquellos pensamientos y descansar; pero las mejillas le ardían, y en su cerebro luchaban ideas contradictorias.