CAPÍTULO X

Entretanto, Sucharita, en el pasillo, arreglaba una bandeja de pasteles. Cuando terminó, la dio a un criado para que la pasara y ella salió a sentarse a la terraza. Cuando apareció el criado lo hizo también Gora. Todos quedaron impresionados por su estatura y la blancura de su piel. Llevaba en la frente una marca de casta hecha con barro del Ganges y vestía un tosco dhuti y una anticuada chaquetilla atada con una cinta. Sus zapatos eran de manufactura rústica, las puntas hacia arriba. Parecía la imagen misma del antimodernismo. Ni siquiera Binoy le había visto nunca con atuendo tan marcial.

Y es que aquel día Gora estaba lleno de fiera indignación por aquel estado de cosas.

El día antes, embarcó en un vapor que debía llevarle a Tribeni, donde se celebraba el festival del baño. En todas las estaciones, subían a bordo nutridos grupos de peregrinas que iban acompañadas de uno o dos guías varones. Ante el temor de quedarse en tierra, las mujeres se empujaban unas a otras y, como llevaban los pies llenos de barro y el tablón que servía de pasarela estaba muy resbaladizo, algunas caían al agua y otras eran literalmente empujadas por los marineros. Por si eso fuera poco, continuos chaparrones les calaban hasta los huesos. Muchas de las que conseguían llegar al barco perdían a sus compañeras en el tumulto. En sus rostros se reflejaban la ansiedad y el desconsuelo. Todas sabían que criaturas tan débiles e insignificantes como ellas no podrían esperar ayuda del capitán ni de la tripulación, y el miedo y la timidez apenas las dejaba moverse. Gora era el único que hacía lo posible para ayudar a las pobres peregrinas.

Apoyados en la barandilla de la cubierta de primera clase, un inglés y un babu modernista de Bengala contemplaban el espectáculo, muy divertidos, mientras fumaban sendos cigarros. Cada vez que alguna de aquellas infortunadas peregrinas pasaba por una situación apurada, el inglés se reía y el bengalí le coreaba.

Al cabo de dos o tres estaciones, Gora no pudo aguantar más.

Subió a la cubierta superior y gritó con su voz de trueno:

—¡Basta! ¿No les da vergüenza?

El inglés no dijo nada. Se limitó a mirar a Gora de pies a cabeza.

—¿Vergüenza? —dijo el bengalí desdeñosamente—. Sí; me da vergüenza comprobar la estupidez de esas bestias.

—Hay bestias peores que la gente ignorante —exclamó Gora—: la gente sin corazón.

—¡Vete de aquí! —gritó el bengalí, furioso—. No tienes nada que hacer en primera clase.

—Tienes razón —replicó Gora—. No tengo nada que hacer con gente como tú; mi lugar está con esas pobres peregrinas de ahí abajo. Pero por tu bien te aconsejo que no me obligues a volver a subir…

Y bajó rápidamente a la cubierta inferior.

Después del incidente, el inglés se recostó en su gandula, puso los pies sobre la barandilla y se enfrascó en la lectura de una novela. Su compañero de viaje hizo un par de tentativas para reanudar la conversación, pero sin éxito. Entonces, para demostrar que no era como aquella chusma, llamó al khansama y le preguntó si podría servirle pollo asado. El khansama repuso que no tenía nada más que té y pan con mantequilla, a lo que el bengalí exclamó, en inglés, para que el sahib pudiera entenderle:

—¡Las comodidades que este vapor ofrece a sus pasajeros son escandalosas!

El inglés no le hizo el menor caso; y cuando, al poco rato, el viento hizo volar su periódico de encima de la mesa y el bengalí saltó de la silla para recogerlo, ni siquiera le dio las gracias.

Al ir a desembarcar en Chandernagore, el sahib se dirigió bruscamente hacia Gora y, levantando ligeramente el sombrero, le dijo:

—Le ruego que me perdone por mi conducta de antes. Estoy avergonzado.

Y se marchó apresuradamente.

Lo que más enfurecía a Gora era que un compatriota suyo, que se consideraba a sí mismo hombre educado, se uniese a un extranjero para reírse de la desgracia de su pueblo con aires de superioridad; que la gente de su patria admitieran toda clase de insultos e insolencias; que hubiesen llegado al extremo de aceptar como algo inevitable el que sus más afortunados compatriotas los tratasen como animales y consideraran el tratamiento justo y lógico… La raíz del mal era la ignorancia en que estaba sumido el país; al pensarlo, sentía hondo malestar. Pero lo más doloroso era que la gente educada no tomara sobre sus hombros el peso de aquella vergüenza ni sintiera el insulto, sino que se recreara en su relativa inmunidad. Y por esta razón, Gora, para expresar todo el desdén que sentía por la erudición y los convencionalismos de la gente educada, fue a casa del brahmo con la marca del barro del Ganges en la frente y aquellos rústicos zapatos.

«¡Señor! —dijo Binoy para sí—. Gora viene en son de guerra.»

Sintió una honda aprensión por todo lo que Gora pudiese hacer o decir en aquella casa, y se aprestó a la defensa.

Mientras hablaba la señora Baroda, Satish tuvo que conformarse con jugar a la peonza en un rincón de la terraza; pero al ver a Gora perdió todo interés por el juego y, después de acercarse lentamente a la silla de Binoy, le susurró al oído, sin apartar los ojos del nuevo visitante:

—¿Es ése tu amigo?

—Sí.

Gora dirigió una rápida mirada a Binoy, pero, luego, olvidó su presencia. Saludó a Paresh Babu en debida forma y, con la mayor naturalidad, cogió una silla, la apartó de la mesa y se sentó. La etiqueta ortodoxa exigía no demostrar siquiera con un gesto que se advertía la presencia de mujeres.

La señora Baroda pensaba ya en retirar a sus hijas de la presencia de aquel patán sin modales cuando Paresh Babu se lo presentó como hijo de un antiguo condiscípulo, y Gora la saludó con una inclinación.

Sucharita había oído hablar de Gora a Binoy, pero no sabía que aquel muchacho fuese Gora. Desde el primer momento le resultó antipático, pues no soportaba a la gente educada que se obstinaba en practicar tan estricta ortodoxia.

Paresh Babu empezó a hacer preguntas acerca de su amigo de la infancia y les contó algunos incidentes de sus tiempos de estudiante.

—Por aquel entonces, Krishnadayal y yo éramos los más furibundos iconoclastas de la escuela. No teníamos ni asomo de respeto por la tradición. Considerábamos un deber tomar alimentos prohibidos por la ortodoxia. ¡Cuántas noches pasamos en la tienda de aquel musulmán comiendo cosas prohibidas! Y luego nos poníamos a discutir las reformas que introduciríamos en la sociedad hindú.

—¿Y cuáles son ahora las opiniones de tu amigo? —preguntó Baroda.

—Ahora observa estrictamente todas las costumbres ortodoxas —repuso Gora.

—¿Y no le da vergüenza? —preguntó Baroda, roja de indignación.

—La vergüenza es signo de debilidad —rió Gora—. Incluso hay personas que se avergüenzan de sus propios padres.

—¿No fue antes brahmo? —inquirió Baroda.

—Yo también lo fui.

—Y ahora ¿cree en una deidad con forma corporal? —preguntó Baroda.

—No soy tan supersticioso como para despreciar las formas injustificadamente —contestó Baroda—. ¿Acaso basta con repudiarlas para que pierdan su valor? ¿Quién ha podido nunca penetrar su misterio?

—Pero la forma es limitada —terció Paresh Babu con su voz suave.

—No hay nada que pueda manifestarse, a no ser dentro de unos límites —insistió Gora—. El infinito se ha servido de la forma para hacerlo. ¿Cómo, si no, iba a revelársenos? Lo que no puede revelarse no puede alcanzar la perfección. Lo invisible se perfecciona mediante la forma, del mismo modo que el pensamiento se expresa con palabras.

—¿Quieres decir que la forma es más perfecta que el espíritu? —exclamó Baroda moviendo la cabeza con escepticismo.

—Lo que yo quiera decir no importa —respondió Gora—. El mundo no depende de mis palabras para ser como es. Si lo inmaterial hubiera sido perfecto, la materia no hubiera tenido lugar en el universo.

Sucharita estaba deseando que alguien humillara a aquel arrogante venciéndole con la palabra, y le sublevaba ver a Binoy tan callado. La misma violencia de Gora parecía empujarla a contestarle con una frase hiriente. Pero en aquel momento salió el criado con el agua caliente para el té y Sucharita tuvo que ponerse a prepararlo, mientras Binoy, de vez en cuando, lanzaba en su dirección miradas interrogativas.

Aunque, en cuestiones religiosas, los dos pensaban igual, el que Gora hubiera ido a aquella casa sin estar invitado y se mostrara tan abiertamente hostil, le apenaba profundamente. La calma que demostraba Paresh Babu le llenó de admiración. Su benévola serenidad le situaba muy por encima de ambos contendientes. Su actitud era infinitamente más digna que la acometividad de Gora: «Las opiniones no son nada —pensó—. ¡Qué maravillosa serenidad infunde comprender la verdadera naturaleza de algo! ¡Qué importa saber cuál de las dos tesituras es verdadera y cuál falsa! Lo que importa es el íntimo convencimiento de poseer la verdad.»

En varios momentos de la discusión, Paresh Babu cerraba los ojos y se sumía en las profundidades de su ser, era su costumbre, y Binoy observaba, fascinado, la paz que se reflejaba en su semblante mientras duraba su recogimiento. Fue para él una amarga decepción el comprobar que aquel venerable anciano no infundía a Gora ningún respeto ni le hacía poner freno a su lengua.

Después de servir varias tazas de té, Sucharita miró a Paresh Babu interrogativamente. No sabía si debía ofrecer té a alguno de sus huéspedes.

La señora Baroda miró a Gora y le espetó:

—¡Supongo que tú no tomarás de esas cosas!

—No —replicó Gora sin titubear.

—¿Por qué? —insistió ella—. ¿Tienes miedo de perder la casta?

—Sí.

—Entonces, ¿crees en la casta?

—¿Es la casta algo que yo haya creado, para no creer en ella? Puesto que debo tributo a la sociedad, tengo que respetarla.

—Entonces, ¿tienes que obedecer en todo a la sociedad? —preguntó Baroda.

—No obedecerla es destruirla —repuso Gora.

—¿Y por qué no destruirla?

—Eso es lo mismo que preguntar por qué no cortar la rama sobre la que uno está sentado.

—Madre, ¿de qué sirve discutir? —exclamó Sucharita, enojada—. No quiere comer con nosotros, eso es todo.

Gora miró a Sucharita un momento, mientras ella, dirigiéndose a Binoy, preguntó, vacilando:

—¿Quieres… una taza…?

Binoy no había probado el té en su vida, y desde tiempo atrás no tomaba el pan y las galletas elaboradas por los musulmanes, pero en aquel momento se sintió obligado a comer y beber todo lo que se le ofreciera. Así, pues, haciendo un esfuerzo, la miró a los ojos y respondió:

—Sí; desde luego.

Lanzó a Gora una furtiva mirada y vio que en sus labios se dibujaba una leve sonrisa de sarcasmo.

Binoy se bebió su té hasta la última gota, a pesar de que le encontró un sabor amargo y desagradable.

«¡Qué muchacho tan simpático Binoy!», pensó Baroda; y volviéndose de espaldas a Gora, empezó a hacerle objeto de toda su atención. Al darse cuenta de ello, Paresh Babu acercó su silla a Gora y se puso a hablar con él, quedamente.

Fue anunciada otra visita. Todos saludaron al recién llegado con el nombre de Panu Babu, pero en realidad se llamaba Haran-chandra Nag. Entre sus amigos tenía fama de ser extraordinariamente docto e inteligente, y aunque ninguna de ambas partes había dicho nada en concreto, se conjeturaba que iba a casarse con Sucharita. Era indudable que se sentía atraído por la muchacha, y las amigas de ella no perdían ocasión de gastarle bromas a costa de su pretendiente.

Haran se dedicaba a la enseñanza, por lo cual la señora Baroda no veía con muy buenos ojos las aspiraciones de aquel simple maestrillo, y se callaba su opinión de que el joven había obrado muy cuerdamente al no fijarse en ninguna de sus hijas. Los yernos de sus sueños eran intrépidos caballeros andantes cuya principal ambición fuera conseguir un elevado cargo en el Gobierno.

Cuando Sucharita ofreció una taza de té a Haran, Labonya, desde prudente distancia, le lanzó una mirada significativa y contrajo los labios en una sonrisa.

Este gesto no escapó a Binoy, pues en aquel breve espacio de tiempo sus dotes de observación, que nunca fueron muy penetrantes, se habían agudizado extraordinariamente. Le pareció una injusticia que aquellos dos individuos, Haran y Sudhir, estuvieran tan estrechamente vinculados a la familia como para que las muchachas de la casa intercambiaran signos secretos a expensas suya.

En la mente de Sucharita, la llegada de Haran puso una lucecita de esperanza. Si su admirador derribaba a aquel altivo conquistador, ella se sentiría satisfecha. Por lo general, no obstante, los razonamientos de Haran sólo conseguían irritarla, pero la llegada del prolijo Haran la llenó de alegría y no regateó té ni pasteles para armar debidamente a su caballero.

—Panu Babu, te presento a nuestro amigo… —empezó Paresh Babu.

—¡Oh!, le conozco muy bien —le interrumpió Haran—. Hubo un tiempo en que era un entusiasta miembro le nuestro Brahmo Samaj.

Y con estas palabras dio media vuelta y se alejó de Gora.

En aquel tiempo, sólo uno o dos bengalíes habían aprobado el examen de ingreso en la Administración Civil, y Sudhir hablaba del recibimiento dispensado a uno de ellos a su regreso de Inglaterra.

—Poco importa cómo queden en los exámenes —sentenció Haran—. Los bengalíes nunca serán buenos funcionarios.

Y para demostrar que no había bengalí capaz de administrar un distrito, empezó a sacar a relucir con gran elocuencia todos los defectos y debilidades del carácter bengalí.

El rostro de Gora iba enrojeciéndose a medida que avanzaba la perorata y, haciendo los posibles por dominar su voz de león, el joven le atajó diciendo:

—Si ésa es tu sincera opinión, ¿no te da vergüenza quedarte ahí sentado, comiendo pan con mantequilla?

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Haran arqueando las cejas, sorprendido.

—Tratar de borrar esas manchas del carácter de los bengalíes, o ahorcarte. ¿Te parece fácil afirmar que nuestra nación no hará nunca nada? Me sorprende que el pan no se te atragante.

—¿Es que no se puede decir la verdad? —preguntó Haran.

—Perdón —continuó Gora, acaloradamente—; pero si realmente creyeras todo lo que dices, no hablarías con tanto desparpajo. Es, precisamente, porque sabes que es mentira por lo que te expresas con esa indiferencia. Deja que te recuerde, Haran Babu, que la mentira es un grave pecado, que la calumnia es mucho más grave y que calumniar a nuestros hermanos es lo último.

Haran temblaba de ira, pero Gora continuó, inexorablemente:

—Te crees superior a todos tus compatriotas, ¿verdad? ¿Imaginas que eres el único con derecho a desprestigiarlos y que nosotros, por la memoria de nuestros antepasados, hemos de acatar tu veredicto sin rechistar?

Haran, comprendiendo que ya no le era posible retractarse, reiteró sus insultos. Mencionó las malas costumbres de la sociedad bengalí, y dijo que, mientras sus costumbres no se sanearan, no habría esperanza para la raza.

—Todo eso que dices de las malas costumbres lo has aprendido en los libros ingleses —dijo Gora despectivamente—. De primera mano no sabes absolutamente nada. Cuando puedas condenar las malas costumbres de los ingleses con la misma indignación, entonces tendrás derecho a hablar.

Paresh Babu hacía todo lo posible por cambiar de tema, pero resultaba completamente inútil contener al enfurecido Haran.

Entretanto, se había puesto el sol y el cielo ofrecía un espectáculo grandioso, con las resplandecientes franjas de nubes, y, a pesar de aquella guerra de palabras que retumbaba a su lado, Binoy sentía el corazón lleno de música.

Cuando llegó la hora de su meditación vespertina, Paresh abandonó la terraza y se instaló en el jardín, debajo de un champak.

Baroda encontraba a Gora sumamente antipático, y tampoco Haran era santo de su devoción; de modo que, cuando no pudo soportar más aquella discusión, se volvió hacia Binoy y le dijo:

—Ven, Binoy Babu. Entremos.

Y Binoy no pudo menos que mostrar su satisfacción por la preferencia de que le hacía objeto la señora Baroda, siguiéndola muy sumiso.

Baroda llamó también a sus hijas, y Satish, al comprender que la discusión no llevaba trazas de terminar, hizo mutis con el perro.

La señora Baroda, sin perder tiempo, se puso a alabar las virtudes de sus hijas.

—Trae el álbum, Labonya, para que lo vea Binoy Babu.

Labonya estaba tan acostumbrada a mostrar el álbum a todos los visitantes, que llevaba ya buen rato esperando que se lo pidieran, y empezaba a desesperar, en vista de que aquella discusión se eternizaba.

Al abrir el álbum, Binoy encontró en él varios poemas de Moore y Langfellow. Las mayúsculas y los títulos estaban hechos en caracteres de adorno, y la caligrafía era pulcra y cuidada. La admiración de Binoy fue sincera, pues por aquel entonces no era corriente que una muchacha supiera copiar poesías inglesas con tanta corrección.

Cuando tuvo a Binoy debidamente impresionado, la señora Baroda se volvió hacia su hija mediana diciendo:

—Lolita, tesoro, ¿cómo dice aquella poesía…?

Pero Lolita contestó con gran firmeza:

—De verdad no la recuerdo muy bien, madre.

Y se volvió hacia la ventana.

Baroda explicó a Binoy que su hija la recordaba perfectamente; pero era muy modesta y no le gustaba darse importancia; de niña era exactamente igual. En prueba de sus afirmaciones, dio varios ejemplos de la habilidad de la muchacha. Añadió que era tan valerosa que no lloraba aunque se lastimase, cosa en la que se parecía mucho a su padre.

Luego, le llegó el turno a Lila. Al pedirle su madre que recitara, se echó a reír nerviosamente; pero cuando empezó la poesía, la soltó de corrido, sin pararse a respirar ni demostrar que entendía lo que estaba diciendo.

Como ya sabía que el número siguiente era una canción, Lolita salió de la sala.

En la terraza, la disputa había alcanzado su punto culminante. Haran ya ni siquiera intentaba argumentar, sino que recurría a un lenguaje durísimo, y Sucharita, avergonzada e irritada por aquella falta de ecuanimidad, daba la razón a Gora, lo cual no contribuía precisamente a apaciguar a Haran.

El cielo se llenó de nubes negras cargadas de lluvia. En la calle, los buhoneros empezaban a pregonar, con su característico sonsonete, los típicos collares de jazmín. Las luciérnagas lanzaban sus destellos entre las hojas de los árboles que bordeaban la calle, y las aguas del estanque vecino eran como una mancha negra.

Binoy salió nuevamente a la terraza para despedirse, y Paresh Babu dijo a Gora:

—Ven a vernos siempre que lo desees. Krishnadayal y yo éramos como hermanos. Aunque ahora nuestras opiniones difieran y nunca nos veamos ni nos escribamos, las amistades de la juventud nunca se olvidan, y el afecto que profeso a tu padre me hace sentirme próximo a ti.

La serena y afectuosa voz de Paresh Babu fue un sedante para la agresividad de Gora. No hubo mucho respeto en el saludo que dedicó al viejo a su llegada; pero, al despedirse, se inclinó ante él con auténtica deferencia. A Sucharita hizo como que no la veía; denotar, aunque fuera con un levísimo gesto, que había advertido su presencia, hubiera sido para él el colmo del descaro. Binoy, después de hacer una profunda inclinación ante Paresh Babu, saludó con un movimiento de cabeza a la joven y, como si se avergonzara de lo que había hecho, salió apresuradamente en pos de Gora.

A fin de librarse de la ceremonia de las despedidas, Haran había entrado en la casa y hojeaba un libro de himnos que encontró sobre una mesa, pero tan pronto como los dos invitados se hubieron marchado, salió apresuradamente a la terraza y dijo a Paresh Babu:

—No creo que sea muy conveniente presentar a las muchachas al primero que llega.

Sucharita se sintió tan enojada que no pudo seguir disimulando sus sentimientos.

—Si nuestro padre hubiera observado ese principio, nunca te hubiésemos conocido a ti.

—No hay inconveniente si uno se limita a los de su propia clase —explicó Haran.

—¿Quieres hacernos volver al sistema zenana y encerrarnos en nuestra propia comunidad? —rió Paresh Babu—. Yo creo que es conveniente que las jóvenes conozcan a gentes de todas las opiniones; de lo contrario, no podrían evitar ser estrechas de criterio. ¿Por qué ser tan remilgados?

—Yo no he dicho que no deban conocer a gentes de distintas opiniones —respondió Haran—. Pero estos dos individuos no saben ni siquiera tratar a las señoras.

—No, no —defendió Paresh—. Lo que tú consideras malos modales es sencillamente timidez, y si no tratan a mujeres nunca podrán vencerla.