CAPÍTULO IX

Arriba, en la terraza situada encima del porche, había una mesa cubierta con un mantel blanco y rodeada de sillas; en la cornisa, al otro lado de la barandilla, una hilera de tiestos; más lejos, se veía el lustroso follaje de los árboles de Sirish y Krishna-chura lavados por la lluvia.

El sol aún no se había ocultado e iluminaba oblicuamente un rincón de la terraza.

Cuando Paresh Babu condujo allí a Binoy, no había nadie, pero, casi al momento, apareció Satish con un peludo «terrier» blanco y negro. Se llamaba Khudè[8], y Satish le obligó a realizar todo su repertorio de proezas. Sabía saludar haciendo salaam con una pata, inclinar la cabeza hasta rozar el suelo y pedir galletas. Satish se atribuía el mérito de las hazañas de su perro. Al perro, en cambio, el mérito le tenía sin cuidado; a él, lo que más le importaba eran las galletas.

De la habitación contigua salía un murmullo de voces y risas de mujer, al que, de vez en cuando, se sumaba una voz masculina. Aquella corriente de alegría llevó al corazón de Binoy una sensación de dulzura no exenta de cierta envidia. En su casa, él nunca oyó risas de muchachas jóvenes. Esa música sonaba muy cerca y, no obstante, para él estaba muy lejana. El pobre Binoy se sentía tan aturdido que apenas podía prestar atención al parloteo de Satish.

Al poco rato, hizo su entrada la esposa de Paresh Babu, acompañada de sus tres hijas y de un joven pariente lejano. Ella se llamaba Baroda. Ya no era joven, aunque se veía que había puesto especial esmero en su atavío. En su juventud, llevó una vida muy sencilla hasta que, de repente, le entró el deseo de ponerse al nivel de la sociedad más avanzada; por ello, su sari de seda crujía ruidosamente y los altos tacones de sus zapatos repicaban con estrépito. Procuraba siempre hacer resaltar las diferencias entre todo lo que era brahmo y lo que no lo era. Por eso cambió el ortodoxo nombre de Radharani por el de Sucharita.

Su hija mayor se llamaba Labonya. Era una muchacha rolliza, alegre, sociable y cotilla. Tenía la cara redonda, los ojos grandes y la tez morena y reluciente. Aunque algo descuidada en el vestir, su madre le sometía en este aspecto a estrechísimo control. Labonya renegaba de los tacones altos, pero tenía que llevarlos; para salir a la calle tenía que dejar que su madre le pusiera polvos y colorete en las mejillas. Sus corpiños le estaban tan ajustados que al salir del vestidor de su madre, la muchacha parecía una bala de algodón.

La hija mediana se llamaba Lolita. Era, en todo, lo contrario que su hermana mayor. Más alta y más morena, muy delgada, obraba a su antojo y, aunque de pocas palabras, a veces tenía salidas tajantes. En el fondo, su madre la temía, y procuraba no provocar su cólera.

La pequeña, Lila, contaba sólo diez años. Era revoltosa y pizpireta y siempre andaba a la greña con Satish. Uno de sus principales motivos de pelea era Krudè, pues cada uno se consideraba su único y legítimo dueño. Si el perro hubiera podido elegir, seguramente no habría elegido a ninguna de las dos, aunque a veces mostraba una ligera preferencia por Satish, cuya disciplina encontraba más soportable que las frenéticas caricias de Lila.

Cuando la señora Baroda salió a la terraza, Binoy se puso inmediatamente en pie y le hizo una profunda reverencia. Paresh Babu le presentó con estas palabras:

—Este joven es el amigo en cuya casa…

—¡Oh! —exclamó Baroda efusivamente—. ¡Qué bien se portó! Te estamos muy agradecidos.

Ante tal despliegue de gratitud, Binoy se quedó tan cortado que no supo qué decir.

Le presentaron también al joven que acompañaba a las muchachas. Se llamaba Sudhir y aún estudiaba el B. A.[9] Su aspecto era agradable; su piel, clara; llevaba gafas y lucía un pequeño bigote. Parecía de temperamento nervioso, pues no estaba quieto ni un momento y no cesaba de divertir a las muchachas con sus chistes y sus bromas. Ellas le regañaban constantemente, pero no podía vivir sin su Sudhir. Siempre estaba dispuesto a hacerles sus compras y acompañarlas al circo o al zoológico. Aquella familiaridad entre Sudhir y las muchachas era algo nuevo para Binoy; en realidad, no dejó de escandalizarle. Su primer impulso fue condenarla; pero no tardó mucho en sentir la comezón de los celos.

—Creo haberte visto alguna vez en los oficios de Brahmo Samaj —dijo Baroda a modo de introducción.

Inmediatamente, Binoy se sintió pillado en falta, y reconoció, con innecesario acento de disculpa en su voz, haber ido un par de veces a escuchar los sermones de Keshub Babu.

—Supongo que estarás estudiando —dijo, luego, Baroda.

—No; terminé mis estudios.

—¿Qué títulos tienes?

—El M. A.[10]

Esto pareció impresionar a Baroda, que miró con respeto a aquel muchacho de rostro aniñado. Lanzó un suspiro y, dirigiéndose a Paresh Babu, dijo:

—Si nuestro Manu hubiera vivido, ahora tendría también su M. A.

Su primer hijo, Manoranjan, murió a los nueve años, y cuando Baroda se enteraba de que algún muchacho había hecho un examen brillante, obtenido un buen empleo o escrito un buen libro, inmediatamente pensaba que de vivir su hijito hubiese hecho otro tanto.

Eso no obstante, después de la pérdida de su hijo, la señora Baroda se impuso la tarea de pregonar las virtudes de sus tres hijas. No despreció, pues, la oportunidad de informar a Binoy sobre lo estudiosas que eran, ni se calló cuanto las institutrices inglesas habían dicho de su inteligencia y de sus prendas morales. El día de fin de curso, en la Escuela de Señoritas, Labonya fue elegida entre todas para ofrecer las guirnaldas de flores al gobernador y a su esposa, y Binoy tuvo el privilegio de escuchar, palabra por palabra, la frase de agradecimiento con que la esposa del gobernador correspondió a la ofrenda de Labonya.

Al fin, como colofón, Baroda dijo a su hija mayor:

—Tesoro, trae el bordado que te premiaron.

El bordado representaba un loro; era una obra de arte ejecutada en lana y bien conocida de las visitas de la casa. Había costado muchos meses de trabajo y esfuerzo, en especial a la institutriz de Labonya, por lo que la labor no reflejaba, precisamente, la habilidad de la muchacha; pero no había modo de evitar la ceremonia cada vez que iba a la casa una nueva visita.

Al principio, Paresh Babu protestaba, pero en vista de que sus quejas eran inútiles, acabó por no decir una palabra.

Mientras Binoy trataba de mostrarse cumplidamente admirado e impresionado por la obra de arte, entró el criado con una carta para Paresh Babu. Al leerla, el rostro del anciano se iluminó de placer.

—Haz subir al caballero —dijo al criado.

—¿Quién es? —preguntó la señora Baroda.

—El hijo de mi viejo amigo Krishnadayal, que viene a visitarme.

A Binoy le dio un vuelco el corazón. Palideció y apretó los puños, como aprestándose a defenderse de algún ataque. Estaba seguro de que las costumbres de aquella gente causarían a Gora pésima impresión, y que les juzgaría desfavorablemente, y Binoy se preparaba de antemano a servirles de paladín.