CAPÍTULO VII

Al despertar, Binoy vio que la luz del día brillaba con la misma pureza que la sonrisa de un recién nacido. Unas nubecillas blancas flotaban sin rumbo en el cielo.

Mientras en su mirador se recreaba con el recuerdo de una mañana parecida, vio a Paresh Babu subir lentamente por la calle, llevando en una mano el bastón y cogiendo a Satish con la otra.

En cuanto Satish divisó a Binoy Babu, dio una palmada de gozo y gritó:

—¡Binoy Babu!

Paresh Babu levantó también la cabeza para mirarle. Binoy bajó rápidamente la escalera y salió a su encuentro cuando ellos iban a entrar ya en la casa.

Satish cogió a Binoy de la mano, mientras le decía:

—¿Por qué no fuiste a vernos, Binoy Babu? Me lo prometiste.

Binoy puso afectuosamente una mano sobre el hombro del niño y le sonrió, mientras Paresh Babu, después de apoyar cuidadosamente el bastón contra el borde de la mesa, se sentaba, diciendo:

—No sé lo que hubiéramos hecho el otro día de no ser por tu ayuda. Fuiste muy bueno con nosotros.

—¡Oh!, no tiene importancia; por favor, no habléis de ello —suplicó Binoy.

—Oye, Binoy Babu, ¿no tienes perro? —preguntó Satish, de pronto.

—¿Perro? Pues… no; no tengo perro.

—¿Y por qué no tienes? —insistió Satish.

—Me han dicho que Satish estuvo aquí el mismo día que nosotros —dijo Paresh Babu acudiendo en su ayuda—. Debió de importunarte mucho. Su hermana le ha puesto el mote de el Cháchara, por lo mucho que le gusta hablar.

—A mí también me gusta —dijo Binoy—. Por eso simpatizamos en seguida, ¿verdad, Satish Babu?

Satish siguió con sus preguntas y Binoy con sus respuestas. Paresh Babu hablaba poco; se limitaba a decir alguna palabra de vez en cuando, con una sonrisa feliz y tranquila. Al despedirse, recordó:

—Vivimos en el número 78; desde aquí no hay más que seguir la calle hacia la derecha…

—Sabe perfectamente dónde está nuestra casa —interrumpió Satish—. Aquel día me acompañó hasta la misma puerta.

No había razón alguna para avergonzarse de ello; no obstante, Binoy se sintió turbado, como si le hubieran pillado en falta.

—Entonces ya conoce la casa —dijo el anciano—. De modo que si algún día…

—Ni que decir tiene… Cuando quiera que yo… —tartamudeó Binoy.

—Siendo vecinos tan próximos… —dijo Paresh Babu poniéndose en pie—. Es por vivir en Calcuta por lo que no nos hemos conocido antes.

Binoy acompañó a sus visitas hasta la calle y se quedó un momento en la puerta viéndolos alejarse. Paresh Babu caminaba lentamente, apoyándose en su bastón, mientras Satish, a su lado, hablaba sin cesar.

Binoy se dijo que nunca había conocido a un anciano como Paresh Babu, y que le daban ganas de coger polvo de sus pies.

¿Y Satish? ¡Qué simpático! De mayor, sería todo un hombre. Era tan franco como listo.

Pero por muy buenos que fueran el viejo y el niño, su bondad no era causa suficiente para motivar en él semejante arrebato de respeto y cariño. Pero Binoy, en aquel estado de ánimo, no necesitaba más.

«Después de esto —murmuró para sí—, no tendré más remedio que ir a casa de Paresh Babu, si no quiero quedar como un grosero.»

Pero la India de Gora le advertía: «¡Ten cuidado! ¡No debes entrar en esa casa!» En todo instante, Binoy había obedecido los mandatos de esta India. A veces le asaltaba la duda, pero obedecía a pesar de todo.

Una oleada de indocilidad se levantó dentro de él; en aquel momento aquella India le parecía simplemente la negación misma.

Entró el criado para decirle que estaba preparada la comida; pero Binoy ni siquiera había tomado aún su baño. Eran más de las doce. Con un vigoroso movimiento de cabeza, despidió a su criado; dijo:

—Hoy no comeré en casa. No es preciso que te quedes.

Y sin ponerse siquiera el pañuelo, cogió el paraguas y salió a la calle.

Se encaminó directamente hacia la casa de Gora, pues sabía que todos los días, a las doce, su amigo iba a la oficina de la Sociedad de Patriotas Hindúes, instalada en Amherst Street, donde se pasaba la tarde escribiendo enardecedoras cartas a los miembros del partido de toda Bengala. Allí solían reunirse sus admiradores a sorber sus palabras, y allí sus adictos ayudantes se sentían muy honrados de que les permitiera servirle.

Efectivamente; Gora, como de costumbre, se había ido a la oficina. Casi corriendo, Binoy se dirigió a los aposentos interiores e irrumpió violentamente en la habitación de Anandamoyi. Ésta empezaba a comer en aquel preciso instante. Lachmi estaba a su lado, abanicándola.

—Hola, Binoy, ¿qué sucede? —preguntó Anandamoyi, sorprendida.

—Madre, tengo hambre —dijo Binoy instalándose ante ella—. Dame algo de comer.

—Lo siento —dijo ella, desolada—. El cocinero brahmán acaba de marcharse y tú…

—¿Crees que he venido para comer platos preparados por un brahmán? ¿Para qué tengo, entonces, al mío? Comparte tu cocina conmigo, madre. Lachmi, tráeme un vaso de agua, por favor.

Después de que Binoy hubo bebido el agua, Anandamoyi, con todo afecto y solicitud, cogiendo otro plato, le sirvió de su propia fuente. Binoy comió como si llevara varios días sin probar bocado. Anandamoyi dejó de mostrarse afligida y, viéndola

feliz, Binoy se sentía feliz, a su vez.

Después, ella se sentó a coser. El aroma de unas flores de Keya llenaba la estancia. Binoy se tendió a los pies de Anandamoyi, con la cabeza descansando sobre los brazos y, olvidándose de todo lo demás, charló con ella como en los viejos tiempos.