CAPÍTULO VI

Recordando la petición de su esposa, Krishnadayal, después de terminar su baño y tomar el alimento, se dirigió a la habitación de ella. Era la primera vez que pisaba aquel aposento desde hacía muchos días. Extendió su propia alfombrilla en el suelo y se sentó con gran rigidez, como desentendiéndose de cuanto le rodeaba.

Anandamoyi inició la conversación.

—Tú haces oposiciones a la santidad y no te preocupas de los asuntos domésticos; pero yo estoy muy intranquila a causa de Gora.

—Vaya, ¿qué es lo que temes?

—No sabría decírtelo; tengo el presentimiento de que si Gora sigue tomándose su hinduismo tan a pecho va a ocurrir alguna catástrofe. Te pedí que no le invistieras con el hilo sagrado, pero en aquel entonces tú no eras tan escrupuloso como ahora. Me dijiste: «¿Qué importancia puede tener un pedazo de cordel?» Pero ya ves que ha llegado a tener una gran importancia. ¿Y hasta cuándo vas a seguir indiferente?

—¡Oh, sí! —gruñó Krishnadayal—. Desde luego, échame a mí toda la culpa. ¿No fue tuyo el primer error? Te empeñaste en no desprenderte de él. En aquella época, también yo era muy impulsivo, y no pensaba en los deberes que nos impone la religión. Hoy, ni me pasaría por la imaginación hacer cosa igual.

—Puedes decir la que quieras. Nunca admitiré haber obrado mal en ningún momento. Recuerda que lo intenté todo a fin de tener un hijo. Hice todo lo que se me dijo. ¡Cuántas mantras llegué a pronunciar! ¡Cuántos amuletos llevé! Y una noche, en sueños, me vi a mí misma ofreciendo a Dios un cesto de flores blancas. De pronto, las flores se borraron y en su lugar apareció un niño tan blanco como ellas. No sabría decirte lo que entonces sentí. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Iba a cogerlo en brazos cuando desperté. Y diez días después, Dios me envió a Gora. ¿Cómo querías que lo entregase a otro? En una vida anterior, debí llevarlo en mi seno, a costa de grandes dolores, y por eso ahora me llama madre. Piensa de qué extraña manera llegó a nosotros. Aquella noche, en medio de la matanza, cuando todos temíamos por nuestras vidas, la inglesa vino a refugiarse a nuestra casa. Tú tuviste miedo de dejarla entrar, pero yo la llevé al establo, a espaldas tuyas; y antes del amanecer, la mujer murió al dar a luz. Si yo no hubiera cuidado al niño, también él habría muerto. Pero, ¡qué te importa eso a ti! Tu querías entregarlo a un padre[7]. ¿Por qué, por qué teníamos que hacerlo? ¿Qué era el padre para él? ¿Acaso le había salvado la vida? ¿Es que el modo en que el niño llegó hasta mí no era tan maravilloso como si yo misma le hubiera dado el ser? Digas lo que digas, si quien me lo dio no me lo reclama, nunca renunciaré a mi hijo.

—¡Como si yo no lo supiera! —suspiró Krishnadayal—. Pero haz lo que te parezca con tu Gora. Nunca traté de intervenir. Hube de investirle porque, habiéndole declarado como nuestro hijo, la sociedad así lo exigía. Quedan sólo dos cosas por decir. Legalmente, Mohim tiene derecho a todos mis bienes y…

—¿Y quién te pide tus bienes? Deja todo tu dinero a Mohim. Gora no reclamará ni una rupia. Es todo un hombre y está bien instruido; puede ganarse la vida. ¿Por qué había de codiciar lo que no es suyo? En cuanto a mí, me basta con que él viva. No necesito nada más.

—No; no es mi propósito dejarle en la pobreza —puntualizó Krishnadayal—. Le daré las tierras que me fueron concedidas. Siempre le rentarán unas mil rupias al año. La cuestión más espinosa es la de su matrimonio. Lo que ya está hecho no tiene remedio, pero no puedo hacerle entrar en una familia de brahmanes de acuerdo con los ritos hindúes, te enfades o no.

—¿Te has creído que no tengo conciencia porque no inundo la casa con agua del Ganges? ¿Por qué había de querer casarle con una joven de familia brahmana, o enfadarme si no lo consentías?

—¡Qué dices! ¿No eres tú hija de un brahman?

—¿Y qué tiene que ver con eso? Hace ya muchos años que dejé de enorgullecerme de mi casta. ¿Acaso cuando nuestros parientes protestaron por mis heterodoxas costumbres, en la boda de Mohim, no me mantuve alejada, sin pronunciar ni una sola palabra de protesta? Casi todo el mundo me llama cristiana o lo primero que les viene a los labios. Todo lo acepto de buen grado, contentándome con responder: ¿No son los cristianos seres humanos? Si sólo vosotros sois los elegidos, ¿por qué ha permitido, pues, que mordierais el polvo, primero ante los partos, luego ante los mogoles y, ahora, ante los cristianos?

—¡Oh, eso es una vieja historia! —contestó Krishnadayal con impaciencia—. Tú eres una mujer y no entiendes de esas cuestiones. Pero existe una cosa que se llama sociedad, de la que no puedes desentenderte, eso debes comprenderlo.

—Prefiero no calentarme la cabeza con todo ello. De todos modos, hay algo que entiendo perfectamente, y es que si, después de haber criado a Gora como hijo mío, empezase a dármela de ortodoxa, no sólo por temor al dharma nunca oculté nada y dejé que supiera todo el mundo que no observaba las costumbres, soportaba con paciencia todos los reproches que mi actitud me ha valido. Pero hay algo que he ocultado, y el temor del castigo divino me atormenta constantemente. Escucha, creo que deberíamos sincerarnos con Gora, sin pensar en las consecuencias.

—¡No! ¡No! —exclamó Krishnadayal escandalizado—. No, mientras yo viva. Ya conoces a Gora. No sé de lo que sería capaz si se enterase de la verdad. Y la sociedad entera se nos echaría encima. Y hasta el Gobierno nos pediría cuentas, pues aunque el padre de Gora muriese en la sublevación y a nosotros nos conste que su madre ha fallecido, cuando pasaron los disturbios debimos dar parte a los magistrados. Si levantamos la liebre, todas mis prácticas religiosas se habrán acabado, y las mayores calamidades podrían abatirse sobre mí.

Anandamoyi guardó silencio. Después de una corta pausa, Krishnadayal prosiguió:

—Por lo que respecta al matrimonio de Gora, se me ocurre una idea. Paresh Bhattacharya es un antiguo compañero mío de estudios. Hasta hace poco fue inspector de enseñanza. Ahora se ha jubilado y vive en Calcuta. Es un brahmo a carta cabal, y me han dicho que en su casa hay varias jóvenes casaderas. Si pudiéramos dirigir a Gora hacia allí, tal vez, después de unas cuantas visitas, le gustará alguna de las chicas. Y entonces, podríamos dejar las cosas en manos del dios del amor.

—¡Qué dices! ¿Visitar Gora la casa de un brahmo? Esos días pasaron hace ya tiempo para él.

Mientras hablaba, el mismo Gora entró en la habitación, llamándola con su estentórea voz.

—¡Madre!

Pero, al ver allí a su padre, se detuvo asombrado.

Anandamoyi fue rápidamente hacia él irradiando ternura de su rostro.

—¿Qué quieres, hijo? —le preguntó.

—No era nada urgente; puede esperar.

Y Gora dio media vuelta para marcharse; pero Krishnadayal le detuvo, diciendo:

—Espera un momento, Gora. Quiero decirte una cosa. Hace poco que un amigo mío, un brahmo, ha venido a vivir a Calcuta. Su casa está cerca de Beadon Street.

—¿Se trata de Paresh Babu?

—¿Es que le conoces? —preguntó Krishnadayal, sorprendido.

—Binoy me ha hablado de él. Son casi vecinos.

—Bien —prosiguió Krishnadayal—. Quiero que vayas a hacerle una visita.

Gora reflexionó unos momentos y luego dijo:

—Está bien. Iré a verle mañana a primera hora.

Anandamoyi quedó sorprendida ante tanta docilidad; pero casi inmediatamente Gora rectificó:

—No; se me olvidaba. Mañana no puede ser.

—¿Por qué no?

—Mañana tengo que ir a Tribeni.

—¡Nada menos que a Tribeni! —exclamó Krishnadayal.

—Se celebra la ceremonia del baño con motivo del eclipse solar.

—Me asombras, Gora —dijo Anandamoyi—. ¿Es que no está el Ganges en Calcuta, que tienes que ir a bañarte a Tribeni? ¡Te excedes en tu ortodoxia!

Pero Gora salió de la habitación sin responder.

La razón por la cual había decidido ir a Tribeni a bañarse era que esperaba encontrar allí a multitud de peregrinos. Aprovechaba todas las oportunidades para vencer su desconfianza y sus anteriores prejuicios, y situándose al mismo nivel que el pueblo, decir con todo su corazón:

—Yo soy tuyo y tú eres mío.