CAPÍTULO V

Anandamoyi llamó a la puerta del oratorio de su esposo.

—¿Me oyes? —le gritó—. No quiero entrar, no temas; pero cuando hayas terminado me gustaría hablar contigo. Como te has procurado un nuevo sannyasi, voy a estar mucho tiempo sin verte, lo sé; por eso he venido hasta aquí. No dejes de ir a verme cuando hayas terminado.

Y, con estas palabras, volvió a sus quehaceres domésticos.

Krishnadayal Babu era un hombre moreno, no muy alto y más bien grueso. El rasgo más acusado de su rostro eran los ojos, negros y grandes; el resto quedaba oculto bajo una poblada barba gris. Siempre vestía de seda cobre, calzaba sandalias de madera y llevaba una olla de cobre, al modo de los ascetas. La parte superior de su cabeza era calva, pero el cabello que tenía lo llevaba largo y recogido en un moño en la coronilla.

Hubo un tiempo, cuando su trabajo le llevó al interior del país, en que, con los soldados del regimiento, comía carne prohibida y bebía vino a placer. Entonces consideraba una prueba de valor moral insultar a los sacerdotes, a los sannyasis y a todos aquellos que se relacionaban con la religión. Pero, ya viejo, todo lo que significara ortodoxia religiosa comenzó a inspirarle profundo respeto. En cuanto divisaba a un sannyasi se sentaba a sus pies con la esperanza de aprender nuevos ritos. Su ansia por descubrir algún atajo oculto hacia la salvación, o algún esotérico sistema para adquirir poderes místicos era limitada. Últimamente, mientras se instruía en las prácticas tántricas, hizo el descubrimiento de un monje budista, y eso volvió a desorientarle por completo.

Tenía solamente veintitrés años cuando murió su primera esposa al dar a luz a su hijo. Incapaz de soportar la vista del niño que había causado la muerte de su madre, Krishnadayal lo dejó al cuidado de su suegro, y se dirigió hacia el Oeste, en un acceso de desesperación y haciendo alarde de renunciamiento. A los seis meses contrajo matrimonio con Anandamoyi, huérfana de padre y nieta de un gran pandit de Benarés.

En el Norte consiguió un puesto en el Comisariado y, con sus artimañas, logró granjearse el favor de sus jefes. A la muerte del abuelo de su esposa, y a falta de guardián a quien confiarla, tuvo que llevarla a vivir con él.

Entretanto, se produjo la sublevación de Sepoy, y Krishnadayal no dejó escapar la oportunidad de contribuir a salvar la vida de algunos ingleses de gran influencia, por lo que fue recompensado con honores y tierras. Al poco tiempo de haberse sofocado la revuelta, dejó su empleo y volvió a Benarés con Gora, que a la sazón acababa de nacer. Cuando el niño cumplió los cinco años, Krishnadayal se trasladó a vivir a Calcuta y reclamó la custodia de su hijo mayor, Mohim, que vivía con un tío suyo. Mohim, por recomendación de los antiguos jefes de su padre, fue admitido en el Departamento de Hacienda, donde, como ya hemos visto, trabajaba entusiásticamente.

Desde su más tierna infancia, Gora fue el líder de los chicos del vecindario y de la escuela. Su principal tarea y diversión estribaba en amargar la vida de sus profesores. Cuando se hizo mayor, dirigía los cánticos nacionales en el Club de los Estudiantes, daba conferencias en inglés y era el jefe reconocido de una banda de pequeños revolucionarios. Al fin, cuando rompió el cascarón del Club de los Estudiantes y empezó a cacarear en los mítines de los adultos, Krishnadayal Babu parecía extraordinariamente divertido por las actividades de su hijo.

Gora empezó a crearse una reputación fuera de casa, pero nadie de la familia le tomaba muy en serio. Mohim, en atención a su puesto en una oficina del Gobierno, creía su deber tratar de moderar a Gora, al que llamaba patriotero pedante, Harish Mookerjee II, etcétera, por lo que en más de una ocasión poco le faltó para llegar a las manos. Anandamoyi veía con gran pesar el militante antagonismo de Gora hacia todo lo inglés, y trataba de calmarle por todos los medios, pero sin resultado. En realidad, Gora acogía con sumo gusto el más leve pretexto para pelearse con algún inglés. En aquella época, se sentía poderosamente atraído por el Brahmo Samaj, por efecto de la elocuencia de Keshub Chandra Sen.

Entonces fue cuando, de repente, Krishnadayal se pasó a la más estricta ortodoxia, hasta el punto de que la sola presencia de Gora en su habitación le ponía fuera de sí. Llegó a reservar una parte de la casa a la que llamaba ermita, para su uso exclusivo, y hasta puso una placa con el nombre. Las prácticas de su padre sublevaban a Gora.

—Tanta tontería es inaguantable. No la soporto.

Estaba ya decidido a romper definitivamente con él, cuando intervino Anandamoyi y consiguió reconciliarlos.

Le gustaba discutir con los pandits brahmanes que se congregaban en torno a su padre. Durante aquellas acaloradas polémicas, las palabras de Gora eran como bofetones en pleno rostro. La mayoría de aquellos pandits no poseían gran erudición y sí una desmesurada avidez de dinero. No podían con el muchacho, y los virulentos ataques de éste les atemorizaban.

Pero Gora empezó a sentir profundo respeto hacia uno de ellos. Se llamaba Vidyavagish, y Krishnadayal le había contratado para que le instruyese en la filosofía védica. En un principio, Gora trató de desarmarle con la misma insolencia que a los demás, pero no lo consiguió. Descubrió que no sólo era hombre de sabiduría sino también de maravillosa liberalidad. Gora nunca hubiera podido imaginar que una persona versada únicamente en el sánscrito pudiera poseer una inteligencia tan despierta. Había tanta fuerza, tanta paz, tanta paciencia y tanta penetración en el carácter de Vidyavagish que Gora no podía menos que sentirse intimidado en presencia del pandit. Gora inició con él el estudio de la filosofía védica y como no era persona que hiciese las cosas a medias, se zambulló en todas sus especulaciones.

Precisamente por aquellas mismas fechas, un misionero inglés inició una controversia en los periódicos atacando a la religión y a la sociedad hindúes. Gora se disparó inmediatamente, pues aunque no se mostraba remiso en criticar los preceptos de las escrituras y las costumbres populares, aquella falta de respeto de un extranjero hacia la sociedad hindú le hirió en lo más vivo. Por eso se lanzó al combate. Se negó a reconocer ni una sola de las faltas que su adversario imputaba a los hindúes. Después de un larguísimo intercambio de cartas, el director del periódico puso fin a la correspondencia.

Pero Gora se sentía enardecido, y se puso a escribir un libro en inglés acerca del hinduismo. Trabajó con denuedo por reunir argumentos de las escrituras y de la razón que demostraban las incomparables excelencias de su religión y sociedad. Y acabó por convencerse a sí mismo. Decía: «No podemos tolerar que nuestro país comparezca en calidad de acusado ante un tribunal extranjero, para ser juzgado con arreglo a unas leyes extranjeras. Nuestras ideas acerca de la vergüenza y de la gloria no pueden ser comparadas a cada paso con unos cánones extranjeros. No tenemos por qué buscar disculpas para nuestra tierra, por sus tradiciones, por sus creencias o por sus escrituras, ni ante los demás ni ante nosotros mismos. Debemos proteger a nuestro país y a nosotros mismos del insulto, llevando con hombría las cargas de nuestra patria, con toda nuestra fuerza y todo nuestro orgullo.»

Lleno de tales ideas, Gora, con toda religiosidad, empezó a bañarse en el Ganges, a rendir culto mañana y tarde, a poner especial cuidado en cuanto comía y en todo lo que tocaba, y hasta se dejó crecer el tiki[6]. Cada mañana, iba a tomar el polvo de los pies de sus padres, y, en cuanto a Mohim al que sin empacho llamara en más de una ocasión granuja y pedante, le rendía el acatamiento que se debe a los mayores, Mohim no le regateaba sarcasmos por tan súbita transformación, pero Gora nunca le replicó.

Con su predicación y su ejemplo, Gora arrastró consigo a un grupo de jóvenes entusiastas. Sus enseñanzas parecían haberlas librado de la tensión que hasta entonces ejercieran en su conciencia fuerzas contradictorias.

«Ya no tendremos que dar explicaciones —parecían decirse a sí mismos con un suspiro de alivio—. No importa que seamos buenos o malos, civilizados o bárbaros, mientras seamos nosotros mismos.»

Pero, por extraño que pueda parecer, el súbito cambio operado en Gora no pareció alegrar a Krishnadayal, sino todo lo contrario. Cierto día, llamó a Gora y le dijo:

—Mira, hijo mío, el hinduismo es algo muy profundo. No es fácil sondear en lo más recóndito de una religión fundada por los rishis. Es mejor no intentarlo sin poseer pleno conocimiento. Tu espíritu no ha madurado todavía. Además, has sido educado como un inglés. Tu anterior inclinación hacia el Brahmo Samaj estaba más en consonancia con tu tipo de inteligencia. Por eso no me disgustó sino que, por el contrario, me complació. Pero la senda por la que ahora caminas no es tuya; eso no está bien.

—¿Qué dices, padre? —protestó Gora—. ¿Acaso no soy hindú? Si hoy no alcanzo a comprender el íntimo significado del hinduismo, quizá lo comprenda mañana. Y aunque nunca lo consiga, esta senda es la única que puedo seguir. Por los méritos de algún nacimiento hindú anterior he venido ahora al seno de una familia de brahmanes y, de este modo, mediante repetidas reencarnaciones dentro de la religión y la sociedad hindúes, alcanzaré la meta final. Si, por error, me aparto del camino que me está señalado, eso sólo me acarreará redoblados esfuerzos para volver a él.

Pero Krishnadayal siguió sacudiendo la cabeza.

—Hijo mío, el que te llames a ti mismo hindú no te convierte en un hindú. Es fácil hacerse mahometano, y más fácil todavía hacerse cristiano… Pero ¡hindú! Señor, eso es totalmente distinto.

—Tienes razón —repuso Gora—; pero ya que he nacido hindú, por lo menos he cruzado ya el umbral. Si puedo mantenerme en el buen camino, poco a poco iré perfeccionándome.

—Hijo mío, mucho me temo que con razonamientos no consiga convencerte. En cierto modo, tienes razón en lo que dices. Sea cual fuere realmente tu religión, según tu propio karma, a ella habrás de volver, tarde o temprano. Nada podrá impedírtelo. ¡Que se cumpla la voluntad de Dios! ¿Qué somos nosotros, sino instrumentos suyos?

Krishnadayal abrazaba con igual efusividad la doctrina de Karma y la confianza en la voluntad de Dios, la identificación con lo Divino y la adoración de la Divinidad. Nunca experimentó la necesidad de reconciliar tan contradictorias ideas.