Las ideas abstractas están muy bien como opiniones, pero cuando se aplican a personas, dejan de parecemos tan claras. Por lo menos eso era lo que le sucedía a Binoy, y es que él se dejaba guiar por el corazón. Así, pues, aunque en una polémica apoyara con calor determinados principios, en sus relaciones con los hombres prevalecían las consideraciones humanas. Por ello, hubiera sido difícil decir hasta qué punto aceptaba los principios de Gora por su propio valor y hasta qué punto por el cariño que profesaba a su amigo.
Aquella lluviosa tarde, al salir de casa de Gora, mientras caminaba lentamente por las calles llenas de barro, en su interior se libraba una lucha entre sus principios y sus sentimientos.
Cuando Gora afirmó que, para salvar a la sociedad de los ataques y de las emboscadas de que era objeto, era preciso mantenerse en constante alerta en cosas tales como la comida y la casta, Binoy se mostró de acuerdo con él; incluso llegó a discutir acaloradamente con los que discrepaban. Dijo que cuando un enemigo atacaba una fortaleza por los cuatro costados había que guardar con la vida todos los accesos a ella: caminos reales, senderos, puertas, ventanas y rendijas.
Pero la negativa de Gora a dejarle comer en la habitación de su madre le dolió cruelmente.
Binoy no tenía padre, y a su madre la perdió siendo muy niño. Tenía un tío que vivía en el campo, pero desde muy joven había residido en Calcuta, solo, haciendo vida de estudiante, y desde el día en que su amigo Gora le presentó a Anandamoyi, él la llamó madre.
A menudo entraba en su habitación y la hacía rabiar hasta que le preparaba sus dulces favoritos; muchas veces se había mostrado celoso de Gora y la acusaba de parcialidad en el reparto de las golosinas. Pero si dejaba de visitarla durante dos o tres días, ella esperaba con ansiedad el momento en que él entraría a hacer los honores a su mesa. ¡Con qué impaciencia aguardaba que terminara la charla con Gora! ¡Y hoy, en nombre de la sociedad, se le prohibió comer con ella! ¿Podría Anandamoyi soportarlo? ¿Había él de consentirlo?
Recordaba la sonrisa con que ella le dijo: «A partir de hoy no tocaré tu comida cuando te invite. Traeré a un buen brahmán para que te la prepare.» «¡Qué triste debía de sentirse al hacerlo!», pensó Binoy al llegar a su casa.
Su habitación estaba oscura y desordenada; por todas partes había libros y papeles. Binoy rascó una cerilla y encendió la lámpara, en la que los dedos del criado habían dejado sucias huellas. El blanco mantel que cubría su mesa de trabajo estaba manchado de grasa y de tinta. En aquella habitación se ahogaba. La falta de calor humano le hacía sentirse horriblemente deprimido. Tareas tales como la reconquista de su país y la protección de su sociedad le parecían vagas e irreales. Mucho más real le parecía el «ave extraña» que una radiante mañana de julio volara hasta la puerta de su jaula para desaparecer después. Pero Binoy se había propuesto no pensar en el «ave extraña»; y, para calmar su pensamiento, trató de imaginarse la habitación de Anandamoyi, de que Gora le había excluido.
El suelo, de cemento pulido, escrupulosamente limpio; a un extremo, la mullida cama, con su colcha blanca como ala de cisne y, al lado de la cama, un escabel con una lámpara encendida. Anandamoyi estaría inclinada sobre su labor, bordando con sedas multicolores aquel edredón en el que trabajaba cuando se sentía preocupada. Sentada a sus pies, estaría Lachmi, la criada, charlando en su extraño dialecto bengalí. Binoy trató de imaginarse el sereno rostro de Anandamoyi concentrado en su trabajo, diciendo para sí: «Que la luz de su amado rostro me guarde de distracciones. Que sea como el reflejo de mi madre patria y me mantenga firme en el sendero del deber.»
«¡Madre! —exclamó con el pensamiento—. No existe escritura que pueda convencerme de que el alimento que me dan tus manos no es néctar para mí.»
En el silencio de la habitación, resonaba el tictac del reloj. Binoy no pudo soportar seguir allí más tiempo. En la pared, cerca de la lámpara, una lagartija comía insectos. Binoy la estuvo contemplando un rato. Se levantó, cogió el paraguas y salió a la calle.
No sabía dónde ir. Seguramente su primera intención fue volver a casa de Anandamoyi; pero, de pronto, recordó que era domingo, y decidió ir a escuchar la plática de Keshub Babu en el oficio del Brahmo Samaj. Pensó que el sermón estaría ya a punto de terminar, pero no por eso desistió de su propósito.
Cuando llegó, la congregación había ya empezado a dispersarse y él se quedó en la esquina de una calle, debajo de su paraguas. Al poco rato, vio salir a Paresh Babu con una expresión de pacífica benevolencia en el semblante. Le acompañaban cuatro o cinco miembros de su familia; pero los ojos de Binoy no se apartaron del juvenil rostro de uno de ellos, iluminado un momento por la luz de un farol; luego, se oyeron rechinar unas ruedas, y se desvaneció, como una burbuja en un mar de oscuridad.
Aquella noche, Binoy no pudo llegar hasta la casa de Gora, y volvió a su alojamiento, absorto en sus pensamientos. A la tarde siguiente, después de dar un gran rodeo, se encontró por fin ante la puerta de su amigo; empezaba ya a oscurecer y el cielo estaba encapotado.
Cuando entró Binoy, Gora acababa de encender la lámpara y se disponía a escribir. Levantó la vista del papel.
—Bien, Binoy, ¿de dónde sopla hoy el viento?
Sin hacer caso de la pregunta, Binoy le dijo:
—Quisiera preguntarte una cosa, Gora. Dime, ¿la India es para ti algo real y perfectamente claro? La India está en tus pensamientos noche y día, pero ¿cómo la ves?
Gora miró fijamente a Binoy unos momentos. Dejó la pluma y, recostándose en la silla, dijo:
—Igual que el capitán de la nave que está en alta mar tiene el pensamiento fijo en el puerto hacia el que se dirige, tanto mientras trabaja como mientras descansa, así pienso yo en la India.
—¿Y dónde está esa India tuya? —insistió Binoy.
—En el lugar hacia el que mi brújula apunta continuamente —contestó Gora, poniendo una mano sobre el corazón—. Allí, no en tu Historia de la India escrita por Marshman.
—¿Y apunta tu brújula a un puerto determinado? —preguntó Binoy.
—¡Y cómo no! —exclamó Gora con absoluta convicción—. Yo puedo fracasar en mi empeño, yo puedo naufragar: pero el puerto del gran destino sigue allí. Ésta es mi India en todo su esplendor, pletórica de riqueza, de sabiduría y de bondad. ¿Acaso pretendes insinuar que esta India no existe, que en todas partes no hay sino la falsedad que nos rodea: esta Calcuta tuya, con sus oficinas, su Tribunal Supremo y sus burbujas de ladrillo y mortero? ¡Uf!
Cuando terminó de hablar, se quedó mirando fijamente a Binoy. Éste siguió callado, sumido en sus pensamientos.
—Aquí —prosiguió Gora—, donde se lee y se estudia, donde la gente anda de un lado para otro buscando un empleo, donde se esclaviza al hombre desde las diez hasta las cinco sin ton ni son…, a este engendro de un genio del mal nosotros le llamamos India, ¿es ésa una razón por la que trescientos cincuenta millones de seres tengan que honrar lo que es falso y envenenarse con la idea de que este mundo de falsedades es un mundo real? ¿Cómo es posible que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, brote vida de este espejismo? Y por eso, poco a poco, vamos muriendo de inanición. Pero existe una India verdadera, rica y llena de vida y, a menos que ocupemos en ella nuestro lugar, no podremos sorber su savia vivificadora ni con el cerebro ni con el corazón. Y por eso te digo: Olvídalo todo, los libros, la ilusión de conseguir títulos, las tentaciones de una vida cómoda y servil; renunciemos a todos sus atractivos y pongamos rumbo al puerto. Si hemos de naufragar, naufraguemos; si hemos de morir, muramos. Y precisamente porque es tan vital para nosotros, yo, por lo menos, no puedo olvidar ni un momento la verdadera faz de la India.
—¿Qué es eso, el fermento de la excitación o la verdad?
—¡La verdad, desde luego!
—¿Y qué me dices de los que no pueden ver lo que tú? —preguntó Binoy suavemente.
—¡Tenemos que hacer que vean! —repuso Gora apretando los puños—. Ésa es nuestra misión. Si la gente no ve una clara imagen de la realidad entonces se entregará a cualquier espejismo. Levanta ante los ojos de los hombres la idea de una India intacta, y los hombres quedarán subyugados por ella. Entonces no tendrás que ir mendigando de puerta en puerta una miserable suscripción; los hombres se atropellarán unos a otros en su prisa por ofrecer sus vidas.
—Bien. Entonces muéstrame esa imagen o mándame a engrosar la masa de los invidentes.
—Trata de imaginártela tú mismo. Te bastará la fe para hallar alegría en la austeridad de tu devoción. Los patriotas en boga carecen de fe en la verdad; es por eso por lo que no pueden tener grandes exigencias ni consigo mismos ni con los demás. Si el mismo dios de la Abundancia les ofreciera una gracia, estoy seguro de que les faltaría valor para pedir más que el dorado escudo del virrey. Les falta fe, y por eso carecen de esperanza.
—Gora —protestó Binoy—. No todos tenemos el mismo carácter. Tú tienes fe y puedes refugiarte en tu propia fuerza; por eso no acabas de comprender la mentalidad de otras gentes. Te lo digo claramente: dame trabajo, sea cual sea; hazme trabajar noche y día; de lo contrario, sólo me parece tener en las manos algo tangible cuando estoy contigo; si me voy de tu lado no encuentro dónde asirme.
—En estos momentos nuestro único trabajo consiste en infundir a los descreídos nuestra firme e inquebrantable confianza en todo lo que pertenece a nuestro país. Por culpa de esa inveterada costumbre de avergonzamos de nuestra patria, el veneno del servilismo se ha adueñado de nuestro pensamiento. Si cada uno de nosotros, por propia iniciativa, se decide a combatir el veneno, no tardará en encontrar el campo para su servicio. Hasta ahora, nos hemos limitado a copiar lo que según nuestra Historia, otros hicieron. Pero, ¿podemos dedicarnos en cuerpo y alma a un servicio de segunda mano? Por ese camino sólo podremos llegar a la degradación.
En este momento, entró Mohim en la habitación, hookah en mano, con andar reposado. Era la hora en que, después de volver de la oficina y tomar un refrigerio, se sentaba a la puerta de su casa, a mascar betel y a fumar. Uno a uno, todos sus amigos del vecindario se iban uniendo a él, y al final, todos se retiraban al salón, a jugar a las cartas.
Al verle entrar, Gora se puso en pie; Mohim, entre bocanadas de humo, le dijo:
—¡Tú, que tanto te esfuerzas por tratar de salvar a la India, haz algo por salvar a tu hermano!
Gora le miró interrogativamente y Mohim prosiguió:
—El nuevo sahib de nuestra oficina es un redomado granuja. Tiene cara de perro de presa y a nosotros, los Babúes, nos llama baboons[4]. Si alguien pierde a su madre, se niega a darle permiso para faltar al trabajo, diciendo que son excusas. Ni uno solo de los empleados bengalíes cobra su paga íntegra a fin de mes, pues todos tienen varias multas. Recientemente, apareció en los periódicos un anónimo acerca de su persona, y está convencido de que es obra mía. ¡Y no quiero decir que le falte razón! Y ahora, amenaza con despedirme, a menos que me retracte públicamente. Vosotros dos, lumbreras de nuestra Universidad, debéis ayudarme a condimentar una buena carta utilizando generosamente ingredientes tales como: justicia imparcial, inagotable largueza, amable benevolencia, etc.
Gora quedó en silencio, pero Binoy dijo, echándose a reír:
—Dada[5], ¿cómo es posible ensartar tal cúmulo de falsedades en una sola carta?
—Hay que dar ojo por ojo y diente por diente —repuso Mohín—. Tengo mucha experiencia de estos sahibs. Los conozco bien. La forma en que saben cosechar falsedades está por encima de toda ponderación. Cuando se presenta la necesidad, no hay nada que les intimide. Si uno de ellos dice una mentira, todos le hacen coro, aullando igual que chacales, y no como nosotros, que no desdeñamos adquirir crédito acusando a nuestros cómplices. Puedes estar seguro de que no es ningún pecado engañarles, mientras no se te descubra el engaño.
Dejó escapar una sonora carcajada. Binoy no pudo reprimir una sonrisa.
—¡Y tú esperas abochornarnos con la verdad! —prosiguió Mohim—. ¡Si el Todopoderoso no te hubiera dotado de semejante inteligencia, el país no estaría en esta triste situación! Ya es hora de que empecéis a daros cuenta de que ese coloso se le sorprende robando en casa ajena. Al contrario, se lanzará contra vosotros blandiendo en alto su palanca con todo el aplomo que da la inocencia. ¿No es así?
—Sí; así es.
—Bien, entonces, si usamos un poco de aceite del molino de la mentira, para lisonjearle, diciendo: «¡Oh, bondadoso señor! Arrójanos algo de tu mochila, aunque no sea más que polvo», quizá se nos restituya una pequeña parte de lo que es nuestro. Al mismo tiempo, evitamos que se rompan las hostilidades. Si bien se mira, esto es auténtico patriotismo. Pero Gora está furioso conmigo. Desde que se ha hecho ortodoxo, muestra gran respeto hacia mí, su hermano mayor; pero hoy mis palabras no le parecen propias de un hermano mayor. ¿Qué debo hacer, hermano mío? ¿Debo decir la verdad, incluso acerca de la mentira? De todos modos, Binoy, tienes que escribirme esa carta. Espera un momento, que te traeré mi borrador.
Y Mohim salió de la habitación, dando vigorosas chupadas a su hookah.
Gora se volvió hacia Binoy y le dijo:
—Binu, ve con Dada, haz el favor, y mantenle tranquilo mientras termino de escribir.