CAPÍTULO II

Era una tarde oscura durante la estación de las lluvias. El cielo estaba cubierto por pesadas nubes, cargadas de humedad. Bajo aquella techumbre sucia y descolorida, la ciudad de Calcuta yacía inmóvil, semejante a un enorme y desconsolado perrazo enroscado con la cabeza descansando sobre la cola. Desde la noche anterior lloviznó persistentemente, con la suficiente intensidad para llenar las calles de barro, pero sin el ímpetu bastante para arrastrarlo. A las cuatro de la tarde dejó de llover, pero el cielo seguía mostrándose amenazador. Con aquel tiempo desapacible, durante el que era tan enojoso permanecer en casa como inseguro salir a la calle, dos jóvenes estaban sentados en taburetes de mimbre, en la húmeda azotea de una casa de tres pisos.

En aquella misma azotea, los dos amigos habían jugado, de niños, al volver de la escuela; allí habían aprendido de memoria las lecciones en vísperas de exámenes, repitiéndolas en voz alta, mientras paseaban de un lado para otro frenéticamente; y en los días calurosos, allí era donde cenaban, al volver del colegio, y allí se quedaban discutiendo hasta las dos de la madrugada, para despertar sobresaltados al salir el sol, y darse cuenta de que habían quedado dormidos sobre la estera. Y cuando los exámenes terminaron, en aquella azotea era donde, una vez al mes, se reunía la Sociedad de Patriotas Hindúes, de la que uno de los dos amigos era presidente, y el otro secretario.

El presidente se llamaba Gourmohan, Gora para sus amigos. Había crecido desmesuradamente. Uno de sus profesores le llamaba «Montaña Nevada», pues era terriblemente blanco, sin asomo de pigmento en la piel. Medía casi un metro noventa de estatura, tenía los huesos grandes y unos puños como las zarpas de un tigre. Su voz era tan profunda y ronca que quien le oyera gritar: «¿Quién va?», se llevaba un buen susto. Su rostro parecía excesivamente largo y fuerte. Su mandíbula recordaba la tranca de una fortaleza. Prácticamente no tenía cejas, y su frente describía una amplia curva hasta las orejas. Los labios eran finos y apretados, y la nariz se proyectaba sobre ellos como una espada. Sus ojos, pequeños y vivos, apuntaban, en apariencia, a algún objeto lejano e invisible, pero podían abatirse, con la rapidez del rayo, sobre cualquier cosa que tuviesen a su lado. Gourmohan no era precisamente guapo, pero resultaba imposible no fijarse en él, estuviese donde estuviese.

Su amigo Binoy era modesto, pero muy vivaz, como buen caballero bengalí. La delicadeza de su carácter y su inteligencia daban a su rostro una expresión de singular claridad. En el colegio se llevaba siempre las becas y las mejores notas, mientras Gora, que no sentía gran afición por la lectura, se quedaba rezagado. No comprendía las cosas tan rápidamente como Binoy ni tenía tan buena memoria; por ello Binoy fue el abnegado corcel que, en todos los exámenes, llevó a Gora sobre sus lomos.

Ésta era la conversación que absorbía a los dos amigos aquella húmeda tarde de agosto:

—Oye lo que te digo —argüía Gora—: al atacar a los brahmos[1], Abinash demostró su gran robustez de carácter. ¿Qué te hizo encolerizarte de aquel modo con él?

—¡Qué tontería! —repuso Binoy—. Sobre los gustos de Abinash no puede haber más que una opinión.

—Si es eso lo que piensas, entonces en ti está el mal. No se le puede pedir a la sociedad que contemple con los brazos cruzados cómo unos cuantos renegados tratan de abatirla haciendo lo que les venga en gana. Es natural que se desconfíe de esa gente y se considere mal hecho lo que ellos tal vez hagan de buena fe. Y si la sociedad ve un mal en lo que ellos estiman su bien, eso no es más que uno de los muchos castigos que atraen sobre sí los que la burlan a sabiendas.

—Puede que sea natural, pero no estoy conforme en que todo lo natural sea bueno.

—¡Deja en paz la bondad! —exclamó Gora—. Las poquísimas personas realmente buenas que existen en el mundo tienen todos mis respetos. Las demás, que sean naturales; es todo lo que pido. De lo contrario, ni cundiría el trabajo ni la vida merecería la pena. Los que, como los brahmos, quieran dárselas de santos, deben estar dispuestos a ser víctimas de la incomprensión y del desprecio. No pretenderán que, mientras ellos se pavonean, sus adversarios les aplaudan; eso sería pedirle mucho al mundo. Y si eso sucediera, el mundo sería un lugar bien poco recomendable.

—No tengo ningún inconveniente en que injuries a determinada secta o partido; pero cuando la injuria se hace personal…

—¿Y de qué sirve injuriar a la secta? Eso supone, simplemente, criticar sus opiniones. Se hace preciso atacar al individuo. ¿Es que tú no has personalizado nunca, santo varón?

—Sí; muchas veces. ¡Y bien que me pesa!

—¡No, Binoy! —exclamó Gora, súbitamente excitado—. Eso no. Jamás.

Binoy quedó un momento en silencio.

—Bueno, ¿qué te ocurre? —preguntó al cabo—. ¿Qué es lo que te alarma?

—Veo claramente que caminas por el sendero de la debilidad.

—¡De la debilidad…! —repitió, irritado—. Sabes perfectamente que, si yo quisiera, podría ir a su casa en este mismo momento. Me han invitado. Y ya ves; no voy.

—Sí, ya lo veo. Pero pareces incapaz de olvidar que te mantienes alejado. Noche y día te estás repitiendo: «No voy. No voy.» Sería mejor que fueras de una vez, y se acabó.

—Entonces, ¿tú me aconsejas que vaya?

—No; no te lo aconsejo —contestó Gora golpeándose una rodilla—. Yo certifico que cuando vayas a su casa te colocarás a su lado para siempre. Al día siguiente, te sentarás a comer con ellos y, a continuación, te convertirás en predicador militante del Brahmo Samaj[2].

—¡Vaya! ¿Y después?

—¡Después…! —repitió Gora, con amargura—. No existe el después una vez estás muerto para los tuyos. Tú, el hijo de un brahmán, vas a perder todo el sentido de la reserva y de la pureza y acabarás arrojado a la basura, como un animal muerto. Igual que un piloto con la brújula rota, perderás el rumbo, te parecerá mera superstición y estrechez de miras el llevar el barco a puerto, y creerás que el mejor sistema de navegación es ir a la deriva. Pero no tengo ganas de seguir discutiendo contigo. Así, pues, te digo, sencillamente: Ve y acaba de una vez, si es que tienes que ir. Pero no sigas crispándonos los nervios con tus continuas vacilaciones al borde del infierno.

Binoy se echó a reír.

—El enfermo que ha sido desahuciado por el médico no muere necesariamente. Y no advierto ninguna señal que anuncie que se acerca mi fin.

—No, ¿eh? —dijo Gora, despectivamente.

—No.

—¿No notas que te falla el pulso?

—En absoluto. Aún late con pleno vigor.

—¿Y no piensas que la comida del desterrado, servida por cierta linda mano podría parecerte manjar de dioses?

—¡Basta, Gora! —dijo Binoy, sonrojándose—. ¡Calla!

—¿Por qué? No es mi propósito insultarla. Acaso la dama en cuestión no se precia de ser «invisible aún al sol»[3]. Si la más ligera alusión a su mano de rosa que, dicho sea de paso, cualquier hombre puede estrechar, te parece una profanación, entonces es que ya estás perdido.

—Mira, Gora, yo venero a la mujer, y en nuestras escrituras…

—No busques en las escrituras la justificación de ese sentimiento. No es veneración; se designa con otro nombre que no te gustaría oír pronunciar.

—Si te agrada mostrarte dogmático… —dijo Binoy encogiéndose de hombros.

—Dicen las escrituras —insistió Gora— que la mujer debe ser venerada porque da luz al hogar. El culto que se le rinde, según la costumbre inglesa, porque provoca el fuego en el corazón de los hombres, no debería jamás llamarse veneración.

—¿Tú despreciarías una gran idea sólo porque se enturbiara en algún momento?

—Binu, puesto que es evidente que has perdido la facultad de regirte por ti mismo, debieras dejarte guiar por mí. Yo sostengo que todas esas exageraciones que sobre las mujeres aparecen en los libros ingleses, no reflejan más que deseo. El único altar en el que se puede adorar verdaderamente a la mujer es en su posición de madre, tabernáculo de la «señora de la casa» pura y buena. Hay un insulto escondido en la alabanza de quienes la apartan de él. La causa de que tu pensamiento ronde la casa de Paresh Babu, como la mariposa ronda a la llama, es, en lenguaje claro, lo que los ingleses llaman amor; pero, por Dios, no imites a los ingleses colocando a este amor por encima de todo, como único objeto de la adoración del hombre.

Binoy se levantó de un brinco, como un caballo al contacto del látigo.

—¡Basta, basta! —gritó—. Vas demasiado lejos, Gora.

—¿Demasiado lejos? ¡Pero si todavía no he llegado! Simplemente porque la pasión empaña nuestro sentido de la realidad sobre las verdaderas relaciones entre el hombre y la mujer, ¿tenemos que poetizarlas a toda costa?

—Si es nuestra pasión la que mancilla nuestras ideas acerca de las correctas relaciones entre el hombre y la mujer, ¿hemos de echarle las culpas al extranjero? ¿No es la misma pasión lo que empuja a nuestros moralistas a una vehemencia exagerada en condenar a la mujer, como a un mal del que hay que mantenerse apartado? Éstos son, simplemente, los dos aspectos opuestos de una misma actitud, en dos tipos distintos. Si condenas a uno no puedes excusar al otro.

—Ya veo que no te había comprendido. Tu estado no es tan desesperado como temía. Mientras la filosofía halle eco en tu cerebro puedes hacer el amor sin miedo. Pero ten cuidado de ponerte a salvo antes de que sea demasiado tarde. Es la súplica de los que te quieren bien.

—¡Estás loco, amigo mío! —protestó Binoy—. ¿A qué viene hablar del amor? Para tranquilidad tuya te confesaré que lo que sé de Paresh Babu y de su familia ha despertado en mí un profundo respeto hacia ellos. Será por eso por lo que siento una gran atracción por conocer su hogar.

—¡Atracción…! Llámalo así, si tú lo prefieres. Pero vigila esa atracción. No perderás nada aunque tu investigación zoológica quede incompleta. Pero ten cuidado; son especies de presa, y si te acercas demasiado no va a quedar de ti ni el rabo.

—Tienes un grave defecto, Gora, y es que, por lo visto, te has creído que toda la fuerza que Dios tenía para distribuir te la concedió a ti solo, y que el resto de los mortales somos unos debiluchos desgraciados.

Esta observación pareció impresionar a Gora.

—¡Justo! —gritó, descargando una entusiástica palma en la espalda de Binoy—. ¡Tienes muchísima razón! Y eso es un grave defecto mío.

—¡Cielos! Pero tienes aún otro defecto mucho peor, y es que no sabes calcular el grado de resistencia a los golpes que posee la espina dorsal del común de los mortales.

En este momento subió el hermanastro mayor de Gora, Mohim, gordo y jadeante.

—¡Gora! —gritó.

Al momento, Gora se levantó respetuosamente y dijo en tono afectuoso:

—¿Señor?

—Sólo he subido para ver si la tormenta había estallado sobre nuestro tejado. ¿De qué se discute hoy? Supongo que a estas horas habréis ya puesto a los ingleses en medio del océano Indico. Entre los ingleses no he observado grandes pérdidas, pero tu cuñada está en la cama con una horrible jaqueca y tus rugidos de león constituyen para ella una dura prueba.

Y con estas palabras, Mohim dio media vuelta y se marchó.