PRÓLOGO

Paréceme obra de especial interés prologar El misterio del ataúd griego, por cuanto su publicación fue precedida por una extraordinaria oposición de parte de Mr. Ellery Queen en lo tocante a su consentimiento.

Los lectores de Mr. Queen recordarán, posiblemente, por lo ya expresado en anteriores prólogos de otras novelas de Queen, que sólo por rarísima casualidad estas auténticas memorias del hijo del inspector Richard Queen, luego de refundidas en el crisol de la novelística popular, fueron entregadas a la avidez del público lector, no sin que antes los Queen se retiraran a descansar en cierta soleada región de Italia, para disfrutar de sus laureles. No obstante ello, después de lograr persuadir a mi amigo de dar a publicidad la primera de sus hazañas[1], el caso Queen inicial que gozó del honor de aparecer en forma de libro, todo se deslizó entonces en el mejor de los mundos y no tropezamos con dificultad alguna en convencer a este simpático joven, a veces un tanto terco y difícil, de permitir la novelización de sus fidedignas aventuras acaecidas durante la época en que su señor padre actuó como inspector de la Oficina de Detectives del Departamento de Policía de Nueva York.

A buen seguro que el amable lector se maravillará de la oposición de Mr. Queen en dar su licencia para la impresión del caso Khalkis. Ello se debe a una interesante dualidad de razones. En primer lugar, el caso Khalkis ocurrió en las primeras etapas de su carrera como investigador no oficial, protegido por el ala paternal de la autoridad del inspector Queen; de hecho, Ellery no había cristalizado todavía en ese tiempo su famosísimo método analítico deductivo. En segundo lugar —y barrunto que esta razón es la más poderosa de ambas— Mr. Ellery Queen sufrió, hasta el último momento mismo, una zurra formidable y altamente humillante en este resonante caso Khalkis. Ningún individuo, aun el más modesto —y Ellery Queen como él mismo convendrá, no lleva ni pizca de modestia en el espíritu— siente especial placer en mostrarle al mundo las llagas de sus fracasos. Nuestro buen amigo fue avergonzado en público, y la herida ha dejado sus cicatrices. «¡No!» —dijo categóricamente—. «No me place la idea de verme vapuleado de lo lindo de nuevo, ¡ni siquiera en letras de molde!».

Sólo cuando el editor y un servidor puntualizamos que el caso Khalkis (publicado bajo el presente título de El misterio del ataúd griego) comportó uno de sus más brillantes éxitos, y no un fracaso, como él parecía imaginar, Mr. Ellery Queen comenzó a flaquear, a vacilar, a venírsele al suelo su decisión y, finalmente, levantando las manos hacia el cielo, se entregó a nuestra amistosa pertinacia con armas y bagajes.

Albergo la firme convicción de que los sorprendentes escollos de que estaba erizado el caso Khalkis condujo a Ellery por una senda que luego le depararía infinitas victorias a cual más brillante. Antes de concluir este caso, nuestro amigo sufrió la prueba del fuego y…

Pero juzgo cruel amargarte el placer, sibarítico lector. Acepta, eso sí, mi palabra —la palabra de alguien que conoce cada detalle de todos los asuntos en que Ellery aplicó la vibrante agudeza de su cerebro— de que el caso intitulado El misterio del ataúd griego es la más admirable aventura de Ellery Queen.

¡Buena caza, lector!

J. J. McC.