—No existe razón en el mundo, Mr. Cheney —dijo Ellery—, para que usted no reciba las explicaciones necesarias… Usted, y desde luego… —la campanilla de calle repicó y Ellery detuvo a Djuna en el momento en que éste se precipitaba a la puerta.
Miss Joan Brett apareció en el umbral de la sala. La muchacha parecía tan sorprendida de ver allí a Alan como Alan de ver a Joan. Alan, incorporándose de un salto nervioso, manoseó el torturado nogal de la excelentísima silla Windsor de los Queen; y Joan se asió del marco de la puerta como si de súbito necesitara algo en que recostarse.
Un final de lo más apropiado, pensaba Ellery Queen mientras se levantaba del sofá en que estuviera recostado, el hombro izquierdo envuelto en vendajes, un final maravillosamente seductor… El muchacho estaba un poco pálido. Por primera vez en muchas semanas, su semblante transpiraba una dulce expresión de serenidad infinita. El terceto que se alzó con él, integrado por su padre, extrañamente abatido, el fiscal de distrito Sampson, de cuyos ojos aún no se había esfumado el horror de la noche anterior, y Mr. James J. Knox, caballero multimillonario, aplomado y correctísimo, se inclinó, profundamente, ante la radiante aparición, Sin embargo, esta última no les retribuyó con una sonrisa, hipnotizada por aquel joven, igualmente paralizado, que se apoyaba desesperadamente en la silla Windsor de los Queen…
Luego sus ojos azules se desviaron, buscando las sonrientes pupilas de Ellery:
—Yo pensaba… Usted me pidió que…
El joven corrió a su lado y tomándola del brazo, la llevó hasta una silla profunda en la cual se desplomó con muestras de evidente embarazo.
—Usted pensaba… Yo le pedí que… ¿Qué, Miss Brett? Ella vio entonces el hombro vendado:
—¡Está usted herido! —prorrumpió.
—A lo cual —respondió Ellery— me limitaré a contestarle con las palabras clásicas del héroe invicto: «No es nada… ¡apenas un rasguño!». ¡Siéntese usted, Mr. Cheney!
Mr. Cheney se desplomó en su asiento.
—¡Vamos, vamos! —gruñó impaciente el fiscal—. No conozco la opinión de los demás, pero creo que usted me debe una explicación, Ellery.
El muchacho se recostó de nuevo en el sofá y con una mano sola se ingenió para encenderse un cigarrillo:
—Bien, ahora que estamos todos cómodos… —murmuró; sus ojos tropezaron con los de Knox y ambos sonrieron como evocando algún chiste graciosísimo y secreto—. ¿Una explicación, eh? Bueno, ahí va, amigo Sampson.
Y Ellery comenzó a hablar. Y mientras sus palabras restallaban a lo largo de una hora, como un acompañamiento de maíz frito, Alan y Joan, sentados muy modositos, las manos juntas, no se atrevieron a mirarse ni una sola vez.
—La cuarta solución, pues hubo cuatro soluciones, como bien saben ustedes, y que son a saber: la solución Khalkis, en la cual Pepper me llevó de las narices; la solución Sloane, que podríamos calificar como un desafío a muerte entre yo y Pepper, ya que jamás creí en ella; la solución Knox, en la cual conduje a Pepper por la nariz; y finalmente, la solución Pepper, que era la correcta; la cuarta solución, repito, la última y verídica, que asombró a todos, pero que, en realidad, es tan clara como la buena luz del sol que nuestro imbécil Pepper ya no volverá a ver jamás… —durante unos instantes guardó silencio—. Ciertamente, la revelación de que un hombre joven y de buena reputación como el ayudante del fiscal Pepper fuera el primer motor de una serie de crímenes maquinados con profunda imaginación y suprema indiferencia a todo, debe producir inmensa confusión en todos cuantos ignoran los cómo y los por qué del caso. Con todo, Mr. Pepper fue atrapado por mi vieja y querida aliada la Lógica, el logros de los griegos y el terror, confío, de muchos futuros criminales y confabuladores.
Ellery aventó las cenizas de su cigarrillo sobre la impecable alfombra de Djuna:
—Ahora bien, confieso que, hasta la sucesión de acontecimientos ocurridos en la mansión de Knox, en el Drive refiriéndose principalmente a las cartas extorsionadoras y al robo del Leonardo, hasta esos incidentes, repito, no abrigaba la menor sospecha acerca de la identidad del criminal. En otras palabras, si Pepper se hubiera detenido en el crimen de Sloane, habría podido escaparse con toda tranquilidad. Pero en este caso como en otros menos celebrados, el delincuente cayó víctima de su propia codicia. Y con sus propios dedos tejió la telaraña en que, finalmente, le atrapó el cruel Destino.
»De consiguiente, ya que la serie de acontecimientos que tuvieron lugar en la mansión de Knox, en el Drive, constituye el hecho más saliente de esta parte del caso, permítaseme comenzar por ellos. Recordarán ustedes que ayer por la mañana resumí las calificaciones capitales del criminal; creo necesario repetirlas ahora. Una: hallarse en condiciones de “sembrar” las pistas urdidas contra Khalkis y Sloane; dos: debía ser el remitente de las cartas extorsionadoras; y tres: debía encontrarse en casa de Knox a fin de dactilografiar la segunda carta de extorsión.
»Ahora bien, caballeros, está última calificación, como expliqué ayer por la mañana, era equívoca, deliberadamente equívoca por razones que se evidenciarán luego. Mi astutísimo progenitor puso de relieve ayer, en privado, los puntos en que estaba “equivocado” en mi hermosa seudo explicación dada en el Departamento de Policía. En efecto, en la frase “en la casa de Knox” escogí, como significado a un “miembro del hogar Knox”, en tanto que es obvio que esa frase abarca un significado mucho mayor. Cuando digo “en la casa de Knox” me refiero a todos los que se albergan en ella, permanentemente o no, ya pertenezcan a la familia o la servidumbre, o no. En otras palabras, el remitente de la segunda carta no necesitaba ser, forzosamente, uno de los moradores habituales de la casa, pues bien podría haber sido un extraño a quien las circunstancias le permitieran ganar acceso a la casa Knox. Sírvanse ustedes grabar estos conceptos en la mente.
»Comenzaremos, por lo tanto, con esta tesis: la segunda carta, de acuerdo con las circunstancias propias, debió haber sido escrita por alguien que se encontraba en esa casa en el momento de ser dactilografiada; y ese “alguien” no es otro que nuestro asesino. Pero mi inteligente progenitor destacó que eso no era necesariamente verídico; ¿acaso el redactor de la nota de marras no podría haber sido un cómplice del criminal, sobornado por éste para dactilografiarla, permaneciendo aquél lejos de la casa de Knox? Desde luego, eso significaría que el homicida no podía ganar acceso legítimo a la casa o en caso contrario la escribiría él mismo, eliminando intermediarios peligrosos… Un problema sutil, caballeros, y correcto como pocos, que evité dilucidar ayer a la mañana por cuanto ello no cuadraba dentro de mis propósitos, consistentes en tenderle una celada a Pepper.
»¡Muy bien! Si demostramos ahora que el asesino no podía haber tenido cómplices dentro de la casa Knox, inferiríamos que el propio criminal mecanografió la segunda carta y que ello ocurrió en el mismo “cubil” de Mr. Knox.
»Con todo, para probar que no existieron cómplices en este asunto, necesitamos establecer primero la inocencia de Knox, pues de otro modo el problema sería insoluble.
»La inocencia de Mr. Knox se demuestra de la manera más sencilla del mundo. ¿Acaso mis palabras les resultan extrañas? Sin embargo, es ridículamente sencillo. El hecho se establece por medio de cierto secreto poseído solamente por tres personas en el mundo: Knox, Miss Brett y un servidor. Consiguientemente, Pepper, como veremos después, ignorando ese hecho esencial, cometió su primer error en la larga cadena de maquinaciones y contramaquinaciones.
»Este hecho es el siguiente: durante el período en que Gilbert Sloane era considerado generalmente asesino de Grimshaw, Mr. Knox, voluntariamente —¡recuérdenlo bien!— me informó, ante Miss Brett, que la noche en que él y Grimshaw visitaron a Khalkis, éste le había solicitado que le prestara mil dólares, suma que debía entregar a Grimshaw a modo de anticipo; y que él, Knox, había visto al malhechor guardando el billete de mil dólares en la parte posterior de su reloj, y que aquél había partido de la casa de Khalkis con ese billete todavía dentro de la caja del reloj de marras. Mr. Knox y yo nos encaminamos inmediatamente al Departamento de Policía, descubriendo en ese mismo lugar al mencionado billete de mil dólares. El billete era el mismo entregado por Knox, pues le identificamos en seguida por el número de su serie. Ahora bien, el mismo hecho de que ese billete fuera identificable como de Mr. Knox, implica que, si él hubiera asesinado a Grimshaw, de fijo que habría empleado todos los medios al alcance de su mano para evitar que el billete cayera en poder de la policía. Por cierto que le habría sido muy sencillo, en caso de haber estrangulado a Grimshaw, retirar el billete del reloj de su víctima en el momento mismo del hecho, por cuanto sabía en dónde lo ocultaba Grimshaw.
»Sin embargo, el billete se encontraba aún en el reloj cuando examinamos el interior de su caja en el Departamento de policía. Ahora bien, si Mr. Knox había sido el criminal, ¿por qué no escamoteó el billete del reloj, como dijera recientemente? De hecho, ¿por qué Mr. Knox, lejos de eliminar el comprometedor billete de mil dólares, vino a verme por su propia y libre voluntad, para decirme que el mismo se encontraba allí dentro, cuando yo, al par que los demás representantes de la ley, no soñábamos siquiera en la existencia de ese billete? Observarán ustedes, caballeros, que su proceder difería grandemente de lo que habría sido en caso de ser cómplice y asesino de Grimshaw y por lo mismo me vi forzado a confesar en ese momento que, fuera cual fuera el culpable, éste no podía ser James J. Knox…
—¡Gracias a Dios! —bisbiseó Knox roncamente.
—Caballeros, adivinarán ahora ustedes a dónde nos conduce esta conclusión, que en su momento significaba poco para mí, dado que se trataba de un descubrimiento negativo. Efectivamente, sólo el asesino —o un posible cómplice— podía haber dactilografiado la segunda carta extorsionadora, por cuanto tanto ésta como la primera habían sido escritas en sendas mitades del pagaré de Khalkis. Supuesto que Mr. Knox no era ni el asesino ni el cómplice, no podía haber sido el remitente de las cartas en cuestión, pese al hecho de haber sido escritas en su propia máquina de escribir. Por ende, la persona que había dactilografiado la segunda carta usó deliberadamente la máquina de Knox. Pero, ¿con qué propósito? Pues con el de hacer aparecer que Mr. Knox había escrito la carta y consiguientemente, era el asesino. Otra «celada» para la policía, la tercera del caso; las dos primeras habían sido arteramente —aunque sin fruto— dirigidas contra Khalkis y Sloane.
Ellery frunció el ceño, meditabundo:
—Llegarnos ahora a razonamientos más sutiles. Veamos: es evidente que el verdadero criminal, al enredar a James J. Knox en un «lazo» tendiente a mostrarle como al asesino y ladrón de nuestro caso, le consideraba como posibilidad más o menos segura en las mentes policiales. Sería una locura cargarle el fardo de los crímenes a Knox si el verdadero criminal sabía que la policía no lo aceptaría jamás como culpable. Por consiguiente, el asesino ignoraba lo relativo al famoso billete de mil dólares de Knox. De saberlo, jamás habría intentado enredar arteramente a Knox. A esta altura de nuestro razonamiento, podríamos eliminar a otra persona en base a deducciones matemáticas, aparte de ser ella un investigador al servicio del Museo Victoria, hecho éste que, desde luego, no la absuelve necesariamente de toda sospecha, pero que tiende a aureolarla con un halo de inocencia. Dicha persona es esa hermosa muchacha, cuyo rubor observo que aumenta a cada momento: Miss Brett; efectivamente, ella se hallaba presente cuando Mr. Knox me contó la historia de ese billete de mil dólares; en caso de haber sido el asesino o el cómplice del asesino nunca habría tendido esa celada a Mr. Knox o permitido que el criminal así lo hiciera.
Joan se irguió en su asiento; sonrió luego borrosamente, desplomándose de nuevo sobre el respaldo. Alan Cheney parpadeó. Estudiaba el tapiz tendido a sus pies como si se tratara de algún precioso ejemplar de Esmirna, merecedor del examen concienzudo de un joven anticuario.
—Por consiguiente —¡una plétora de «por consiguientes», caballeros!—, de todas las personas que podrían haber escrito la segunda carta, hemos eliminado a Knox y a Miss Brett, ya como asesinos, ya como cómplices del mismo.
»Ahora bien, ¿alguno o algunos de los integrantes de la servidumbre de Mr. Knox podría haber sido el propio asesino? No, porque ni uno solo de los criados podría haber sembrado, físicamente, las pistas falsas urdidas contra Khalkis y Sloane. En efecto, en la lista de todas las personas que visitaron la casa de los Khalkis no figura ninguno de los sirvientes de Knox. Por otra parte, ¿acaso alguno de los criados de Mr. Knox podría haber sido cómplice de un asesino de afuera, quien utilizó sus servicios sólo porque podía usar la máquina de escribir de su patrón?
Ellery sonrió:
—No, como pasaré a demostrárselo, caballeros. El hecho de que la máquina de escribir de Mr. Knox fuera empleada en la «celada» aludida, indica que el asesino abrigaba la intención de utilizarla desde el principio mismo; efectivamente, la única prueba concreta que el criminal proyectaba «emplazar» contra Knox fincaba en esa segunda carta extorsionadora, confiando en que no tardaríamos en descubrir que ella había sido dactilografiada en su Remington; éste era el meollo de la maquinación de Pepper. Por otra parte, es obvio que habría sido grandemente ventajoso para el criminal, ya que albergaba el propósito de enredarle por medio de su máquina de escribir, haber mecanografiado ambas cartas en dicha Remington. No obstante, sólo la segunda fue escrita con esa máquina, habiendo sido dactilografiada la primera en una Underwood desconocida, recordándoles, de paso, que la Remington de Mr. Knox era la única de toda la casa… Si el homicida no empleó entonces la máquina de Knox para escribir la primera carta, ello indica claramente que en ese momento aún no había ganado acceso a la Remington de Mr Knox. Todos los criados, empero, habían tenido acceso a dicha Remington en el tiempo en que se dactilografió la primera misiva, pues ya sabemos que todos y cada uno de ellos trabajaban allí desde hacía cinco años o más. Por tanto, ninguno de ellos podía haber sido cómplice del criminal, o si no, éste habría escrito la primera carta en la máquina de Knox.
»Sin embargo, nuestros razonamientos eliminaban a Mr. Knox, Miss Brett y a todos los sirvientes de la casa como asesino de Grimshaw o bien cómplice del mismo, cosa que parecía absurda por cuanto la segunda carta había sido dactilografiada en la propia casa de Knox.
Ellery arrojó su cigarrillo al hogar:
—Sabemos ahora que el extorsionador, aun cuando se encontraba en casa de Mr. Knox por algún motivo cuando escribió la segunda carta, no se hallaba en ella en el momento en que dactilografió la primera, pues de otro modo habría empleado su Remington también para esta última. Sabemos, asimismo, que ningún extraño fue admitido en casa de Mr. Knox después de la recepción de la primera carta, es decir, ningún extraño, salvo una sola y determinada persona. Ahora, si bien es cierto que cualquiera podría haber escrito la primera carta, sólo una persona se encontraba en condiciones de dactilografiar la segunda: la única que ganó acceso a la casa después de la llegada de la primera misiva extorsionadora. Entonces otro punto se presentó claro ante mis ojos. ¿Por qué había sido necesaria la primera carta? He aquí una pregunta que no cesó de morderme el alma hasta dar con su solución. El hecho en sí parecía tonto, incapaz de brindar grandes servicios. Los extorsionadores, por lo general, asestan sus golpes desde la primera carta amenazante; rarísimas veces se complacen en escribir largas cartas jactanciosas y estúpidas; no establecen su posición como chantajistas en la primera carta para exigir el dinero en la segunda. La explicación al efecto era psicológicamente perfecta: la primera misiva resultaba esencial para el criminal, sirviendo para algún oculto propósito. ¿Cuál propósito? ¡Pues para franquearse la entrada de la casa de Knox! ¿Y para qué? Nada menos que para encontrarse en condiciones de dactilografiar la segunda carta amenazante en la Remington de Knox… ¡Todo concordaba a maravillas!
»Ahora bien, ¿quién fue la única persona que logró infiltrarse en esa casa entre el momento de la recepción de la primera carta y el de la segunda? Extraño como ello pareciera, increíble y extraordinario y desconcertante, no pude menos de ver perfilarse ante mis ojos el hecho de que ese visitante era nuestro querido colega, nuestro coinvestigador, en suma, el ilustre ayudante de fiscal Pepper, quien había pasado varios días allí con el ostensible propósito (y, como recordé instantáneamente, siguiendo sus propias insinuaciones) de aguardar la llegada de la segunda carta.
»Mi primera reacción fue lógica. ¡No podía creerlo! Parecía tan imposible que… Sin embargo, por sorprendente que resultara esa revelación, en particular si se piensa que era ésa la primera vez que se me ocurría siquiera pensar en Pepper como en una posibilidad explotable —continuó el muchacho— el caso se presentaba asombrosamente claro, por poco que se le examinara. No podía rechazar una sospecha y un sospechoso —que ya no era sospechoso simplemente, sino el verdadero criminal, de acuerdo a la lógica— porque la imaginación se negara a dar crédito a los resultados del razonamiento fríamente profundizador. Impuse a mi voluntad una recapitulación de hechos. Examiné todo el caso desde el principio a fin de comprobar si Pepper y sus actos concordaban con los hechos conocidos.
»Bien, el propio Pepper identificó a Grimshaw como al hombre a quien defendiera criminalmente cinco años atrás; naturalmente, siendo el criminal, Pepper formuló esta confesión a los efectos de contrarrestar un posible descubrimiento casual de los vínculos que le unieran anteriormente con el ladrón del Leonardo, luego de haber tenido oportunidad de reconocer a la víctima y de haber negado todo; conocimiento al respecto. Se trata de un detalle nimio, pero revestido de cierto significado psicológico. Con toda probabilidad, esta relación se inició unos cinco años atrás, bajo la forma de un conocimiento de cliente y abogado. Grimshaw fue a ver a Pepper después de robar el Leonardo del Museo Victoria, solicitándole, posiblemente, que cuidara de sus cosas mientras él, Grimshaw, purgaba su pena en la penitenciaría, período en que el cuadro, aún impago, permaneció en poder de Khalkis. No bien Grimshaw salió de prisión, se presentó en casa de Khalkis exigiéndole el pago del Leonardo. Es incuestionable que Pepper fue el bribón que se movía entre bastidores, detrás de todas las escenas y dramas que se sucedieron en torno al cuadro fatal, manteniéndose siempre invisible y entre las sombras de la tragedia. Estas relaciones entre Pepper y Grimshaw serán esclarecidas por Jordán, antiguo socio de Pepper, si bien abrigo la convicción de que Jordán es un hombre enteramente inocente de toda culpa y cargo.
—Ya le andamos buscando, joven —indicó Sampson—. Jordán es un abogado de nota.
—No lo dudo —murmuró, glacial, Ellery—. Pepper no se hubiera aliado abiertamente con un delincuente… No, era demasiado vivo… Pero buscamos confirmación a nuestras teorías. ¿En qué forma se asoma el debitado punto del motivo si consideramos a Pepper estrangulador de Grimshaw?
»Después de la reunión de Grimshaw, Khalkis y Knox el viernes por la noche, y luego que el primero recibió el conocido pagaré al portador, Mr. Knox salió con Grimshaw y se separó de él justo ante la puerta de calle; el ladrón permaneció junto a ella. ¿Por qué? Posiblemente para reunirse con su cómplice, conclusión ésta que no es gratuita de acuerdo a las propias declaraciones de Grimshaw en cuanto a la existencia de un “socio”. Por lo tanto, Pepper debía aguardarle en las inmediaciones de la finca. Ambos se retiraron a cubierto de las sombras de la noche, y Grimshaw debió informar a Pepper de cuanto ocurriera en la casa. Pepper, comprendiendo que ya no necesitaba más a Grimshaw, el cual constituía un peligro constante para él, decidió entonces asesinarle. El pagaré constituyó un motivo adicional de sus intenciones ya que, entendido al portador —y vivo aún Khalkis—, representaba medio millón de dólares para su poseedor; y Mr. James J. Knox perfilábase en el fondo como otra posible fuente de extorsiones. Indudablemente, Pepper asesinó a Grimshaw al abrigo de las sombras proyectadas por el portal del sótano o bien en éste mismo, colándose allí por medio de una llave duplicada. Sea de ello lo que fuere, luego de ocultar el cadáver de su víctima en el sótano de la vacía casa de Knox, Pepper revisó sus ropas, apropiándose del pagaré de Khalkis y del reloj de Grimshaw (tal vez con la idea de utilizarlo después como “pista falsa”) y, desde luego, de los cinco mil dólares entregados por Sloane a su hermano para que abandonara la ciudad. En el momento de estrangular a Grimshaw, Pepper debía tener algún proyecto en cuanto a la eliminación del comprometedor cadáver; o quizá abrigaba el propósito de enterrarlo directamente en el sótano de Knox. Pero cuando Khalkis falleció, inesperadamente el día siguiente, nuestro asesino debió comprender, instantáneamente, que allí se le ofrecía una oportunidad sin igual para ocultar el cuerpo de Grimshaw en el féretro de Khalkis. El tipo jugaba a la buena suerte; el día del entierro de Khalkis, el propio Woodruff solicitó ayuda al fiscal Sampson, y se apresuró a rogar que le pusieran a cargo de la investigación relativa al desaparecido testamento. Otro indicio psicológico que señalaba rectamente a Mr. Pepper.
»Ahora bien, habiendo ganado acceso a la casa de los Khalkis, Pepper vio que las cosas le serían de una facilidad despampanante. En la noche del miércoles, después de los funerales, nuestro criminal retiró el cadáver de Grimshaw de los sótanos de la casa de Knox, en donde lo dejara embutido dentro de un viejo arcón, y acarreándolo a través del pasaje interior y del obscuro cementerio, excavó la tierra sobre la bóveda de Khalkis, abrió la puerta horizontal y saltando adentro, destapó el ataúd de Khalkis, encontrando, inmediatamente, el famoso testamento dentro de su cajita de acero. Comprendiendo que dicho documento podría brindarle preciosos servicios a los efectos de extorsionar a otra figura de la tragedia, Sloane, Pepper debió apropiarse entonces del testamento en cuestión, otro instrumento potencial de extorsión. Aplastando el cuerpo de Grimshaw dentro del cajón fúnebre de Khalkis, colocó la tapa en su correspondiente lugar, saltó fuera de la bóveda, bajó la puerta horizontal y llenando de nuevo con tierra el foso, abandonó el cementerio, llevándose cuanta herramienta utilizara en su abominable empresa, amén del testamento y la cajita de acero. Incidentalmente, en este punto tenemos una nueva confirmación de la solución Pepper. En efecto, el mismo Pepper contó que fue esta noche cuando vio a Miss Brett entregada a su expedición merodeadora del estudio. Por lo tanto, Pepper, de acuerdo a su propia confesión, estuvo levantado hasta tarde esa noche del miércoles referido; y no es aventurado presuponer que ese canalla ejecutó sus espantosos planes inmediatamente después que Miss Brett abandonó el estudio.
»Ahora podremos ensamblar aquí la relación de Mrs. Vreeland, de haber visto a Gilbert Sloane penetrando esa noche en el camposanto aledaño. Sloane, comprobando ciertas actividades sospechosas de Pepper, debió seguirle hasta el cementerio y visto cuanto realizara en él —incluso la inhumación del cadáver de Grimshaw y el escamoteo del testamento—, adivinando entonces que Pepper era un asesino… Claro está que, en ese momento, entre las tinieblas, Sloane no debió saber quién era la víctima…
Joan se estremeció:
—¡Oh! ¡Ese joven tan pulcro, tan gentil, tan…! ¡Es increíble!
—Eso debiera enseñarle una lección, Miss Brett —dijo Ellery, con fingida severidad—. No se aparte jamás de los seres de quienes se siente segura… ¡Ejem!… ¿Por dónde íbamos?… ¡Ah, sí, sí!… Bien, Pepper se sentía espléndidamente seguro de todo y de todos; el cadáver de Grimshaw estaba bien enterrado y nadie alimentaba motivo alguno para buscarle. Pero cuando al día siguiente anuncié la posibilidad de que el testamento hubiera sido escondido dentro del ataúd, insinuando una exhumación, Pepper debió darse a todos los diablos. No podía evitar el descubrimiento del asesinato sin regresar al cementerio y retirar el cuerpo de la bóveda de Khalkis; en ese caso, el problema de eliminarlo volvería a presentársele; un asunto, de hecho, muy arriesgado. Por otra parte, Pepper barruntaba que el descubrimiento del cuerpo podría brindarle nuevas oportunidades de lavarse las manos de todo cargo y culpa. De suerte, pues, que teniendo a su entera disposición las dependencias de la casa de Khalkis, dejó «pistas» en ellas que señalarían al difunto Khalkis como al asesino de Grimshaw. El muy bribón conocía un ejemplo de mi tipo específico de razonamiento y deliberadamente jugó conmigo, dejando en pos, no pistas deslumbrantes, sino sutiles, que él bien sabía que no me pasarían inadvertidas. Dos razones existen para que Pepper escogiera a Khalkis como a su «asesino»: 1), la solución impresionaría vivamente a mi imaginación; 2), Khalkis muerto, no podía negar nada de lo sugerido por Pepper en sus seudopistas. Coronaba esa maquinación perfecta el hecho de que, si la solución era aceptada, ningún vivo sufriría por ello. Recordemos, al efecto, que Pepper no era aún un asesino empedernido, con el alma encallecida por continuos crímenes impunes…
»Ahora, como puntualizaría al comienzo, Pepper no podría haber colocado esas seudopistas contra Khalkis a menos que abrigara la absoluta convicción de que Knox, dueño ilegal del cuadro robado, se mantendría bien callado en la sombra, guardando silencio en cuanto a haber sido el tercer hombre de la conferencia Khalkis-Grimshaw-Knox… Sabemos que parte de las falsas pistas urdidas por Pepper contra Khalkis involucraban la teoría de que sólo dos hombres habían participado esa noche en las discusiones en torno al desaparecido Leonardo. Sin embargo, si Pepper sabía que Mr. Knox poseía ese cuadro, él no podía ser otro que el cómplice de Grimshaw, como demostráramos ya varias veces. Debió ser, sí, el desconocido acompañante de Grimshaw en el Hotel Benedict la noche de las múltiples visitas.
»Cuando Miss Brett, inadvertidamente, reventó la “burbuja Khalkis”, puntualizando la discrepancia existente entre las tazas de té, Pepper debió sentirse poco menos que liquidado. Al mismo tiempo, empero, a buen seguro que se dijo que el fracaso no fincaba en su astutísima confabulación, pues siempre cabía la posibilidad de que alguien reparara en el estado y disposición de las tazas de té antes de que él tuviera oportunidad de enredar las cosas. Por otra parte, cuando Mr. Knox, inesperadamente, contó su historia, revelándose como el tercer hombre del caso, Pepper comprendió el derrumbe inmediato de todas sus maquinaciones y además, que yo ya sabía que las pistas en cuestión eran seudopistas, deliberadas falsificaciones dejadas a las plantas de la tonta policía. Pepper, ocupando la admirable posición de saber en cualquier momento todo cuanto yo sabía, decidió sobre la marcha sacar buen provecho de su posición realmente única para arreglar las cosas de manera que concordaran con mis propias teorías abiertamente expresadas. Desaparecido Khalkis, su pagaré no valía un comino. Eso no lo ignoraba Pepper. ¿Qué otra fuente de recursos quedaba abierta a su codicia? No podía extorsionar a Knox con respecto a la posesión del cuadro robado, por cuanto aquél había aplastado sus esperanzas contándole toda su historia a la policía. Es verdad que Knox había dicho que su tela valía comparativamente poco y que era una mera copia, pero Pepper prefirió no dar crédito a esas afirmaciones, presintiendo que Mr. Knox empleaba esa historia como un subterfugio para cubrir sus pasos, cosa que era muy cierta, Mr. Knox, dicho sea de paso. Pepper adivinó, astutamente, que usted estaba mintiendo…
Knox gruñó, demasiado dolorido para hablar.
—De cualquier modo —continuó Ellery, blandamente—, la única fuente de recursos al alcance de Pepper era el robo del Leonardo en poder de Knox; sentíase seguro que él poseía el genuino Leonardo, y no una simple copia. Pero para ello necesitaba despejar el terreno de operaciones; la policía merodeaba por todas partes, buscando al criminal.
»Y eso nos lleva al caso Sloane. ¿Por qué Pepper escogió a Sloane como a su segunda “cabeza de turco”? Ahora contamos con hechos y deducciones suficientes para responder a esa pregunta. De hecho, toqué este punto hace algún tiempo. ¿Recuerdas aquella noche, papá? —el anciano policía asintió en silencio—. En efecto, si Sloane vio a Pepper en el cementerio y sabía que él era el asesino de Grimshaw, Sloane poseía pruebas de la culpabilidad de Pepper. Pero, ¿cómo sabía Pepper que Sloane lo sabía? Sloane había visto a Pepper retirar el testamento del ataúd; deseaba que ese comprometedor documento fuera destruido, además, y a tal efecto, debió ir a ver a Pepper acusándole de asesinato y exigiendo el testamento como precio de su silencio. Pepper, enfrentando aquella terrible amenaza contra su propia seguridad, entró en regateos con su enemigo, diciéndole que guardaría el testamento como arma que le aseguraba del silencio de Sloane. Interiormente, empero, proyectaría ya la eliminación de Sloane, el único testigo viviente que podría llevarle a la silla eléctrica.
»En esa forma, Pepper “arregló” el “suicidio” de Sloane, aparentando, además, que éste había sido el asesino de Grimshaw. Sloane ensamblaba a maravillas en los motivos motores del crimen; además, el testamento chamuscado de los sótanos de la casa de Knox, la llave de los mismos descubierta en la habitación de Sloane y el reloj de Grimshaw aparecido en la caja fuerte de las Galerías Khalkis integraban una “cadena” de seudopistas terriblemente peligrosas para su víctima. Incidentalmente, papá, tu hombre Ritter no es culpable de no haber visto el fragmento del testamento dentro del horno de los sótanos de Knox. Cuando Ritter revisó la casa, ese fragmento no se hallaba allí aún. ¿Entiendes? Pepper quemó luego el documento en cuestión, cuidando de dejar el nombre de Albert Grimshaw, escrito de puño y letra por Khalkis, en el fragmento de marras, depositando fragmento y cenizas en el horno algún tiempo después de la investigación de Ritter… En cuanto al uso del revólver de Sloane como medio de asesinar a éste, es indudable que Pepper lo substrajo del cuarto de Sloane el día en que colocó la seudopista de la llave en la tabaquera.
»De modo, pues, que Pepper mató a Sloane para evitar que “hablara”. Al mismo tiempo, adivinó que la policía se preguntaría lo siguiente: “¿Porqué Sloane se suicidó?”. Un motivo obvio de ello sería que Sloane sabía que le detendrían en base a las pistas descubiertas por la policía. Y Pepper se preguntó cómo podría saberlo Sloane, encarándolo desde el punto de vista policial. Bueno, Sloane podría haber sido prevenido… Entiendan ustedes que todo esto es el posible razonamiento de Pepper. ¿Cómo dejar una “pista” del hecho que Sloane había sido “prevenido” de su supuesta detención? ¡Ah! ¡Nada más sencillo! ¡Su simplicidad es asombrosa! Y eso nos trae a la misteriosa llamada telefónica emanada de la casa de Khalkis la tarde del suicidio de Sloane.
»¿Recuerdan ustedes ese día? ¿Recuerdan los hechos sobre los cuales nos fundábamos para afirmar que Sloane había sido prevenido de nuestras intenciones? ¿Recuerdan, en fin, que Pepper, en nuestra presencia, comenzó a discar el número de Woodruff para concentrar con él una entrevista relativa a la autenticidad del fragmento chamuscado de testamento? Pepper observó, cuando colgó el tubo instantes después, que la línea estaba ocupada; casi inmediatamente después marcó de nuevo y esa vez habló con el mucamo de Woodruff. Pues bien, la primera vez había discado el número correspondiente a las Galerías Khalkis. Sabiendo que la llamada sería averiguada, este hecho cuadraba a la perfección en sus planes; cuando Sloane contestó, Pepper cortó, sencillamente, colgando el tubo y sin decir una palabra. Sloane debió pasmarse no poco ante tan extraña llamada. Pero eso fue suficiente para establecer una llamada de la casa a las Galerías Khalkis; y una treta particularmente astuta por cuanto se llevó a cabo bajo nuestros propios ojos. Otra confirmación psicológica de la culpabilidad de Pepper ya que nadie, particularmente aquellos interesados en prevenir a Sloane, admitiría haber hecho esa llamada a las Galerías Khalkis.
»En seguida, Pepper abandonó la casa de Khalkis, con el ostensible propósito de encontrar a Woodruff y substanciar el fragmento de testamento. Pero antes se detuvo en las galerías para asesinar a Gilbert Sloane, limitándose a reajustar algunos detalles para que esa muerte pareciera suicidio a los ojos policiales. El incidente de la puerta cerrada, que luego destruyó la teoría del suicidio, no constituyó un error de Pepper; ésta ignoraba que el proyectil, atravesando el cráneo de Sloane, había salido por el portal; Sloane cayó sobre la parte del rostro por la que saliera la bala y Pepper, naturalmente, no osó tocar más de lo necesario el cuerpo de Sloane, si es que lo tocó en algún momento. El proyectil no hizo ningún ruido al golpear contra el muro, a causa del grueso tapiz pendiente del techo. Y de ese modo, víctima de las circunstancias, el criminal hizo lo que era más lógico al salir del cuarto: cerrar la puerta. E inadvertidamente, volcó su propio carro de verduras…
»Casi por dos semanas se aceptó la teoría Sloane; el “asesino”, al parecer, comprobando que el juego había terminado, puso fin a su vida de un certero balazo… Pepper vio que ahora se le ofrecía un campo despejado para robarle el cuadro a Mr. Knox; sus planes consistían en despojarle del cuadro en forma que pareciera, no que Mr. Knox era el criminal, sino como si se hubiera robado a sí mismo el Leonardo a objeto de no devolvérselo a las autoridades del Museo Victoria. Pero cuando Suiza formuló sus famosas declaraciones que invalidaron la teoría mencionada, y ese hecho se hizo público, Pepper se dijo que la policía continuaba aún buscando al asesino. ¿Por qué no “perfilar” a Mr. Knox no sólo como el ladrón del Leonardo, sino también como asesino de Grimshaw y Sloane? Donde las maquinaciones de Pepper salieron descaminadas —y no por culpa suya— fue cuando creyó que Knox era una posibilidad teórica como criminal. Es posible que ello fuera así —aun cuando lo relativo a los motivos del crimen resultaba un hueso duro de roer— de no haber venido Mr. Knox con su historia del billete de mil dólares, en un momento en que no albergaba motivo alguno para repetir esa historia, ni siquiera a mi padre, ya que en ese período la teoría Sloane era aceptada por la policía. De suerte, pues, que Pepper siguió adelante con sus propósitos de enredar a Mr. Knox en los crímenes y en el robo referidos, ignorando que yo, al fin, le tenía arrinconado… si bien cabe consignar que en ese instante desconocía la identidad de nuestro astuto confabulador. Apenas Mr. Knox recibió la “celada” de la segunda carta de extorsión, yo, sabiéndole inocente, sindiqué a esta última como una nueva seudopista y deduje, finalmente, como ya he demostrado, que el propio Pepper era el culpable de tantos horrores y crímenes…
—¡Hijo! —murmuró el inspector, hablando por primera vez—. Bebe un trago. Tienes seca la garganta. ¿Cómo marcha el hombro?
—Regular… Bien, ya ven ustedes el motivo por el cual la primera carta de extorsión necesitaba ser escrita fuera de la casa de Knox y además, cómo la respuesta al efecto señala directamente a Pepper. Nuestro hombre no podría haber logrado infiltrarse en casa de Knox por un período suficientemente prolongado, como para descubrir el escondrijo del cuadro en cuestión y a la vez dactilografiar la segunda carta. En cambio, enviando la primera misiva consiguió que le apostaran en esa casa en la cómoda y casi omnímoda posición de investigador. Sírvanse recordar que ello fue a instancias del propio Pepper; otro granito de arena depositado en el platillo de la culpabilidad de Pepper.
»La remisión de la segunda carta a Mr. Knox, dactilografiada en su propia Remington, constituyó el penúltimo eslabón en la cadena de enredos de Pepper. El último paso, desde luego, consistía en el robo del cuadro. Durante el período en que vigiló la finca, Pepper registró las dependencias para dar con él. Naturalmente, no sabía palabra acerca de la existencia de dos telas exactamente iguales. Descubierto el panel corredizo de la galería, substrajo el cuadro y escamoteándolo fuera de la mansión, lo ocultó en la casa vacía de Knox de la calle 54… ¡un escondrijo ingenioso! Acto continuo procedió a remitir la segunda carta de extorsión. Desde su punto de vista, la trama era completa; todo lo que le quedaba por hacer era asentarse en su posición de alerta guardián de la ley, a las órdenes directas del fiscal Sampson y ayudar a cargarle el fardo de sus culpas a Mr. Knox, sindicándole como remitente de esa segunda misiva de extorsión, por si acaso un servidor no captaba debidamente el significado cabal de ese signo de libra esterlina decapitado; y eventualmente, después que cesara el barullo, vender el cuadro a algún coleccionista poco o nada escrupuloso o bien a algún “reducidor” adinerado…
—¿Y el asunto del sistema de alarma contra ladrones? —preguntó Knox—. ¿Cómo lo explica usted, joven?
—¡Ah, ése es otro punto interesante! —respondió Ellery—. Luego de robar el cuadro y escribir la carta, Pepper anduvo desconectando la alarma contra ladrones. Esperaba que concurriéramos a la cita del Times, regresando de allí con las manos perfectamente vacías. Nos daríamos entonces cuenta, calculaba Pepper, de que habíamos sido «engañados», de que el propósito de esa carta era arrastrarnos fuera de la casa para permitir el robo del Leonardo. Ahora bien, ésa era la explicación más obvia; sin embargo, cuando cargáramos la culpa sobre sus espaldas, Mr. Knox, de fijo diríamos que usted había estropeado el sistema mencionado para hacernos suponer que el cuadro había sido robado durante la noche por un extraño a la casa… Un plan completo, que requiere concentración para su comprensión cabal. Con todo, nos ilustra con respecto a la sutileza del proceso mental de Pepper.
—Creo que todo esto es bastante claro —dijo el fiscal Sampson, quien seguía las explicaciones dadas por Ellery como un podenco—. Pero lo que deseo comprender es ese embrollo en los dos cuadros y por qué detuvo usted a Mr. Knox y todo lo demás. Por primera vez una sonrisa dibujóse en el rostro curtido de Knox. Ellery rió alto:
—Continuamente recordábamos a Mr. Knox de que procediera como un caballero, como un perfecto deportista. La respuesta a su pregunta, Sampson, demuestra que Mr. Knox es un caballero perfectísimo y un magnífico deportista. Ya tendría que haberles dicho que toda esa palabrería en torno a la «leyenda» de cuadros auténticamente antiguos y que sólo se diferenciaban por cierto matiz en las carnes de los personajes, es pura bambolla, mentira pura. La tarde de la llegada de la segunda carta de extorsión sabía todo por simples deducciones: la maquinación de Pepper, su culpabilidad, sus intenciones. No obstante, me encontraba en una posición peculiar: no poseía ni brizna de prueba con la cual ustedes pudieran condenarle si le hacía detener en el acto; además, ese precioso cuadro estaba oculto en alguna parte. Si nosotros le denunciábamos, el Leonardo no sería encontrado jamás; y era deber mío velar para que el cuadro fuera devuelto a su legítimo dueño, el Museo Victoria. Por otra parte, si atrapábamos a Pepper en forma de sorprenderle con las manos en la masa, es decir, con el robado Leonardo en sus manos, su simple posesión constituiría una prueba de culpabilidad y por añadidura, nos aseguraría la tela.
—¿Quiere usted decir que todas esas bobadas del matiz de las carnes de los personajes fue una invención, una farsa? —preguntó Sampson.
—Sí; mi «maquinación» particular, con la cual jugué con Mr. Pepper como él jugara antes conmigo. Depositando mi confianza en Mr. Knox, le narré todo, cómo y por qué le estaban enredando en una trampa diabólica. Nuestro amigo me confesó entonces que, luego de comprado el verdadero Leonardo, él había hecho hacer una copia del mismo, declarando que su intención era devolver esa copia al Museo Victoria si la presión ejercida por la policía resultaba demasiado intensa, agregándole la historia de que ése era el cuadro adquirido a Khalkis. Es claro que en ese caso la pintura habría sido reconocida inmediatamente por los técnicos del Museo Victoria como una copia; pero la relación de Mr. Knox era invulnerable y probablemente se habría salido con la suya. En otras palabras, mientras Mr. Knox había ocultado la copia en esa falsa serpentina del radiador, el original estaba detrás del panel secreto, original robado por nuestro diestro Pepper. Eso me dio una idea, consistente en utilizar un poco de verdad y buena parte de novelería.
Los ojos de Ellery bailaban recordando aquella escena:
—Anuncié a Mr. Knox que le iba a detener —puramente en beneficio de Pepper— y a acusarle, planteando un caso concreto contra él, agotando todas las medidas necesarias para convencer a Pepper del éxito rotundo de su trama contra Mr. Knox. Ahora bien, cabe decir que Mr. Knox se comportó de modo espléndido; él quería su desquite contra Pepper por intentar éste jugarle tan sucia pasada, y descargar su conciencia por sus intenciones ilícitas de entregar una copia al Museo Victoria, cometiendo un delito penado por las leyes; así que Mr. Knox consintió en hacer el papel de víctima de mi pequeña confabulación. Llamamos a Toby Johns —esto ocurrió el viernes por la tarde— y juntos inventamos una historia que yo estaba seguro forzaría la mano de Pepper. Un dictáfono registró esa conversación, en cuyo curso discutimos todos los detalles abiertamente, en el caso de fracasar en nuestros propósitos de hacerle morder el anzuelo a Pepper, una simple precaución tendiente a demostrar que la detención de Mr. Knox no iba en serio y que constituía parte de una estratagema para atrapar al genuino criminal.
»Ahora bien, estudiemos la posición en que se encontraba Pepper después de oídas las declaraciones altisonantes y bellamente expuestas de nuestro experto, mechadas con resonantes referencias históricas y de nombres ilustres en el arte de la pintura, relativas a la “leyenda” de la “sutil distinción” entre ambas pinturas; todo esto, desde luego, pura agua de cerrajas. No hubo jamás más que un cuadro sobre ese motivo, y ese cuadro es el famoso Leonardo del Museo Victoria; y nunca existió una copia “contemporánea”, la de Mr. Knox era una copia moderna hecha en Nueva York y reconocible como tal por cualquier conocedor; todo eso constituía mi propia contribución para nuestra fascinante contramaquinación… Y bien, Pepper se enteró, de labios del muy digno Mr. Johns, de que la única manera de determinar cuál era el Leonardo genuino y cuál la copia “contemporánea” estribaba en colocarlos el uno al lado del otro. Nuestro pillastre debió decirse para sus adentros lo que yo quería que se dijera: “Bueno, no hay forma de reconocer cuál de los dos es mi cuadro, si el verdadero o la copia inútil. No puedo aceptar la palabra de Knox ni para remedio. De modo que tendré que ponerlos los dos juntos… y pronto, porque el que tenemos aquí, guardado en los archivos del fiscal, no estará allí por largo tiempo”. El muy tuno pensaría que, si cotejaba ambas piezas de arte, determinando cuál de ellas era el Leonardo famoso y devolviendo la copia posteriormente a los archivos de Sampson, no correría ningún peligro… ¿Acaso el propio experto no había confesado la imposibilidad de determinar cuál era cuál si no se las colocaba la una al lado de la otra?
»Un rasgo realmente genial —murmuró Ellery— y me felicito de ello. ¿Cómo? ¿No resuenan aplausos?… Naturalmente, si lidiáramos con un hombre conocedor de las cosas del arte, con un esteta, un pintor o un aficionado a las cosas bellas, jamás habría arriesgado yo el caso, formulando la ridícula historia de Johns; pero Pepper era un lego en materia de arte y no podía hacer menos que tragarse tranquilamente la historia, particularmente cuando todo parecía genuino: la detención de Knox, su encarcelación, las deslumbrantes crónicas periodísticas, la notificación a Scotland Yard y… ¡Ah!… ¡Estupendo, estupendo!… También sabía que usted, amigo Sampson, y tú, papá de mi alma, no verían claro en esa historia de mentirillillas; con todo el respeto debido a su capacidad como cazadores de hombres, conocen tanto de arte como el propio Djuna. La única persona de quien tenía razones de temer era Miss Brett… y esa tarde le dije bastante de nuestra maquinación como para que nuestra deliciosa criatura aparentara una sorpresa y un horror adecuados ante la detención de Mr. James J. Knox. Incidentalmente, permítanme regodearme ante otro éxito mío: mi modo de obrar. ¿Acaso no me comporté como un actor consumado? —Ellery sonrió—. Ya veo que mis talentos no son debidamente apreciados… Como quiera que sea, sin nada que perder y todo que ganar, aparentemente, al menos. Pepper no resistió a la tentación de colocar los dos cuadros juntos a fin de compararlos durante unos minutos… Precisamente, eso era lo que yo anticipaba.
»Al mismo tiempo que acusaba a Mr. Knox en su propio hogar, el sargento Velie andaba revisando el departamento y la oficina de Pepper en previsión de la posibilidad harto remota de que nuestro pillastre hubiera escondido el cuadro en uno de esos dos lugares. Desde luego, no se lo encontró ni en uno ni en otro; pero era menester asegurarme de ello. La noche del viernes cuidé de que entregara Pepper la tela para llevarla al despacho del fiscal Sampson, en donde la tendría a su disposición en cualquier instante que así lo deseara. Naturalmente, él prefirió quedarse tranquilo esa noche y todo el día de ayer; pero como todos ustedes saben ahora, Pepper escamoteó anoche la pintura de los archivos oficiales de Sampson, dirigiéndose a la casa vacía de Mr. Knox, en donde le sorprendimos estudiando las dos telas: la copia y el original. Por supuesto, el sargento Velie y sus hombres le siguieron la pista todo el día, como sabuesos infernales; y yo recibía frecuentes informes acerca ele sus movimientos, dado que ignorábamos el paradero real del Leonardo desaparecido.
»El hecho que disparara contra mi corazón —Ellery se palmeó tiernamente el hombro— y que, afortunadamente para la posteridad, errara el tiro por escasa distancia, prueba, a mi parecer, que en ese instante de horror, Pepper, comprendió, al fin, que yo le estaba devolviendo la pelota. Y con eso, creo yo, podemos poner aquí el finis.
Los demás suspiraron, agitándose. Djuna apareció, como por artes mágicas, llevando el servicio de té. Durante algunos instantes el caso quedó olvidado en medio de la conversación —en la cual es digno de notarse que no participaron ni Miss Brett ni Mr. Cheney—, diciendo, finalmente, Mr. Sampson:
—Ellery, le reservo algo que necesita esclarecerse. Ha sudado usted el quilo en sus análisis de los sucesos concernientes a las cartas de extorsión tratando de demostrar la imposibilidad de que Pepper contara con cómplices. ¡Esplendido! Pero, ¿qué puede usted decirme sobre sus análisis originales? —gritó el fiscal, apuñalando el aire, triunfalmente, con el índice—. Recuerde que usted mismo afirmó que, por el hecho de sembrar las falsas pistas contra Khalkis en la casa de éste, Pepper debía haber sido forzosamente el asesino.
—Sí —respondió Ellery, parpadeando.
—Pero usted no se ocupó en absoluto de la posibilidad de que un cómplice del criminal podría haber sembrado esas pistas, Ellery. ¿Cómo presume que fue el propio homicida, descartando hasta la posibilidad de la existencia de un cómplice?
—No se acalore. La explicación es evidente. El propio Grimshaw dijo que sólo contaba con un socio, ¿verdad? En base a otros pormenores demostramos que ese socio había asesinado a Grimshaw, ¿verdad? De acuerdo con ello dije que, habiendo ese «socio» muerto a Grimshaw, abrigaba motivos de sobra para tratar de cargar el fardo de sus culpas sobre los hombros de algún inocente, en ese caso Khalkis, deduciendo que el asesino había sido el sembrador de las seudopistas. Ahora me pregunta usted por qué no cabe la posibilidad lógica de que las sembrara un cómplice cualquiera. Pues por la sencilla razón de que, matando a Grimshaw, el asesino se desembarazaba deliberadamente de un cómplice peligroso. ¿Acaso habría matado a su cómplice para dar inedia vuelta y cargarse con otro a los efectos de diseminar huellas y pistas falsas contra Khalkis? Por añadidura, la colocación de las «seudopistas Khalkis» fue una acción totalmente voluntaria de parte del asesino. En otras palabras, Pepper tenía a mano al mundo entero para escoger a un «asesino aceptable». Naturalmente, él escogió el más «cómodo», el menos «peligroso». Eliminado el cómplice, la aparición de uno nuevo constituiría una medida tan poco satisfactoria como torpe. Por consiguiente, atribuyendo correctamente cierta astucia natural a nuestro criminal, afirmé, rotundamente, que él mismo había sembrado esas seudopistas.
—¡Muy bien, muy bien! —murmuró el fiscal alzando las manos.
—¿Y Mrs. Vreeland, Ellery? —preguntó el inspector con curiosidad—. Siempre sospeché que ella y Sloane eran amantes. Eso no combina con sus declaraciones de haber visto a Sloane penetrando aquella noche en el cementerio.
Ellery agitó su cigarrillo:
—Un detalle. El relato de Mrs. Sloane de su visita al Hotel Benedict demuestra que Sloane y la Vreeland andaban liados en un affaire de coeur. Pero creo que no tardaremos en descubrir que, tan pronto como Gilbert Sloane comprendió que la única manera de heredar las Galerías Khalkis era por intermedio de su esposa, decidió arrojar por la borda a su amante y dedicarse a cultivar el favor de su esposa. Naturalmente, Mrs. Vreeland, siendo como es, reaccionó de la manera más usual, y trató de ocasionar el máximo de daño a Sloane.
Cheney pareció salir de su modorra. Como surgiendo de la nada —evitando siempre con cuidado mirar a Joan— preguntó:
—¿Y ese doctor Wardes, Queen? ¿Dónde diablos está ese tipo? ¿Por qué se escabulló? ¿En qué forma ensambla en el caso, si es que ensambla de alguna manera?
Joan Brett examinaba sus manos con un interés supremo.
—Creo que Miss Brett podrá contestar a esa pregunta —replicó Ellery, encogiéndose de hombros—. ¿No es verdad, Miss Brett?
Joan, levantando los ojos, sonrió dulcemente, si bien no osó mirar en dirección de Alan:
—El doctor Wardes era aliado mío, Mr. Queen. ¡Ni más ni menos! Uno de los más sagaces investigadores del Yard.
La nueva parecía de perlas a Mr. Alan Cheney; tosió sorprendido, y estudió la vulgarísima alfombra con mayor interés que nunca.
—Comprenderá —prosiguió la muchacha, sonriendo tan dulcemente como antes— que si no le dije nada a usted, Mr. Queen, sobre este particular fue porque él me lo prohibió. El doctor Wardes desapareció para seguirle la pista al Leonardo fuera de toda interferencia de las autoridades norteamericanas. Disgustábale la manera en que se presentaban las cosas…
—Por supuesto, usted le infiltró a propósito en el caso de Khalkis, ¿verdad? —preguntó Ellery.
—Sí… Cuando advertí que el caso se me escapaba de las manos, escribí al Museo Victoria comunicándoles mi impotencia, y ellos solicitaron ayuda a Scotland Yard. El doctor Wardes poseía título de médico y de hecho actuó como tal en otros casos famosos.
—¿Visitó aquella noche a Grimshaw en el hotel? —inquirió el fiscal.
—¡Ciertamente, Mr. Sampson! Esa noche no me fue posible seguir a Grimshaw; pasé la palabra al doctor Wardes y él, siguiéndole, le vio reunirse con un hombre no identificado…
—Pepper, desde luego —murmuró Ellery.
—… Y detúvose en el vestíbulo del hotel mientras Grimshaw y Pepper tomaban el ascensor. Vio subir a Sloane y luego a Mrs. Sloane y Odell y, finalmente, subió él mismo, aun cuando no entró en el cuarto de Grimshaw, limitándose a estudiar el «ambiente». Luego les vio salir a todos, excepción hecha del primer hombre. Naturalmente, el doctor no podía comunicarles esos detalles sin revelar su identidad, cosa para la cual no parecía dispuesto… Sin descubrir nada de provecho, el doctor Wardes regresó a la casa de Khalkis. La noche siguiente, cuando vinieron Grimshaw y Mr. Knox —aunque entonces ignorábamos que se trataba de él—, el doctor Wardes había salido, por desgracia, con Mrs. Vreeland, cuya amistad cultivaba siguiendo un… ¡ejem!… Un… ¿cómo decir?… ¡un palpito!
—¿Y dónde se encuentra ahora ese caballero? —dijo Alan, dirigiéndose, al parecer, al impecable dibujo de la alfombra.
—Creo —murmuró Joan, hablando al aire recargado de humo de tabaco— que el doctor Wardes está ahora en alta mar, camino de la patria.
—¡Ah! —articuló Alan, como si la respuesta de la chica fuera la mar de satisfactoria. Idos el fiscal Sampson y el multimillonario Knox, el inspector Richard Queen suspiró y luego de asir, paternalmente, la manita de Joan y palmear el hombro de Alan, partió en cumplimiento de alguna misión característicamente suya, a buen seguro que para enfrentar a una horda de famélicos periodistas y —lo que era aún más agradable— a algunos superiores muy superiores, todos los cuales experimentaran pronunciada exacerbación de ánimo en vista de los relampagueantes zigzags del caso Grimshaw-Sloane-Pepper.
Solo con sus huéspedes, Ellery comenzó a prestar una minuciosísima atención a su hombro herido. De hecho, se mostró bastante grosero con sus visitantes. Joan y Alan, algo amoscados, se levantaron, aprestándose a despedirse de su adusto anfitrión.
—¿Qué? ¿No se habían ido? —bramó Ellery, misericordiosamente. Arrastrándose fuera del sofá, les sonrió con aire idiota; las ventanas de la nariz de Joan aleteaban como un pajarillo enojado, y Alan se ocupaba ahora de seguir las sinuosidades complejas del dibujo de la alfombra que examinara tan atentamente durante una hora—. ¡Bueno, bueno! No se marchen todavía, amigos míos. ¡Aguarden un poco aún! Reservo algo especial para usted, Miss Brett.
Ellery salió, acelerada y misteriosamente, de la sala. Durante su ausencia no se pronunció palabra. Ambos jóvenes esperaban como chicos peleados, mirándose con el rabillo del ojo. Suspiraron a la par cuando Ellery, brotando de su dormitorio, les mostró una larga tela cubierta de pintura.
—He aquí —murmuró el muchacho con gravedad— el chirimbolo causante de la tragedia. Ya no necesitamos más al tristemente abusado Leonardo… Pepper muerto, no habrá lugar a vista de proceso…
—¿Usted no… no pensará en dármelo para… para…? —balbuceó Joan, lentamente.
Alan Cheney miró la punta de su nariz.
—Precisamente para eso. ¿No regresa acaso a Londres? De suerte, pues, que me permito tomar la libertad de ofrecerle un honor que se ha ganado duramente, teniente Joan Brett: el privilegio de llevar usted misma el Leonardo al Museo Victoria…
—¡Oh! —la boquita naturalmente sonrosada de la muchacha dibujó una elipse, un poco trémula; y no parecía sentir mucho entusiasmo ante la perspectiva del viaje a la patria.
Tomó el rollo de tela y lo pasó de la mano derecha a la mano izquierda y de ésta a la primera y viceversa, como si no supiera qué hacer con aquella obra de arte, con la tela maldita por cuya posesión perecieran tres hombres.
Ellery, encaminándose a un armario, extrajo una botella, una botella de hermoso color castaño obscuro que tintineaba alegremente al tocarla y cuyas paredes despedían un brillo reconfortante; Ellery pronunció algunas palabras al oído de Djuna y ese modelo insuperable de criados precipitóse a la cocina, regresando al momento con un sifón y otros accesorios del arte bebestible.
—¿Un whisky, Miss Brett? —preguntó Ellery, jubilosamente.
—¡Oh! ¡No, no!
—¿No aceptará un cocktail? ¿O algo por estilo, Miss Brett?
—Es usted muy amable, Mr. Queen, pero nunca bebo —desaparecida la primitiva confusión, Miss Brett volvía a ser de nuevo ella misma, por ninguna razón lógica aparente, al menos para los embotados ojos masculinos.
Alan Cheney contemplaba, embobado y sediento, la tentadora botella. Ellery ajetreábase con sus vasos y cosas. Pronto el líquido ámbar burbujeó en un vaso alto como una torre, que procedió a ofrecer a Alan, adoptando el aire cortés de un hombre de mundo con otro hombre de mundo.
—Un whisky excelente —murmuraba el muy tuno de Ellery—. Sé bien que usted se muere por estas cosas… ¿Cómo? ¿cómo? —Ellery logró enmascarar el rostro con una expresión de pasmo. ¡Mr. Alan Cheney, ardiendo bajo la mirada centelleante de Miss Brett, Mr. Alan Cheney, decimos, el reputado y famosísimo borrachín aristocrático, rehusaba, ni más ni menos, el aromático líquido!
—No —musitó tercamente—. No, Queen, gracias mil. Ya he abandonado el vicio. Todos los whiskys del mundo no podrían tentarme el paladar.
Un rayo de cálida luz tocó las facciones perfectas de la muchacha; un individuo cualquiera, lego en las cosas del mundo, podría haber dicho que Joan estaba radiante de alegría; la verdad es que el hielo de su rostro se fundió como por ensalmo y sin razón alguna ni motivo lógico, enrojeció como una amapola y clavando los ojos en el piso, estudió la punta de su dedo mayor que en ese instante hacía la mar de movimientos extraños; y el Leonardo tasado en un millón de dólares, comenzó a deslizarse de entre sus dedos trémulos, ignorado tan desconcertadamente como si fuera un almanaque de dos al cuarto.
—¡Pssitt! —murmuró Ellery—. Y pensar que yo pensaba que usted pensaba que… ¡Brrr!… ¡Bueno, bueno! —se encogió de hombros, con poco convincente desilusión—. Es como uno de esos viejos melodramas representados por los cómicos de la lengua. El héroe salta del techo del infierno al primer escalón del paraíso… iniciando una nueva vida al final del tercer acto… y pare usted de contar… De hecho, oí decir que Mr. Alan Cheney consintió en supervisar los bienes de su madre, ¿verdad, Cheney? —Alan asintió, jadeante—. Y probablemente regenteará también las Galerías Khalkis cuando acaben todos esos líos legales y extralegales.
El pobre muchacho parloteaba de lo lindo. Y al cabo de unos minutos paró la lengua, pues ninguno de sus dos huéspedes le prestaba atención. Joan se había vuelto, impulsivamente, hacia Alan; la comprensión de las cosas —¡o como quieras llamarle, lector amigo!— cegó el abismo que les separaba, y Joan enrojeció de nuevo, volviéndose hacia Ellery, que les contemplaba con aire malicioso.
—No creo necesario regresar a Londres —murmuró—. Es usted demasiado… demasiado gentil conmigo Mr. Queen…
Y Ellery, cerrada la puerta detrás de los dos enamorados, contempló, meditabundo, la tela caída en el piso de la habitación —que se deslizara, inadvertidamente, de debajo el brazo de Miss Brett— y lanzó un prolongado suspiro. Bajo la mirada ligeramente desaprobadora de Djuna, que desde su corta edad revelara firme tendencia antialcohólica, saboreó sólo su delicioso whisky con soda, un ritual nada desagradable, a juzgar por la expresión placentera reflejada en su rostro inteligente.
F I N