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Y fue durante este período que una brecha amplia abrióse entre padre e hijo. Compréndese fácilmente la psicología del inspector: aplastado literalmente por la extraña sucesión de acontecimientos, emocionalmente liquidado, el hombre primitivo emergió en él, amenazando por horas desnudar sus dientes ante el más leve estremecimiento de Ellery, que la mayor parte del tiempo se mantenía silenciosamente inmóvil. El anciano, presintiendo algo malo en el aire, incapaz de señalar con el dedo un hecho material, tangible, reaccionó en su forma característica: bramó y rabió y tornó un infierno las vidas de sus subordinados y durante ese tiempo su cólera se desvió, oblicuamente, en dirección a la gacha cabeza de su hijo.

En varias ocasiones hizo un movimiento como para abandonar el despacho y era en esos momentos cuando Ellery parecía revivir de nuevo; y escenas de creciente irritación suscitábanse entre ambos.

—No debes salir. Aguarda aquí. ¡Por favor!

Una vez el inspector se rebeló y salió; y Ellery, curvado sobre el teléfono, tenso como un perdiguero al acecho, se sintió invadido de nerviosidad y sus dientes mordieron el labio inferior hasta arrancarle sangre. Sin embargo, la resolución del policía fue débil, regresando a poco, carirrojo y enfurruñado, continuando aquella espera inexplicable con creciente perplejidad. El rostro de Ellery se iluminó; desplomóse de nuevo en su silla, con el teléfono a mano, aguardó, armándose de paciencia y pensando con furia, con rabia, con increíble tesón…

Las llamadas telefónicas llegaban con monótona regularidad. De quiénes eran y qué significaban, constituía un profundo misterio para el inspector; pero cada vez que el timbre repiqueteaba, Ellery saltaba sobre el aparato como si en ello le fuera la vida. Todas las veces recibió una desilusión profunda; escuchó sombríamente, asintiendo, y luego de agregar algunas palabras indiferentes, colgaba.

En cierta ocasión, el inspector llamó al sargento Velie, descubriendo, pasmado, que el fidelísimo sargento no se había presentado al Departamento de Policía desde la noche anterior; y que nadie sabía dónde paraban sus huesos y que su propia «cara mitad» no podía explicar su ausencia prolongada. El caso era serio, y las narices del anciano se alargaron un palmo y sus quijadas se cerraron con ruido seco, presagiando borrasca para el desventurado sargento. Con todo, había aprendido su lección y no dijo esta boca es mía; y Ellery, que quizá nutría cierto resentimiento contra su padre por haber dudado de sus facultades detectivescas, se cuidó mucho de esclarecerla. Durante la tarde, el inspector se vio obligado a llamar a varios integrantes de su cuerpo de detectives por asuntos vinculados con el caso Grimshaw; y con inmenso asombro, descubrió que varios de ellos, entre los cuales figuraban sus hombres más fieles —Hagstrom, Piggot, Johnson— también brillaban por su inexplicable ausencia.

—Velie y los demás salieron en cumplimiento de una importantísima diligencia —dijo Ellery, quedamente— por órdenes mías.

¡Tus órdenes! —el policía apenas podía articular palabra. Su mente divagaba en medio de una densa niebla de cólera al rojo blanco—. ¡De fijo sigues a alguien! —agregó, trabajosamente.

Ellery asintió; sus ojos no se apartaban del teléfono.

Hora tras hora llegaban enigmáticos informes telefónicos para Ellery. El inspector sofrenó con mano firme su creciente cólera —el peligro de una abierta rebelión ya había desaparecido— y se engolfó con rabia en un tumulto de procedimientos rutinarios. El día se prolongaba en el atardecer; Ellery ordenó un refrigerio; ambos comieron en silencio. La mano de Ellery no andaba jamás lejos del aparato.

Cenaron de nuevo en el despacho del inspector, sin apetito, mecánicamente, envueltos en una atmósfera de temerosa bruma. Ninguno de los dos pensó en tocar la llave eléctrica; las sombras se espesaban en el cuarto y el policía abandonó, con disgusto, su trabajo. Sentados, aguardaron febrilmente.

Y sólo entonces, detrás de la puerta cerrada, Ellery revivió sus antiguos afectos, y algo serpenteó entre ellos, y el joven comenzó a hablar. Y habló rápida y seguramente, como si lo que decía se hubiera cristalizado en su mente después de muchas horas de fría meditación. Y en tanto discurría, el último vestigio del mal humor del inspector esfumóse de su cara, y una expresión de inmenso asombro apareció en ella, cuartéandosela en infinitas arrugas acanaladas. De continuo sacudía la cabeza, musitando:

—No lo creo, hijo. ¡Es imposible! ¿Cómo puede ser que él haya…?

Y al concluir Ellery su exposición, un reflejo avergonzado apareció en el seno de sus pupilas. Sólo fue por unos instantes; luego sus ojos brillaron, y desde ese momento también él observó el teléfono como si fuera una cosa viviente.

A la hora normal de abandonar el trabajo, el inspector llamó a su secretario para dictarle algunas misteriosas instrucciones. El empleado se marchó en seguida.

Al cabo de unos quince minutos circuló por los corredores del Departamento de Policía la noticia de que el inspector Queen había partido a su hogar, aprestándose a reunir todas sus fuerzas para la inminente batalla contra los abogados de Mr. James J. Knox.

No obstante ello, Queen continuaba sentado en su obscuro despacho, aguardando con Ellery la llamada telefónica de sus subordinados. El aparato estaba ahora conectado por una línea privada.

Afuera, en el cordón de la vereda, un automóvil policial, con dos hombres adentro, había estado aguardando toda la tarde, con el motor funcionando.

Pasada la medianoche llegó, por fin, la ansiada llamada.

Los Queen entraron en acción con la velocidad del rayo. El teléfono repiqueteaba estridentemente. Ellery, arrancando el receptor, bramó un ensordecedor:

—¿Qué hay?

Se oyó una respuesta apresurada.

—¡En marcha! —gritó Ellery, colgando aprisa el tubo—. ¡A casa de Knox, papá!

Precipitáronse fuera del despacho del inspector, cubriéndose trabajosamente con sus sobretodos mientras corrían como locos por los corredores del edificio. Descendiendo las escaleras hacia el automóvil estacionado, Ellery impartió instrucciones como una ametralladora a los dos policías, y el coche salió volando por las calles obscuras de Nueva York, con las sirenas ululando.

Las instrucciones de Ellery, empero, no les llevaron a la mansión de Knox situada en Riverside Drive. El coche dobló por la calle 54, donde se alzaba la iglesia y la mole sombría de la casa de los Khalkis. Las sirenas habían sido acalladas algunas cuadras antes. Deslizándose sobre sus pies de caucho por el callejón entenebrecido, el coche se detuvo, silenciosamente, junto al cordón de la vereda, y los Queen saltaron fuera con una prisa del demonio. Sin vacilaciones, enderezaron hacia las sombras que envolvían la entrada de los sótanos de la casa de Knox emplazada puerta por medio de la de Khalkis…

Ambos se deslizaban como fantasmas, sin hacer el menor ruido. Los gigantescos hombros del sargento Velie surgieron de una zona abismada en sombras, justamente debajo de los carcomidos peldaños. Un destello de luz cubrió fugazmente a los Queen, apagándose al instante:

—¡Adentro! —secreteó el sargento—. ¡Trabajemos rápido! ¡La casa está toda rodeada! No puede escapar. ¡Pronto, jefe!

El inspector, calmo y aplomado como nunca, asintió; y Velie empujó suavemente la puerta del sótano. Detúvose un momento en el antesótano y de algún lugar surgió la sombra de un hombre. En silencio, los Queen tomaron sendas linternas de su mano, y obedeciendo órdenes del inspector, Velie y Ellery las envolvieron con pañuelos, tras lo cual los tres se escurrieron sigilosamente por el entenebrecido sótano. El sargento, evidentemente familiarizado con el terreno, rompía la marcha con el paso furtivo de un felino. La penumbrosa luz de sus antorchas iluminaba borrosamente las tinieblas. Semejantes a indios en pie de guerra, deslizáronse por el sótano, pasaron frente al espectral horno y comenzaron a subir las escaleras. Al tope de las mismas, Velie hizo nueva pausa; cambió algunas palabras apagadas con otro policía estacionado allí, y luego hizo señales de que le siguieran, abriendo la marcha y penetrando, sigilosamente, en las tinieblas del vestíbulo del piso bajo.

En tanto caminaban en puntillas por el corredor, el grupo se detuvo en seco sin producir el menor ruido. Arriba se percibían hilillos de luz filtrándose por los resquicios, el tope y el pie de una puerta.

Ellery tocó ligeramente el brazo al sargento. Velie volvió su enorme cabezota. El joven susurró unas palabras. Y aunque no era visible, Velie sonrió, despectivamente, en las tinieblas, mientras su mano, sepultándose en un bolsillo interior, salía esgrimiendo un pesado revólver.

Destelló dos veces sobre el piso y al instante otras sombras renegridas convergieron sobre ellos, desplazándose con infinitas precauciones. Siguió a ello un diálogo apagado entre Velie y otro hombre, cuya voz le sindicaba como el detective Piggot. Al parecer, todas las salidas estaban vigiladas… El grupo, a una señal del sargento, escurrióse escaleras arriba rumbo a los traicioneros hilillos de luz. Ante la puerta, todos parecieron petrificarse. Velie aspiró una gran bocanada de aire y haciendo señales a Piggot y a otro detective de que se colocaran a su lado, tronó un «¡AHORA!» retumbante, y los tres policías, los hombros de hierro de Velie en el medio, se abalanzaron, rabiosamente, contra la puerta, haciéndola trizas como si fuera de cartón, irrumpiendo en la habitación. Ellery y el inspector se precipitaron adentro, y abriéndose todos en abanico, dirigieron los brillantes haces de luz de sus linternas por todo el cuarto, captando la figura de alguien petrificado en mitad de él, un figura que había estado estudiando, a los rayos de una linterna de bolsillo, dos cuadros idénticos extendidos sobre el piso…

Durante fracciones de segundos, reinó impresionante silencio; luego, de modo tan repentino como si el conjuro no hubiera existido jamás, el hombre del cuarto se estremeció como perro fuera del agua. De su pecho brotó un rugido, un gemido, un alarido ahogado de animal, y retorciéndose como una pantera, un brazo saltó hacia el bolsillo del saco, apareciendo al instante armada con una pistola automática. Y una suerte de infierno estalló entonces entre aquellos extraños fantasmas…

La figura obscura del cuarto fijó su mirada felina en el elevado cuerpo de Ellery Queen, entresacándole, con precisión fantástica, de las figuras aglomeradas en la puerta. Con rapidez increíble, en un dedo oprimió el gatillo de la automática; y en el mismo instante, retumbaron los roncos bramidos de muchos revólveres policiales. Y el sargento Velie, la faz distorsionada en una expresión de cólera blanca, precipitóse impetuosamente contra la obscura silueta del agresor. Y éste desplomóse sobre el polvoriento piso como un títere de papier-maché

Ellery Queen, exhalando un sordo gruñido de sorprendido dolor, abrió los ojos de par en par, cayendo a las propias plantas de su horrorizado padre.

Diez minutos más tarde, la luz de las linternas, iluminó una escena tan tranquila como tumultuosa fuera la que la precediera. La robusta figura del doctor Duncan Frost inclinábase sobre Ellery, recostado sobre una pila de sobretodos de detectives, convenientemente acondicionados encima del sucio piso. El inspector Queen, blanco como el papel, frío, y duro, y quebradizo como porcelana, contemplaba con terrible fijeza el rostro palidísimo de su hijo. Nadie articulaba palabra, ni siquiera los policías que rodeaban la deforme figura del agresor de Ellery, siniestramente inmóvil sobre el piso, en la parte central de la habitación.

El facultativo levantó la cabeza:

—¡Mala puntería! El muchacho reaccionará pronto perfectamente. Es una ligera herida en el hombro. ¡Atención! ¡Ya vuelve en sí!

El inspector suspiró largamente. Los ojos de Ellery parpadearon y se abrieron. Un espasmo de dolor contrajo sus facciones juveniles. La diestra apretó, convulsivamente, el hombro opuesto, envuelto en vendas. El policía se acuclilló a su lado:

—¡Ellery, hijo mío! ¿Verdad que te sientes bien?

Ellery sonrió trabajosamente. Sacudiéndose de los pies a la cabeza, se puso de pie, penosamente, ayudado por manos amigas:

—¡Uf! —musitó, haciendo un visaje—. ¡Salud, doctor! ¿Cuándo llegó usted?

Tendió la mirada en torno y sus ojos se clavaron en el apiñado grupo de silenciosos detectives. Caminó con trabajo hacia ellos y el sargento Velie se echó a un costado, murmurando disculpas pueriles. Ellery, aferrado al poderoso hombro del gigante con su mano derecha, se inclinó adelante y fijó sus ojos en el cuerpo desplomado en el piso. En su mirada no destellaba expresión alguna de triunfo, sino cierta melancolía que cuadraba a maravillas con la luz de las linternas, el polvo, los hombres sombríos y las sombras grisáceas.

—¿Muerto? —preguntó.

—Cuatro balas en los pulmones —gruñó Velie—. ¡Muerto como Matusalén!

El muchacho asintió; sus ojos se desviaron, enfocando dos telas pintadas, extendidas sobre el polvo, harto humildemente, en el mismo lugar en que alguien las había arrojado con descuido.

—¡Bueno, bueno! —musitó, desentrañando una sonrisa sombría—. Por lo menos, los tenemos a los dos —clavó de nuevo la vista en el muerto—. Un incidente penoso, amigo mío, un incidente penosísimo para usted. Igual que Napoleón, ganó todas las batallas menos la última…

Estudió unos instantes los abiertos ojos del cadáver y estremecido de asco, se volvió hacia el inspector, de pie a su lado, quien le observaba con ojos desencajados.

Ellery sonrió débilmente:

—Bueno, papá, ya podemos poner en libertad al pobre Knox. Fue la víctima propiciatoria y sirvió de maravilla a nuestros propósitos… Tu caso yace, impotente, sobre el polvo acumulado en el piso de Knox… El lobo solitario de todo el proceso… extorsionador, ladrón, asesino…

Padre e hijo bajaron los ojos hacia el muerto. El criminal desplomado en el piso, cuyos ojos parecían devolverles la mirada como si pudiera ver —y en cuyas facciones malignas desdibujábase aún una aviesa sonrisa de desafío— no era otro que el ayudante del fiscal Pepper…