—¿Está usted seguro, Mr. Knox, de que el cuadro ha sido robado? ¿Acaso lo colocó usted mismo en el panel?
Un poco de color tornó a las mejillas del banquero, quien asintió con un ligero esfuerzo:
—Una semana atrás lo examiné allí. Y estaba adentro. Nadie más sabía eso. Nadie. Construí el panel hace mucho tiempo.
—Lo que yo desearía saber —terció el inspector— es cómo demontres se entiende este asunto. ¿Cuándo fue hurtada la tela? ¿Cómo penetró el ladrón en la casa? ¿Cómo sabía dónde se encontraba el cuadro, si Mr. Knox ha dicho la verdad?
—La pintura no fue hurtada esta noche: eso es seguro •—murmuró suavemente el fiscal—. Entonces, ¿por qué no funciona el sistema de alarma contra ladrones?
—Y ayer estaba funcionando, según afirmó Krafft y, posiblemente, anteayer —interpuso Pepper.
Knox se encogió de hombros.
—Todos los misterios serán resueltos, caballeros —dijo Ellery—. Sírvanse regresar al «cubil» de Mr. Knox.
El muchacho parecía muy seguro del terreno que pisaba y todos le siguieron en manso silencio.
De regreso al despacho de Knox, Ellery puso manos a la obra en jubilosa vivacidad. Primero cerró la puerta, ordenando a Pepper apostarse ante la misma y cuidar de que no les interrumpieran. Luego se dirigió sin vacilaciones a un enrejado situado cerca del piso, en una de las paredes del «cubil». Luego de tantearlo unos instantes, terminó por retirar de su emplazamiento al enrejado. Depositándolo sobre el piso, introdujo la mano en la abertura del muro. Todos estiraron los pescuezos, ávidos de interés; adentro veíase un radiador de varias serpentinas. Ellery pasó rápidamente los dedos sobre éstas, como un arpista pulsando las cuerdas.
—Sírvanse observar —exclamó luego, sonriente, aun cuando era obvio que los presentes no podían observar nada— que mientras siete de las ocho serpentinas queman —su mano descansó sobre la última serpentina—, ésta de aquí está fría como el mármol —curvándose de nuevo sobre las espirales, empezó a manipular algún resorte colocado al extremo de la serpentina fría. Instantes después destornillaba una tapita hábilmente disimulada—. Salió con toda facilidad —murmuró, afablemente—. ¡Un lindo trabajo, Mr. Knox! —agregó, levantando la serpentina, en cuya boca inferior se observaban unos filetes metálicos poco menos que invisibles. Ellery torció algo con extraordinario vigor, el fondo comenzó a desplazarse y, con inmenso asombro de los presentes, la tapa se desenroscó por completo, mostrando un interior tapizado de amianto. Ellery, colocando la tapita sobre una silla, levantó la espiral, sacudiéndola con energía. Su mano estaba lista… y un rollo de vieja tela deslizóse fuera del caño…
—¿Qué es esto? —murmuró el policía.
Ellery, con una sacudida de su mano, desenrolló la tela.
Se trataba de un cuadro, una escena, compacta y turbulenta, pintada con vividos colores. La escena de una batalla girando en torno de un grupo de feroces guerreros renacentistas trabados en enconada lucha por la posesión de un estandarte, una bandera de rico colorido y deslumbrantes bordados.
—Créase o no —agregó Ellery, depositando la tela sobre el escritorio de Knox—, admiramos un conjunto de pintura y de arte tasado en un millón de dólares. En otras palabras, éste es el escurridizo Leonardo.
—¡Bobadas! —dijo alguien con aspereza y Ellery giró sobre sus talones, enfrentándose con James J. Knox, de pie, rígidamente, a pocos pasos de él, fijos los ojos alucinados en la valiosa tela.
—¿De veras? Descubrí esta obra maestra, Mr. Knox, mientras me tomaba la imperdonable libertad de merodear esta tarde por su casa. ¿Decía usted que se la habían robado? En tal caso, ¿cómo justifica usted su ocultamiento en su propio despacho cuando todo hacía presumir que se hallaba en poder de un ladrón?
—Dije «bobadas» y no me desmiento, joven —rió el multimillonario—. Ya veo que no le acredité suficiente inteligencia, Queen. Pero está usted equivocado. Dije la verdad. El Leonardo fue robado. Creía poder ocultarles el hecho de que poseía dos Leonardos…
—¿Dos? —balbuceó el fiscal.
—Ni más ni menos —suspiró el magnate—. Abrigaba la intención de jugarles una mala pasada. Aquí ven ustedes la segunda tela. Es obra de Lorenzo de Credi o de alguno de sus discípulos, pero no un Leonardo auténtico. Lorenzo imitaba perfectamente a Leonardo, y es de presumir que los discípulos del primero siguieron el estilo de su maestro. El cuadro debió copiarse del Leonardo original, del malhadado fresco mural de Florencia, realizado en 1513 sobre el vestíbulo del Palazzo Vecchio y…
—¡Nada de conferencias, Mr. Knox! —masculló el práctico inspector—. A nosotros nos interesa el…
—¿De modo que su experto opina que, después de abandonado el proyectado fresco por Leonardo —el grupo central fue pintado por el maestro, según recuerdo de mi manual de Bellas Artes, pero al aplicarse el calor a los colores, éstos se corrieron y la pintura descascaróse toda—, este cuadro al óleo fue realizado por algún pintor contemporáneo de Leonardo, el cual utilizó el motivo central del cuadro?
—Sí. Sea de ello lo que fuere, esta tela sólo vale una fracción pequeñísima del genuino Leonardo. ¡Naturalmente! Cuando adquirí el original de Khalkis —sí, admito haberlo comprado y saber que era auténtico desde el principio mismo—, me apropié también de esta copia contemporánea. No dije palabra al respecto, pues me figuraba que… Bueno, si las autoridades me obligaban a devolver la tela del maestro al Museo Victoria, entregaría tranquilamente este cuadro sin valor acompañándolo con la historia de que se trataba del mismo adquirido a Khalkis…
Los ojos de Sampson chispearon:
—Ahora contamos con testigos de sobra, Mr. Knox. ¿Dónde se halla el original?
—Ya les he dicho que me lo hurtaron —gruñó tozudamente el magnate—. El cuadro quedó oculto en el depósito detrás del muro de la galería. ¡Demonios! ¿Supongo que no imaginarán ustedes que yo…? No… Evidentemente, el ladrón ignoraba la existencia de la copia, que siempre mantuve escondida en esa serpentina del radiador. ¡El condenado robó el original! No sé cómo lo consiguió, pero ésa es la triste verdad. Confieso que mi intención de entregar la copia del Leonardo al museo era una treta bastante sucia, pero…
El fiscal arrastró a Ellery, Queen y Pepper a un costado y entablaron una viva conversación en voz muy baja. El muchacho escuchaba con gravedad de juez y luego de expresar algo en tono de confianza, se volvió hacia Knox, miserablemente solo ante la tela multicolor colocada sobre su escritorio.
—Bien, señor mío —dijo Ellery—, aquí parece haberse producido una ligera diferencia de opiniones. El señor fiscal y el inspector Queen sienten que, ante el curso tomado por las circunstancias, no les es posible aceptar de buenas a primeras su palabra insubstanciada de que este cuadro es una copia del Leonardo, y no el Leonardo mismo. Ninguno de nosotros vale dos cuartos como conocedor de estos asuntos y creemos que urge conocer la opinión de un auténtico experto. De modo que…
Sin aguardar la lenta cabezada del multimillonario, el muchacho caminó hasta el teléfono y luego de discar un número, entabló breve conversación con un invisible interlocutor, colgando, finalmente, el tubo.
—Acabo de telefonear a Toby Johns, uno de los más famosos críticos de arte de los Estados Unidos, Mr. Knox. ¿Acaso le conoce usted?
—Sí.
—Bueno, pronto le tendremos aquí. Hasta entonces, armémonos de paciencia, caballeros.
Toby Johns era un caballero rechoncho y patizambo, de ojos brillantes, atuendo impecable y continente sereno y aplomado. Franqueóle la entrada el propio Krafft, a quien despidió en seguida el impaciente magnate. Ellery, que le conocía de vista, se dio el lujo de presentarlo a los demás. Johns se mostró especialmente jovial con Knox. Seguidamente, mientras aguardaba a que alguien le explicara los motivos de la urgente llamada, sus ojos perspicaces cayeron sobre la tela depositada sobre la mesa.
Ellery se anticipó a su pregunta:
—El asunto es serio, Mr. Johns. Excúseme usted si le suplico que cuanto se diga aquí dentro no debe trascender al público —el experto asintió, como si ya hubiera oído antes solicitaciones de esa índole—. ¡Muy bien, caballero! —el joven señaló el cuadro con la cabeza—. ¿Sabría usted identificar al autor de esa obra de arte, Mr. Johns? Los cinco aguardaron en silencio. Ajustándose gravemente un monóculo en el ojo derecho, el perito inclinóse sobre la tela. Inmediatamente después procedió a extenderla sobre el piso, aplanada, impartiendo instrucciones a Ellery y Pepper en el sentido de retenerla fuertemente por las cuatro puntas mientras hacía juguetear las suaves luces de las lámparas sobre ella. Nadie dijo nada, y Johns trabajó en silencio. La expresión de su rostro bermejo no cambió un ápice. Examinó el cuadro pulgada a pulgada, desplegando en ello una atención minuciosísima, particularmente interesado en las caras de los personajes agrupados cerca del estandarte…
Al cabo de media hora de examen, el perito asintió, placenteramente, y Pepper y Ellery depositaron de nuevo la tela sobre la mesa. Knox exhaló un suave gruñido, fijos los ojos en el rostro del experto.
—Esta obra tiene una historia particularmente interesante —dijo al fin Johns—, historia vinculada con lo que voy a explicarles —los presentes estaban pendientes de cada una de sus palabras—. Durante muchos años —continuó Johns—; de hecho, durante muchas centurias, sabíase de la existencia de dos cuadros con este tema como motivo central, idénticos en todos los detalles, salvo uno…
Alguien murmuró algo entre dientes.
—Todos los detalles, repito, salvo uno solo… Uno de estos cuadros ha sido pintado por el propio Leonardo, Cuando Piero Soderini persuadió al gran maestro de ir a Florencia a fin de pintar una obra maestra sobre los muros del nuevo vestíbulo del consejo en el Palacio de la Señoría, Leonardo escogió como tema cierto episodio de la victoria lograda por los generales de la República Florentina en 1440 sobre Nicolo Piccinino, batalla dada en las proximidades del puente de Anghiari. El mismo borrador o boceto —término técnico aplicado al dibujo original— en el cual Leonardo trabajara en primer lugar es, a menudo, conocido con el título de «La Batalla de Anghiari». Incidentalmente, en ese tiempo y lugar se entabló un gran concurso de pinturas murales en el cual participó Miguel Ángel con un motivo pisano. Ahora bien, como probablemente sabe Mr. Knox, Leonardo no completó su obra mural, que quedó interrumpida luego de ejecutados los detalles pertinentes a la batalla por el estandarte. Y ello a causa de correrse y descascararse la pintura mural después de aplicado el «proceso calcinante» al muro, lo cual acarreó la ruina virtual de la obra.
»Leonardo abandonó Florencia. Se presume que, desilusionado grandemente por el fracaso de su obra, pintó una réplica al óleo del boceto original como una especie de autojustificación artística. Sea de ello lo que fuere, rumoreábase no poco acerca de la existencia de este óleo, considerándosele perdido, hasta que pocos años atrás lo descubrió uno de los empleados viajeros del Museo Victoria en no sé qué aldehuela italiana.
Los demás se mantenían imperturbablemente quietos, pero Johns no pareció parar mientes en ello.
—Ahora bien —prosiguió complacido—, sábese de la realización de muchas copias contemporáneas del mencionado boceto, siendo especialmente notables las de Rafael, fray Bartolomeo y otros; pero el boceto propiamente dicho parece haber sido recortado para servir de modelo a los mencionados copistas. El boceto desapareció; y el fresco original del vestíbulo de la Señoría fue cubierto en 1560 por otros frescos ejecutados por el gran Vassari. Consiguientemente, el descubrimiento del boceto primitivo asumió proporciones cósmicas en el mundo del arte. Y ello nos trae a la parte curiosa de mi historia.
»Poco antes manifesté que existen dos cuadros diferentes de este mismo tema, idénticos en todo sentido… ¡salvo en uno!… El primero de ellos fue descubierto y exhibido largo tiempo ha; su autor no fue jamás identificado hasta realizado el descubrimiento del Museo Victoria hace seis años. Bien, he aquí el pero en cuestión, los expertos no lograron jamás demostrar que el primero de los cuadros descubierto fuera un Leonardo; de hecho; se cree comúnmente que fuera el trabajo de Lorenzo de Credi o de alguno de los tantos discípulos de Leonardo. Como en todas las controversias suscitadas en el mundo de arte, menudearon disputas, sarcasmos, desprecios; pero el descubrimiento efectuado por el Museo Victoria hace seis años aclaró ese punto.
»Desde luego, existían ciertas crónicas antiguas. Dichas crónicas aseveraban la existencia de dos óleos sobre el mismo tema: uno de ellos pintado por el propio Leonardo, y el otro, una simple copia del primero. Los escritos se mostraban desesperadamente vagos en cuanto a la firma de la copia. Ambos, según afirmaba la leyenda, eran idénticos, excepto un detalle: un matiz diferenciante en los tonos dados a las carnes de los personajes apiñados en derredor del estandarte. La leyenda cuenta que el Leonado poseía tonos de carnes más obscuros, una distinción sutilísima, por cuanto las crónicas insistían en que sólo colocándolos el uno al lado del otro podrían diferenciarse sin dejar lugar a dudas. De modo que…
—Interesante —musitó Ellery—. Mr. Knox, ¿sabía usted todo esto?
—¡Desde luego! Y también Khalkis —Knox se columpió sobre sus talones—. Como dije, tenía este cuadro, y cuando Khalkis me vendió el otro, era fácil ponerlos juntos y ver cuál era el Leonardo. Pero ahora —hizo una mueca— eso es imposible después de desaparecido el Leonardo… ¡Condenado sea el ladrón!
—¿Eh? —Johns le miró perplejo y luego sonrió de nuevo—. Bueno, supongo que nada de eso es cosa mía. Sea como fuere, ambas obras de arte fueron colocadas juntas por el Museo Victoria y, con no poco alivio de sus entendidos, lograron determinar que el cuadro descubierto por su representante viajero era el auténtico, el único Leonardo. Poco después desapareció la copia. Los rumores decían que había sido vendido a un riquísimo coleccionista norteamericano, el cual había pagado por él una enorme suma de dinero a pesar de tratarse de una simple copia —dirigió una mirada escrutadora a Knox, pero nadie dijo nada.
Johns cuadró sus hombros pequeñitos:
—Por consiguiente, si el Leonardo del Museo Victoria desapareciera de la vista por algún tiempo, sería difícil —o prácticamente imposible— decidir cuál de los dos, examinados separadamente, es el original. Con uno solo de ellos para juzgar, nunca podría estarse seguro de nada…
—¿Y éste, Mr. Johns? —preguntó Ellery.
—Éste es, por cierto, o uno u otro —murmuró el experto, encogiéndose de hombros—, pero sin su réplica poco… —se interrumpió, enjugándose la frente—. ¡Desde luego, desde luego! ¡Soy un estúpido! Esta tela es la copia. El original se encuentra bien guardado en el Museo Victoria.
—Sí, sí… ¡Así es! —dijo aprisa Ellery—. Si entrambos cuadros son tan parecidos, Mr. Johns, ¿por qué uno de ellos es tasado en un millón y el otro en algunos pocos millares de dólares?
—¡Mi estimado señor! —prorrumpió el experto—. Realmente esa pregunta suena un poco… ¡ejem… pueril, ridículamente infantil! ¿Cuál es la diferencia entre un Sheraton genuino y una réplica moderna? Leonardo era el indiscutido maestro; el autor de la copia, probablemente un discípulo del citado Lorenzo de Credi, limitóse, simplemente, a duplicar la obra maestra de Leonardo, según reza la leyenda. La diferencia esencial es el abismo que media entre el chef-d’oeuvre de un genio y la copia perfecta de un artista bisoño. ¿Importa acaso que las pinceladas de Leonardo fueran imitadas a la perfección? ¿Afirmaría usted, por ventura, que una falsificación impecable de su firma entraña la misma autenticidad de su auténtica firma?
Johns estremecía su cuerpecillo achacoso en un frenesí de gesticulaciones indignadas; y Ellery, agradeciéndole con la debida humildad, le arreó hasta la puerta. Y sólo cuando el experto hubo partido los demás recobraron el hálito vital.
—¡Arte! ¡Leonardo! ¡Puff! —pronunció el inspector, disgustado con el mundo entero—. ¡El caso está más enredado que nunca! ¡El oficio de detective ya puede irse al hoyo! —alzó las manos al cielo con desesperación casi cómica.
—No veo tan malas las cosas —murmuró meditabundo el fiscal—. Las declaraciones de Mr. Johns substancian, por lo menos, las explicaciones dadas por Mr. Knox, aunque nadie sepa quién es quién. Ahora sabemos, al menos, que existen dos cuadros y no uno solo, como pensábamos hasta el presente. De modo que tendremos que dar con el ladrón del otro cuadro y…
—No puedo comprender —dijo Pepper— el motivo por el cual el Museo Victoria no informó palabra respecto al segundo cuadro. Después de todo…
—Mi estimado Pepper —respondió perezosamente Ellery—, ellos poseen el original. ¿Para qué romperse la cabeza por una simple copia? Ésta no puede interesarles… Sí, Sampson, tiene usted razón. El hombre que buscamos es el ladrón del otro cuadro, el remitente de las cartas extorsionadoras a Mr. Knox, el bribón que empleó el pagaré como papel de cartas y que, por ende, debe haber sido el asesino de Gilbert Sloane y, en su carácter de socio de Grimshaw, el matador de este último y el que hizo caer a Georg Khalkis.
—Un resumen excelente —dijo el fiscal, sarcástico—. Ahora que se tomó el trabajo de sintetizar todo cuanto conocemos, convendría que nos dijera lo que no sabemos, vale decir, la identidad de ese hombre.
Ellery suspiró:
—¡Sampson, Sampson! ¡Siempre sobre mis huellas, tratando de desacreditarme, de exponer mis innúmeras faltas al mundo entero!… ¿De veras anhela conocer el nombre de ese individuo?
El fiscal le miró torvamente. Queen comenzó a ojearle con aire interesado.
—¡Vaya! ¿Pregunta usted si me interesa conocerlo? —bramó el fiscal—. ¡Una pregunta inteligente como pocas!… Claro está que quiero saberlo —sus ojos se endurecieron y la lengua pareció paralizársele unos instantes—. ¡Ellery! —murmuró quedamente—. ¿De veras le conoce usted?
—Sí —dijo Knox— ¿Quién diablos es, Ellery?
El muchacho sonrió:
—Celebro que usted me lo haya preguntado, Mr. Knox. Relea usted concienzudamente sus libros favoritos, pues un número no escaso de ilustres caballeros repitieron eso en múltiples formas: La Fontaine, Terencio, Coleridge, Cicerón, Juvenal, Diógenes. Es una inscripción grabada sobre el templo de Apolo, en Delfos, y atribuida a Tales, Pitágoras y Solón. En latín es: Ne quis nimis. Y en nuestra lengua: Conócete a ti mismo. ¡Mr. James J. Knox! —pronunció Ellery, en el tono más elocuente del mundo—. ¡Considérese detenido!