La bomba estalló el jueves, dos días después que James J. Knox exteriorizara su férrea voluntad de andarse a la greña con todos los Estados Unidos y el Imperio Británico. La solidez o la flojedad de las jactancias del anciano millonario estaban llamadas a no pasar por la prueba del crisol de los tribunales. El jueves por la mañana, mientras Ellery holgazaneaba en el despacho de su padre en el Departamento de Policía, contemplando el firmamento con expresión desamparada, el Dios Mercurio, en la forma y figura de un escuálido mensajero de telegramas entregó un mensaje destinado a aliar al belicoso multimillonario con las fuerzas del orden y de la ley.
El telegrama llevaba firma de Knox y entrañaba un enigma desconcertante:
ENVÍEN A UN POLICÍA DE PARTICULAR A BUSCAR UN PAQUETE MÍO EN LAS OFICINAS DE LA WESTERN UNION DE LA CALLE 33 STOP POR OBVIAS RAZONES NO PUEDO COMUNICARME CON USTEDES POR MEDIOS MÁS DIRECTOS.
Padre e hijo se miraron en los ojos:
—¡Vaya una sorpresa! —murmuró el inspector— ¿Crees tú que Knox empleará ese medio para remitirnos el Leonardo, Ellery?
El joven estaba ceñudo:
—No, no, papá —murmuró, impaciente—. No es posible que sea por eso. La tela en cuestión, si mal no recuerdo, mide cuatro pies por seis. Aunque la tela haya sido cortada y enrollada, dificulto que fuera un «paquete». No, es algo diferente, papá… Te aconsejo obedecerle inmediatamente. El mensaje de Knox me suena algo… bueno, algo extraño… Aguardaron llenos de ansiedad mientras un detective se llegaba hasta la oficina telegráfica referida. El hombre regresó a la hora llevando un paquetito, sin dirección, con el nombre de «Knox» a un costado. El viejo lo abrió. Adentro había otro sobre con una carta, y otra hoja de papel, que resultó ser un mensaje de Knox al inspector Queen, todo esto armado con cartulinas como si se tratara de desfigurar el contenido del paquete. Leyeron primero la nota de Knox, breve, sucinta, comercial. Decía así:
Inspector Queen:
Remito adjunto un anónimo recibido esta mañana por correo. Temo, naturalmente, que el remitente vigile la casa, y adopto este método indirecto para despacharle la carta. ¿Qué haremos? Quizá logremos atrapar al bandido si andamos con precauciones. Es obvio que ignora aún que yo les confesé todo lo pertinente al cuadro semanas atrás.
J. J. K.
La nota del multimillonario había sido laboriosamente escrita en rasgos apretados y nerviosos.
La carta del sobre remitido por Knox estaba escrita sobre un pequeño trozo de papel blanco. El sobre era de una clase común, ordinario, tales como pueden adquirirse por un centavo en cualquier librería suburbana. La dirección de Knox estaba dactilografiada. La carta había sido despachada por una oficina de correos de extramuros, y su matasellos revelaba que, probablemente, había sido cursada la noche anterior.
Cierta curiosa peculiaridad advertíase en la hoja de papel sobre la cual el remitente dactilografiara el mensaje a Knox. Un borde íntegro del papel presentaba un aspecto rugoso, dentado, mellado, como si la hoja original midiera el doble de tamaño y, por alguna razón inexplicable, hubiera sido rasgada en dos, por el medio, sin adoptarse demasiadas precauciones.
El inspector, empero, no se detuvo a examinar el papel propiamente dicho; sus viejos ojos devoraban el mensaje dactilografiado:
James J. Knox:
El que escribe esta nota quiere algo de usted, y usted se lo entregará sin chistar. A fin de mostrarle con quién está usted lidiando, sírvase mirar el reverso de esta hojita… y no tardará en reparar que escribo sobre la mitad del pagaré entregado por Khalkis a Grimshaw en su presencia algunas semanas atrás…
Ellery lanzó una exclamación ahogada y el inspector cesó de leer alto para dar vuelta al papel entre sus trémulos dedos. Increíble como pareciera, era verdad… En el dorso del anónimo vieron la garrapateada escritura de Georg Khalkis…
—Sí… ¡es la mitad del pagaré! —gritó el inspector—. ¡Tan patente como las narices de tu cara! Arrancó la mitad por algún motivo… y ésta contiene parte de la firma de Georg Khalkis.
—¡Extraño! —musitó Ellery— ¡Adelante, papá! ¿Qué dice el resto de la carta?
El policía se humedeció los resecos labios mientras volvía la hoja y reanudaba la lectura del extraño mensaje:
Usted no será lo bastante tonto como para denunciarme a la policía, porque tiene usted en su poder el Leonardo robado, y si piensa ir con esto a ellos, tendrá que confesarles toda la historia de un respetable Mr. James J. Knox que posee una obra de arte solicitada vehementemente por un museo británico y tasada en un millón. ¡Ríase de eso! Voy a «ordeñarle» convenientemente, Mr. Knox, y pronto le daré específicas instrucciones en cuanto a la forma de ejecución de la primera «ordeñada», por así decirlo. Si usted intenta resistirse, peor para usted, porque veré que la policía se entere de que usted posee objetos robados.
La carta no llevaba firma.
—¿Un pájaro de cuenta, eh? —murmuró Ellery.
—¡Bueno, esto sí que está bueno! —gruñó el policía, meneando la cabeza—. El tipo que escribió la carta es un fresco. ¡Mira que extorsionar a Knox por tener cuadros robados! —depositando con cautela la carta sobre el escritorio, restregóse las manos jubilosamente—. Bueno, hijo, creo que atrapamos al pillo. ¡Como si le tuviéramos ya entre rejas! Se figura que Knox no puede hablarnos porque ignoramos este condenado tejemaneje, Y…
Ellery asintió, distraído:
—Así parece —ojeó el papel con expresión enigmática—. Sin embargo, convendría verificar la escritura de Khalkis. Esta nota es… ¡No imaginas cuánta importancia reviste para el caso, papá!
—¡Importante! —rió el anciano—. ¿No crees que la sobreestimas, hijo? ¡Thomas! ¿Dónde está Thomas? —corriendo a la puerta, agitó el dedo en dirección de alguien sentado en la antecámara. El sargento Velie llegó estrepitosamente—. Thomas, consígame el anónimo referente a la existencia de vínculos de sangre entre Sloane y Grimshaw. Y tráigame también a Miss Lambert. Dígale que busque algunas muestras de la escritura de Khalkis. Creo que ella tiene algunas…
Velie hizo mutis, retornando brevemente en compañía de la joven de duras facciones y mechones de cabellos grises entre su cabellera renegrida. El sargento entregó un paquete al inspector.
—¡Entre, Miss Lambert, entre! —dijo el policía—. Tengo un trabajito para usted. Eche una ojeada a esta carta y compárela con la que examinó anteriormente.
Una Lambert puso silenciosamente manos a la obra. Comparó la escritura de Khalkis del reverso del papel con la muestra que trajera consigo. Luego examinó el anónimo extorsionador con una poderosa lupa, volviéndose con frecuencia hacia la nota traída por Velie a los fines comparativos. Los tres aguardaban con impaciencia la decisión de la mujer.
Finalmente, Una levantó la vista de los papeles:
—La escritura de este nuevo anónimo es la de Mr. Khalkis. En cuanto a las notas mecanografiadas, ambas fueron escritas incuestionablemente en la misma máquina, inspector, y quizá por la misma persona.
El inspector y Ellery asintieron.
—Una corroboración útil —dijo el segundo—. El autor de la nota referente a la consanguinidad de Sloane y Grimshaw es, sin duda, nuestro hombre.
—¿Algún otro detalle? —inquirió el inspector.
—Sí… Como en el caso de la primera nota, señor, se empleó una Underwood, tamaño grande, la misma de siempre. Con todo, compruebo aquí una notable falta de detalles y pruebas internas. Sea quien fuere que escribió ambas notas tuvo buen cuidado de eliminar toda traza de su personalidad.
—Luchamos contra un criminal astutísimo, Miss Lambert —recalcó Ellery, glacial.
—No lo dudo. Vea usted, nosotros valuamos esos puntos de acuerdo con ciertas referencias constantes: espaciado, márgenes, puntuación, percusión sobre algunas letras, etc., etc. Aquí se produjo un deliberado y fructífero esfuerzo para eliminar todo índice individual. Pero existe un detalle que el autor del anónimo no podía desfigurar, y es la característica física de los tipos propiamente dicha. Cada tecla de cada máquina entraña cierta y definida personalidad propia, por así decirlo; y virtualmente, son tan diferenciadas como impresiones dactilares. Es incuestionable que ambas misivas fueron mecanografiadas con la misma máquina y diría —sin responsabilizarme por ello— que las mismas manos escribieron la una y la otra.
—Aceptamos su opinión —sonrió el policía— con todo el respete que merece. Gracias, Miss Lambert… Thomas, lleve el anónimo a los laboratorios para que Jimmy lo inspeccione en busca de impresiones digitales. Aunque supongo que nuestro pajarraco es demasiado listo para dejarlas…
Velie retornó prestamente con la nota y una contestación negativa. El papel en cuestión no tenía ni rastros de impresiones dactilares en el costado dactilografiado. Al dorso, en cambio, donde Khalkis garabateara su pagaré a Grimshaw, el experto había encontrado una impresión claramente definida, correspondiente a Georg Khalkis.
—Con lo cual el pagaré es autenticado como perteneciente a Khalkis, tanto por la escritura como por las impresiones digitales —murmuró el policía, con pomposa satisfacción—. Sí, hijo mío, el individuo que escribió ese mensaje al reverso del pagaré es nuestro hombre, el mismo que asesinara a Grimshaw, substrayéndole el documento de entre sus ropas…
—Por los menos —murmuró Ellery— esto confirma mi deducción que Gilbert Sloane fue asesinado.
—Efectivamente, hijo. Vamos al despacho de Sampson con la nota.
Los Queen encontraron a Sampson y Pepper encerrados en la oficina del primero. El inspector, triunfalmente, sacó a relucir el anónimo y dio cuenta de los descubrimientos de los peritos policiales. Los abogados se pusieron radiantes y el despacho se alborotó de esperanza ante la promesa de una rápida —¡y correcta!— solución del endiablado enigma.
—Una cosa es segura —opinó Sampson— y es que conviene que usted no meta la nariz aquí, Queen. Pronto recibirá Knox otra nota del sujeto que le envió la primera. Y quiero que haya alguien en el lugar del hecho cuando ello ocurra. Si sus zapatones policiales hollan los linderos del palacio de Knox, nuestro pajarraco podría espantarse y volar.
—Creo que tiene usted razón, Henry —confesó el policía.
—¿Qué le parece si fuera yo, jefe? —preguntó Pepper, ansiosamente.
—¡Magnífico! ¡Usted es el hombre! Vaya allá y aguarde los acontecimientos —el fiscal sonrió desagradablemente—. De ese modo mataremos dos pájaros de un tiro, Queen. Apresaremos al remitente de ese anónimo… ¡y estaremos en condiciones, merced a la presencia de nuestro hombre en la casa de Knox, de vigilar el paradero del condenado cuadro!
Ellery rió entre dientes:
—¡Sampson, chóquela! En defensa propia me veo forzado a cultivar la astuta filosofía del Bautista: «Para los hombres arteros —decía— seré muy gentil».