El martes 26 de octubre, exactamente una semana después que Mrs. Sloane iniciara, inadvertidamente la cadena de acontecimientos conducentes al derrumbe de la «teoría Sloane», Mr. Ellery Queen fue despertado a las diez de la mañana por la llamada del teléfono. El «moscardón» era su padre. Cierta situación escabrosa acababa de producirse a raíz del cambio de cablegramas entre Nueva York y Londres. El Museo Victoria comenzaba a irritarse.
—Conferencia en el despacho de Sampson dentro de una hora, hijo —el viejo parecía cansado—. Pensé que te gustaría estar presente.
—Bien, iré —respondió Ellery—. ¿Dónde está ese espíritu espartano tuyo, inspector?
Ellery, al llegar a la oficina del fiscal una hora más tarde, se encontró en medio de una turbulenta concurrencia. El inspector ponía cara larga e irritada; Sampson gruñía por lo bajo; Pepper calaba; sentado como en un trono, con su rostro adusto surcado de arrugas, Ellery vio al eminente Mr. James J. Knox.
Los cuatro apenas si respondieron al saludo del joven; Sampson indicó una silla con un ademán displicente y Ellery se desplomó en ella, con los ojos brillantes de expectación.
—Mr. Knox —Sampson ambulaba a uno y otro lado del «trono»—, solicité su concurrencia a mi despacho hoy para…
—¿Para qué?
—Oiga usted, Mr. Knox —prosiguió el fiscal, aspirando otra bocanada de aire—, no participé activamente en estas investigaciones, como quizá sepa usted, a causa de estar demasiado ocupado en otros asuntos. Mr. Pepper, mi ayudante, manejó todo desde el principio al fin. Ahora bien, con el debido respeto a las singulares virtudes de Mr. Pepper, debo decirle que este asunto llegó a un punto en que me veo obligado a ocuparme del caso personalmente.
—¿De veras? —la voz de James J. Knox no vibraba con desdén ni con indiferencia acusadora; parecía aguardar, agazapado mentalmente, para el salto.
—Sí —dijo Sampson, casi en tono de trueno—. ¡Ni más ni menos! ¿Quiere usted saber por qué he tomado la dirección de las cosas de manos de Mr. Pepper? —deteniéndose ante la silla del magnate, le miró de hito en hito—. Pues porque su actitud, Mr. Knox, provoca una seria complicación internacional. Ésa es la causa.
—¿Mi actitud? —Knox parecía divertido.
Sampson no replicó en seguida. Dirigiéndose al escritorio, recogió un legajo de hojas blancas, unidas con clips, todas ellas cablegramas de la «Western Unión».
—Ahora, Mr. Knox —continuó el fiscal con voz estrangulada, haciendo esfuerzos de opera bouffe para fiscalizar su lengua y su sangre fría—, voy a leerle algunos cablegramas en serie. Estos mensajes representan la correspondencia sostenida entre el inspector Queen y el director del Museo Victoria, de Londres. Al fin hay dos cablegramas de ninguno de esos dos caballeros, cables que, me permito puntualizarlo, podrían desembocar en alguna seria complicación internacional.
—En puridad de verdad —murmuró Knox, sonriendo amistosamente—, no veo el motivo por el cual podría hallarme interesado en esos líos. Pero soy un ciudadano respetuoso de las leyes y… ¡Adelante, amigo, adelante!
La cara del inspector Queen se arrebató de ira; pero logró reprimirse, desplomándose de nuevo en su silla.
—El primero de los cablegramas referidos —prosiguió el fiscal— es el mensaje enviado por el inspector Queen al Museo Victoria después de enterarse de su relación, es decir, cuando se derrumbó la «solución Khalkis». Aquí está el cable en cuestión —Sampson procedió a leerles el siguiente cablegrama en voz alta, muy alta:
EN LOS ÚLTIMOS CINCO AÑOS FUE ROBADA VALIOSA PINTURA LEONARDO DA VINCI DE SU MUSEO.
Knox suspiró. El fiscal continuó, luego de unos instantes de vacilación:
—Ésta es la respuesta del Museo Victoria recibida cierto tiempo después. Y dice así:
ESA TELA HURTADA CINCO AÑOS ATRÁS. ANTIGUO AYUDANTE CONOCIDO AQUÍ COMO GRAHAM, VERDADERO NOMBRE GRIMSHAW, SOSPECHADO DE ROBO, PERO HASTA AHORA NO DESCUBIERTOS RASTROS TELA. OBVIAS RAZONES MOTIVARON OCULTAMIENTO ROBO. SU CABLE DEMUÉSTRANOS CONOCE PARADERO LEONARDO. COMUNÍQUENOSLO INMEDIATAMENTE. CONFIDENCIALMENTE.
—¡Un error! ¡Un condenado error! —dijo Knox, suspirando.
—¿Cree usted eso, Mr. Knox? —Sampson estaba rojo. Dobló el segundo cablegrama de una sonora palmada y leyó el tercero, respuesta del inspector al museo:
EXISTE POSIBILIDAD LEONARDO ROBADO NO SEA OBRA MAESTRA SINO DE PUPILO O CONTEMPORÁNEO Y POR TANTO TASADO SÓLO FRACCIÓN PRECIO CATÁLOGO.
Respuesta del director del Museo Victoria:
CONTÉSTENOS PREGUNTA CABLE ANTERIOR. ¿DÓNDE TELA? SERIAS ACCIONES CONTEMPLADAS SI PINTURA NO DEVUELTA INMEDIATAMENTE. AUTENTICIDAD LEONARDO INDICADA EMINENTES EXPERTOS INGLESES. VALOR DESCUBRIMIENTO FIJADO DOSCIENTAS MIL LIBRAS ESTERLINAS.
Contestación de Queen:
ROGAMOS CONCEDERNOS TIEMPO. NO ESTAMOS SEGUROS SOSPECHAS. TRATAMOS EVITAR PELIGRO ESCÁNDALO EN BIEN AMBOS. DISPARIDAD OPINIONES PARECE INDICAR PINTURA EN CUESTIÓN NO LEONARDO GENUINO.
Réplica del museo:
NO ENTENDEMOS SITUACIÓN. SI PINTURA ES DETALLES DE LA BATALLA DE LOS ESTANDARTES TRABAJO VINCINIANO ÓLEO EJECUTADO DESPUÉS ABANDONO PROYECTO FRESCO PALACIO VECCHIO AÑO MIL QUINIENTOS CINCO ENTONCES TELA NOS PERTENECE. SI TASADO EXPERTOS AMERICANOS ENTONCES POLICÍA CONOCE PARADERO TELA. INSISTIMOS DEVOLUCIÓN PESE CONCEPTO NORTEAMERICANO VALOR. ESTE TRABAJO PERTENECE MUSEO VICTORIA POR DERECHO DESCUBRIMIENTO Y SU PRESENCIA ESTADOS UNIDOS FRUTO DE ROBO.
Contestación de Queen:
NUESTRA POSICIÓN EXIGE TIEMPO. RUEGO CONFIANZA.
El fiscal hizo una pausa significativa:
—Bien, Mr. Knox, llegamos ahora al primero de los dos cablegramas, susceptibles de originarnos más de un dolor de cabeza a todos. Nos llegó en respuesta al mensaje que acabo de leerle y lleva la firma del inspector Broome, de Scotland Yard.
—¡Interesante! ¡Muy interesante! —gruñó glacial, Knox.
—¡Y algo más que interesante, caballero! —masculló Sampson, reanudando su lectura con voz trémula.
El cablegrama de Scotland Yard rezaba así:
MUSEO VICTORIA COLOCÓ CASO PINTURA NUESTRAS MANOS. ROGAMOS ACLARAR POSICIÓN POLICÍA NUEVA YORK.
—Espero —tartajeó el indignado fiscal, dando papirotazos a la blanca cuartilla—, espero sinceramente, Mr. Knox, que usted comenzará a vislumbrar la situación que estamos encarando. Ésta es la réplica del inspector Queen al anterior cablegrama:
LEONARDO NO ESTÁ EN NUESTRAS MANOS. PRESIÓN INTERNACIONAL AL PRESENTE PODRÍA REDUNDAR PÉRDIDA COMPLETA TELA. TODAS ACTIVIDADES NUEVA YORK PERSIGUEN SÓLO INTERÉS MUSEO. CONCÉDANOS DOS SEMANAS.
James Knox asintió; giró la cabeza hasta enfrentar al inspector y murmuró lentamente, con la cálida aprobación zumbona:
—Una respuesta excelente, inspector. ¡Muy sutil! ¡Muy diplomática! Un trabajo impecable.
No hubo respuesta a estas palabras, conforme advirtió Ellery, que se divertía en grande ante aquella tragicómica escena, aunque tuvo la delicadeza de mantenerse serio. El inspector tragó saliva, trabajosamente, y Sampson y Pepper cambiaron miradas cuyo vitriolo no estaba reservado para ninguno de los dos. El fiscal continuó su disertación, en tono tan cortante que las palabras escasamente se podían discernir:
—Y aquí está el último cablegrama, llegado esta misma mañana y firmado, asimismo, por el inspector Broome.
Reza así:
SOLICITACIÓN DOS SEMANAS PLAZO CONCEDIDA MUSEO. DIFERIREMOS ACCIÓN HASTA ENTONCES. BUENA SUERTE.
El silencio reinaba en la habitación cuando Sampson arrojó el legajo de cablegramas sobre la mesa, encarándose con Knox, los brazos en jarras:
—Bien, Mr. Knox, ahí tiene usted todo. Ya pusimos nuestras cartas sobre la mesa. ¡Por amor de Dios, sea usted razonable! Concédanos por lo menos, el derecho de inspeccionar el cuadro de Leonardo, y de hacerlo examinar por nuestros expertos…
—¡No haré tal tontería! —replicó el magnate con soltura—. No hay necesidad de eso, amigo. Mi experto asevera que esa tela no es de Leonardo, y él debe saberlo. ¡Para eso le pago! ¡Que se vaya al diablo el Museo Victoria! Todas esas instituciones son iguales.
El inspector se puso de pie como una furia, incapaz de reprimirse un solo instante más:
—¡Magnate o no magnate, Henry, que me maten si dejaré que ese… ese…! —bramó, sacudiéndose como un perro fuera del agua y estrangulándose luego en un farfulleo idiota, se quedó inmóvil, como paralizado por un rayo. Sampson, atrapándole del brazo, le arrastró a un rincón del despacho, secreteándole cosas al oído largo rato. Un poco de color desapareció del rostro de Queen, reemplazado por una expresión artera—. Excúseme usted, Mr. Knox —dijo luego, contrito, volviéndose hacia el multimillonario—. Perdí los estribos… ¿Por qué no se porta como un perfecto caballero y devuelve ese cuadro al museo? Resígnese a la pérdida de ese dinero como un auténtico deportista. ¡Diablos! ¡Otras veces perdió tres veces más en la bolsa sin parpadear siquiera!
La sonrisa desapareció de los labios de Knox:
—¿Deportista, en? —tronó, poniéndose trabajosamente de pie—. ¿Existe alguna razón bajo el sol que me obligue a devolver algo por lo cual pagué mis buenos setecientos cincuenta mil dólares? ¡Contésteme, Queen!
—Después de todo —dijo Pepper, con mucho tacto, previéndose una posible contestación acre por parte del inspector Queen—. Después de todo, señor, su entusiasmo y capacidad de coleccionista no se hallan en juego, por cuanto esa tela, de acuerdo con la opinión de su propio experto, carece prácticamente de valor como obra de arte.
—Y usted cometería un delito penado por las leyes —terció el fiscal.
—¡Pues pruébenlo! —el magnate terminó por montar en cólera; el perfil de sus quijadas delineábase duro y agresivo—. Ya les he dicho que el cuadro robado al museo no es el que compré. ¡Prueben ustedes que lo es! Si ustedes me apuran, caballeros, se verán metidos en un lío tremendo.
—¡Vamos, vamos! —musitó Sampson, desamparadamente.
Ellery preguntó entonces en el tono de voz más suave del mundo:
—A propósito, Mr. Knox, ¿quién es su experto?
El multimillonario giró sobre sus talones. Parpadeó reiteradamente, riendo luego entre dientes:
—Son cosas mías, Queen. Ya lo sacaré a relucir cuando, sea necesario. Y si ustedes se muestran excesivamente impertinentes, llegaré hasta a negar la posesión de ese condenado cuadro.
—No haría yo eso —gruñó el inspector—. No, señor, no me atrevería a cometer ese delito tan grande llamado «perjurio»…
Sampson dio un puñetazo sobre su escritorio:
—Mr. Knox, su posición absurda nos coloca a todos, a mí y a la policía, en un lío de consecuencias posiblemente graves. Si usted persiste en esa su actitud pueril, nos obligará a entregar el caso a las autoridades federales. Scotland Yard no se avendrá a tantas tonterías, ni menos el señor fiscal federal de los Estados Unidos.
Knox, recogiendo al vuelo su sombrero, taconeó, rabiosamente, hacia la puerta. Sus anchas espaldas exteriorizaban categórica obstinación.
—Mi estimado Mr. Knox —murmuró Ellery—, ¿pretende usted luchar contra los gobiernos de los Estados Unidos y de Gran Bretaña juntos?
Knox giró sobre sus talones, encasquetándose el sombrero:
—Joven —masculló—, no imagina usted contra quienes lucharía por algo que me costó tres cuartos de millón. Y esa suma no es desdeñable ni siquiera para James J. Knox. Otras veces luché contra gobiernos… ¡y he ganado!
Y la puerta cerróse con un golpazo.
—Conviene que lea más a menudo su Biblia, Mr. Knox —dijo Ellery suavemente, contemplando la vibrante hoja de madera—. «Dios ha escogido las débiles cosas del mundo para confundir a las poderosas…».
Pero ninguno le prestaba ni pizca de atención. El fiscal, agitándose como un poseído, tronó:
—Ahora nos encontramos en un lío peor que nunca. ¿Qué diablos podríamos hacer, amigos?
El inspector se tironeó sus enhiestos mostachos:
—No me parece atinado andarnos más con paños tibios. ¡Basta ya de cobardías! Si Knox no nos entrega el condenado cuadro, colocaremos el caso en manos del fiscal federal. ¡Y que él se las entienda con la policía londinense!
—Creo que tendremos que tomar posesión del cuadro por la fuerza —masculló Sampson.
—¿Y si suponemos, maestros ilustres —insinuó Ellery—, que el poderoso James J. Knox no puede encontrar la pintura pese a todos sus esfuerzos?
Los otros tres rumiaron el caso y descubrieron, a juzgar por sus expresiones, que el hueso era duro de roer. Sampson se encogió de hombros:
—Joven amigo, usted suele tener siempre lista una solución para todo. ¿Cuál sería la suya en este lío extraordinario? ¿Qué haría usted?
Ellery clavó la mirada en el albo cielo raso.
—¿Yo?… Nada, menos que nada, amigo mío… Ésta es una situación en que se justifica la política del laissez faire. Ejercer presión sobre Knox significaría enconarle aún más. El tipo es tozudo y si le conceden cierto respiro… ¿Quién sabe…? Démosle, por lo menos, las dos semanas concedidas por el Museo Victoria. Indudablemente, el próximo movimiento provendrá de Knox…
En las cabezadas de Queen y Sampson percibíase cierta repugnancia.
Sin embargo, el joven, una vez más en aquel caso de tantas y tan grandes contradicciones, se hallaba equivocado de medio a medio. El siguiente movimiento, cuando llegó, dimanó de otra fuente totalmente diferente… un movimiento que, lejos de esclarecer el caso, pareció complicarlo hasta el infinito…