26

Ese día, sin embargo, no había terminado todavía, como prontamente descubrió Ellery. Con la llamada telefónica de su padre, interpuesta una hora más tarde, el árbol plantado por Mrs. Sloane en su vana visita de días pasados, floreció y fructificó con una fecundidad tan asombrosa como inesperada.

—Algo apareció por ahí —dijo vivamente el inspector por el cable— que suena harto extraño, y pensé que te agradaría enterarte de ello.

Ellery no confiaba mucho en esas promesas:

—He recibido tantas desilusiones…

—Bueno, en lo que a mí se refiere, este nuevo incidente no altera el valor de la solución Sloane —el viejo policía se volvió brusco—. ¡Oye! ¿Te interesa esto o no?

—No lo sé, papá. ¿Qué ocurrió?

Ellery oyó resoplar, toser y carraspear a su progenitor, señal infalible de desaprobación.

—Es mejor que vengas al despacho, hijo. Es una historia larga.

—¡Muy bien!

Con poco entusiasmo, Ellery se dirigió al centro de la ciudad. Los subterráneos le daban náuseas, sentía un ligero dolor de cabeza y el mundo todo se le figuraba un cementerio. Además, encontró a su padre de conferencia con un jefe inspector, y se vio obligado a aguardar afuera casi una hora. De modo que fue un Ellery exasperado el que entró, arrastrándose, en el despacho del inspector.

—¿Cuáles son esas formidables noticias, papá?

El policía le alcanzó una silla con un envión del pie:

—Descansa los huesos, hijo. Esto es lo que pasó. Recibí una llamada social de tu amigo… ¿cuál es su nombre?… ¡Oh! ¡Ah! Suiza… sí, Suiza…

—¿Mi amigo? ¿Nacio Suiza? ¿Y bien?

—Y me dijo que estuvo en las Galerías Khalkis la noche del suicidio de Sloane.

La fatiga huyó de Ellery. Poniéndose de pie. Bramó un «¡no!» taladrante.

—No te salgas de las casillas, hijo —masculló el inspector—. No hay por qué excitarse. El caso es que Suiza trabajaba esa noche en un catálogo de las piezas integrantes de las Galerías Khalkis; me dijo que la tarea en cuestión era larga y tediosa y que imaginó ganar tiempo haciéndola de noche…

—¿La misma noche del suicidio de Sloane?

—Sí. ¿Quieres escuchar, animal? Bueno, el tipo llegó allí, se coló dentro con su llave maestra y subió las escaleras hasta la galería principal de los altos…

—¿Cómo, que se coló dentro con la llave? ¿Acaso no funcionaba la alarma eléctrica?

—No, no funcionaba, hijo. Y ello demostraba que aún había alguien en la casa pues, por lo general, el último en salir verificaba la instalación de la alarma, notificándolo a su agencia detectivesca. Sea como fuere, el caso es que Suiza subió al primer piso y vio luz en el despacho de Sloane. En ese catálogo había algo que deseaba hacer esclarecer por Sloane; de suerte, pues, que entró en la oficina y, naturalmente, encontró el cadáver de Sloane, en la misma posición descubierta por la policía tiempo después.

Ellery mostrábase extrañamente excitado. Sus ojos clavábanse hipnóticamente en los de su padre, mientras se ponía un cigarrillo en la boca con un gesto maquinal.

—¿Exactamente en igual posición, viejo? —preguntó.

—Sí, sí —gruñó el policía—. La cabeza reposando sobre el escritorio, la pistola bajo su brazo colgante, caída en el piso… ¡todo igualito! Incidentalmente, ello ocurrió escasos minutos antes que llegáramos, hijo. Desde luego, nuestro hombre se sobrecogió de pánico —y no se lo reprocho— comprendiendo que se había metido en un berenjenal. Cuidó de no tocar nada, dándose cuenta de que, si se le sorprendía allí, tendría que menear la lengua de lo lindo, explicándonos la mar de cosas y, finalmente se largó con viento fresco.

—¡Por las inexistentes barbas de Napoleón! —musitó Ellery—. Si fuera posible…

—Si fuera posible ¿qué? Siéntate, hijo; de nuevo te vuelves medio chiflado —tronó el inspector—. No te metas ideas falsas en la mollera, Ellery. «Cociné» a Suiza una hora entera, formulándole preguntas acerca del aspecto general del despacho de Sloane, y el tipo salió «ileso» del bombardeo ciento por ciento. Cuando las nuevas del suicidio de Sloane aparecieron en los diarios, se sintió algo aliviado, pero siempre nervioso. Dijo que quería ver si aparecía algo nuevo. Cuando no ocurrió nada, vio que no causaría ningún daño confesárnoslo todo y vino a verme para desembuchar la historia en cuestión. Y eso es todo, muchacho.

Ellery fumaba con furiosas pitadas, abstraído.

—De todos modos —agregó el policía un tanto inquieto— se trata de algo desconectado con la historia central. Es apenas un incidente interesante que no afecta en lo más mínimo la solución Sloane.

—Sí, sí, concuerdo contigo en ello. Es obvio que Suiza, de quien nada se sospechaba, no nos habría salido con esa historia de su visita al lugar del… ¡ejem!… del suicidio de no ser inocente… No pensaba en eso, papá… ¡Oye!

—¿Qué?

—¿Quieres confirmación de tu teoría relativa al «suicidio» de Sloane?

—¿Cómo dices? ¿Confirmación? —el anciano resopló—. Ésa no es una teoría, sino un hecho, hijo. Sin embargo, algunas pruebas más nos vendrían al pelo. ¿Qué rumias, Ellery? El muchacho parecía electrizado de entusiasmo.

—Es perfectamente cierto —tronó— que, en base a lo que acabas de relatarme, el relato de Suiza no entraña nada susceptible de invalidar la solución Sloane. Con todo, podemos corroborar aún más esa teoría formulándole algunas preguntas a Mr. Suiza… A pesar de tu convicción de que la visita de Suiza no altera los hechos establecidos, aún subsiste un diminuto resquicio, una posibilidad infinitesimal de… ¡A propósito! Cuando Suiza abandonó la finca esa noche, ¿no puso en estado de funcionar la alarma contra ladrones?

—Sí… Dijo que lo hizo mecánicamente…

—¡Ya, veo! —Ellery se levantó de un brinco—. Visitemos en seguida a Suiza. No dormiré tranquilo esta noche si antes no esclarezco un punto obscuro.

El inspector se acarició el labio inferior:

—¡Demontres! —murmuró—. Cachorro, como de costumbre tienes razón. ¡Tonto de mí no haberle formulado esa pregunta! —se puso de pie con prisa, extendiendo el brazo hacia su sobretodo—. El tipo dijo que regresaba a trabajar a las galerías. ¡Andando hijo, andando!

Encontraron a Nacio Suiza terriblemente desasosegado en las desiertas Galerías Khalkis de la Madison Avenue. Suiza presentóse menos inmaculado que de costumbre, y en sus aceitados cabellos serpenteaban unos «canales» inaceptables en un caballero elegante. Recibió a sus visitantes frente a la puerta clausurada del despacho de Gilbert Sloane explicándoles, con palmaria nerviosidad, que el mismo no había sido usado desde la muerte de aquél. Pura charla, desde luego, pirotecnia verbal para esconder harto genuinas perturbaciones. Sentándose en su propia oficina, atestada de objetos artísticos, balbuceó:

—¿Ocurre algo anormal, inspector? ¿Algo que no…?

—No se impaciente, amigo mío —respondió el policía dulcemente—. Mr. Queen desea formularle un par de preguntas.

—¿De… de veras?

—Sabemos que usted penetró en el despacho de Sloane la noche de su misterioso fallecimiento, a raíz de haber visto adentro reflejos de luz. ¿Es verdad eso?

—No… no exactamente, Mr. Queen —Suiza dobló con fuerza sus manos—. Mi intención era hablar con Sloane sobre algo que… Bueno, mientras marchaba por la galería comprendí que él se hallaba en su despacho porque la luz se filtraba por debajo de la puerta… Los Queen dieron un respingo, como si estuvieran sentados en sendas sillas eléctricas.

—¿Por debajo de la puerta, eh? —murmuró Ellery con retintín extraño—. Luego la puerta de la oficina de Sloane estaba cerrada cuando usted entró en ella, ¿no es así?

Suiza les miró, atónito:

—¡Pues claro está! ¿Es importante eso? Creí habérselo mencionado, inspector…

—¡No me lo mencionó! —bramó el policía—. Y al escabullirse de allí dejó abierta la puerta, ¿no?

—Sí —tartajeó el hombre—. Yo… andaba con un miedo pánico y no pensé en… Pero, ¿cuál es su pregunta, Mr. Queen?

—Acaba usted de contestárnosla, amigo mío —replicó, glacial, Ellery Queen.

Media hora después, los Queen estaban de regreso en su departamento; el inspector de un humor perruno, mascullando por lo bajo; Ellery, alegre como unas pascuas, canturreaba y ambulaba frente a la chimenea precipitadamente encendida por el intrigado Djuna. Ninguno de los dos hombres articuló palabra hasta que el anciano hubo llamado dos veces por teléfono. Ellery se calmó luego, pero sus ojos chispeaban al arrojarse sobre su silla predilecta, los pies apoyados sobre un tronco y las pupilas fijas en las llamas.

Djuna contestó una estrepitosa llamada del timbre de la calle, franqueando la entrada a dos enrojecidos caballeros: el fiscal Sampson y su ayudante Pepper. Tomó sus sobretodos con creciente pasmo; ambos hombres parecían nerviosos, ambos bramaron un saludo, ambos tomaron sillas y ambos se engolfaron de lleno en la general excitación imperante en el cuarto.

—¡Vaya un bonito estado de cosas! —tronó Sampson—. ¡Vaya, vaya y vaya! ¡Usted parecía terriblemente seguro al telefonearme, Queen! ¿Acaso usted…?

El anciano cabeceó hacia su vástago:

—Pregúntele a él. La idea fue toda suya, demonios.

—Bueno, Ellery, desembuche… ¡vivo!

Los tres le miraron en silencio. El joven lanzó su cigarrillo al fuego y sin volverse, murmuró:

—De aquí en adelante, caballeros, tengan más fe en las vocéenlas de mi subconsciencia. Mis sospechas de la existencia de algo vidrioso en el caso, como diría Pepper, quedaron justificadas por los hechos.

»Pero todo esto está fuera del asunto. El punto es éste: la bala que mató a Sloane penetró en su cabeza y salió luego siguiendo una trayectoria conducente a través de la puerta del despacho. Descubrimos dicho proyectil hundido en un tapiz pendiente del muro de la galería, frente a la puerta de la oficina y fuera de ella. Es obvio, pues, que la puerta estaba abierta cuando se disparó el arma. Al irrumpir en las Galerías Khalkis el día de la muerte de Sloane, descubrimos esa puerta abierta, lo cual concordaba con el locus del plomo homicida. Ahora bien, Nacio Suiza se nos vino recientemente con la historia de que nosotros no habíamos sido los primeros en entrar en las galerías después del fallecimiento de Sloane: él, Nacio Suiza, nos había precedido. En otras palabras, cualquier hecho tocante a la puerta del despacho de Sloane debía ser reajustado y vuelto a examinar a la luz de esa visita previa. La pregunta, pues, surgía sola: ¿la puerta en cuestión se encontraba en las mismas condiciones que cuando Suiza llegó a las galerías? Si él la había hallado abierta, no habríamos dado un solo paso adelante.

»Pero Suiza halló cerradas las dichosas puertas, caballeros —rió el muchacho—. ¿En qué forma eso altera la situación? Bueno, cae de su peso que, cuando el tiro fue descerrajado, la hoja debía haber estado abierta, o en caso contrario, la bala habría chocado contra la puerta y no en el tapiz colocado frente a la puerta, fuera de la oficina. ¡Entonces, la puerta se cerró después de disparado el tiro! Y eso implica que Sloane se disparó la bala en su propia cabeza y seguidamente, por alguna razón inexplicable, se levantó de su silla, corrió a la puerta y cerrándola, regresó al escritorio para sentarse en la misma posición ocupada antes de tirar del gatillo. Es ridículo. Más aún, imposible. Sloane murió instantáneamente, cosa corroborada por el doctor Prouty en la autopsia. Y esto también anula la posibilidad de que se suicidara en el pasillo exterior y arrastrándose hasta la oficina, cerrara la puerta a sus espaldas. ¡No, no! Cuando se descargó el arma, Sloane falleció en el acto… ¡y la puerta estaba abierta! Pero ahora resulta que Nacio Suiza la encontró cerrada

»En otras palabras, dado que la puerta fue encontrada cerrada por Suiza después de la muerte instantánea de Sloane, y que el proyectil no podía perforarla —nuestras investigaciones preliminares indicaron una estructuración de acero— la única conclusión lógica es que alguien cerró la puerta después del fallecimiento de Sloane y antes de la llegada de Suiza.

—Mr. Queen, ¿no sería posible que Mr. Suiza no fuera el único visitante de Sloane? —objetó Pepper—. Alguien podría haber estado allí antes de llegar él a las galerías…

—¡Una excelente sugestión, Pepper! Y es eso, precisamente, lo que pretendo destacar: otro visitante hubo antes que Suiza… ¡y ese otro visitante fue el asesino de Sloane!

—¡Bueno, que me cuelguen! —masculló Sampson, masajeándose, irritado, los carrillos—. Es posible que Sloane se suicidara, Ellery. Piense usted que el supuesto visitante podría haber sido un inocente que, como Suiza, temiera confesar a la policía haber estado allí esa noche fatal.

Ellery agitó, desdeñosamente, la mano:

—Es posible, pero me huele a demasiado descabellado el imaginar a dos visitantes inocentes dentro de un tiempo limitado. No, Sampson, no creo que ninguno de ustedes trate de negarme que, al presente, contamos con pruebas suficientes para arrojar gravísimas dudas sobre la teoría del suicidio y afianzar una flamante teoría de crimen.

—Es verdad —respondió el inspector, desamparadamente—. ¡Es demasiada verdad!

Sampson, empero, era tenaz como un bull-dog:

—Bien, digamos que Sloane fue asesinado, y que su matador cerró la puerta al marcharse. Se me figura que eso es una acción por demás estúpida. ¿Acaso no advirtió el criminal que la bala había perforado el cráneo de Sloane, atravesando luego la puerta?

—¡Sampson, Sampson! —amonestó Ellery, cansadamente—. Recapacite usted unos instantes. ¿El ojo humano puede, por ventura, seguir la trayectoria de una bala, siquiera sea a velocidad retardada? Naturalmente, si el homicida advertía que el proyectil había atravesado limpiamente el cráneo de Sloane, no habría cerrado la puerta. El hecho de cerrarla indica que no reparó en ello. Recuerde usted, amigo mío, que la cabeza de Sloane cayó sobre su escritorio en forma que su costado izquierdo —el mismo por el cual saliera el plomo— reposó sobre el papel secante. Esta posición habría ocultado por completo el orificio de salida de la bala, al igual que los coágulos de sangre, aunque estos últimos sólo en cierto grado, poco importantes a los efectos de nuestras deducciones. Además, el asesino debía llevar una prisa de cien mil demonios. ¿A santo de qué levantarle la cabeza al muerto para investigar supuestas futesas? Después de todo, él no tenía motivo alguno para esperar que la bala saliera por el otro lado del cráneo. Cosa poco usual en estos casos, como bien saben ustedes, caballeros…

Los cuatro guardaron silencio un rato, y luego el anciano sonrió torcidamente a sus dos visitantes:

—El muchacho nos atrapó por las narices, amigos. El caso es clavado para mí: Sloane fue asesinado.

Los demás asintieron, sombríos.

Ellery volvió a hablar, esta vez ásperamente, sin ese retintín de triunfo que mechara sus explicaciones en torno a la falsa «solución Khalkis»:

—¡Muy bien! Recapacitemos el asunto. Si Sloane fue asesinado, como tenemos muy buenas razones para suponer, Sloane no mató a Grimshaw. Y eso significa que el criminal, el matador de Grimshaw, ultimó, asimismo, a Sloane, aparentándolo un suicidio por desesperación, pues el hecho de que Sloane pusiera fin a sus días disparándose un balazo comporta una confesión tácita de que había sido el asesino de Grimshaw.

»Volvamos ahora a nuestras tesis originales. Sabemos, por anteriores deducciones, que el matador de Grimshaw, a los efectos de poder “plantar” en nuestro camino ciertas pistas falsas contra Khalkis, debía tener conocimiento de que Knox poseía el cuadro robado; demostré ese punto hace ya tiempo cuando puntualicé que la solución Khalkis dependía de la seguridad asumida por el homicida en el sentido de que Knox no se presentaría ante la policía. Alors, el único extraño en posesión de este conocimiento, demostrado, asimismo, en ese pasado vergonzante, era el compinche de Grimshaw. Q. E. D.: el socio de Grimshaw es el asesino, y dado que el propio Sloane fue también ultimado, éste no podría haber sido el cómplice de Grimshaw. Por ende, el criminal se encuentra todavía libre y activamente engolfado en sus divertidas maniobras, delictivas. Todavía en libertad, agregaría, y en poder de toda la historia de Knox.

»Reinterpretemos ahora —continuó Ellery— las supuestas pistas e indicios enderezados contra Gilbert Sloane, pistas e indicios que, dado que Sloane fue asesinado y es, consiguientemente, inocente, sólo pueden ser otras tantas celadas dejadas por el auténtico criminal a los efectos de cargar inocentes con sus culpas.

»En primer lugar, supuesta la inocencia de Gilbert Sloane, ya no podemos poner en tela de juicio la validez de sus declaraciones en cuanto a lo acaecido la noche de su visita a Grimshaw en el Hotel Benedict. Por lo tanto, la afirmación de ese hombre de ser el segundo visitante de la noche es, posiblemente, verídica; el misterioso desconocido le precedió, como aseverara Sloane; y ese desconocido, de consiguiente, debió haber sido el compañero de Grimshaw, el hombre que le acompañaba al penetrar en el vestíbulo del hotel, el hombre que le siguió hasta la pieza 314, cosa testificada por el ascensorista. De ahí, pues, que la serie de visitantes es como sigue: el desconocido; el sujeto arrebozado; luego Sloane, después Mrs. Sloane, seguidamente Jeremiah Odell y, por fin, el doctor Wardes.

Ellery martilleó el aire con el índice extendido.

—Permítanme ustedes demostrarles cómo la lógica y los ejercicios mentales proporcionan interesantes deducciones. Recordarán ustedes que Sloane dijo que él era la única persona en el mundo que sabía que era hermano de Grimshaw, y que éste ignoraba hasta que hubiera cambiado de nombre. No obstante, el individuo remitente de la carta anónima conocía este hecho: el hecho de que Sloane, como tal, era hermano de Grimshaw. ¿Quién escribió esa carta? Grimshaw, desconociendo el nombre de su hermano, no podría habérselo dicho a nadie; Sloane, de acuerdo a sus propias y fidedignas declaraciones, no lo mencionó tampoco a ser viviente; por tanto, la única persona que pudo descubrir este hecho es alguien que les vio juntos, que les oyó tratarse de hermanos, y que ya sabía o supo más tarde, al hablar con Sloane y recordar su voz y su rostro, que el hermano de Grimshaw era Gilbert Sloane. Aquí se interpone un hecho curiosísimo. El mismo Sloane afirmó que la noche de su visita a Grimshaw en el Benedict constituyó la única ocasión desde que cambiara de nombre —¡un lapso de muchos años!— en que los dos hermanos se encontraron frente a frente.

»En otras palabras, sea quien fuere que descubrió el hecho de que Gilbert Sloane era el hermano de Albert Grimshaw, debió hallarse presente, en carne y hueso, la noche mencionada en la habitación de Grimshaw. Pero el mismo Sloane dijo que Grimshaw estaba solo cuando conversaban. ¿Cómo es posible, entonces que ese otro sujeto pudiera estar también allí? Muy sencillo. Si Sloane no vio a esa persona, y esa persona, pese a ello, se encontraba presente, se infiere que nuestro desconocido no era visible para Gilbert Sloane. En otras palabras, escondido en algún lugar del cuarto, ya sea en el armario o bien en el cuarto de baño. Recuerden ustedes que Sloane no vio a nadie salir del cuarto 314, a pesar del hecho que el compañero de Grimshaw penetró con éste pocos minutos antes allí. Y recuerden, asimismo, que Sloane dijo que llamó a la puerta con los nudillos y que su hermano sólo abrió algunos minutos después, según las propias palabras del testigo. Deducimos, pues, que cuando Sloane llamó a la puerta, el compañero de Grimshaw se hallaba aún en el cuarto 314, y que, deseoso de evitar ser visto, se escurrió ya en el armario, ya en el cuarto de baño, contando, desde luego, con el consentimiento previo de Grimshaw.

»Ahora bien —continuó Ellery—, visualicemos la situación. Sloane y Grimshaw conversan mientras nuestro misterioso desconocido está escuchando, todo oídos, desde su escondrijo. Durante la conversación oye decir, maliciosamente, a Grimshaw haber casi olvidado que tenía un hermano. El caballero oculto infiere que Grimshaw y el visitante son hermanos. ¿Reconoció acaso la voz de Sloane? ¿Por ventura le reconoció como Gilbert Sloane? Es hasta posible que conociera el rostro de Sloane… ¿O bien le vio más tarde e identificando su voz, ató cabos y dedujo que Sloane se figuraba que sólo él sabía la verdad? Difícil resulta saberlo, pero estamos seguros que ese desconocido se hallaba aquella noche en el cuarto de Grimshaw, que oyó toda la conversación y que dedujo, por A más B, que Gilbert Sloane y Albert Grimshaw eran hermanos. Ésta es la única forma de razonamiento que explica el misterio de ese hecho aparentemente desconocido.

—Bueno, por fin llegamos a alguna parte —dijo el fiscal—. ¡Adelante, Ellery! ¿Qué más adivinó ese nigromántico cerebro suyo?

—Lógica, Sampson. Nada de nigromancia, aunque verdad es que anticipo futuros acontecimientos mediante una especie de consulta con los difuntos… Veo esto con claridad: el desconocido, oculto en el cuarto, en su carácter de acompañante de Grimshaw antes de la llegada de Sloane, no es otro que el cómplice del muerto, ese «socio» especificado por el propio Grimshaw al día siguiente en la biblioteca de Khalkis. Y este desconocido, socio y asesino de Grimshaw, es el único que podría haber escrito el anónimo a la policía, revelando los vínculos fraternos entre Sloane y Grimshaw.

—Parece que es así, sin duda —murmuró el inspector.

—Ni más ni menos —Ellery cruzó las manos atrás del cuello—. ¿Por dónde íbamos? Esa carta fue una de las «pistas» fraguadas contra Sloane por el criminal a objeto de colgarle el sambenito de sus fechorías, con este detalle diferenciador de los ya mencionados: que esa «pista» no fue falsa, sino la verdad. Nada directamente incriminatorio, desde luego, pero sí un bocadillo escogido para los paladares policiales cuando combináramos esas pruebas con otras más directas. Ahora bien, «plantada» esa pista, es razonable presumir que la llave de los sótanos descubierta en la tabaquera de Sloane no era más que un ardid del criminal, al igual que el reloj del muerto hallado en la caja fuerte de Gilbert. Sólo el matador de Grimshaw podía poseer ese reloj; siendo Sloane inocente, el asesino de Grimshaw colocó el reloj en un lugar en que sería inmediatamente descubierto después del aparente suicidio de Gilbert. Los restos del testamento de Khalkis constituyen, de fijo, una treta para entramar aún más a Sloane. En tanto es probable que Sloane hurtara el testamento, escondiéndolo en el féretro de Khalkis, imaginando deshacerse de él para siempre es incuestionable que el homicida lo encontró en el ataúd al inhumar en él el cadáver de Grimshaw, retirándolo y guardándoselo a los efectos de utilizarlo luego como arma eficaz, cosa que hizo, efectivamente, en su confabulación contra Sloane, luego del derrumbe de la «solución Khalkis».

Pepper y Sampson asintieron.

—En cuanto a los motivos —agregó Ellery—, ¿por qué Sloane fue escogido para colgarle el sambenito del asesinato de Grimshaw? Este punto ofrece interesantes facetas. Por supuesto, siendo Sloane hermano de Grimshaw y habiéndose cambiado el apellido a causa de la vergüenza caída sobre la familia por la carrera criminal de Grimshaw, aparte del robo del testamento de Khalkis y su ocultamiento en el féretro, y lo demás, todo ello daba al criminal una razón admirable para escoger a Sloane como «asesino» aceptable para la policía.

»Con todo, si las declaraciones de Mrs. Vreeland son ciertas en cuanto a que Sloane se encontraba en el cementerio la noche del miércoles cuando el cadáver de Grimshaw fue inhumado dentro del cajón de Khalkis, Sloane debía haber estado allí por alguna razón no relacionada necesariamente con el escamoteo del cuerpo en cuestión, dado que no era el matador de su hermano… No olviden ustedes que Mrs. Vreeland no le vio acarrear nada… ¡Muy bien! ¿Por qué estaba Sloane merodeando por el pasaje interior y el mismo cementerio la noche fatal del miércoles? —Ellery fijó sus ojos en el hogar—. Se me ocurre una idea un tanto atrevida. Si Sloane hubiera observado esa noche ciertas actividades sospechosas y seguido al criminal al campo santo y asistido al entierro de Grimshaw y visto al homicida extraer el testamento… ¿Comprenden ustedes lo que quiero insinuarles?… Sobre la base de estas suposiciones podremos inferir los ulteriores movimientos de Gilbert. Conocía la identidad del asesino, pues le había visto enterrando el cuerpo de Grimshaw. ¿Por qué no lo denunció a la policía? Por una excelente razón: el criminal tenía en su poder el testamento que eliminaba a Sloane como legatario. Por ventura, ¿es desatinado razonar que Sloane se acercó tiempo más tarde al asesino formulándole la proposición de que callaría la identidad del matador de Grimshaw si aquél le devolvía el documento en cuestión o bien lo quemaba en el acto? Dicha proposición proporcionaría al bandido un motivo adicional, un motivo todopoderoso por el cual tendría todas las razones del mundo para escoger a Sloane como a criminal “aceptable”, matándolo luego y simulando su muerte como un suicidio, de suerte de eliminar para siempre a la única persona viviente conocedora de la identidad del homicida.

—A mí me parece —objetó el fiscal— que en este caso el asesino, ante las exigencias de Sloane, tendría que haberle entregado inmediatamente el testamento. Y eso no concuerda con los hechos, por cuanto descubrimos el documento de marras quemado en el sótano de la casa de Knox a pesar de que usted, amigo Ellery, afirma que el asesino lo dejó allí adrede para que lo encontráramos luego.

Ellery bostezó:

—Sampson, Sampson, ¿cuándo aprenderá usted a usar la materia gris de sus meollos? ¿Supone usted tonto a nuestro maniático asesino? Todo lo que tenía que hacer era amenazar a Sloane. Le diría: «Si dice usted a la policía que maté a Grimshaw, yo entregaré el documento a las autoridades. No Mr. Sloane, retendré el testamento para asegurarme de su silencio». Y Sloane no tendría otro recurso, que aceptar la transacción. De hecho, no bien quiso entendérselas con el criminal, ese pobre diablo de Sloane firmó su propia sentencia de muerte. A la verdad, creo que el infeliz no era muy inteligente que digamos…

Y lo que siguió fue, a la vez, rápido, penoso y fastidioso. El inspector, contra su voluntad, se vio obligado a comunicar a los diarios las declaraciones formuladas por Nacio Suiza y sus ulteriores complicaciones. Los periódicos dominicales tocaron apenas el asunto, pero los del lunes traían sus planas atestadas de informaciones al efecto y toda la inmensa población de la ciudad de Nueva York supo, inmediatamente después de leídas las informaciones, que el vilipendiado Mr. Gilbert Sloane no había sido ni asesino ni suicida ni nada, y que la policía intuía ahora que era víctima inocente de un astuto criminal, diabólico, como adjetivaran los diarios más escandalosos. La policía continuaba buscando aún al verdadero asesino, sobre cuya sangrienta conciencia pesaban ya dos crímenes alevosos en lugar de uno solo como se suponía previamente.

Mrs. Sloane brillaba ahora en medio de un aura gloriosa y angelical. El honor de la familia quedó salvado y repulido, brillando ahora, deslumbrante, entre las luces, tardías pero siempre bienvenidas, de la pública apología presentada a la desventurada mujer por la prensa, el público y el fiscal de distrito. Mrs. Sloane no era ingrata; detrás de la historia concerniente a Nacio Suiza presentía la fina mano intelectual de Ellery Queen, abrumando a nuestro caballeresco citador con infinitas muestras de agradecimiento, recogidas al punto por los caballeros de la prensa.

En cuanto a Sampson, Pepper, Queen padre… cuanto menos se dijera de ellos, tanto mejor… Sampson atribuyó luego algunos de sus cabellos plateados a esa etapa de su carrera, y el inspector siempre afirmó que Ellery, tanto por su «lógica» como por su «persistencia» le arrastró poco menos que a la tumba.