Sábado de tarde en Brooklyn… Y para empeorar las cosas, meditaba Ellery con pesar, mientras caminaba a través de largas calles residenciales bajo los pelados árboles, un sábado a la tarde en Flatbush… Y todo eso, discurría Ellery, deteniéndose a estudiar el número de una casa, no era tan malo como lo pintaban los actores de varieté de Broadway… Algo curioso alentaba allí, acaso cierta paz y cierta sobriedad; de hecho, una paz muy pacífica y una sobriedad muy sobria… Visualizó la voluptuosa figura broadwayana de Mrs. Jeremiah Odell en aquellos barrios casi bucólicos y rió entre dientes.
Mrs. Jeremiah Odell se hallaba en su casa. Sus doradas cejas se enarcaron desmesuradamente cuando abrió la puerta en contestación a la llamada; evidentemente, la mujer suponía que el importuno era algún vendedor ambulante, pues comenzó a retroceder con la curtida brusquedad de las amas de casa experimentadas, abrigando la intención de cerrarle: la puerta en las narices. Ellery introdujo el pie por el resquicio de la puerta, sonriente, y sólo cuando sacó su tarjeta se extinguió la agresiva actitud de la mujer, en cuyo rostro asomóse algo parecido al temor.
—¡Entre usted, Mr. Queen, entre usted! No le reconocí al principio —secándose las manos, nerviosamente, en su delantal, pareció danzar ante el joven en un obscuro y frío vestíbulo. Una puerta con vidrios abríase a mano izquierda; ella le guió hasta aquel cuarto—. Yo… ¡ejem!… ¿Desearía usted ver a Jerry… ¡digo!… a Mr. Odell también?
—Si me hace usted el obsequio…
La mujer esfumóse.
Ellery miró alrededor, sonriendo. El casamiento había hecho por Lily Morrison algo más que alterarle el nombre; su nuevo estado civil había tocado algún resorte de poderosa domesticidad en el amplio y turgente pecho de la mujer. Ellery se veía en medio de un cuarto muy agradable, muy elegante, muy limpio, un cuarto que debía ser la «sala» del hogar de los Odell. Dedos femeninos, cariñosos pero poco expertos, habían cosido aquellos deslumbrantes almohadones; un nuevo sentido de la respetabilidad parecía haber dictado la selección del chillón empapelado de los muros y los veladores casi «victorianos» desperdigados por el cuarto. El moblaje era pesado y recargado de tallas y aplicaciones. Y Ellery cerraba los ojos y se figuraba a la ruborizada Lily, de Albert Grimshaw, al lado de la formidable silueta de Jeremiah Odell ambulando por una mueblería barata y seleccionando las piezas más recargadas, más caras y más adornadas de todo el surtido…
Sus zumbonas reflexiones quedaron interrumpidas por la entrada del dueño de casa, Mr. Jeremiah Odell en persona, el cual, a juzgar por el estado lamentablemente tiznado de sus dedos, acababa de restregar su automóvil. El gigante irlandés no pidió disculpas al visitante por sus dedos sucios ni por presentarse sin camisa y en zapatillas; señalando una silla al joven, desplomóse pesadamente en un sofá, mientras su esposa prefería quedarse de pie a su lado.
—¿Qué pasa ahora? —masculló—. Creía que el espionaje de la «poli» había concluido para siempre. ¿Qué les «duele» a ustedes ahora?
La mujer parecía poco dispuesta a sentarse. Ellery permaneció de pie. En el rostro de Odell formábanse nubes poco reconfortantes.
—Vengo a hablar con ustedes. Nada oficial. Sólo deseo cotejar…
—¡Pensaba que el caso estaba liquidado! —bramó el titán.
—Así es —Ellery suspiró borrosamente—. No le distraeré más de unos minutos… Para mi propia satisfacción ando esclareciendo algunos puntos sin importancia, pero aún obscuros… Desearía saber si…
—Nosotros nada tenemos que decirle.
—¡Vamos, hombre! —murmuró Ellery, sonriendo—. Estoy seguro que usted no tiene nada importante que decirnos, Mr. Odell, todas las cosas importantes nos son conocidas al dedillo…
—Oiga, ¿éste es uno de los infames ardides policiales o qué?
—¡Mr. Odell! —Ellery puso cara compungida—. ¿No leyó los diarios? ¿Por qué buscaríamos tenderle una trampa? Cuando usted fue interrogado por el inspector Queen, se mostró evasivo. Bueno, las cosas cambiaron algo desde entonces. Ya no se trata de sospechas, Mr. Odell…
—¡Bueno, bueno! ¡Desembuche de una vez, amigo!
—¿Por qué mintió usted negando haber visitado a Grimshaw en el Hotel Benedict?
—¡Oiga! —tronó Odell con voz agresiva. Se contuvo, sintiendo la presión de la mano de su mujer sobre el hombro—. No te metas en esto, Lily.
—No —respondió ella con voz trémula—. ¡No, Jerry! Hacemos mal en encarar el asunto de este modo. No conoces a la policía. Ellos nos perseguirán hasta descubrir la verdad… Dile a Mr. Queen cuanto sabes, Jerry…
—Ésa es una medida sapientísima, Mrs. Odell —indicó Ellery cordialmente—. Si nada les pesa en la conciencia, ¿a santo de qué persistir en no hablar?
Las miradas de los dos campeones chocaron con furia. Luego Odell inclinó la cabeza hirsuta, rascándose su poderosa quijada cuadrada con la uña del meñique; meditó, tomándose su tiempo, y Ellery esperó con paciencia.
—Okay —gruñó al fin—. ¡Hablaré! Pero Dios le asista, hermano, si trata de jugarme una mala pasada. Siéntate, Lily, que me pones nervioso —obedientemente, ella se sentó en el sofá—. Sí, estaba allí, como decía el inspector. Y llegué al escritorio pocos minutos después que la mujer…
—Usted fue, sin duda, el cuarto visitante de Grimshaw —murmuró Ellery, meditabundo—. ¿Por qué fue a verle, Mr. Odell?
—Ese bribón de Grimshaw buscó a Lily apenas salió de la cárcel. No lo sabía… ignoraba la vida pasada de Lily cuando me casé con ella. No es que me importara un ardite, camarada, pero ella imaginaba que me importaba, y como una tonta no me dijo lo que había sido antes de conocerla…
—¡Muy poco sagaz, Mrs. Odell! —sermoneó Ellery gravemente—. Siempre debe usted confiarse en su compañero del alma… ¡siempre! Ése es uno de los fundamentos de las perfectas relaciones maritales, o algo por el estilo.
Odell sonrió como un gorila.
—Escucha los sermones del mozo… ¿Creías que te abandonaría, eh, Lily? —la mujer no contestó; clavaba los ojos en su regazo, retorciendo las puntas del delantal—. Sea como fuere, Grimshaw averiguó su paradero —¡no sé cómo diablos lo consiguió, pero así fue!— y la obligó a reunirse con él en el tugurio de ese tipo de Schick. Y ella fue, temiendo que me viniera con cuentos a mí si rehusaba.
—Comprendo.
—El tipo se figuraba que ella «trabajaba» para algún otro… No quería creerle cuando le dijo que ahora marchaba derecho y que no deseaba saber nada de bribones de su calaña. Grimshaw se enojó y le exigió reunirse con él en el cuarto del Hotel Benedict. Y ella lo dejó plantado y regresó a casa y me lo dijo todo… entendiendo que la broma había ido demasiado lejos…
—¿Y usted fue al hotel para entendérselas con él?
—Ni más ni menos •—Odell miró, sombrío, sus grandes, manos chamuscadas—. Le canté las cuarenta al muy bribón, aconsejándole sacar sus zarpas sucias de mi mujer, o lo despellejaba vivo. Eso fue todo. Luego de meterle un miedo de cien mil diablos en el cuerpo, me marché de allí…
—¿Cómo reaccionó Grimshaw?
—Creo que le dejé temblando como un condenado —respondió Odell, embarazado—. El tipo se puso verde de terror cuando le atrapé por el cogote y…
—¡Ah! ¿Usted le maltrató, amigo?
Odell reventaba de risa:
—¿Atrapar a un tío por el cogote le llama maltratarlo, Mr. Queen? Oiga, usted tendría que ver como aplastamos las válvulas del vapor cuando dejan salir demasiado humo… No, apenas si le sacudí un poco. Era demasiado cobarde para amenazarme con un revólver.
—¿Llevaba armas de fuego?
—Bueno, quizá no… No se las vi… Pero esos pajarracos siempre andan armados.
Ellery se quedó meditabundo. Mrs. Odell interpuso tímidamente:
—Ya ve usted, Mr. Queen, que mi Jerry no cometió ningún delito.
—Mrs. Odell, permítame decirle que ustedes dos se habrían ahorrado muchas molestias adoptando esta franca actitud cuando les interrogamos antes.
—No quería meter el cogote en el nudo corredizo —gruñó el gigantesco irlandés—. No me agradaba la idea de ser detenido por asesinar a ese perro.
—Mr. Odell, ¿vio usted a alguien más en el cuarto de Grimshaw?
—A nadie, salvo al mismo mequetrefe.
—¿No advirtió usted adentro rastros de colillas o vasos de licor, o algo similar que indicara la presencia de alguien más en él?
—Si lo había, no me fijé. Estaba muy enojado…
—¿Alguno de ustedes dos volvió a ver a Grimshaw después de esa noche?
Ambos menearon la cabeza al mismo tiempo.
—¡Muy bien! Les garantizo que no volverán a ser molestados.
Ellery encontró tedioso el viaje en subterráneo a Nueva York; poco tenía que pensar y no halló solaz alguno en el diario que acababa de adquirir. Cuando llamó al timbre de la puerta de calle del tercer piso del edificio ocupado por los Queen en la calle 87 Oeste, el muchacho fruncía el entrecejo, y ni siquiera la vista del agudo rostro romano de Djuna, proyectado sobre el filo del portal, tuvo la virtud de borrar su ceño, a pesar de que el criado era, normalmente su tónico espiritual.
El artero cerebro de Djuna adivinó el desasosiego de Ellery y le anduvo en torno pugnando por disiparlo en ésa su manera astuta. Tomó el saco, bastón y sombrero de Ellery con una reverencia cortesana, rubricada con algunas morisquetas experimentales que de ordinario arrancaban una sonrisa en contestación —cosa que no ocurrió entonces— y precipitándose del dormitorio a la sala encajó un cigarrillo entre los labios de Ellery, encendido en medio de gestos grandilocuentes.
—¿Ocurre algo, Mr. Queen? —preguntó, quejoso, advirtiendo la inutilidad de sus esfuerzos reanimadores.
Ellery suspiró:
—Djuna, mal van las cosas. Y se me figura que eso me alentará. ¿Acaso la «canción no es diferente cuando todo marcha mal», como dijera Robert W. Service, en una poco ambiciosa copla de ciego? Por otra parte, no me siento hoy con ánimos de hacer «violín violón», como cualquier soldadito de antaño. Siempre fui un animal musical.
Puras tonterías parecían aquellas palabras a Djuna; pero Ellery estaba en tren de citas, y Djuna, sonriéndole, lo alentó a seguir adelante sin miedo.
—Amigo mío —murmuró Ellery, palmeándole el espinazo—, atiéndeme un instante. Maese Grimshaw recibió cinco visitantes la noche fatal; de esos cinco, identificamos tres: el finado Gilbert Sloane, su valiosa cara-mitad y el temible Jeremiah Odell. De los dos visitantes restantes, por decirlo así, abrigamos la convicción, pese a sus desmentidos, de que uno de ellos era el doctor Wardes. Si esclareciéramos la situación de nuestro galeno británico, cuyas explicaciones bien podrían ser perfectamente inocentes, eso nos dejaría el fascinante remanente de un visitante desconocido, jamás identificado; el cual, si Sloane fue nuestro criminal, llegó segundo en la quíntuple fila…
—Sí, señor.
—Por otra parte, hijo mío —continuó Ellery—, confieso mi jaque mate vergonzoso, Esto es pura verbosidad. Nada descubrí hasta ahora que permitiera arrojar más que ligeras aspersiones a la validez general de la solución Sloane.
—No, señor —replicó Djuna—, no le hay más que un poco de café en la cocina…
—No hay más que un poco de café en la cocina, gusanillo antigramatical —gruñó, severo, Ellery.
Tomado en conjunto, aquel había sido un día de lo menos satisfactorio.