24

El viernes 22 de octubre, Mr. Ellery Queen visitó —sin protocolos ni formulismos— a un digno representante de la aristocracia. Ello es que una llamada telefónica de Mr. Knox solicitó la inmediata presencia de Mr. Queen en la residencia del magnate, a los electos de transmitirle una información de posible interés. Mr. Queen se mostró encantado, no sólo porque era un admirador de la sociedad refinada, sino también por razones menos sutiles. De suerte, pues, que se dirigió en taxímetro al Riverside Drive, y apeándose ante un edificio de imponentes proporciones, abonó el viaje a un chófer súbitamente respetuoso y obsecuente y, con dignidad, penetró en los dominios de lo que bien podríamos considerar como un fortunón, aun en la ciudad de las fortunas fabulosas.

Sin muchas ceremonias fue introducido por un criado, larguirucho y patiancho, a la digna presencia del potentado, tras un breve intervalo de espera en un saloncillo de recibo que parecía arrancado de uno de los palacios de los Médicis.

El magnate, pese a los deslumbrantes contornos, trabajaba en un escritorio moderno colocado en un cuarto que era el «cubil» de la fiera. El cubil de marras lucía tan modernamente como el escritorio. Y sentada muy modosita ante el millonario, con la libreta de apuntes apoyada sobre una bonita rodilla, estaba Miss Brett.

Knox acogió cordialmente al juvenil detective y luego de tenderle una cigarrera de maderas circasianas, colmada de pitillos de seis pulgadas de largo, le señaló una silla con un ademán, diciéndole, finalmente, con voz engañadoramente suave y vacilante:

—Gracias. Queen. Celebro su visita. ¿Sorprendido de ver aquí a Miss Brett?

—Apabullado —respondió, gravemente, Ellery; Miss Brett dio algunos pestañazos pudorosos, reajustándose las faldas en un grado infinitesimal—. Muy afortunada ha sido Miss Brett. ¡Qué duda cabe!

—No, no. Yo soy el afortunado, Queen. Miss Brett es una joya. Mi secretario enfermó de viruela boba o sarampión, o algo por el estilo. Muy informal. Miss Brett me ayuda en los asuntos personales y en los de la sucesión Khalkis. ¡Ese asunto Khalkis! Bueno, es un alivio tener bajo la vista a una jovencita bonita todo el día. Mucho. Mi secretaria es un adefesio cuya última sonrisa la dedicó a su madre al salir del cascarón. Perdóneme, Queen. Liquidaré algunos asuntos con Miss Brett y luego quedaré a su disposición… Llene los cheques de esas facturas, Miss Brett…

—Las facturas… —repitió, sumisa, la inglesita.

—… Y termine las cartas del día. Al pagar la cuenta de la nueva máquina de escribir, no olvide agregar la suma correspondiente a la tecla cambiada. Y envíe la vieja a la Sociedad de Beneficencia. Odio las máquinas viejas…

—Sociedad de Beneficencia…

—Y cuando encuentre algunos minutos libres, ordene esos nuevos archivos de acero que me dijo. Eso es todo por ahora.

Joan incorporándose, encaminóse al otro lado de la habitación, en donde se sentó, con gesto de lo más «secretariesco» del mundo, ante un pequeño y elegante escritorio, comenzando a teclear.

—Bien, Queen, ahora usted… ¡Al demonio todos esos detalles fastidiosos! La enfermedad de mi secretaria de costumbre me ha trastornado todos los asuntos.

—¿Qué me dice? —musitó Ellery, preguntándose por qué Mr. James J. Knox ponía al tanto, a casi un extraño de todos esos fastidiosos detalles personales, cuándo Mr. James J. Knox iría directamente al grano, y si Mr. James J. Knox no encubriría alguna grave preocupación detrás de todo ese parloteo.

El magnate jugueteaba con un lápiz de oro:

—Algo se me ocurrió hoy, Queen. Se me habría ocurrido antes, de no haber estado tan conturbado por este asunto endemoniado. Olvidé mencionarlo en mi información original proporcionada al inspector Queen en su despacho del Departamento de Policía.

«¡Ellery Queen! ¡Eres un pillastre afortunado! —pensaba Ellery Queen—. Éstos son los resultados de una tozudez perruna. Para bien tus orejas…».

—¿Y de qué se trata? —inquirió, como si realmente eso importara tres pepinos.

Y la historia salió a relucir, relatada en la nerviosa forma knoxiana, que gradualmente fue desapareciendo a medida que adelantaba en el relato.

Según parecía, en la noche de la visita de Knox a Khalkis, acompañado aquél por Grimshaw, un hecho extraño había pasado. Dicho fenómeno sobrevino inmediatamente después que Khalkis hubo llenado, firmado y entregado a Grimshaw el pagaré exigido por éste. El ladronzuelo, mientras sepultaba el precioso documento en su cartera, pareció comprender que el momento era maduro para exigir un anticipo. Y así fue que, fundando su solicitud en un pago de «buena voluntad», exigió, fríamente un millar de dólares a Khalkis, a los efectos, según expresó, de satisfacer sus necesidades inmediatas como adelanto al pago de la suma principal representada por el pagaré depositado en su cartera.

—¡No se encontraron nunca esos mil dólares, Mr. Knox!

—Permítame continuar, mi joven amigo —dijo el potentado—. Khalkis manifestó en el acto no contar con ese dinero en casa. Volviéndose hacia mí, me pidió que se lo prestara, prometiéndome reembolsármelo al día siguiente. Bueno… ¡pscht!… —Knox sacudió, desdeñosamente, su cigarrillo—. El tipo era bueno para eso. Horas antes yo había sacado cinco mil dólares del banco para hacer frente a unos gastos personales menudos. Extraje la cartera del bolsillo, entregué uno de ell6s a Khalkis, y éste se lo pasó a Grimshaw.

—¡Ah! —musitó Ellery—. ¿Y dónde lo puso Grimshaw?

—Lo arrancó de la mano de Khalkis y sacando a relucir un pesado reloj de oro, el mismo descubierto en la caja fuerte de Sloane, abrió la tapita del dorso, enrolló con cuidado el billete y acondicionándolo sobre la tapa interior, la cerró y reintegró el reloj al bolsillo del chaleco…

Ellery se mordía una uña:

—¿Un reloj de oro, viejo y pesado, eh? ¿Seguro que es el mismo?

—¡Absolutamente seguro, amigo mío! Vi una fotografía del reloj encontrado en la caja fuerte de Sloane en uno de los diarios de los primeros días de la semana. Era no más el reloj de Grimshaw…

—¡Por todos los diablos coronados y por coronar! —susurró Ellery—. Si esto no es una… Mr. Knox, ¿recuerda usted los números de los billetes retirados ese día del banco? Es esencial que investiguemos al instante el interior de la caja del reloj de marras. Si ese billete se esfumó, el número de la serie podría proporcionarnos una pista del criminal.

—Exactamente lo que pensaba, Queen. Averiguaré en seguida. ¡Miss Brett, comuníqueme con Bowman, el jefe de cajeros de mi banco!

Miss Brett, harto impersonalmente, obedeció órdenes y entregándole el aparato a Knox, retornó prestamente a sus funciones.

—¿Bowman?… Knox… Consígame los números de los billetes de mil dólares que retiré el primero de octubre… Sí… ¡muy bien! —el multimillonario esperó y luego extendió la mano hacia un borrador, comenzando a garrapatear con su lápiz ele oro. Sonrió, colgó y entregó el papel a Ellery—. Aquí tiene usted, Queen.

El muchacho acarició, distraído, el valioso documento:

—¡Ah!… ¡Ejem!… ¿Quiere usted ir conmigo al Departamento de Policía para ayudarme a inspeccionar el interior del reloj en cuestión, Mr. Knox?

—Con placer, Me fascinan estas cosas de detectives. La campanilla del teléfono comenzó a repicar, y Joan se levantó para responder a la llamada:

—Es para usted, señor. La Surety Bond. ¿Debo…?

—Traiga. Perdóneme, Queen.

Mientras Knox entablaba una sosa —según el parecer de Ellery— conversación bursátil, Ellery se levantó, dirigiéndose al escritorio de Joan. Guiñándole un ojo significativamente, murmuró:

—Este… Miss Brett, ¿quiere usted tener a bien copiar estos números con su máquina de escribir?

Un pretexto, desde luego, para inclinarse sobre la silla y secretearle al oído. La muchachita tomó muy gravemente las anotaciones del magnate y colocando una hoja de papel en el carro de la máquina, comenzó a escribir. En el ínterin murmuraba:

—¿Por qué no me informó que Mr. Knox era el desconocido acompañante de Grimshaw? —dijo con reproche.

Ellery meneó la cabeza hacia James J. Knox, pero éste continuaba su conversación, Joan arrancó, precipitadamente, la cuartilla de la máquina, diciendo en alta voz: «¡Dios mío! ¡Tendré que escribir la palabra número!» y colocando una nueva hoja en el carro, empezó a transcribir los números con un rápido tecleo.

—¿Novedades de Londres? —musitó el joven.

Ella negó con la cabeza y flaqueando unos instantes en su teclear veloz, dijo:

—No estoy acostumbrada a la máquina de Mr. Knox… Es una Remington y siempre usé Underwood, y en la casa no hay otra máquina…

Concluyó su trabajo, sacó la hoja, y entregándosela a Ellery, susurró una preguntita indiscreta:

—¿Es posible que él tenga el Leonardo?

Ellery apretó su hombro con tanta fuerza que la chica hizo un visaje de dolor, palideciendo un tanto.

—¡Espléndido, Miss Brett! —elogió él, sonriente— ¡Mucho ojo! —susurró por lo bajo, sepultando el escrito en uno de los bolsillos de su chaleco—. ¡No se le vaya la mano! ¡Cuidado con dejarse atrapar husmeando por ahí! Confíe en mí. Usted es su secretaria y nada más. No diga palabra a nadie acerca del billete de mil dólares…

—Eso está perfectamente bien, Mr. Queen, sin duda alguna —respondió ella con voz casi vibrante, guiñando un ojo con toda la picardía de una seductora hechicera.

Ellery gozó del placer de regresar al centro de la ciudad en el lujoso coche de Mr. James J. Knox, sentado, codo a codo, con el propio magnate en carne y hueso, y guiados por un solemne chófer vestido de gran librea principesca.

Llegados ante el Departamento de Policía, situado en Central Street, ambos se apearon y ascendiendo rápidamente las empinadas escalinatas de entrada, desaparecieron en el interior del edificio. Ellery sentíase divertido al reparar en el pasmo del multimillonario al comprobar la universal cordialidad con que era acogido por policías, detectives y moscardones el único y muy glorioso hijo del inspector Queen. El joven se encaminó hacia uno de los archivos. Allí Ellery solicitó, con todo el peso de su ficticia autoridad, el legajo concerniente a las pruebas del caso Grimshaw-Sloane. No tocó nada, salvo el viejo reloj de oro, que procedió a extraer de la cajita de acero, examinándolo ambos con cuidado en medio del desierto salón.

Ellery tuvo en ese instante una especie de premonición de inminentes e importantes acontecimientos. Knox mostrábase meramente curioso. Y Ellery destapó la cajita del reloj.

En ese lugar, enrollado, pequeñito, descubrieron un papel que luego resultó ser un billete de mil dólares.

El muchacho se sintió desilusionado; las esperanzas forjadas en el «cubil» de Knox esfumáronse ante la materialización del billete. No obstante, como era un joven minucioso en todas sus cosas, cotejó el número del billete del reloj con los de la lista proporcionada por el multimillonario y descubrió que se trataba de uno de los cinco entregados por el banco a Knox. Cerró de golpe la tapa del reloj, reintegrándolo al archivo.

—¿Qué saca en limpio de esto, Queen?

—Poca cosa, Mr. Knox. Este nuevo hecho no parece alterar las circunstancias emergentes de la «solución Sloane». Si Sloane asesinó a Grimshaw, era por ende su compinche desconocido, y el descubrimiento de este billete de mil dólares en a caja del reloj significa, simplemente, que Sloane ignoraba le existencia del mismo. Y que Grimshaw ocultaba parte de la verdad a su socio y que Grimshaw nunca abrigó la intención de informarle acerca de los mil dólares arrancados a Khalkis y de compartirlos con Sloane. ¡Observe usted el lugar en que ocultó el billete! Ahora bien: Sloane, al asesinar a Grimshaw, le substrajo el reloj por causas que él se sabría, pero no pensó nunca en husmear dentro de la caja, dado que no tenía motivo alguno para sospechar que encerrara nada. Por consiguiente, los mil de marras se hallan donde Grimshaw los ocultó. Q. E. L. Q. Q. D…

—Sospecho que usted no parece muy especialmente entusiasmado por la «solución Sloane» —insinuó, arteramente, Knox.

—A la verdad, Mr. Knox, no sé qué pensar —ambos caminaban ahora por el corredor—. Sin embargo, gustosamente apreciaría un favor suyo…

—Hable usted, Queen.

—No diga palabra a nadie acerca del billete de mil dólares.

—Muy bien. Pero Miss Brett ya lo sabe. Seguro nos oyó discutir el caso.

Ellery asintió:

—Recomiéndele silencio al respecto —indicó.

Luego de un breve estrechen de manos, Ellery siguió con la mirada a Knox marchándose a trancadas. Durante unos minutos ambuló sin pausa por el vestíbulo y después se encaminó al despacho paterno. Nadie se hallaba allí dentro. Sacudiendo la cabeza, descendió a la calle, miró en torno y chistó a un taxi.

Cinco minutos más tarde penetraba en el banco de Knox, solicitando ver a Mr. Bowman, jefe de cajeros. Y vio a Mr. Bowman, jefe de cajeros. Esgrimiendo una tarjeta policial de identificación, suya por derecho de audacia, solicitó a su interlocutor la lista de los números de los billetes de mil dólares entregados a Mr. Knox el 1 de octubre.

El número del billete de Grimshaw concordaba con uno de los cinco entregados por el cajero general.

Ellery abandonó el banco y, presintiendo quizá que la ocasión no exigía gastos fastuosos, despidió al más costoso taxímetro, colándose en un modesto coche subterráneo.