El asunto comenzó, muy inocentemente, el martes 19 de octubre, poco antes del mediodía.
Mrs. Sloane no explicó cómo había logrado eludir a sus perseguidores, pero el hecho es que, sin escolta y sin persecución, la infeliz mujer apareció en el Departamento de Policía, vestida de rigurosísimo negro y ligeramente velada con un tul, solicitando entrevistarse con el inspector Queen por un asunto de importancia. Éste, al parecer, habría preferido que la viuda de Gilbert Sloane se aislara en su dolor, pero como perfecto caballero que era, y un tanto fatalista en materia de faldas, se resignó a lo inevitable, consintiendo en recibirla.
El policía se hallaba solo cuando ella entró. Queen le señaló una silla, murmuró algunas vagas palabras de simpatía y aguardó después de pie junto a su escritorio, cual si con ello le insinuara que la vida de un detective inspector no podía ser más atareada y que haría un señalado favor a la ciudad yendo directamente al grano.
Y así lo hizo la pobre mujer. Con voz ligeramente matizada de histerismo, murmuró:
—Mi esposo no fue un asesino, inspector.
El policía suspiró:
—Pero los hechos, Mrs. Sloane, revelan que…
Ella parecía inclinada a hacer caso omiso de aquellos preciosos hechos:
—Toda la semana he estado diciendo a los periodistas que mi marido era inocente —gritó—. ¡Exijo justicia, señor, justicia! El escándalo me seguirá a mí… a todos… a mis hijos y nietos… ¡eternamente!…
—Mi estimada señora, recuerde usted que su esposo se hizo justicia por su propia mano. No olvide que su suicidio constituye, prácticamente, una confesión de culpabilidad.
—¡Suicidio! —chilló ella rabiosa y desdeñosamente—. ¿Es usted ciego? ¡Suicidio! —sus ojos volcaron un torrente de cálidas lágrimas—. ¡Mi pobre marido fue asesinado y nadie… nadie quiere…! —su voz se ahogó en lágrimas.
El inspector miró hacia la ventana, confundido, molesto:
—Esa afirmación exige pruebas, Mrs. Sloane. ¿Las tiene usted?
Ella saltó de su silla iracunda:
—¡Pruebas! —gimió—. ¡Una mujer jamás necesita pruebas! —un sollozo estranguló su voz—. ¡Claro está que no tengo pruebas! Pero, ¿qué importa eso? Yo lo sé y eso basta…
—Mi querida Mrs. Sloane —dijo glacial el policía—, en ese punto difieren la policía y las mujeres. Yo lo siento mucho, pero si usted no puede ofrecernos nuevas pruebas señalando, fehacientemente, al genuino asesino de Grimshaw y al supuesto matador de Gilbert Sloane, nada puedo hacer. El caso está ya archivado.
La mujer salió sin pronunciar palabra.
Este breve, desdichado y estéril incidente parecería superficialmente considerado, cosa de poca monta. Sin embargo, estaba destinado a desencadenar toda una serie de acontecimientos. El caso habría dormido el sueño eterno en los voluminosos archivos policiales —concepto expresado reiteradamente por Ellery Queen años después— si el inspector, pugnando astutamente por disipar la expresión adusta de la faz de su hijo durante la cena, no le hubiera contado el incidente de la visita de Mrs. Sloane al Departamento de Policía, albergando quizá la esperanza de que esa novedad traería sosiego al alma atormentada de su filosófico vástago.
Ante su pasmo, la treta salió a maravillas. Ellery mostróse instantáneamente interesado. Las arrugas de preocupación disipáronse de su rostro, reemplazadas por otras característicamente meditabundas:
—¿De modo que ella también supone que Sloane fue asesinado, papá? —murmuró sorprendido—. ¡Interesante!
—¿No es verdad? —el inspector guiñó un ojo al escuálido Djuna, quien acababa de levantar una bandeja con sus delgadas manos y contemplaba al joven, por sobre el borde, con sus negros ojazos orientales—. Es interesante cómo funciona la mente de las mujeres. ¡No quieren dejarse convencer! Igualito que tú, demonio —rió entre dientes, pero sus ojos aguardaban un guiño en respuesta.
El gesto en cuestión no apareció en el rostro del muchacho, quien murmuró quedamente:
—Creo que tomas el asunto con excesiva despreocupación, papá. Ya he haraganeado bastante, chupándome los dedos y dormitando como un niño. Sí… ¡voy a poner manos a la obra!
El inspector le miró alarmado:
—¿Qué piensas hacer, hijo? ¿Remover los rescoldos? ¿Por qué no lo dejas de una vez?
—Esa actitud de laissez faire —puntualizó Ellery—, ocasionó infinitos daños a muchas naciones, en terrenos distintos de los de la economía fisiócrata. Barrunto que más de un pobre diablo, enterrado como un asesino, cuenta con tantos derechos para ser conocido como tal por la posteridad, como tú o yo…
—¡Habla con tino, hijo! —masculló el anciano policía—. ¿Es posible que estés convencido, contra toda razón, de la inocencia de ese individuo?
—Nada de eso, papá —respondió el muchacho, golpeando un cigarrillo contra la uña—. Lo que digo es esto: muchos puntos de este caso, que tú, Sampson, Pepper, el comisario y Dios sabe cuántos más, consideran carentes de importancia, permanecen aún en el misterio. Tengo el propósito de perseguir su dilucidación mientras exista la más débil esperanza de satisfacer mis vaguísimas sospechas.
—¿Ves algo claro en el asunto, hijo? —preguntó el taimado inspector—. ¿Vislumbras quién es el asesino, ya que insistes en que Sloane murió inocente?
—No tengo la menor idea de quién está detrás de todas estas incursiones por el mundo del delito —Ellery exhaló una potente bocanada de humo—. Pero existe un punto acerca del cual estoy tan seguro como que todo el mundo está patas arriba, y es que Gilbert Sloane no asesinó a Albert Grimshaw… ni se suicidó…
Una bravata. Pero una bravata pronunciada con firme determinación. A la mañana siguiente, después de una noche agitada, Ellery encaminóse inmediatamente después del desayuno, a la calle 54 Este. La mansión de Khalkis estaba cerrada, silenciosa como una tumba. El joven trepó ágilmente los peldaños y tocó el timbre. La puerta del vestíbulo no se abrió, y en lugar de ello oyó una voz impropia de un mayordomo, gruñir: «¿Quién es?». Requirióse mucha paciencia y mucha conversación para inducir al dueño de la voz a descorrer los pestillos de la puerta. Y ésta no se abrió más que un resquicio. Y a través del mismo, Ellery percibió el cráneo sonrosado y los ojos medrosos de Weekes. Después, ya no hubo dificultades; y el joven ni siquiera sonrió cuando el mayordomo abrió la puerta rápidamente luego de arrojar miraditas temerosas calle abajo y calle arriba, tornó a cerrarla con cómica premura, conduciéndolo entonces a la sala.
Mrs. Sloane, al parecer, se había encerrado en sus propias habitaciones de los altos. El apellido Queen, informó el criado, entre uno y otro acceso de tos profesional, había tenido la rara virtud de enrojecer el rostro de la viuda y de hacer llamear sus ojos, arrancándole amargas invectivas de los labios. Weekes lo sentía en el alma, pero Mrs. Sloane… ¡ejem, ejem!… no podía, no debía, no quería ver a Mr. Queen.
Mr. Queen, empero, no estaba allí para ser rechazado. Agradeció gravemente al mayordomo y en lugar de dar vuelta hacia el sur, rumbo al corredor, en cuya dirección encontrábase la salida, giró hacia el norte, dirigiéndose a la escalera que conducía al piso superior. Weekes pareció sorprendido y quedóse retorciéndose las manos.
El plan del joven para ser recibido era muy simple. Llamo a la puerta con los nudillos y cuando la áspera pregunta de la viuda, inquiriendo quién era, resonó en sus oídos, limitóse a contestar que era alguien que no creía en la culpabilidad de Gilbert Sloane. Su contestación fue inmediata. La puerta se abrió y Mrs. Sloane se irguió en el vano, respirando aceleradamente, y escrutando el rostro de aquel oráculo deifico con ojos ansiosos. Cuando vio quién era su visitante, la ansiedad se trocó en odio.
—¡Un ardid! —murmuró acremente—. ¡No quiero ver a ninguno de ustedes, imbéciles!
—Mrs. Sloane —respondió gentilmente el joven—, comete usted conmigo una grave injusticia. No fue un ardid, y crea lo que dije.
El odio fuese esfumando por grados y en su lugar apareció una expresión de cálculo frío. Ella le estudiaba en silencio. Luego la frialdad se disipó y suspirando, le franqueó el paso, murmurando:
—Perdóneme usted. Mr. Queen. Estoy un poco… conturbada… Pase usted…
Ellery no se sentó. Colocó bastón y sombrero sobre el escritorio. La tabaquera fatal aún estaba allí.
—Vayamos en seguida al grano, señora. Evidentemente, usted necesita ayuda, y bien claro veo que usted arde en deseos de esclarecer el buen nombre de su marido.
—¡Por Dios, juro que sí, Mr. Queen!
—¡Muy bien! No iremos a ninguna parte con evasivas. Voy a estudiar este caso, sin dejar un rincón por explorar. Mrs. Sloane, deposite en mí su confianza.
—¿Quiere usted decir que…?
—Digo que debe usted confesarme por qué visitó a Albert Grimshaw en el Hotel Benedict hace algunas semanas —dijo Ellery con firmeza.
Ella sepultó sus pensamientos en su pecho, y Ellery aguardó sin mucha esperanza. Cuando la mujer levantó los ojos, empero, el hombre comprendió que acababa de ganar la primera escaramuza.
—Voy a decírselo todo —replicó—. Y ruego a Dios que le sea útil… Mr. Queen, no mentía cuando afirmé la vez pasada que no fui al Benedict a entrevistarme con Albert Grimshaw. A la verdad, ignoraba dónde iba. Sepa usted —agregó, clavando la mirada en el piso— que estuve siguiendo a mi marido toda aquella noche.
Y la relación surgió poco a poco. Meses antes del fallecimiento de su hermano Georg, Mrs. Sloane había sospechado que su esposo mantenía relaciones clandestinas con Mrs. Vreeland, cuya provocativa belleza y tentadora proximidad, conjuntamente con las prolongadas ausencias de Mr. Jan Vreeland y la egocéntrica susceptibilidad de Mr. Sloane, habían hecho la cosa inevitable. Mrs. Sloane, nutriendo el cáncer de los celos en el pecho, no podía encontrar pruebas en abono de sus sospechas. Incapaz de verificar sus temores, la mujer había callado, pretendiendo ignorar lo que intuía estaba ocurriendo. Con todo, abría los ojos y los oídos por si percibía signos del supuesto adulterio de su esposo.
Durante semanas y semanas, Sloane había tomado el hábito de regresar a casa muy tarde, pretextando siempre variadas excusas, que atizaban los celos de su desventurada esposa. Incapaz ya de soportar aquel doloroso via crucis, Mrs. Sloane había sucumbido a sus violentos deseos de comprobar sus sospechas. El jueves treinta de septiembre por la noche había seguido a su marido, quien pretextara una «conferencia» de mentirillillas para salir sin inconvenientes de la casa unos minutos después de la cena.
Los movimientos de Sloane parecían desatinados; en rigor, no había tal «conferencia»; y en lo que a contactos se refiere, no se produjo ninguno hasta las diez. A esa hora, Sloane se dirigió al tétrico edificio del Hotel Benedict. Su mujer le siguió hasta dentro del vestíbulo, pues el moscardón de los celos le susurraba que allí se produciría el calvario de su vida matrimonial, y que Sloane, obrando de manera extraña y furtiva se hallaba a punto de encontrarse con Mrs. Vreeland en algún cuartucho del Hotel Benedict con propósitos respecto a los cuales Mrs. Sloane no podía pensar sin sentir profundo horror. Viole dirigirse al escritorio y conversar con el empleado, tras lo cual, comportándose siempre de la misma manera extraña, encaminóse al ascensor. Mientras Sloane hablaba con el empleado, su mujer logró oír las palabras: «¡Cuarto 314!». Consiguientemente, aproximóse al mostrador, segura de que el cuarto en cuestión era el lugar de la cita, solicitando el contiguo. Esta acción fue impulsiva; en su mente no había nada tangible, salvo quizá un salvaje deseo de espiar a los culpables, sorprendiéndoles luego el uno en brazos del otro.
Los ojos de la mujer ardían con el recuerdo de aquellos instantes, y Ellery, suavemente, nutrió sus reanimadas pasiones. ¿Qué había hecho entonces? Su rostro se inflamó. Contó que se había dirigido directamente al cuarto alquilado —el 316—, aplicando el oído a la pared, pero no pudo oír nada. La manipostería del Hotel Benedict era, si no otra cosa, aristocrática. Chasqueada, trémula, ella se recostaba contra la silenciosa pared, casi sollozando, cuando oyó abrirse, repentinamente, la puerta del cuarto contiguo. Precipitándose hacia la puerta, la mujer la abrió con cautela, llegando justamente a tiempo para ver al objeto de sus sospechas, su esposo, abandonar el cuarto 314 y caminar corredor abajo en dirección al ascensor… No sabía qué sacar en limpio de todo aquello. Dejó furtivamente el cuarto y precipitóse escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde vio a Sloane escurriéndose del hotel. Ella no le perdía pisada y, con asombro de su parte, vio que él encaminábase a casa. Cuando llegó a ella, averiguó, mediante una hábil pregunta dirigida a Mrs. Simms, que Mrs. Vreeland había permanecido en casa toda la noche. Ese día, por lo menos, Sloane había sido inocente de adulterio. No, ella no recordaba a qué hora Gilbert salió del cuarto 314. A la verdad, no lo recordó nunca. Esto, al parecer, era todo.
La mujer le desafiaba ansiosamente con los ojos, como inquiriéndole si su relato le había proporcionado alguna pista.
Ellery estaba pensativo:
—Mientras usted estaba en el cuarto 316, Mrs. Sloane, ¿oyó penetrar a alguien más en el cuarto contiguo?
—No… Vi entrar allí a mi esposo, y luego salir, siguiéndole inmediatamente. Y estoy segura que, si alguien hubiera abierto o cerrado esa puerta mientras estaba al lado, lo habría oído.
—Ya veo. Bien, son datos útiles, Mrs. Sloane. Y ya que fue usted tan gentil hasta ahora, contésteme esta última pregunta: ¿telefoneó usted a su marido, desde esta casa, el lunes por la noche, día de su muerte?
—No, señor. Así le dije también al sargento Velie cuando me interrogó al respecto aquella misma noche. Sé que sospechan de mí de haber prevenido a mi esposo, pero eso es falso. No le avisé nada, Mr. Queen… ni sospechaba siquiera que la policía proyectaba detenerle…
Ellery estudió su rostro. Ella parecía bastante sincera:
—Recordará usted aquella noche en que, cuando mi padre, Mr. Pepper y yo salimos del estudio de la planta baja, la vimos a usted escapándose precipitadamente por el corredor, entrando en la sala. Perdóneme usted la pregunta, Mrs Sloane, pero es menester saber si usted escuchaba a la puerta del estudio antes de que saliéramos…
La mujer enrojeció violentamente:
—Es posible que sea… ¡Oh, sí!… Que sea indigna en otras cosas, y quizá mi conducta con mi esposo lo confirme… pero juro que no les estaba espiando.
—¿Podría usted sugerirme alguien que pueda haber espiado?
—Sí, Mr. Queen —un retintín de despecho mechó su voz—. ¡Mrs. Vreeland! Esa mujer andaba siempre demasiado cerca de Gilbert para…
—Pero eso no concuerda con su gesto de relatarnos ella la vez pasada esa historia relativa a la sospechosa presencia de Mr. Sloane en el cementerio —respondió suavemente el joven—. Ella parecía más inclinada a ocasionarle graves daños que a salir en su defensa…
Mrs. Sloane suspiró vagamente:
—Tal vez me equivoque… Ignoraba que Mrs. Vreeland les hubiera confesado algo aquella noche, algo que sólo supe después del fallecimiento de Gilbert, y eso por intermedio de los diarios.
—Una última pregunta, señora. ¿Mr. Sloane no le confesó jamás tener un hermano?
Ella meneó la cabeza:
—No, ni siquiera lo insinuó. De hecho, se mostraba muy reticente acerca de su familia. Habló de sus padres, gente buena dentro de su medianía pequeño burguesa, pero nunca de un hermano. Yo creía que él era único, y el último representante de su familia.
Ellery, recogiendo sombrero y bastón, dijo:
—Sea paciente, Mrs. Sloane, y sobre todo, no diga nada de estas cosas a alma viviente —sonrió y salió del cuarto.
En la planta baja Ellery tropezó con Weekes, del cual recibió algunas noticias que le dejaron un tanto desconcertado.
El doctor Wardes se había marchado.
Ellery tascaba el freno. ¡Vaya! ¡Aquello parecía interesante! Weekes, empero, constituyó una árida fuente de informaciones. Al parecer, a raíz de la publicidad tejida en torno al caso Grimshaw, el doctor Wardes, retirándose en su caparazón británico, comenzó a otear buscando medios de eludir aquel caserón brillantemente iluminado. Levantada la interdicción policial en virtud del suicidio de Sloane, el facultativo ordenó liar sus petates, despidióse aprisa de su huésped y luego de expresarle su pesar por lo acaecido, partió aceleradamente con rumbo desconocido. Su salida ocurrió el viernes, indicó el mayordomo, quien estaba seguro de que nadie en la casa sabía adónde había ido.
—Y miss Joan Brett tampoco… —agregó Weekes.
Ellery palideció:
—¿Cómo? ¿Ella también se ha ido? —preguntó—. ¡Al diablo, hombre! ¡Desembuche de una vez!
Y Weekes desembuchó todo:
—No, señor, ella no se ha ido aún, pero me atrevo a conjeturar, señor, que proyecta marcharse de aquí, señor, si usted entiende medias palabras… Ella…
—¡Weekes! —bramó salvajemente el joven—. ¡Hable en inglés! ¿Qué pasa?
—Miss Brett se apresta a irse, señor —replicó el criado, con un cortés acceso de tos—. Su empleo ha… ¡ejem!… terminado, por así decirlo. Y Mrs. Sloane… ¡ejem!… le informó que sus servicios ya no eran más necesarios… De suerte que…
—¿Adónde está ahora?
—En su dormitorio, señor. Haciendo sus maletas, supongo. Es la primera puerta a la derecha de la embocadura de las escaleras y…
Pero Ellery ya partía rápido como el viento, volando escaleras arriba, salvando los peldaños de a tres por vez. Al llegar al rellano superior se detuvo sobre sus pasos. Dentro resonaban voces; y a menos que los oídos le engañasen, una de las voces salía de la garganta de Miss Joan Brett. Así que, desvergonzadamente, quedóse hecho piedra, bastón en mano, la cabeza un poco ladeada a la izquierda… y sus esfuerzos se vieron recompensados al escuchar una voz de hombre, ronca por un pronunciado retintín pasional, que gritaba:
—¡Joan! ¡Querida mía! ¡Te amo!…
—Te amo locamente —respondió la voz de Joan, glacialmente distante de la voz de una mujer cita enamorada respondiendo a apasionados juramentos masculinos.
—¡No! ¡Joan, no te burles de mí! Hablo muy en serio. ¡Te amo, adorada! Realmente, yo…
Dentro resonaron ruidos indicadores de forcejeo. Ellery presumió que el propietario de la voz masculina apoyaba físicamente sus amorosas pretensiones. Siguió a ello un chillido colérico, claro como el agua, y luego un sonoro chasquido ante el cual el joven, aun hallándose fuera del alcance del brazo vigoroso de Miss Joan Brett, no pudo menos de hacer un visaje.
Silencio. Ambos campeones, barruntaba Ellery, mirábanse hostilmente, giraban el uno en torno del otro de ese modo felino que adoptan los seres humanos bajo la influencia de la cólera. Escuchó plácidamente, sonriendo, los murmullos del hombre:
—No tendrías que haber hecho eso, Joan… No abrigaba la intención de asustarte…
—¿Asustarme? ¡Cielos! Pues te aseguro que no sentía ni una pizca de temor —gritó Joan, expresándose con cómico orgullo…
—¡Bueno, que me maten! —rugió el muchacho exasperado—. ¿Es ésa la forma de recibir la propuesta matrimonial de un amigo? Sí… ¡Al demontre con…!
Otro chillido:
—¿Cómo te atreves a jurar ante mí? —gritó la muchacha—. ¡Oh! ¡Nunca sentí tanta humillación en mi vida! ¡Sal de mi habitación en seguida, grosero!
Ellery aplastóse contra el muro. Tras un rugido de rabia estrangulada, el violento retumbo de una puerta abierta con fuerza, y un golpazo que sacudió la casa toda, el joven espió por el filo de la esquina de la pared justo a tiempo de ver a Mr. Alan Cheney, gesticulando violentamente, taconear furiosamente corredor abajo, los puños cerrados y la cabeza bamboleándose…
Cuando Mr. Alan Cheney desapareció en su propia habitación, sacudiendo el caserón por segunda vez con un formidable portazo, Mr. Ellery Queen, reajustándose con calma la corbata, dirigió sus pasos a la puerta de Joan. Levantando el bastón, llamó dos o tres veces. Silencio. Golpeó otra vez. Percibió entonces un sollozo estrangulado, un resoplido no menos estrangulado y la voz de Joan:
—No te atrevas a entrar aquí, canalla de… de… de…
—Soy Ellery Queen, Miss Brett —contestó el detective, con la voz más calmosa del mundo, como si los sollozos de la muchacha constituyeran adecuada contestación a la llamada de un visitante.
Los resoplidos cesaron al punto. Ellery aguardó, paciente. Luego resonó una vocéenla:
—¡Entre usted, Mr. Queen, entre usted! La puerta está abierta —y él, empujando la puerta, entró.
Miss Joan Brett estaba de pie junto a su lecho. Su manita de blancos nudillos apresaba un pañuelo diminuto. Dos manchas geométricamente iguales enrojecían sus mejillas. Por toda la habitación, en el suelo, sillas, e incluso la cama, veíanse desperdigadas prendas femeninas de toda clase. Dos maletas yacían abiertas sobre sendas sillas; un baúl pequeño bostezaba sobre el piso. En la mesa tocador, Ellery advirtió, sin dar señales de ello, una fotografía enmarcada depositada boca abajo con evidente precipitación…
Ahora bien, conviene recalcar que Ellery era —cuando quería— un joven de lo más diplomático. La ocasión exigía fineza y cierta tontería simulada. Y por lo mismo, el joven, sonriendo con cierto gesto estúpido, dijo:
—¿Qué decía usted cuando llamé primero, Miss Brett? Lamento decirle que no le comprendí…
—¡Oh!… Es que… a menudo hablo a solas —la joven, indicándole una silla, sentóse en otra—. Una costumbre tonta, ¿verdad?
—De ninguna manera —contestó cordialmente Ellery, sentándose—. ¡De ninguna manera! Algunos de nuestros grandes hombres tenían esa costumbre. Supónese que los monologadores poseen dinero en el banco. ¿Cuenta eso para usted, Miss Brett?
Ella sonrió débilmente ante la ocurrencia del visitante:
—No mucho, por cierto, y además, pienso transferirlo a… —un poco de color esfumóse de sus mejillas y suspiró—. Parto de los Estados Unidos, Mr. Queen.
—Así me informó Weekes. ¡Cosa que nos desolará, Miss Brett!
—¡Oh, la, la! —ella rió alto—. Habla usted como un francés, Mr. Queen —extendiendo la mano al lecho, atrapó al vuelo la cartera—. Este bolso mío… mis maletas… ¡Cómo deprimen estos viajes por mar! —su manita surgió de la cartera con un puñado de pasajes—. ¿Es la suya una visita profesional? Parto muy de veras, y aquí tiene usted pruebas tangibles de mis intenciones de hacerme a la mar… Supongo que no me aconsejará quedarme en Estados Unidos, ¿verdad?
—¿Quién? ¿Yo? ¡Cielos, no, no! Pero, ¿quiere usted irse?
—En este momento —respondió ella, apretando salvajemente los dientes— rabio por marcharme de este país.
Ellery pareció idiotizarse:
—Comprendo, Miss Brett… Este asunto de crímenes y suicidios resulta naturalmente un tanto… deprimente… Bueno, no la demoraré mucho tiempo. El objeto de mi visita no entraña nada siniestro —la contempló con aire grave—. Como usted sabe, este caso es cosa acabada. No obstante, existen ciertos puntos obscuros, tal vez poco importantes, que continúan, tozudamente, torturando mi mente… Miss Brett, ¿cuál era su misión la noche en que Pepper la vio merodeando por el estudio de abajo?
Ella le miró, pausadamente, con sus fríos ojos azules:
—¿De modo que no le sonó verídica mi explicación, eh?… ¡Muy bien! «La Secretaria Fugitiva confiesa», como dirían sus periódicos escandalosos. Cantaré de plano, y me atrevo a pronosticarle una gran sorpresa para usted, Mr. Queen.
—No lo dudo ni remotamente.
—Prepárese —la muchacha aspiró profundamente—. Ante usted ve, Mr. Queen, una detective con faldas.
—¡No!
—¡Mais oui! Soy empleada del Museo Victoria, de Londres; pero no de Scotland Yard, no, señor, eso sí que no… Eso sería demasiado, ¿verdad? Sólo del museo, Mr. Queen.
—Bueno, que me arrastren por las calles para descuartizarme, despachurrarme y hervirme en aceite —murmuró el joven—. ¡Habla usted en enigmas! ¿El Museo Victoria, eh? Querida señorita, nuevas como éstas soñamos todos los días los grandes detectives. ¡Desembuche!
—La historia es soberanamente melodramática. Mientras ofrecía mis servicios a Mr. Khalkis, trabajaba como investigadora a sueldo del Museo Victoria. Operaba siguiendo una pista conducente a Khalkis, un amasijo confuso de informaciones que le indicaban como complicado, acaso en calidad de «recibidor», en el robo de una tela valiosa del museo nombrado…
La sonrisa esfumóse de los labios de Ellery:
—¿Una tela de quién?
—Un simple detalle, Mr. Queen. Pero el cuadro se tasaba a un precio elevadísimo; se trataba de un Leonardo legítimo, una obra de arte descubierta recientemente por uno de los «pesquisas» del museo, un cuadro al óleo ejecutado por ese genio italiano después de abandonado el proyecto original de realizarlo al «fresco». Se le catalogó bajo el título de «Detalle de la Batalla de los Estandartes»…
—¡Vaya una suerte! —murmuró Ellery—. ¡Adelante! Cuenta usted con mi atención más apasionada. ¿Hasta qué punto estaba complicado Khalkis?
—Salvo sospecharle de «recibidor» —suspiró la muchacha—, nada sabíamos en concreto. Más una intuición, que el resultado de una información definida. Pero comencemos desde el principio.
»Mis recomendaciones para Khalkis eran genuinas. Sir Arthur Ewing, quien las extendió a mi nombre, es uno de los directores de ese museo al igual que uno de los más famosos comerciantes en objetos de arte de Londres. Naturalmente, él conocía el secreto. Mi “papel” era lo menos importante de la trama. Anteriormente ejecuté trabajos de investigación de esta naturaleza para el Museo Victoria, pero nunca en este país. Los directores exigían absoluto secreto: trabajo oculto, buscarle la “pista” al cuadro robado y tratar de localizarle. En el ínterin, el robo fue ocultado al público por medio de una serie de anuncios de “restauración”…
—Comienzo a ver claro ahora.
—Entonces tiene usted vista de lince, Mr. Queen —respondió Joan, gravemente—. ¿Deja usted que siga mi historia o no?… Bueno, todo el tiempo que pasé en esta casa trabajando como secretaria de Mr. Khalkis lo empleé en buscar alguna pista o indicio conducente al paradero del desaparecido Leonardo; pero nunca logré descubrir ni la menor pista, ni entre sus papeles ni en la conversación. A la verdad, empezaba a desesperar, a pesar de que nuestra información parecía auténtica.
»Y todo eso nos lleva a Mr. Albert Grimshaw. Ahora bien, conviene que le diga que el cuadro había sido substraído por uno de los ayudantes del museo, un individuo que se hacía llamar Graham, y cuyo nombre real era Albert Grimshaw. La primera esperanza, la primera indicación tangible de encontrarme sobre la pista surgió cuando Grimshaw presentóse a la puerta de calle aquella noche fatal del treinta de septiembre. Comprendí en el acto, conforme a la descripción que tenía, que aquel hombre no era otro que el ladrón Graham, desaparecido de Gran Bretaña sin dejar rastros y cuya pista esfumóse en el aire durante los cinco años transcurridos desde la fecha del robo.
—¡Oh, magnífico!
—Ni más ni menos. Probé de espiar por la puerta del estudio, pero no percibí palabra de la conversación de Khalkis con Grimshaw. Tampoco adelanté un paso más la noche inmediata cuando Grimshaw apareció con el «desconocido», el hombre cuyo rostro no pude ver… Y para complicar las cosas aún más —el rostro agraciado de la jovencita se ensombreció—, Mr. Alan Cheney escogió ese preciso instante para penetrar, trastabillando, en casa, borracho como una cuba. En fin, que cuando terminé con él, los dos hombres se habían marchado. Pero de algo estoy segura, y es que entre Grimshaw y Khalkis estaba el secreto del lugar donde se ocultaba el Leonardo…
—¿Debo inferir, por ende, que su búsqueda en el estudio inspirábase en la esperanza de encontrar allí dentro algún documento importante del difunto, alguna pista flamante del paradero del cuadro robado?
—¡Exactamente! Pero esa revisión, como tantas otras, resultó infructuosa. Vea usted, de vez en cuando revisaba personalmente la casa, el comercio, las galerías, y esas pesquisas, inútiles por cierto, me demostraron que el cuadro no se hallaba al alcance de Khalkis. Por otra parte, el desconocido acompañante de Grimshaw se me figuraba alguien interesado en la tela, dada la nerviosidad de Mr. Khalkis, el secreto de la entrevista, el misterio que rodeaba todo… Sí, abrigo la absoluta convicción de que ese individuo constituye la «clave vital» del caso Grimshaw…
—¿Y nunca descubrió su identidad?
—No… —la muchacha miró a Ellery con aire suspicaz—. ¿Qué? ¿Acaso le conoce usted?
Ellery no replicó. Sus ojos estaban ausentes.
—Y ahora, Miss Brett, una preguntilla más… Si las cosas comienzan a ponerse tan candentes, ¿por qué proyecta usted retornar a su patria?
—Por la bonísima razón de que el caso es muy embrollado para mí —la muchacha buscó en su cartera, sacando a poco una carta fechada en Londres, que procedió a entregar a Ellery. Éste la leyó sin comentarios; iba escrita en papel del Museo Victoria y suscrita por su director—. Mantuve a Londres informado de mis progresos o, por mejor decir, de mi falta de progresos. Esta carta llegó en contestación a mi última información pertinente al desconocido. Ya comprenderá usted que nos hallamos en un impasse. El Museo Victoria escribe que, desde la consulta original transmitida por cable por el inspector Queen algunos días atrás, se ha suscitado un considerable intercambio de correspondencia entre el director y la policía neoyorkina. Desde luego, al principio no sabía si contestarla o no, pues ello equivaldría a relatar la historia entera…
»Esta carta me autoriza, como usted ve, a confiar el secreto a la policía de Nueva York y a usar de mi discreción en las futuras investigaciones —suspiró—. Mi discreción, amigo mío, me permite comprender que el caso se halla fuera de mis modestos alcances. Justamente ahora iba a telefonearle al inspector Queen para relatarle mi historia y regresar luego a Londres.
Ellery le devolvió la carta, que ella reintegró con cuidado a su cartera:
—Sí —respondió él—, concuerdo en que la pista del Leonardo se ha complicado excesivamente, y que, al presente, es más la obra de detectives y profesionales que la de un investigador aficionado… ¡Y solitario!… Por otra parte, es casi posible que pueda ayudarla pronto en su aparentemente desesperada empresa…
—¡Mr. Queen! —los ojos de la chica brillaban.
—¿Consentiría el Museo Victoria en mantenerla en Nueva York, si hubiera la posibilidad de recobrar el Leonardo sin ruido?
—¡Oh, sí, sí! ¡Estoy segura de ello! Cablegrafiaré en seguida al director.
—Hágalo. Pero, en su lugar, no diría nada a la policía, por ahora, ni siquiera a mi padre. Creo que nos será más útil si sigue siendo sospechosa… Joan se levantó de un salto:
—¡Encantada! ¿Sus órdenes, comandante? —la muchacha se cuadró haciendo la venia con gesto rígido y marcial.
—Ya veo que usted haría una admirable espionne, Miss Brett. ¡Muy bien! De ahora en adelante y para siempre jamás seremos aliados usted y yo, formando una mente privada…
—¿Cordial, eh? —ella suspiró, dichosamente—. ¡Oh! ¡Será divertidísimo!
—Y acaso peligroso —replicó Ellery—. Con todo, pese a nuestro acuerdo secretísimo, Miss Brett —¡o teniente Brett!—, existen ciertas cosillas que es mejor no decírselas… ¡Por su propia seguridad! —la muchacha se ensombreció—. No se trata de sentir sospechas de usted, querida mía… ¡palabra de honor!… Pero le ruego que deposite toda su confianza en mí… ¡por ahora!
—¡Muy bien! —afirmó Joan, sobriamente—. Estoy enteramente en sus manos.
—¡Oh, no! —dijo Ellery, precipitadamente—. ¡Demasiada tentación! Es usted excesivamente hermosa para… ¡pero basta!… —el joven evitaba la mirada divertida de Joan y comenzó a discurrir en alto—. Veamos ahora qué camino está libre… ¡Hum!… Debo tener una buena excusa para mantenerla cerca de mí… pues supongo que todos saben al dedillo que su empleo aquí finiquitó… No podría continuar en Nueva York sin un trabajo… Eso despertaría sospechas… ¡Ah!… ¡Ya lo tengo! —apretó, excitado, las manos de la chica—. Conozco un lugar en que podría parar y muy legítimamente, sin suscitar sospechas desagradables…
—¿Y en dónde es eso?
Ellery, arrastrándola hasta el lecho, la obligó a sentarse mientras cuchicheaba en su oído:
—Usted debe estar familiarizada con todos los asuntos personales y financieros de Khalkis, ¿verdad? Bueno, conozco un caballero que se enredó en este lío por su voluntad. ¡Y es Mr. James Knox!
—¡Oh, espléndido! —susurró Joan.
—Ahora bien —continuó Ellery—, enredado Knox en este enfadoso asunto agradecería toda ayuda eficaz. Supe anoche, por boca de Woodruff, que el secretario de Knox ha caído enfermo; arreglaré las cosas de modo que el propio Knox adelante el ofrecimiento, aventando así toda posible sospecha. Y le aconsejo cerrar bien la boca, querida, y fingir dedicar todas sus energías a este flamante empleo… ¡En una palabra, nadie debe adivinar que usted no es lo que parece ser!
—No necesita preocuparse sobre ese particular —respondió ella.
—Estoy seguro —el muchacho, incorporándose, tomó bastón y sombrero—. ¡Gloria a mis antepasados! ¡Vaya si hay trabajo por hacer!… Buenos días, ma lieutenante. Quédese aquí hasta recibir recado del omnipotente James Knox.
Desentendiéndose del torrente de agradecidas palabras de la joven, enfiló hacia la puerta, Ésta se cerró suavemente a sus espaldas. En medio del vestíbulo hizo alto y se enfrascó en graves meditaciones. Seguidamente, dibujando una sonrisilla maligna en sus labios, caminó por el corredor, llamando luego a la puerta del cuarto de Cheney.
La habitación de Alan asemejábase a las ruinas de una cabaña atrapada por un huracán de Kansas. Mil chismes desperdigábanse al azar, como si el impetuoso joven dedicase sus energías a luchar contra su propia sombra. Numerosas colillas llenaban el piso, semejantes a soldaditos muertos. El cabello de Mr. Cheney estaba como si le hubiera pasado una trilladora, y sus ojos perforaban la penumbra como ascuas.
Alan medía el cuarto a grandes trancos, como un león enjaulado. «Un hombre demasiado impetuoso», suspiró Ellery, de pie en el umbral de la puerta, luego del áspero «¡Entre, condenado; quienquiera que sea!» y dio un vistazo a la desordenada habitación.
—Bueno, ¿qué demontres quiere usted ahora? —bramó el muchacho, deteniéndose al ver quién era su visitante.
—Sólo cambiar algunas palabras con usted —dijo Ellery, cerrando la puerta—. Me figuro que le sorprendo de un humor endemoniado —agregó sonriente—, pero no le robaré muchos minutos de su precioso tiempo. ¿Puedo sentarme, o nuestra conversación se llevará a cabo con todas las reglas de un duelo?
Algunos vestigios de decencia le quedaban a Alan, pues murmuró por lo bajo:
—¡Desde luego! Siéntese, por favor. Tome usted ésta —y limpió de colillas el asiento, arrojándolas al ya bastante sucio piso.
Ellery se sentó, y sin más se puso a limpiar los cristales de sus gafas. Alan le observaba con expresión de distraída irritación.
—Bien, Mr. Alan Cheney —comenzó Ellery, calándoselos lentes—, entremos directamente en materia. Ando por ahí atando cabos sueltos en este triste asunto del asesinato de Grimshaw y suicidio de su padrastro.
—¡Suicidio! ¡No diga imbecilidades! —bramó Cheney—. No hubo tal suicidio.
—¿De veras? Así insinuó su madre hace unos minutos… ¡Ejem!… ¿Sabe usted algo en concreto en qué cimentar sus suposiciones?
—No… creo que no… Bueno, no importa. El pobre viejo está muerto y bajo seis pies de tierra, y eso no le sacará de su tumba —Alan se arrojó sobre el lecho—. ¿Qué diablos maquina, Queen?
—Una pregunta sin importancia que usted, seguramente, no titubeará más en contestar… ¿Por qué escapó días atrás?
El joven continuó acostado en el lecho, fumando, fijos sus ojos en una vieja azagaya pendiente del muro:
—Fue del viejo —dijo—. África era su paraíso terrenal —luego arrojó el cigarrillo, y saltando fuera de la cama, recomenzó sus paseos alocados, arrojando furiosísimas miradas hacia el norte, lugar en que se ubicaba la pieza de Joan—. ¡Muy bien! —farfulló—. Se lo diré todo. Creo que fue tonto no confesarlo desde el principio. ¡Ella es una coqueta infame! ¡Ni más ni menos! ¡Al diablo su cara bonita!
—Mi querido Cheney —exclamó Ellery—, ¿de quién me está hablando?
—¡De mí, que he sido el idiota más grande del mundo entero! Escúcheme, Queen, y luego muérase de risa de este pobre imbécil —aulló Alan, haciendo rechinar sus dientes—: Yo estaba enamorado —¡enamorado!— de esa… de esa… bueno, de Joan Brett… Y sepa que durante muchos meses la sorprendí atisbando, merodeando, espiando por toda la casa, como si buscara algo… ¡Dios sabe qué!… Y nunca jamás dije palabra de esto a nadie… ¡Ni siquiera a ella!… Sí, fui un adorador sacrificado, romántico y todo lo demás… Cuando el inspector la «cocinó» respecto a la historia de Pepper yo… bueno, no sabía qué decir… Sumé datos y… ¡horrible, horrible!… Presentía que estaba envuelta en este asunto horroroso. Así que… —cayó en un farfulleo ininteligible.
Ellery suspiró:
—¡Oh, el amor, el amor! —musitó—. Siento brotar dentro de mí media docena de citas, pero mejor será que me las guarde… De modo que usted, amigo Alan, el noble Sir Pelleas, desdeñado por la coquetuela Lady Ettarre, huyó a lomo de caballo lejos de la deliciosa presencia de la ingrata y…
—Bueno, si piensa tomarme el pelo voy a… —Bramó Alan y luego se encogió de hombros—. Sí, escapé… ¡vaya si escapé! Y sólo para jugar al caballero galante. Y nada más que para desviar las sospechas policiales de esa mujer con una huida misteriosa. ¡Uf! —se encogió de hombros amargamente—. ¿Y ella se merecía ese sacrificio? ¿Cuál es la contestación? Celebro en el alma desembuchar esta historia y olvidarla… ¡a ella y a la historia!
—¡Y dicen que esto es una investigación criminalista! —suspiró el joven detective—. ¡Oh, bueno, bueno! Hasta que la psiquiatría aprenda a tomar en consideración todos los impulsos del corazón humano, las investigaciones criminológicas continuarán en su estado infantil… Gracias, Sír Alan, un millón de gracias, y no desespere jamás. Se lo encarece de todo corazón un amigo… ¡adiós!
Alrededor de una hora después, Mr. Ellery Queen ocupaba una silla frente al abogado Miles Woodruff, en el modesto despacho de este caballero situado en el bajo Broadway, fumando uno de sus mejores cigarros, reservados sólo para las ocasiones memorables, y anudando cabos de conversación poco importantes. Woodruff, aparentemente, experimentaba una especie de constipación mental; hinchado, con los ojos amarillentos y cutis bilioso, escupía de vez en cuando, con escasa elegancia, en una reluciente salivadera púdicamente colocada debajo de su escritorio; y la suma y la substancia de sus quejas fincaban en que jamás de los jamases, en todos los trabajados años de su vida profesional, había tropezado con un testamento que presentara tantas y tan espinosas dificultades como el que «resolvía» la situación de los bienes del difunto Khalkis.
—Sí, Queen —gemía—; usted no tiene idea de lo que estamos afrontando. Aquí tenemos ese fragmento del nuevo testamento quemado, y tendremos que establecer una situación de coerción ilegal, o de lo contrario, los bienes de Grimshaw se perderán… ¡Oh, bueno! El pobre Mr. Knox está abrumado de trabajo y rabioso por haber consentido en obrar como ejecutor testamentario.
—¿Knox, eh? Sí… Anda con las manos llenas, ¿verdad?
—¡Es algo terrible! Después de todo, aun antes de determinar el estado legal exacto de los bienes, es necesario realizar ciertas diligencias. Los «lotes» son abundantísimos. Supongo que él cargará todo el trabajo sobre mis hombros, cosa usualísima cuando un ejecutor ocupa la posición de Knox.
—Quizá —murmuró el indiferente Ellery—. Ahora que el secretario de Knox se halla enfermo y que Miss Brett no encontró aún trabajo…
El cigarro de Woodruff danzó en su boca:
—¡Miss Brett! ¡Queen, ésa es una idea magnífica! Desde luego, ella conoce todo cuanto concierne a los negocios del finado… Creo que se la traspasaremos al viejo. Sí, creo que yo veré de…
Sembradas las semillas, Ellery se despidió poco después, sonriendo jubilosamente para sus adentros mientras taconeaba a pasos vivos por Broadway.
Por todo lo cual descubrimos que el abogado Woodruff, menos de dos minutos después de cerrada la puerta tras las anchas espaldas de Ellery, se trababa en telefónica conferencia con Mr. Knox:
—Creo que ahora Miss Brett nada tiene que hacer dentro de la casa Khalkis…
—¡Woodruff! ¡Es usted un genio!
Y el resultado final de todo esto fue que Mr. Knox, exhalando un profundo suspiro de alivio, agradeció al abogado Woodruff su espléndida inspiración, y no terminaba de colgar el tubo cuando ya llamaba a la casa de los Khalkis.
Y cuando logró traer a Miss Brett al teléfono, expresándose como si la idea hubiera sido original de su privilegiado cerebro, solicitóle sus servicios para el día siguiente y los subsiguientes hasta completar el período necesario para el ajustamiento de la sucesión Khalkis, Mr. Knox sugirió luego que, en vista de ser ella británica y sin residencia permanente en Nueva York, fuera a vivir en su casa mientras prestara servicios a su lado…
Miss Brett aceptó gravemente la oferta del millonario, recibiendo una remuneración respetablemente más generosa que la de aquel caballero norteamericano de ascendencia helena, cuyos huesos reposaban plácidamente en la bóveda de su familia. Y al mismo tiempo, devanábase los sesos preguntándose cómo diablos Ellery Queen había logrado conseguir lo que se propusiera.