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Ellery Queen descubrió, con un creciente sentido de futilidad, que una de sus innúmeras fuentes antiguas de sabiduría, Pitaco de Mitilene, no había previsto un margen suficiente para la flaqueza de los mortales. El tiempo, observó Ellery, era inasible. Los días volaban y no estaba en su poder el detenerlos. Pasó una semana, y de las fugaces horas sólo logró exprimir algunas gotas de amargura y ni pizca de savia mental. Un crisol vacío, cuyo fondo árido el joven contemplaba con creciente desdicha.

Sin embargo, para otros la semana había sido desbordante. El suicidio y sepelio de Gilbert Sloane desataron la inundación. Los periódicos se revolcaron en copiosos detalles, chapoteando en el cieno de la historia de Gilbert Sloane. Desmenuzaron a éste, y con sutiles palabras de inculpación lograron, sin gran esfuerzo, humedecer y ablandar el caparazón exterior de su vida hasta que, resquebrajado ya, salió por sus grietas una reputación arruinada. Los que sobrevivieron al suicida quedaron apresados por las arremolinadas aguas del escándalo, y entre esos sobrevivientes, la víctima propicia debía ser, naturalmente, Delphina Sloane. Olas de palabras fueron a estrellarse en las playas de su dolor. La casa de los Khalkis se había convertido en un faro inexpugnable, hacia cuyas luces dirigían sus naves los impávidos representantes de la prensa.

Un periodicucho, que podía haberse llamado «La Audacia» —aun cuando no fuera así— ofreció a la viuda un rescate de raja para que autorizase una serie de artículos con su firma titulados: Delphina Sloane cuenta la historia de su vida con un asesino. Y aunque la magnífica oferta fue rechazada con ultrajado silencio, este modelo brillantísimo de impudicia periodística logró excavar algunos detalles personales del primer matrimonio de Mrs. Sloane, exhibiéndolos ante sus lectores con el celo y el orgullo de unos victoriosos arqueólogos. Alan Cheney zurró a un cronista fastidioso, despachándolo de vuelta al director con un ojo hinchado y las narices rojas. Y la familia Sloane tuvo que mover muchas influencias para evitar que el diario hiciera detener a Alan, acusado de agresión.

Durante este ínterin tumultuoso, en el cual los cuervos graznaron en torno a su carroña, el Departamento de Policía guardó singular silencio y calma. El inspector retornó a sus menos complejos problemas ordinarios, contentándose con esclarecer algunos puntos obscuros, para su correspondiente consignación en los archivos, del sonado caso Khalkis-Grimshaw-Sloane, como lo titulaban, virtuosamente, los diarios. La autopsia practicada en el cadáver de Gilbert Sloane por el doctor Prouty no trasuntó la más mínima señal de «juego sucio», no encontrándose ni rastros de veneno ni marcas de violencia; la herida de bala era, cabalmente, la herida de bala que se inflige un individuo cualquiera al suicidarse de un balazo en la sien; y el cuerpo de Sloane, como ya consignáramos, fue «sobreseído» definitivamente por el médico policial, autorizándose su traslado del Departamento de Policía a la tumba de un cementerio suburbano.

El único trozo de información que parecía «digerible» para Ellery Queen fue el referente a la instantaneidad de su muerte. No obstante, el desesperado muchacho no veía cómo ese detalle podría ayudarle a desenredarse de la arremolinada niebla que le circundaba desde hacía largo tiempo.

Aquella niebla, si bien no lo preveía aún durante ese lapso de tinieblas, estaba llamada a disiparse brevemente; y los hechos derivados de la muerte instantánea de Gilbert Sloane se trastocarían, de hecho, en brillantísimos mojones demarcatorios.