21

Su mal humor persistió hasta la madrugada. En vano el inspector se esforzaba, desplegando todas sus tretas paternales, por persuadir a su sombrío vástago de abandonar sus pensamientos y buscar descanso en la tibieza del lecho. Ellery, cubierto con su bata y calzado con pantuflas de lana, sepultado en un sillón colocado ante el fuego mortecino de la sala, estudiando todas y cada una de las palabras del diario escamoteado del escritorio de Sloane, no se dignaba replicar siquiera a las cariñosas zalamerías del viejo.

Por fin, desesperado, el policía se dirigió hacia la cocina, calentó café y en silencio se sirvió un pocillo. El aroma tentó el olfato de Ellery en el preciso instante en que terminaba la lectura del diario, y restregándose, soñoliento, los ojos, dirigióse a la cocina, sirvióse una taza de café y bebió su contenido de un trago, sumido siempre en sombrío silencio.

El viejo policía depositó con estrépito el pocillo sobre la mesa.

—¿Qué demontres estás rumiando, hijo? —murmuró.

—Bueno —gruñó Ellery—, ya era tiempo que me lo preguntaras. Aguardaba esa pregunta con impaciencia. Aseguras, papá, que Gilbert Sloane es el asesino de su hermano, Albert Grimshaw, afirmación fundada en ciertas circunstancias que, según tú, conforman un caso claro y preciso. Bueno, ahora yo te pregunto, ¿quién envió la carta anónima revelando a Sloane como hermano del muerto?

Queen chasqueó la lengua contra un diente cariado:

—¡Adelante! —dijo—. Descarga tu pecho, hijo mío. Todo tiene respuesta.

—¿De veras? —respondió Ellery—. ¡Muy bien! Deja concretar mis pensamientos: es obvio que el propio Sloane no pudo enviar esa carta, pues ello proporcionaría a la policía valiosas informaciones en contra suya. ¿Quién escribió, pues, esa condenada carta? Recuerda que Sloane afirmó que no había en el mundo entero —ni siquiera su propio hermano Grimshaw— quién supiera que Gilbert Sloane, como Gilbert Sloane, era hermano del muerto. De suerte, pues, que yo vuelvo a preguntarte ¿quién la envió? Nuestro desconocido remitente conocía la verdad del caso, una verdad sólo conocida por el único individuo en el mundo que no escribiría la carta. ¡Es contradictorio!

—¡Ah hijo mío! ¡Ojalá todas las cosas fueran tan fáciles como ésa! —murmuró sonriente el inspector—. ¡Claro está que Sloane no fue el autor de la denuncia! Y a mí no me interesa quién ha sido, hijo. No es importante, pues bien sabes tú —martilló cada palabra con un balanceo de su índice extendido— que solo tenemos la palabra de Sloane en cuanto a que sólo él lo sabía. ¿Entiendes? Ciertamente, si Sloane hubiera dicho la verdad, esa pregunta tuya sería embarazosa; pero siendo él un asesino, sus afirmaciones son sospechosas en especial si se recuerda que las hizo cuando se creía a salvo, imaginando que sus burdas mentiras desorientarían aún más a la policía. Así, pues, es perfectamente posible que alguien más supiera que Sloane era hermano del muerto. El propio Sloane debió dejar escapar la verdad en presencia de alguien que… El sospechoso más indicado sería Mrs. Sloane, si bien no creo le asistiera razón alguna para denunciar así a su propio esposo…

—¡Una aclaración oportuna, papá! —rumió Ellery—. De acuerdo con tus teorías, Mrs. Sloane sería la persona que previno telefónicamente a Sloane. Por cierto que eso no concuerda con la punzante ironía exteriorizada en aquel anónimo…

—¡Está bien, está bien! —replicó instantáneamente el inspector—. Pero encara el asunto en esta forma: ¿tenía un enemigo Sloane? ¡A buen seguro! ¿Y quién era? Pues el mismo que declaró ya contra él en otra oportunidad: Mrs. Vreeland. Barrunto que esa mujer es la autora del anónimo. Es cuestión de conjeturas deducir cómo ella estaba al tanto de ese parentesco, pero juraría que… si apostara a…

—¡No apuestes, papá, que perderías hasta la camisa! Algo podrido huelo en Dinamarca… y ello me hace doler la cabeza… ¡Que me cuelguen si…! —no acabó; su rostro se tornó sombrío, y arrojó un fósforo al hogar moribundo con gesto de cólera.

El estridente timbre del teléfono sonó.

—¿Quién diablos puede ser a esta hora? —masculló el policía—. ¡Hola!… ¡Oh!… ¡Buen día!… Sí… ¡de perlas!… ¿Qué averiguó?… Comprendo, comprendo… ¡Magnífico!… Bien, vaya a la cama… El trasnochar perjudicará su belleza… ¡Ajá!… ¡Muy bien!… ¡Buenas noches!… —colgó sonriendo—. Es Una Lambert, y dice que no cabe la menor duda acerca de la autenticidad del nombre escrito en el fragmento chamuscado del testamento de Khalkis. Sí, es indudablemente de puño y letra de Khalkis. Agrega que todos los indicios tienden a demostrar que ese trozo formaba parte del documento original…

—¿De veras? —la información consternó a Ellery, cosa que desconcertó a su intrigado progenitor; y el buen humor de éste naufragó en una borrasca de fastidio.

—¡Al diablo, Ellery! ¡Parece que no quieres enterrar jamás este maldito asunto! —barbotó.

—No me regañes —replicó Ellery sacudiendo la cabeza—. Nadie desea más que yo ver concluido de una vez este asunto, papá; pero es menester que sea una conclusión satisfactoria para mí.

—Bueno, es satisfactoria para mí, hijo, y eso basta —gruñó el policía—. El caso contra Sloane es perfecto. Y desaparecido Sloane, el socio de Grimshaw es borrado del mapa, y todo se despeja como por ensalmo. Ya que el compinche de Grimshaw era el único extraño al tanto de la posesión del Leonardo por parte de Knox, y ahora aquél ha muerto, el caso todo quedará como uno de tantos secretos policiales. Y ello significa que ya podemos empezar a trabajar con nuestro poderoso Mr. James J. Knox. Es necesario recuperar ese cuadro, si de veras se trata del robado por Grimshaw en el Museo Victoria.

—¿No recibiste respuesta a tu cablegrama?

—Ni media palabra —murmuró ceñudo el inspector—. No entiendo el silencio del museo. De cualquier modo, si los británicos tratan de arrancarle la pintura a Knox, se armará aquí la de Dios es Cristo. Knox, con sus millones e «influencias», logrará substraerse a las embestidas… ¡Hum! Creo que Sampson y yo tendremos que andar con pies de plomo, pues no deseo que nuestro millonario tome las de Villadiego dejándonos con un palmo de narices…

—¡Bah! ¡Sobrarán oportunidades para ajustar este asunto! Además, es dudoso que el museo quiera publicar la versión de que esa tela considerada por sus expertos como un Leonardo legítimo y exhibida como tal en sus galerías, sea, realmente, un cuadro casi sin valor. Esto es, siempre que se trate de una copia. Sólo contamos al efecto con la palabra de Knox.

El inspector miró meditabundo el fuego del hogar.

—La cosa se complica de más en más, hijo —murmuró—. En fin, volviendo al caso Sloane, Thomas me presentó un informe relativo a la lista de personas alojadas en el Hotel Benedict el jueves y viernes de la estancia de Grimshaw. Bueno, en dicha lista no encontramos ningún nombre vinculado con alguno de los sospechosos del caso. Supongo que eso es lo lógico. Sloane suponía que el acompañante de Grimshaw era una casual relación de su hermano, pero esta afirmación me huele a mentira y barrunto que…

El inspector hablaba a más y mejor impulsado por un júbilo casi infantil. Ellery no contestaba; extendiendo la mano, recogió el diario de Sloane y lo estudió con aire sombrío.

—¡Oye, papá! —exclamó al fin, sin levantar la vista—. Es verdad que considerado el caso superficialmente, todo concuerda a maravilla con la hipótesis de que Gilbert Sloane fue el deus ex machina de todos esos trágicos sucesos. Pero en eso, precisamente, arraiga el punto débil del asunto: ¡todas las cosas parecen demasiado fácilmente ensambladas entre sí para mi gusto! No olvides, por favor, que en otra ocasión nosotros… yo caí en el lazo tendido por el criminal para hacerme tragar una solución absurda del problema. Una solución aceptada, publicada y olvidada ya al presente de no haber mediado ciertos incidentes casuales… La pompa de jabón reventó y… —meneó la cabeza—. Tu pompa parece inatacable, pero nunca se sabe de dónde puede saltar la liebre. No sabría decir qué, pero aquí hay algo que huele mal. —Hijo, de nada vale darnos de cabeza contra la pared. Ellery sonrió débilmente:

—Eso podría quizá sacarnos chispas del cerebro —murmuró, mordiéndose luego el labio—. Sígueme un instante —levantó el diario y el anciano caminó, golpeteando sus zapatillas, hacia su hijo. Éste acababa de abrir el diario en la página correspondiente a la última entrada, un texto nutrido, escrito con letra clara y pequeña, debajo de la fecha impresa: domingo 10 de octubre. La página opuesta estaba encabezada por la fecha del día siguiente: lunes 11 de octubre. En blanco—. Ahora bien, papá —agregó Ellery, suspirando—, acabo de leer escrupulosamente esta interesante y personalísima libreta de apuntes, y no pude menos de advertir que Sloane no escribió nada esta noche… ¡la noche de su suicidio, como tú afirmas! Permíteme hacer una recapitulación del contenido espiritual de este diario. Dejemos aparte el hecho de que en ninguna de estas páginas se mencionan los incidentes tocantes al estrangulamiento de Grimshaw; y de que el fallecimiento de Khalkis apenas merece una referencia convencional a nuestro amigo, cosas éstas naturales de suyo, pues que Sloane; de ser el criminal, como presupone la policía, a buen seguro evitaría consignar en su diario referencia alguna que pudiera luego incriminarlo. Por otra parte, ciertas observaciones son evidentes por sí mismas; en primer lugar, Sloane procedía a escribir en su diario todas las noches de la semana y a la misma hora, asentando, previamente, dicha hora en el encabezamiento; observa que durante meses ello ocurrió a las once de la noche o poco más o menos. Además, este diario revela que Sloane era un egoísta, un paranoico poseído de su importancia; una breve lectura de estas cuartillas nos impone de ciertos detalles vividos —¡terriblemente vividos!— pertinentes a sus líos sexuales con algunas mujeres o mujerzuelas cuyos nombres omite extremando precauciones.

Ellery cerró de golpe el libro y arrojándolo sobre la mesa, se puso de pie ambulando luego por el cuarto como un endemoniado, la frente surcada por un millar de arrugas. El viejo policía le contemplaba con expresión desolada.

—Ahora bien, papá —murmuró el hijo, febrilmente—, quiero preguntarte, en nombre de todos los grandes descubrimientos de la psicología moderna si un hombre como éste, un hombre que dramatizaba todo cuanto le concernía, cosa archidemostrada en su diario, un hombre que encontraba en la expresión exaltada de su Ego esa morbosa satisfacción harto característica de los sujetos de su tipo, podría haber pasado por alto esa oportunidad única, grandiosa, cósmica, de llenar páginas tras páginas de literatura trágica en torno al más grande acontecimiento de su vida: ¡su inminente muerte!

—Es posible que el pensamiento de esa misma muerte excluyera toda otra preocupación de su mente —aventuró el anciano.

—¡Es dudoso! —murmuró amargamente Ellery—. Sloane, en el supuesto caso de que hubiera sido informado por esa llamada telefónica de las sospechas abrigadas por la policía contra él, comprendiendo que ya no lograría eludir el castigo de sus crímenes, de fijo aprovecharía el breve intervalo de tiempo que le restaba de libertad para explayarse, larga y heroicamente, en su última entrada en el diario amigo… Y esta suposición es apuntalada por el hecho de que todo ocurrió alrededor de las once de la noche, momento en que solía confiarse a su diario. ¡Pese a ello —gritó excitadísimo—, nuestro hombre no escribió absolutamente nada en una noche que, para él, era la noche de las noches!

Sus ojos reflejaban fiebre. El policía, incorporándose, pasó su mano paternal sobre el brazo de Ellery, sacudiéndolo con ternura casi femenina:

—¡Vamos! ¡No lo tomes así! Esos argumentos suenan bien en los oídos, pero no demuestran nada… ¡Ven a la cama!

Ellery se dejó arrastrar hasta su dormitorio:

—Sí —musitó—. ¡No prueban nada!

Y media hora después, en las tinieblas, dirigióse así al coro formado por los suaves y rítmicos ronquidos de su padre:

—Pero es esta clase de indicios psicológicos lo que me hace poner en tela de juicio la supuesta culpabilidad y el supuesto suicidio de Gilbert Sloane.

La fría obscuridad del dormitorio no le reconfortó y como no recibiera respuesta alguna, Ellery, filosóficamente, procedió a dormirse. Toda la noche, soñó con diarios animados, cabalgando en siniestros féretros y esgrimiendo grandes revólveres que disparaban solos contra el Hombre de la Luna, cuyos rasgos eran idénticos a los de Albert Grimshaw.