20

La Madison Avenue, en las proximidades de las Galerías Khalkis era una zona obscura y quieta de la ciudad cuando el inspector Queen, Ellery, el sargento Velie y cierto número de detectives, descendieron esa noche por ella procedentes de diversas direcciones. El grupo trabajó sin inútil estrépito. El comercio, como comprobaron espiando por las vidrieras del frente, estaba en tinieblas; su entrada se hallaba bloqueada por la cortina metálica. Sin embargo, una puerta excusada, abierta a un costado de la principal, llamó la atención de los detectives, y el inspector Queen y el sargento Velie cuchichearon juntos unos instantes. Seguidamente, el segundo aplastó su formidable pulgar sobre el botón de la Campanilla Nocturna, según rezaba un cartelito colocado arriba, y aguardaron en silencio. No hubo respuesta. Velie llamó de nuevo. Transcurrieron cinco minutos sin que se oyeran ruidos y se encendieran luces dentro del establecimiento, y Velie, gruñendo, ordenó a varios de sus hombres que derribaran la puerta. Cedió ésta con gran estrépito, y los policías precipitáronse en tropel dentro del obscuro vestíbulo.

En masa cargaron escaleras arriba hasta llegar a otra puerta, protegida, conforme verificaron a la luz de sus linternas, por un dispositivo de alarma contra ladrones. Desentendiéndose de la alarma transmitida a la agencia central de protección, los detectives atacaron con grandes bríos el nuevo obstáculo y no tardaron en sacarlo del paso.

Encontráronse entonces en una larga y obscura galería, que corría a todo lo largo del piso. Sus antorchas revelaron los rasgos inmóviles de numerosos rostros pintados en telas adosadas a los muros, algunos cajones conteniendo objets d’art, y muchas obras de antigua y moderna escultura. Todo parecía en orden, y nadie apareció ante los policías para protestar contra aquella invasión.

Casi al extremo de la galería, a mano izquierda, un chorro de luz cortaba el piso, procedente de un portal abierto. El inspector voceó el nombre del hermano de Grimshaw, pero no hubo contestación. Precipitáronse en tropel hacia la fuente de luz y no tardaron en hallarse frente a una puerta de acero abierta de par en par, en la cual se leía:

MR. GILBERT SLOANE.

PARTICULAR.

Pero los ojos de los policías no se curaban más de esos detalles intrascendentes. Como un solo hombre, conteniendo el aliento, arracimáronse en el umbral, inmóviles. Inmóviles, de hecho, como la figura desplomada sobre el único escritorio del cuarto. ¡Y la luz del velador reveló, a las claras, el cuerpo yerto de Mr. Gilbert Sloane!

El caso no se prestaba a conjeturas fútiles. Desperdigados por el despacho del muerto —alguien había encendido la luz eléctrica— contemplaban, sombríos, la masa destrozada, sanguinolenta, de lo que fuera la cabeza del desventurado Sloane.

El escritorio, ante el cual le sorprendiera la muerte, ocupaba el centro de la oficina. El hombre yacía con la cabeza abatida sobre su costado izquierdo, apoyada en un papel secante verde. Uno de los extremos del escritorio enfrentaba el portal, de suerte que el cuerpo de Sloane, visto desde la galería exterior, ofrecía una vista sesgada. Desplomado hacia adelante en su silla de cuero, extendía el brazo izquierdo por encima del papel secante, en tanto su otra extremidad pendía sobre el piso al lado de la silla. Un revólver yacía en el suelo directamente debajo de su diestra, a escasas pulgadas de la punta de sus dedos, como si se le hubiera escurrido de la mano. El inspector se inclinó sobre el cuerpo y sin atreverse a tocarlo, examinó la sien derecha, iluminada por las luces de la oficina. En ella se veía un boquete profundo, irregular, sanguinolento, salpicado de marcas de pólvora negruzca. El anciano se arrodilló y con infinito cuidado abrió el revólver. Salvo una cámara, estaba cargado por completo. Olfateó la boca del arma y asintió.

—¡Que me aspen si esto no es un caso de suicidio! —anunció, poniéndose de pie.

Ellery dirigió una mirada en torno. Una oficina pequeña, limpia, ordenada. Todas las cosas parecían ubicarse en sus lugares acostumbrados. En parte alguna veíanse señales de lucha.

En el ínterin, el inspector despachaba a un detective con el revólver, envuelto en un pañuelo, para determinar su dueño. Volvióse a Ellery, cuando su subordinado salió del despacho:

—Bueno, ¿no te sientes satisfecho, hijo? —inquirió—. ¿Aún supones que es un «lazo»?

Los ojos del joven parecían fijos en algún lugar lejano, allende los confines de la oficina.

—No, es realmente un suicidio —murmuró al fin—. Pero lo que no capto bien es su premura en suicidarse… Después de todo, en nuestra última entrevista con Sloane no se dijo nada susceptible de hacerle sospechar que levantaríamos cargos contra él, papá. No se pronunció palabra sobre el testamento, la llave aún no había sido descubierta, Mrs Vreeland no nos había contado todavía su historieta y… ¡Hum!… Comienzo a sospechar que…

Ambos se miraron en los ojos. Un «¡Mrs. Sloane!» surgió al unísono de sus gargantas, y Ellery saltó hacia el teléfono del escritorio del muerto. Luego de un largo interrogatorio con el operador, solicitó comunicación con una oficina central…

La atención del inspector desvióse. El ulular de una sirena llegó débilmente a sus oídos procedente de la Madison Avenue; luego unos frenos chirrearon en la calle y, por las escaleras, retumbaron las pisadas de numerosos pies. El policía espió la galería. La implacable destrucción del sistema de alarma de las Galerías Khalkis por parte del sargento Velie daba sus frutos. Un tropel de sombríos sujetos irrumpió por las galerías, pistolas en mano. El policía requirió varios minutos para convencerles de que era de veras el archiconocido inspector Queen, del Departamento de Policía, y que los hombres desperdigados por el edificio eran sus subordinados, y no ladrones, y que nada había sido substraído de las valiosas colecciones. Cuando regresó a la oficina, aplacados los ánimos de los invasores, encontró a su hijo fumando en una silla, y con aspecto más alicaído que nunca.

—¿Averiguaste algo?

—Es increíble… Me llevó cierto tiempo, pero finalmente logré arrancar la información. Esta noche se recibió una llamada de afuera —respondió Ellery—. Una hora atrás. Se la investigó. ¡Procedía de la casa de Khalkis!

—¡Tal cual me lo imaginaba, hijo! De modo que fue de ese modo cómo Sloane se enteró que estaba liquidado, ¿eh?… Alguien sorprendió nuestra conversación en la biblioteca y enteró de todo a Sloane telefoneándole desde la casa.

—Por otra parte —dijo Ellery cansadamente—, no existe forma de descubrir quien formuló el llamado desde allí al despacho de Sloane, ni menos el tono de esa conversación. Tendrás que satisfacerte con hechos desnudos, papá.

—¡Pues los hay en abundancia! ¡Thomas! —Velie apareció en el umbral—. Regrese a la casa Khalkis e interrogue a todos. Averigüe quiénes estaban esta noche en la casa a la hora de revisar el dormitorio de Sloane, de interrogar a éste y Mrs. Vreeland y discutir el asunto Sloane en la biblioteca de la planta baja. Averigüe también quien hizo uso esta noche del teléfono… y no se me olvide de «cocinar» bien a Mrs. Sloane. ¿Entendido?

—¿Comunico la novedad a esa gente? —gruñó Velie.

—¡Desde luego! Lleve consigo algunos muchachos. Nadie debe salir de la casa hasta que ordene lo contrario.

Velie partió. Sonó el teléfono y el inspector atendió. Era una llamada del detective a quien despachara con el revólver. Éste informó que había logrado identificar el arma, registrada, bajo permiso oficial, a nombre de Gilbert Sloane. El anciano, riendo entre dientes, telefoneó al Departamento Central solicitando la presencia del doctor Samuel Prouty, médico policial.

Al dar la espalda al aparato vio que su hijo huroneaba dentro de una pequeña caja de hierro, embutida en el muro, detrás del escritorio del suicida. Su portezuela de acero abríase de par en par.

—¿Encontraste algo? ¿Hay algo allí de interés?

—Aún no lo sé… ¡Hola!… Ellery, calándose firmemente los lentes, curvóse sobre la caja fuerte. Debajo de algunos documentos comerciales apilados en el piso de la misma descubrió un objeto metálico.

El inspector se lo arrancó al punto de la mano. Se trataba de un antiguo y pesado reloj de oro, desgastado por el uso. En sus entrañas no se percibía tictac alguno de vida. El anciano lo dio vuelta entre sus manos:

—¡Si esto no es lo más…! —esgrimiendo el reloj en alto, ejecuto un paso de danza—. ¡Ellery! —vociferó—. ¡Esto es el acabóse! ¡Por las barbas de Matusalén, considera finiquitado este turbio y difícil caso, hijo mío! Ellery examinó concienzudamente el reloj. Sobre el reverso de la tapa abierta, grabadas en el metal, veíanse las letras, casi borradas, que formaban el nombre y apellido de ALBERT GRIMSHAW. La grabación era genuinamente antigua.

Ellery pareció entonces sentirse más desventurado que nunca. Su abatimiento creció de grado cuando el inspector, guardando el reloj en uno de los bolsillos de su chaleco, dijo:

—No hay vuelta que darle, hijo. Esto corrobora mis teorías. Evidentemente, Sloane substrajo el reloj de las ropas de Grimshaw al mismo tiempo que el pagaré. Esta prueba, ensamblada con el suicidio de Sloane, demuestra categóricamente que Sloane es el culpable de todos estos delitos, Ellery.

—En eso —gimió pesaroso el joven— estoy completamente de acuerdo contigo, papá.

Miles Woodruff y el auxiliar del fiscal Sampson, Mr. Pepper, se presentaron poco después en la escena de la tragedia. Contemplaron, serenamente, los restos mortales del suicida.

—De suerte que Sloane era el asesino, ¿eh? —musitó Woodruff—. Sospeché siempre que él fue quien robó el testamento… Bueno, inspector, el caso es cosa acabada, ¿cierto?

—Sí, gracias a Dios.

—¡Lástima de hombre! —murmuró Pepper, meneando la cabeza—. ¡Una forma lastimosa de marcharse de este mundo! ¡Como un cobarde! Sin embargo, de acuerdo con lo que me informaron, ese Sloane era un hombre atildado, melindroso… Woodruff y yo regresábamos a la casa Khalkis cuando nos topamos con el sargento Velie, quien nos comunicó lo ocurrido, apresurándonos a venir aquí. Woodruff, ¿qué le parece si les habla del testamento?

El hombre asintió y sentándose en un diván, se enjugó el sudor que perlaba su frente:

—Poco es lo que debo decirles, caballeros —destacó—. Ese fragmento es genuino. Pepper confirmará cuanto asevero; el papel concuerda exactamente con la parte correspondiente en la copia de mi estudio… ¡exactamente!… Y la escritura —el nombre manuscrito de Grimshaw— es de Khalkis, sin lugar a dudas.

—¡Magnífico! Pero convendría asegurarnos mejor, Woodruff. ¿Trajo consigo el fragmento en cuestión y la copia?

—¡Ciertamente! —Woodruff entregó al policía un amplio sobre de papel manila—. Adentro coloqué algunas otras muestras de la letra de Khalkis.

El viejo policía hurgó dentro del sobre, asintió, y llamó con señas a uno de sus hombres apostados en el cuarto:

—Johnson, vaya a buscar a Una Lambert, la experta en grafología, y dígale que examine todas las muestras de letra contenidas en este sobre, al igual que la palabra dactilografiada del fragmento de papel chamuscado. Necesito un examen inmediato.

Johnson hizo mutis en el preciso momento en que la alta y escuálida figura del doctor Prouty, mordiscando su inevitable cigarro, entraba con pachorra en el cuarto.

—¡Adelante, doctor, adelante! —gritó jubiloso el inspector—. Tengo otro «fiambre» a su disposición. Y creo que será el último…

—De este caso —respondió alegremente el facultativo. Depositando su valija negra en el piso, miró la destrozada cabeza del muerto—. ¡Hum! ¿De modo que eras tú? A la verdad que no esperaba encontrarle de nuevo en estas circunstancias —sacándose sombrero y sobretodo, puso manos a la obra.

Cinco minutos más tarde se levantaba:

—Suicidio —gruñó—, ése es mi veredicto, a menos que alguien pretenda lo contrario —agregó—. ¿Dónde está el arma?

—Se la di a uno de mis hombres, doctor —replicó el inspector—. El revólver va de acuerdo con todo.

—Calibre 38, ¿no?

—Ni más ni menos.

—El motivo por el cual decía eso —continuó el galeno, mascando su cigarro— es que no encuentro la bala.

—¿Qué quiere usted decir? —inquirió Ellery rápidamente.

—No se salga de sus casillas, muchacho. ¡Vengan aquí! —el joven y los policías aglomeráronse en torno al escritorio de Sloane, en tanto el médico, agachándose sobre el cadáver, levantaba la ensangrentada cabeza tirándole de los desordenados cabellos. En el costado izquierdo, sobre el cual reposara la cabeza en el papel secante verde, veíase un cuajaron y un siniestro boquete; el secante estaba tinto en sangre—. El proyectil atravesó limpiamente la cabeza —indicó el médico— y tiene que estar en alguna parte.

Colocó el cuerpo en posición de sentado, con la misma calma chicha que si acondicionara un saco de papas. Enderezó la cabeza, reteniéndola por el escurridizo cabello, y miró de reojo en la dirección que hubiese seguido la bala, si Gilbert Sloane se hubiera suicidado sentado en aquella silla.

—El proyectil pasó a través de la puerta abierta —gritó Queen—. Es fácil determinarlo por la posición del cadáver. La puerta estaba abierta cuando lo encontramos, de modo que la bala debe hallarse en la galería exterior.

El policía traspuso el umbral, apostándose en la galería, ahora brillantemente iluminada. Calculó a ojo la probable trayectoria de la bala, asintió media docena de veces y enfiló directamente hacia el muro situado enfrente del portal. Una antigua alfombra persa, de espesor más que regular, pendía del mismo. Tras unos instantes de cuidadoso examen y de escarbar con la punta de su cortaplumas, el anciano regresó triunfante con una bala achatada.

El doctor Prouty gruñó su aprobación y restableció la cabeza del muerto en su posición original. El inspector volvía el mortífero proyectil entre sus dedos.

—No hay vuelta que darle. Se suicidó de un tiro y la bala, luego de atravesarle el cráneo, salió por el costado izquierdo, y pasando bajo el dintel de la puerta, con fuerza reducida, se aplastó contra el tapiz pendiente del muro opuesto. No penetró muy hondo en él. ¡Ya ven ustedes que todo concuerda!

Ellery examinó el plomo, y luego lo devolvió al inspector, encogiéndose de hombros con ese gesto sintomático de su extraña y tenacísima perplejidad. Retrocedió a un rincón, sentándose entre Woodruff y Pepper, mientras el policía y el médico supervisaban el traslado del cadáver a los efectos de la autopsia, precaución ésta sobre la cual insistiera especialmente el inspector.

Mientras el cuerpo era acarreado aprisa por la obscura galería, el sargento Velie retrepó afanosamente las escaleras, pasó juntó a la camilla, sin dirigirle más que una mirada fugaz y penetró en la oficina a paso de carga. Sin siquiera quitarse el sombrero, se encaró acto seguido con su superior:

—¡Nada! —rumió.

—Bueno, eso ya no importa, Thomas. De todos modos, ¿qué pasó?

—Nadie telefoneó esta noche… O por lo menos, eso es lo que ellos afirman, señor.

—Naturalmente, el bribón que telefoneó no lo confesará jamás —recalcó el inspector, tanteándose las ropas en procura de su tabaquera—. ¡Doble contra sencillo a que Mrs. Sloane le pasó el dato a su marido! De fijo nos espiaba mientras hablábamos en el estudio, y luego que pudo desembarazarse de Mrs. Vreeland, llamó precipitadamente a su esposo. O ella era cómplice de Sloane, o bien era inocente, y por nuestras palabras infirió la verdad de todo y telefoneó en seguida a su marido, informándole de lo ocurrido… En fin, es difícil determinarlo… Qué dijo Sloane o qué dijo Mrs. Sloane, resulta un enigma por el momento, pero es obvio que la llamada sirvió para demostrar a nuestro hombre que se hallaba perdido. De modo, pues, que se eliminó como único medio de evadirse de una situación insostenible.

—Juraría —rumió Velie— que ella no es culpable, señor. Cuando oyó la noticia, se desmayó… ¡y les aseguro que no fue una farsa!

Ellery se incorporó presa de un extraño desasosiego, y casi sin escucharles, reanudó sus paseos por el cuarto. Huroneó de nuevo en el interior de la caja fuerte, en donde nada pareció interesarle, y luego se precipitó al escritorio, atestado de papeles, evitando deliberadamente el obscuro manchón del papel secante. Comenzó a hurgar entre los papeles. Un objeto, semejante a un libro, atrajo su atención. Se trataba, de hecho, de un diario, forrado con cuero marroquí, según comprobó leyendo las letras doradas estampadas sobre la cubierta. La libreta apareció escondida a medias entre pilas de papelotes, y el joven se arrojó sobre ella con avidez. El inspector espió, inquisitivamente, por encima del hombro de su vástago. Éste hojeó aprisa el diario, cuyas páginas estaban llenas de una escritura clara y precisa. Recogiendo algunas cuartillas de papel de sobre el escritorio, en las cuales figuraban muestras de la escritura de Sloane, las comparó con las páginas del diario: concordaban exactamente. Leyó algunos trozos, sacudió la cabeza con rabia, cerró el diario y… se lo guardó en un bolsillo interior del saco.

—¿Descubriste algo? —preguntó su padre interesado.

—Si así fuera —respondió Ellery—, a buen seguro que no te importaría. ¿No afirmas que el caso ya está aclarado?

El anciano, sonriente, se apartó de su hijo. Broncas voces masculinas resonaban en la galería exterior. El sargento Velie apareció en medio de un aullante grupo de periodistas. Algunos fotógrafos lograron filtrarse en el cuarto y antes de mucho, éste se colmó de fogonazos y de humo. El policía comenzó a dar un resumen de los hechos; los representantes de la prensa escribían aprisa, y el sargento Velie fue acorralado para que vomitara sus declaraciones; y el auxiliar del fiscal Sampson, Mr. Pepper, centró la atención de un grupillo cínicamente admirativo; y Miles Woodruff, expandiendo su pecho, empezó a charlar hasta por los codos, rápido y personal en sus sesudos juicios, cuya esencia reflejaba la aseveración de que él, desde el principio mismo, él, el abogado Woodruff, sabía quién era el asesino, pero que… bueno, ya se sabe cómo son las cosas, y la lentitud de las molleras oficiales y… ¡ejem!… ¡ejem!…

En medio del torbellino, Ellery Queen consiguió escurrirse fuera del despacho. Siguió su camino ante las frías esculturas de la galería y debajo de las valiosas telas pendientes de los muros; bajó ágilmente las escaleras y traspasando las destrozadas puertas, salió, exhalando un suspiro de alivio, al aire frío y más o menos puro de la Madison Avenue.

El inspector le encontró allí, tiempo más tarde, recostado contra una obscura vidriera, en comunión con los tenebrosos pensamientos que danzaban en el seno de su dolorida cabeza.