Tan pronto como los Queen y el sargento Velie penetraron en el saloncillo de recibo de la mansión Khalkis, Weekes les informó que todos sus moradores estaban en casa. El policía solicitó, hoscamente, la presencia de Gilbert Sloane, y el mayordomo se precipitó a las escaleras de los fondos del caserón, mientras los tres detectives enfilaban hacia la biblioteca.
El inspector dirigióse a uno de los teléfonos del escritorio y llamando al despacho del fiscal, conversó brevemente con Pepper, explicándole el descubrimiento de las cenizas de lo que parecía ser el testamento de Khalkis. Pepper vociferó en respuesta que iría en seguida, y el anciano telefoneó luego al Departamento de Policía, formulando a gritos algunas preguntas y escuchando varias contestaciones, terminando, por colgar con rabia:
—No dio resultado la investigación sobre el anónimo. Jimmy opina que el remitente es un tipo diestro como pocos… ¡Adelante, Sloane, adelante! —agregó—. Deseamos conversar con usted.
El hombre remoloneábase en el umbral:
—¿Alguna novedad, inspector? —balbuceó.
—¡Adelante, hombre! ¡No le vamos a morder!
Sloane se sentó en el borde de una silla y cruzó las manos trémulamente sobre sus rodillas. Velie marchó a un rincón, arrojando su pesado sobretodo sobre el respaldo de una silla, mientras Ellery encendía un cigarrillo, estudiando el perfil del sospechado entre volutas de humo.
—Sloane —comenzó diciendo abruptamente el inspector—, lo hemos atrapado en una sarta de mentiras.
El hombre palideció:
—¿Qué dice usted? Seguramente no…
—Desde el principio afirmó que la primera vez que vio a Albert Grimshaw fue a sacarle del féretro de Khalkis en el cementerio contiguo —indicó el inspector— y lo sostuvo aún después que Bell, empleado del turno de noche del Hotel Benedict, le identificara como a uno de los integrantes del grupo de personas que visitaran a Grimshaw la noche del treinta de septiembre último.
Sloane musitó:
—¡Desde luego, desde luego! ¡No era cierto!
—¿De veras? —el policía, inclinándose hacia adelante, le palmeó las rodillas—. Bueno, Mr. Gilbert Grimshaw, perdóneme usted que le diga que averiguamos ya que usted es el muy digno hermano de Mr. Albert Grimshaw.
Sloane ofreció entonces un aspecto lamentable. Boquiabierto, dilatados los ojos como platos, la lengua sobre los labios agrietados, gruesas gotas de sudor resbalaron sobre su frente, mientras sus manos temblaban convulsivamente. Dos veces trató de recobrar el habla, y en cada una sólo logró emitir un sonido ininteligible.
—Creo que esta vez le pescamos, ¿eh, Sloane? —el inspector estaba radiante de alegría—. ¿Qué significan todas estas mentiras?
Sloane descubrió finalmente el secreto de coordinar pensamiento y laringe:
—¿Cómo descubrieron eso, inspector? —exclamó.
—Poco importa los «cómo». ¿Es cierto, no?
—Sí —la mano del hombre se alzó hasta la frente y bajó húmeda—. Sí… pero no veo cómo…
—Venga esa confesión, Sloane.
—Albert era mi… hermano, como usted dice, inspector. Cuando fallecieron nuestros padres, muchos años atrás, quedamos ambos solos en la vida. Albert… él andaba siempre en líos… Nos peleamos… y terminamos por distanciarnos…
—Y usted cambió luego de nombre, ¿verdad?
—Sí, señor. Mi nombre era Gilbert Grimshaw, desde luego y… —tragó saliva y sus ojos se humedecieron—. Albert fue enviado a la cárcel… por un delito de menor cuantía. Yo… bueno, no pudiendo resistir la vergüenza, adopté el apellido de soltera de mi madre, y comencé una nueva existencia. Dije a Albert en ese tiempo que no quería más vinculaciones con él… —el hombre se retorció las manos—. Él no sabía… yo no le comuniqué mi cambio de nombre. Vine luego a trabajar a Nueva York, pero… siempre mantenía mis ojos fijos en él, temeroso de que averiguara lo que estaba haciendo y tratara de hacer escándalo sacándome dinero con la amenaza de hacer público mi parentesco con él… Albert era mi hermano, pero se comportó siempre como un perfecto canalla. Nuestro padre era maestro de escuela. Enseñaba pintura y pintaba él mismo. Crecimos en un ambiente refinado y culto… No entiendo cómo Albert desvió su vida por el mal camino.
—Oiga, nada de historias antiguas, sino hechos inmediatos. ¿Visitó usted a ese individuo la noche del jueves en su hotel?
Sloane suspiró:
—Supongo que de nada me servirá negarlo ahora… Sí, no aparté mis ojos de él durante toda su delictiva carrera, viéndole ir de mal en peor, aunque él ignoraba mi vigilancia. Sabía que estaba encerrado en Sing-Sing y aguardé su excarcelación. Cuando salió del presidio el martes averigüé su paradero, y el jueves por la noche fui al Hotel Benedict para conversar con él. No me agradada a idea de tenerle en Nueva York. Deseaba que… bueno, que se marchara lejos…
—Sí, se marchó bien lejos, de hecho.
—¡Un momento, Mr. Sloane! —terció Ellery—. ¿Cuándo vio usted por última vez a su hermano antes de la visita del jueves en su cuarto?
—¿Cara a cara?
—Sí…
—En realidad, no hablé con él durante todo el período en que cambié mi apellido por Sloane.
—¡Admirable! —murmuró el joven, dedicando su atención al cigarrillo.
—¿Qué ocurrió esa noche? —interrogó Queen.
—¡Juro que nada, inspector! Pregunté por él y ya en su presencia, le supliqué que abandonara la ciudad, ofreciéndole mucho dinero… Albert se sorprendió y adiviné que se sentía malignamente jubiloso de verme, como si ello fuera la última cosa en el mundo que aguardara y mi presencia no le resultara tan desagradable después de todo… Comprendí al punto mi error de ir a verle, y que más me hubiera convenido dejar dormir tranquilo al perro rabioso… Y tuve que admitir que me había comportado como un imbécil cuando mi hermano confeso no haber pensado siquiera en mí en muchos años y de haber olvidado casi que tenía un hermano… ¡Ésas fueron exactamente sus palabras!
Suspiró de nuevo:
—Con todo, ya era demasiado tarde, y le ofrecí cinco mil dólares si abandonaba la ciudad y no aparecía jamás por ella. Albert prometió, y me arrancó el dinero de la mano, tras lo cual salí del cuarto…
—¿No le volvió a ver vivo?
—¡No, no! Imaginaba que se había marchado de la ciudad. Cuando abrieron el ataúd y apareció su cadáver dentro de él…
—Durante su conversación con Albert, ¿no le indicó usted su apellido actual?
—El hombre parecía horrorizado:
—¡Claro está que no! Me reservaba el secreto a modo de… de protección. No creo que él sospechara siquiera que ya no me hacía llamar Gilbert Grimshaw. Por eso me sorprendí tanto cuando el inspector me anunció que… No entiendo cómo…
—¿Quiere usted significar que nadie sabía que Gilbert Grimshaw era el hermano de Albert Grimshaw? —preguntó Ellery.
—¡Ni más ni menos! —Sloane se enjugó de nuevo la frente—. En primer lugar, no dije a alma viviente tener un hermano… ¡ni siquiera a mi esposa!… Y Albert no pudo decírselo a nadie, por la sencilla razón de que, si bien sabía que en alguna parte del mundo tenía un hermano, desconocía que me hacía llamar Gilbert Sloane. De hecho, Albert no lo sabía ni cuando me separé de él para siempre…
—¡Curioso! —murmuró el inspector.
—¿Verdad? —musitó Ellery—. Mr. Sloane, ¿conocía su hermano sus vinculaciones comerciales con Georg Khalkis?
—¡Oh, no, no! ¡Estoy seguro! En verdad, Albert me preguntó con acento irónico en qué me ocupaba, y yo hice caso omiso a sus preguntas. No quería que se entremetiera en mis cosas…
—Algo más, Mr. Sloane. ¿Se reunió usted con su hermano en la calle el jueves por la noche, penetrando luego juntos en el Hotel Benedict?
—No… Llegué solo. Entré en el vestíbulo casi a la zaga de Albert, y de otro individuo todo arrebozado…
El inspector articuló una exclamación ahogada.
—… Todo arrebozado… No le vi el rostro. No seguí toda la noche a Albert, e ignoraba de dónde venía. Al verle, solicité al empleado del hotel el número de su pieza, y seguí a los dos a los altos. Aguardé un tiempo en uno de los corredores transversales del tercer piso, esperando que el segundo individuo se ausentara para colarme yo en la pieza de mi hermano, y salir lo más pronto de un lugar que me quemaba los pies…
—¿Tuvo usted la puerta del cuarto 314 bajo su observación directa? —inquirió Ellery.
—Bueno, si… y no. Con todo, supongo que el compañero de Albert logró escabullirse del cuarto en un momento en que no miraba la puerta. Esperé entonces unos minutos y luego, dirigiéndome al cuarto 314, golpeé en la puerta. Albert la entreabrió un instante y…
—¿La pieza estaba vacía?
—Sí… Albert no mencionó su anterior visitante, y supuse que sería algún conocido ocasional del hotel —Sloane suspiró amargamente—. Con franqueza, me sentía demasiado ansioso de terminar con ese asunto y escapar de allí cuanto antes, para formularle preguntas sobre cosas que no me interesaban. Luego nos dijimos lo que ya saben y salí, experimentando un inmenso alivio…
—Eso es todo —afirmó, de súbito, el inspector.
Sloane saltó sobre sus pies:
—Gracias, inspector, gracias mil por su espléndida generosidad. Y a usted también, Mr. Queen. Temía que me aplicaran… bueno, ese «tercer grado»… ¡Ejem! —se tocó el nudo de la corbata y las amplísimas espaldas de Velie temblaron como el Vesubio durante una erupción—. Voy a… marcharme, caballeros —agregó débilmente—, a trabajar en las galerías. Bueno…
Los tres se mantuvieron en silencio, contemplándole. Sloane murmuró algo, articulando un sonido asombrosamente parecido a una risilla nerviosa, y se escurrió prestamente por la puerta afuera. Instantes después escuchaban el portazo de la puerta del frente.
—Thomas —dijo el inspector—, consígame una reproducción completa de la lista de pasajeros del Hotel Benedict, indicando quiénes pasaron allí el jueves y el viernes, treinta y primero, respectivamente.
—Por lo visto, papá —exclamó, divertido, Ellery, mientras el sargento hacía mutis del estudio—, crees que existe algo de cierto en esa sospecha de Sloane concerniente al supuesto conocido del hotel.
La cara del inspector enrojeció:
—¿Y por qué no, muchacho? —rumió—. ¿No opinas lo mismo?
Ellery suspiró.
Y fue en ese preciso momento cuando Pepper irrumpió en el cuarto. Su rostro encarnado estaba más encarnado aún por el viento y sus ojos chispeaban mientras solicitaba ver el fragmento del testamento, pescado de la caldera de la casa contigua. Ellery se sentó despacio, cavilando, en tanto Pepper y el policía examinaban el papel a la fuerte luz de la lámpara de escritorio.
—Es difícil decirlo —murmuró Pepper—. Apriorísticamente, inspector, no veo razón alguna para negar que este trozo de papel no corresponda al auténtico documento. La escritura parece ser la misma.
—Ya verificaremos ese detalle, Pepper.
—¡Por supuesto! —el abogado se sacó el abrigo—. Si establecemos que este fragmento formaba parte del último testamento de Khalkis, y ensamblamos eso con parte de la relación de Mr. Knox, nos veremos envueltos, según me temo, en uno de esos enredos testamentarios que hacen tan agradable la vida de los jueces.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que a menos que probemos que este testamento fue suscrito por el testador bajo compulsión o coacción ilegal, las Galerías Khalkis irán a parar a manos de la sucesión de Albert Grimshaw.
Los tres se miraron unos a otros.
—Ya veo —murmuró el inspector—. Y siendo Sloane el más próximo pariente de Grimshaw…
—¡En circunstancias sospechosas! —comentó Ellery.
—¿Quiere usted significar que Sloane se sentiría más a salvo heredando todo por intermedio de su esposa? —interrogó el abogado.
—¿No es lo más razonable, poniéndonos en el lugar de Sloane?
—Algo de verdad hay en eso —murmuró el policía.
Encogiéndose de hombros, relató substancialmente al abogado las declaraciones de Sloane, y aquél asintió. Luego ambos miraron de nuevo el diminuto trozo de papel chamuscado, con expresión impotente.
—Lo primero que debemos hacer es ver a Woodruff, y comparar este fragmento con otros documentos escritos por el difunto. De este modo estableceremos, comparando las escrituras, si es o no…
Los tres se volvieron prestamente al oír ruidos de pasos ligeros en el vestíbulo contiguo al estudio. Mrs. Vreeland, ataviada con un cabrilleante vestido negro, erguíase en el umbral en una actitud evidentemente estudiada. Pepper guardó el papel en uno de sus bolsillos; el inspector interpeló a la silenciosa mujer:
—Entre usted, Mrs. Vreeland. ¿Deseaba vernos?
—Sí —musitó ella, espiando los ámbitos del vestíbulo, y penetrando luego con pasos vivos, cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas. Todos sus movimientos traspiraban algo furtivo, una emoción reprimida que los hombres no atinaban a definir, pero que encendía el color de sus mejillas, hacía más brillante su mirada y agitaba su pecho. En cierto modo, un toque de perversidad asomábase en su hermoso rostro y puntos luminosos ardían en medio de sus pupilas.
El inspector le ofreció una silla, pero ella rehusó, prefiriendo permanecer apoyada contra la puerta cerrada. Sus acciones eran abiertamente cautelosas, como si aguzara los oídos para captar los ruidos del vestíbulo. Los ojos del inspector se estrecharon, Pepper frunció el ceño y el propio Ellery la estudió con cierto desapasionado interés.
—Bueno, ¿qué se le ofrece, Mrs. Vreeland? —gruñó el viejo.
—Venía a confesarle, inspector Queen —susurró ella—, que he callado un hecho importante…
—¿De veras?
—Deseo confesarle algo que no dudo será sumamente interesante para ustedes —sus pestañas negras y húmedas deslizáronse sobre los globos oculares, escondiéndolos por completo; cuando volvieron a alzarse, los ojos destellaban con odio implacable—. El miércoles de la semana pasada por la noche…
—¿El día siguiente del funeral? —preguntó Queen.
—Sí… El miércoles por la noche, muy tarde ya, no podía dormirme —prosiguió la mujer—, pues sufro de insomnio. Levantándome del lecho, salí a la ventana que da sobre el pasaje de los fondos de la casa. En ese instante sorprendí a un individuo que se escurría por el pasaje en dirección a las verjas del cementerio, penetrando luego en él…
—En verdad, lo que nos dice es interesante, Mrs. Vreeland —murmuró con calma el policía—. ¿Quién era ese hombre?
—¡Gilbert Sloane!
Las palabras brotaban de sus labios con un acento venenoso. Sosteniendo sus miradas con ojos malignos, una suerte de sonrisa aviesa se dibujó en sus labios. En ese momento, estaba horrible, espantosa… ¡feroz!!!! El policía parpadeó y Pepper cerró los puños, estremecido. Sólo Ellery conservaba su calma, estudiando a la mujer como si se tratara de una bacteria colocada bajo la lente del microscopio.
—Gilbert Sloane, ¿en? ¿Seguro, Mrs. Vreeland?
—¡Como la muerte! —las palabras restallaron como latigazos.
El inspector cuadró los hombros:
—Bien, Mrs. Vreeland, lo que acaba usted de decirnos es algo muy serio. Guárdese mucho de proporcionarnos informaciones exageradas, tendenciosas… o falsas… Refiérame usted exactamente lo que ha visto, ni más ni menos. Cuando usted se asomó por la ventana, ¿vio usted de dónde llegaba Mr. Sloane?
—No sabría precisarle si salió de entre las tinieblas de la casa o no, pero supongo que llegaba de los sótanos de Khalkis. Al menos, tal fue mi impresión.
—¿Cómo iba vestido?
—Con sombrero de fieltro y sobretodo.
—Mrs. Vreeland —la voz de Ellery le hizo dar vuelta la cabeza—, ¿eso ocurrió muy tarde?
—Sí. No sé exactamente a qué hora, pero debió ser bien pasada la medianoche.
—El pasaje interior es muy obscuro —indicó, suavemente, el joven—, en especial de madrugada…
Los tendones de su hermoso cuello se tendieron hacia el pichón de detective.
—¡Oh, sí, sí! ¡Adivino sus pensamientos! ¡Usted cree que no le vi con claridad y que me fundo en simples sospechas! Pues no, señor, no: ¡juro por mi madre que le vi!
—¿Pudo distinguir claramente su rostro?
—No, no pude, Mr. Queen… ¡Pero era él… Gilbert Sloane! ¡Oh, sí! Le reconocería en cualquier parte, en cualquier momento, y bajo cualquier circunstancia… —la mujer se mordió los labios.
Pepper asintió, con aire entendido, y el inspector puso cara sombría.
—En tal caso, si llegara a ser necesario —gruñó el anciano—, ¿juraría usted que vio a Gilbert Sloane esa noche en el pasaje dirigiéndose al cementerio?
—¡Sí! —respondió la mujer, dirigiendo una mirada de través al imperturbable Ellery.
—¿Permaneció usted en la ventana después que Sloane desapareció dentro del campo santo? —preguntó Pepper.
—Sí. Gilbert reapareció unos veinte minutos después, caminando aprisa y mirando en derredor como si no quisiera ser visto, escabullándose entre las sombras debajo de mi ventana. Sí, juraría que entró en la casa.
—¿No vio nada más? —inquirió el abogado.
—¡Cielos! —estalló ella, amargamente—. ¿No fue bastante?
El inspector agitó su pequeño cuerpo, apuntando, con el filo de su nariz, al turgente seno de la mujer:
—Cuando le vio encaminarse al cementerio, Mrs. Vreeland, ¿observó si él llevaba algún paquete?
—No.
El policía escondió el rostro para ocultar su despecho.
—¿Por qué no vino antes a contarnos ese bonito cuento, Mrs. Vreeland? —preguntó con flema Ellery.
Una vez más ella le miró con ojos llameantes, entreviendo en sus palabras corteses cierta sospecha:
—¡No creo que eso importe! —prorrumpió.
—¡Oh, Mrs. Vreeland! ¡Vaya si importa!
—Bueno, pues… no lo recordé hasta ahora…
—¡Hum! —rumió el inspector—. ¿Eso es todo, Mrs. Vreeland?
—Sí.
—Bien, no repita su historia a nadie… ¡A NADIE!… ¿Entiende? Puede marcharse.
El armazón de acero que sostenía a esa mujer pareció desmenuzarse bajo las palabras del policía y, de súbito, su semblante se avejentó veinte años. Abriendo lentamente la puerta, susurró:
—¿Piensa usted tomar medidas al respecto?
—¡Ya le dije que se marche, Mrs. Vreeland!
La mujer se arrastró por el umbral con pasos cansados, y salió sin echar una ojeada atrás. El inspector cerró tras ella, frotándose luego las manos con un curioso movimiento de «agua y jabón».
—¡Bueno, bueno! —exclamó acremente—. ¡La cosa cambia de aspecto! Esa mujer ha dicho la verdad. Y el asunto comienza a parecer…
—Recuerda, papá —cortó Ellery zumbonamente—, que esa señora no pudo verle la cara al caballero de marras.
—¿Cree usted que miente? —preguntó Pepper desconcertado.
—Digo que ella nos dijo lo que creía era la verdad. La psicología femenina es demasiado sutil para nuestra mente masculina…
—Pero admitirás que cabe la posibilidad de que haya visto a Sloane, ¿verdad? —rumió el policía.
—¡Sí, sí! —murmuró Ellery agitando la diestra.
—Una diligencia debemos hacer inmediatamente —terció el abogado— y es revisar a fondo la habitación de Sloane.
—De acuerdo, de acuerdo —indicó el inspector—. ¿Vienes, El?
El muchacho, suspirando, les siguió los pasos sin exteriorizar muchas esperanzas en su rostro aniñado. Al salir al corredor, percibieron la delgada figura de Mrs. Delphina Sloane escurriéndose por los fondos del vestíbulo, y mirando atrás con rostro encendido y ojos febriles. Instantes después desaparecía por la puerta de la sala.
El inspector detuvo sus pasos:
—Espero que no nos escuchara —masculló con rabia—. Esta gente es capaz de todo… —sacudiendo fieramente su encanecida cabeza, el policía se dirigió a las escaleras, subiendo a los altos, en una de cuyas puertas llamó discretamente con los nudillos. Mrs. Vreeland apareció en el acto en el vano de la puerta—. Señora, le agradeceré que baje a la sala y entretenga a Mrs. Sloane un rato, hasta que regresemos —dijo en voz bajísima; guiñó un ojo y ella asintió, jadeante. Cerrando la puerta del cuarto, descendió aprisa las escaleras—. Por lo menos —agregó el anciano—, no seremos interrumpidos en nuestra tarea. ¡Andando, muchachos!
El departamento de los Sloane en los altos estaba dividido en dos cuartos: una salita y un dormitorio.
Ellery rehusó participar en la búsqueda y permaneció con los brazos cruzados mientras su padre y Pepper andaban por todos los trastos del dormitorio. El inspector fue muy circunspecto y no dejó escapar nada: hincándose sobre sus viejas rodillas, tanteó debajo de la alfombra, golpeó los muros, exploró el interior de los muebles. Pero todo en vano. No descubrieron ni vestigios de algo que él o Pepper consideraban necesario mirar dos veces.
Regresaron a la salita y recomenzaron la tarea. Ellery, recostado contra la pared, observaba sus progresos. Extrajo un cigarrillo, lo puso entre sus delgados labios, encendió un fósforo, y lo apagó sin prender el cigarrillo. Ése no era lugar para fumar. Colocó el cigarrillo y el fósforo quemado en el bolsillo desplegando en ello inusitadas precauciones.
Cuando podía preverse un rotundo fracaso, los investigadores hicieron el descubrimiento salvador. Y el descubrimiento lo hizo el diligente Pepper, al hurgar dentro de un antiguo escritorio tallado, colocado en un rincón. Luego de husmear dentro de todos los cajones sin resultado alguno, una gran tabaquera atrajo, hipnóticamente, su atención. Levantó la tapa. El tarro estaba lleno de tabaco para pipa.
—Éste podría ser un buen lugar para… —murmuró entre dientes, callándose en seco cuando sus dedos, hundiéndose y escarbando dentro del tabaco, palparon un objeto metálico. Soltó una exclamación ahogada—. ¡Cielos! —exclamó—. ¡Vaya un descubrimiento!
Queen, que estaba huroneando cerca de la chimenea, levantó la cabeza y enjugándose el sudor, se precipitó hacia el escritorio. La flema de Ellery se desvaneció como por ensalmo y se adelantó aprisa en pos del policía.
En la palma de la trémula mano de Pepper, entre cuyos dedos enredábanse aún algunas hebras de tabaco, había una llave.
El inspector se la arrancó con rabia:
—Ésta parece que es… —murmuró, y luego, chasqueando los labios, sepultó la llave en un bolsillo del chaleco—. Creo que esto es maravilloso, Pepper. ¡Salgamos de aquí en seguida! ¡Si esta llave pertenece a una cerradura que yo me sé, juro que aquí se armará la de Dios es Cristo!
Abandonaron el departamento con cautelosa premura. Escaleras abajo tropezaron con Velie.
—Despaché a un hombre al Hotel Benedict —gruñó el sargento— y ya debe haber llegado allá a…
—¡Dejemos eso por ahora, Thomas! —dijo el inspector, sacudiendo la zarpa de su colaborador.
Espiando en torno con suspicacia, extrajo la llave del bolsillo y la apretó contra la mano de Velie, diciéndole luego algo al oído. Velie asintió y taconeó hacia el vestíbulo, y minutos más tarde le oyeron salir del caserón.
—Bien —dijo el policía sombríamente, inhalando tabaco picado con singular vigor—, parece que el bueno de… ¡sniff sniff!… McCoy nos vendrá a mano. Oigan, vamos al estudio para salir del paso de la gente.
Arreó a Pepper y Ellery al estudio y se quedó junto a la puerta, dejada entreabierta un resquicio. Callaron, aguardando con paciencia. En el rostro delgado de Ellery apareció una expresión de expectativa. De súbito, el anciano abrió la puerta, y el sargento Velie pareció materializarse al extremo del brazo del inspector.
Queen cerró la hoja en seguida. Los rasgos sardónicos de Velie reflejaban claras señales de excitación.
—¿Y bien, Thomas? ¿Qué hay, qué hay?
—Es la misma, seguro que es la misma, señor.
—Demontres —barbotó el inspector, radiante—. ¡La llave encontrada en la tabaquera de Sloane abre la puerta de los sótanos de la casa vacía de Knox!
El viejo policía gorjeaba como un alegre pajarillo. Velie, montando guardia contra la puerta cerrada, parecía un cóndor de ojos relucientes. Pepper semejaba un gorrión saltarín. Y Ellery, como puede suponerse, venía a ser el agorero cuervecillo de renegrido plumaje y graznidos inarticulados.
—Esa llave implica dos hechos —decía el inspector, dibujando en sus labios una sonrisa que dividía su rostro adusto en dos partes—. Arranca una hoja de tu libro, hijo mío… Bueno, indica que Gilbert Sloane, cuyos motivos para hurtar el testamento eran poderosos, posee una llave duplicada de la puerta del sótano en que se descubrió el trozo del testamento. Y esto significa que él fue quien trató de destruir ese documento en el horno. Ya ven ustedes que cuando Sloane substrajo el testamento de la caja fuerte el día del funeral de Khalkis, lo introdujo subrepticiamente en el féretro, recuperándolo la noche del miércoles o del jueves.
»La segunda indicación es simple confirmación. El hediondo arcón del sótano y la llave en cuestión corroboran nuestras sospechas de que el cadáver de Grimshaw fue ocultado allí antes de la inhumación de Khalkis. Ese sótano vacío de la casa contigua comportaba un seguro escondrijo para él… ¡Demontres! ¡Ya verá Ritter cuando le eche la mano encima! ¡Imagínense ustedes, perderse ese pedazo de documento en la caldera!
—El caso comienza a arder —murmuró el abogado, frotándose la quijada—. ¡Y como el demonio! Mi posición es clara: veré en seguida a Woodruff para comparar ese resto chamuscado de la copia. Es necesario cerciorarse de la autenticidad del documento —dirigiéndose al escritorio, marcó un número—. ¡Línea ocupada! —murmuró, colgando unos segundos—. Inspector, a mí me parece que alguien lleva una carga más pesada de la que le permiten sus fuerzas. Si estableciéramos que… —marcó otra vez y logró comunicarse con la casa de Woodruff.
El mucamo de éste lamentó informarle que su amo estaba ausente, aguardándole, empero, para dentro de media hora. Pepper le ordenó dijera a Woodruff que le esperara, y volvió a colgar el auricular con fuerza.
—Es mejor que se apresure —dijo el inspector radiante—, o se perderá los fuegos artificiales. De todos modos, necesitamos asegurarnos de que ese fragmento es genuino. Esperaremos aquí un rato y luego… Comuníquese conmigo apenas averigüe ese punto, Pepper.
—¡Seguro! Probablemente tendremos que molestarnos en ir hasta el despacho de Woodruff para sacar la copia de sus archivos, pero regresaré apenas me desocupe —Pepper, arrancando sobretodo y sombrero de la percha, salió volando de la oficina.
—Pareces muy seguro de ti, papá —recalcó Ellery.
Borrada la alegría de su rostro, el joven parecía ahora preocupado.
—¿Y por qué no? —el anciano desplomóse en la silla giratoria de Khalkis, exhalando un hondo suspiro de alivio—. El caso llega al fin, muchacho, tanto para nosotros como para Gilbert Sloane…
Ellery gruñó.
—Éste es un asunto —rió el policía— en el cual tus facultades deductivas no valen un comino. Sólo el raciocinio antiguo, directo y simple: ¡nada de fantasías descabelladas, hijo!
Ellery gruñó de nuevo.
—Lo malo en ti —continuó zumbonamente el inspector— es que imaginas que todos los casos entrañan una lucha mental a brazo partido. Y no quieres concederle a tu viejo padre un adarme de sentido común. ¡Al demonio, muchacho! ¡Eso es cuanto necesita un detective! Sentido común, más sentido común y siempre sentido común.
Ellery no dijo nada.
—Veamos, por ejemplo, este caso contra Gilbert Sloane —continuó el anciano policía—. Considéralo terminado, hijo. ¿Motivos? Innúmeros. Sloane asesinó a Grimshaw por dos razones: primera, porque Grimshaw le resultaba peligroso, y segunda, porque el bribón de su hermano, en su carácter de beneficiario de las Galerías Khalkis, le eliminaba del legado. Apartado Grimshaw del paso y destruido el testamento, Khalkis sería considerado fallecido intestado y Sloane recibiría su tajada por intermedio de su esposa. ¡Sutil!
—¡Sutilísimo! —rumió Ellery.
El inspector sonrió:
—No lo tomes a la tremenda, muchacho —murmuró—. De fijo, una investigación en los asuntos personales de Gilbert Sloane nos demostrará que el hombre tiene dificultades económicas. Y que le urge hacerse de dinero. ¡Muy bien! Ahí tienes expuesto el motivo. Encaremos esto desde otro punto de vista. Como señalaras, hijo, en tu análisis tocante a Khalkis como criminal, es evidente que el estrangulador de Grimshaw debió «plantar» más tarde esas falsas pistas contra Khalkis y, por consiguiente, saber que la posesión de esa tela por Khalkis dependía de su silencio. ¡Muy bien! El único extraño, como tú mismo lo demostraste, capaz de «plantar» las falsas pistas y de saber que Knox estaba en posesión del Leonardo, no era otro que el socio fantasma de Grimshaw. ¿Correcto?
—Palmariamente correcto, papá.
—Ahora bien —continuó el anciano, ceñudo, juntando las puntas de los dedos—. ¡Thomas, basta de moverse!… Planteado así el asunto, Sloane, para ser el asesino, debía haber sido también el «desconocido» compinche de Grimshaw, algo que encuentro fácil de acreditar, a la luz de la circunstancia derivada de ser ambos hermanos.
Ellery gruñó.
—Sí, ya lo sé —murmuró el padre con indulgencia—; eso significa que Sloane nos mentía en dos puntos importantes de su reciente declaración. Primero, si él era el cómplice de Grimshaw, éste tenía que saber que Sloane era su hermano, y por ende, conocer la situación de Sloane dentro de la empresa Khalkis. Segundo, Sloane debió haber sido el individuo que acompañaba a Grimshaw en el Hotel Benedict y no el visitante inmediato, como pretendió hacernos creer. Y esto implica que Sloane, siendo el desconocido acompañante de Grimshaw, el único visitante identificado es el que llegó en segundo término… y dónde diablos encaja él en todo este tejemaneje, sólo Dios lo sabe, si es que ensambla de alguna manera, hijo…
—¡Todo llegará a su tiempo! —murmuró Ellery.
—Verdad que tú te lo sabes todo al dedillo, ¿eh? —rió el inspector, burlón—. Pero esto basta para satisfacerme a mí. De cualquier modo, si Sloane es el asesino y compinche de Grimshaw, el testamento en danza resulta ser el motivo vital, mientras que la eliminación de Grimshaw como amenaza potencial y personal es un motivo secundario, al igual que la necesidad de despejar el terreno para extorsionar a Knox esgrimiendo al efecto su posesión ilegal de la tela de Leonardo.
—Un punto importante —observó Ellery— que necesitamos vigilar de modo especial, papá. Ahora que planteamos todos los puntos a tu satisfacción, te agradecería reconstruyeras el crimen. Esto me huele a cátedra y ansío nuevas y medulares lecciones…
—¿Por qué no, hijo? Es sencillo como el A B C. Sloane enterró a Grimshaw en el cajón de Khalkis el miércoles último a la noche, la misma noche en que Mrs. Vreeland le vio merodear por el pasaje interior. Supongo que ella le sorprendió cuando realizaba una segunda incursión al cementerio, lo cual justifica el hecho de que ella no le viera cargado con el cadáver. A buen seguro que nuestro asesino ya lo había acarreado entonces hasta la necrópolis…
Ellery sacudió la cabeza.
—No poseo argumentos a mano para refutar cuanto dices, papá, pero te juro que no me suena muy verídico…
—¡Tonterías, muchacho, tonterías! —gruñó el policía—. Algunas veces eres terco como una mula. A mí me suena la mar de verídico, hijo. Naturalmente, Sloane inhumó el cuerpo de su hermano antes de que tuviera algún motivo para suponer que el ataúd sería descubierto por las autoridades. Cuando se coló en la bóveda para meter adentro el cadáver, probablemente extrajo el testamento al mismo tiempo para asegurarse de su destrucción. Sloane debió, asimismo, substraer el pagaré de entre las ropas de Grimshaw poco después de asesinarle, destruyéndolo luego para proteger la sucesión Khalkis, destinada a parar indirectamente a sus manos, contra cualquier reclamo intempestivo en el caso de que dicho pagaré fuera descubierto y presentado para su cobro. ¡Muchacho! ¡Concuerda todo como los huesos de un esqueleto!
—¿De veras? ¿Lo crees así, papá?
—No lo creo, lo sé, muchacho. ¡Condenado tozudo! ¿Acaso esa llave del sótano, hallada en la tabaquera de Sloane, no constituye una prueba aplastante? ¡Eso es evidencia! Y ese fragmento chamuscado hallado en la caldera de la casa de Knox es, asimismo, una potentísima evidencia condenatoria. Y para coronar todo esto, hijo, el hecho archicomprobado que Gilbert Sloane y Albert Grimshaw eran hermanos. Muchacho, despierta de tus fantasías descabelladas… No cierres los ojos ante semejantes pruebas…
—Es triste, pero es así —suspiró el joven—. Con todo, te suplico que me excluyas del caso. Carga todo el crédito sobre tus espaldas. No quiero yo nada de tu gloria. ¡Ya me quemé una vez los dedos por salir disparatando con un conjunto de pistas falsas!
—¡Pistas falsas! —resopló el inspector—. ¿Me vas a decir ahora que la llave encontrada en la tabaquera de Sloane fue «plantada» allí dentro por alguien interesado en complicarle?
—Mi contestación debe ser enigmática. Observa, empero, que abro mis ojos cuando puedo —murmuró Ellery, incorporándose—. Y aunque no veo por dónde se escabullen las mentiras, papá, ruego al bon Dieu que me brinde ese «doble placer» ensalzado tan elocuentemente por La Fontaine: el placer de burlar al burlador: de tromper le trompeur…
—¡Bobadas sobre bobadas! —gritó el inspector, que poco se cuidaba de todos los La Fontaine del mundo entero—. ¡Thomas! Póngase el sobretodo y el sombrero, y busque a varios de los muchachos, que vamos a hacer una visita de cortesía a las Galerías Khalkis…
—¿Tienes la intención de confrontar a Sloane con lo que crees haber descubierto? —preguntó lentamente Ellery.
—Sí, señor, sí —respondió el policía—. Y si Pepper nos trae la autenticación de este fragmento del testamento, Mr. Sloane se encontrará esta noche en el calabozo acusado de asesinato.