El anochecer sorprendió al inspector, su hijo y al sargento Velie, apostados frente a la tétrica fachada del número 13.
La vacía mansión de Knox era una réplica exacta de la contigua de Khalkis. Paredones de piedras parduscas corroídas por la edad, amplios ventanales condenados con tablones… un edificio, en suma, de aspecto repulsivo. En la mansión Khalkis brillaban algunas luces y las incansables figuras de los detectives ambulaban entre los resplandores: en comparación, ésta era un lugar alegre.
—¿Trajo la llave, Thomas? —El mismo inspector sentía el melancólico influjo del caserón, y su voz amenguóse un punto.
Velie, en silencio, extrajo una llave.
—En avant! —murmuró Ellery y los tres hombres empujaron las chirriantes verjas.
—¿Arriba primero? —preguntó el sargento.
—Sí.
Subieron rápidamente los gastados peldaños de piedra. Velie extrajo una voluminosa linterna eléctrica y sujetándola en una axila, hizo girar la llave de la puerta frontal. Penetraron en el obscuro vestíbulo, y el sargento, luego de pasear en torno el haz de luz de la antorcha, localizó la cerradura de la puerta interior y descorrió la llave. Los tres hombres, marchando en cerrada formación, encontráronse en una caverna tenebrosísima, la cual, iluminada por los fluctuantes rayos de la linterna de Velie se transformó en una réplica exacta, tanto en forma como en tamaño, del saloncillo de entrada de la vecina mansión Khalkis.
—Bien, andando —indicó el policía—. La idea ha sido tuya, Ellery. ¡Abre, pues, la marcha!
Los ojos de Ellery despedían extraña luminosidad a los vagos resplandores del lugar. Vaciló, miró en derredor y luego enderezó hacia un obscuro portal abierto en el vestíbulo. El inspector y Velie le siguieron con paciencia; este último sostenía en alto la linterna.
Los cuartos estaban totalmente desnudos, desmantelados, evidentemente, por el propietario al hacer abandono de la finca. Por lo menos, en la planta baja no encontraron nada, ¡literalmente nada! Sólo piezas vacías, llenas de polvo, mostrando, aquí y allá, las huellas dejadas en el piso por el detective Ritter y sus colegas durante la primera inspección de la casa. Los muros amarilleaban, los cielos rasos desconchábanse y los pisos crujían y se combaban bajo su peso.
—Espero estés satisfecho, hijo —masculló el anciano, concluida la vuelta de todos los cuartos del piso bajo.
—¡Aún no! —respondió Ellery, dirigiéndose a las destartaladas escaleras de madera.
Pero tampoco en el segundo piso había nada. Al igual que en la mansión Khalkis, el segundo piso se componía únicamente de dormitorios y cuartos de baño; pero aquéllos no encerraban ni lechos ni alfombras que les hiciera habitables. El viejo policía comenzó a irritarse. Ellery huroneó dentro de los viejos nichos guardarropas. Un ajetreo por amor al arte, en verdad, pues no hallaron nada, ni siquiera un mal trocito de papel.
—¿Satisfecho?
—¡No!
Subieron las crujientes escaleras conducentes al altillo.
¡Nada!
—Bueno, basta ya —rumió el inspector, descendiendo a la planta baja—. Ahora que terminamos con estas estupideces, hijo, regresemos a casa a comer algo caliente. Ellery no replicó. Giraba, meditabundo, sus lentes, y luego miró al sargento Velie:
—¿No se dijo algo acerca de un baúl destartalado en el sótano?
—Sí.
El joven enfiló sus pasos hacia los fondos del saloncillo, Bajo la escalera de los altos encontraron una puerta. Luego de abrirla, Ellery tomó la linterna de Velie y dirigió su haz hacia abajo. Una serie de peldaños combados apareció a su vista:
—¡El sótano! —murmuró—. ¡Vamos!
Descendieron las gastadas escaleras, encontrándose a poco en una vasta cámara que se extendía a todo lo largo y lo ancho de la casa. Un lugar espectral, tétrico, lleno de sombras engendradas por la luz de la antorcha; allí las tinieblas parecían más espesas que arriba. Ellery se dirigió en seguida hacia un lugar situado a unos doce pies de los peldaños, enfocándolo con la linterna. Un baúl viejo y apolillado yacía allí, suerte de cajón, guarnecido de hierro, con la tapa baja, y su destrozada cerradura sobresaliendo desamparadamente.
—Aquí no encontrarás nada, hijo —masculló el inspector—. Ritter informó haberlo inspeccionado.
—¡Desde luego, desde luego! —murmuró Ellery, levantando la tapa con la mano enguantada, mientras arrojaba chorros de luz en el carcomido arcón.
—¡Vacío!
Sin embargo, en el instante en que dejaba caer la tapa, sus fosas nasales se contrajeron, y luego se inclinó rápidamente sobre el arcón, olfateando:
—¡Eureka! —musitó—. Papá, Velie, huelan este perfume.
Los dos policías husmearon, y enderezándose, Queen murmuró:
—¡Cielos! ¡El mismo tufo del féretro abierto! Claro que más débil… mucho más débil…
—Exactamente —terció el timbre basso profondo de Velie.
—Sí —Ellery soltó la tapa que encajó de nuevo en su lugar—. Hemos descubierto el primer lugar del descanso eterno, por así decirlo, de los restos mortales de Mr. Albert Grimshaw.
—¡Gracias a Dios descubrimos algo! —musitó, piadosamente, el inspector—. Aunque no comprendo cómo ese imbécil de Ritter no…
Ellery continuó diciendo, más para sí mismo que para sus compañeros:
—Grimshaw probablemente fue estrangulado aquí, o cerca de aquí. El crimen ocurrió en la noche del viernes 19 de octubre. Su cadáver fue encajado dentro del arcón y dejado allí. No me sorprendería que el criminal no abrigara primero la intención de esconder el cuerpo de su víctima en algún otro punto. Este caserón resulta un lugar ideal para ocultarle…
—Y luego Khalkis falleció —indicó el inspector.
—¡Ni más ni menos, papá! Después Khalkis murió, y el homicida vio en ello una oportunidad espléndida para proporcionarse un escondrijo más permanente y seguro para el cadáver. Aguardó la celebración de los funerales y, en el curso de la noche del martes o del miércoles, escurrióse fuera de los sótanos, llevando el cuerpo de Grimshaw y. … —el joven hizo una pausa y dirigiéndose aprisa a los fondos del obscuro sótano, cabeceó dos o tres veces cuando vio una vieja puerta corroída por los años—. Sí, salió por esta puerta al pasaje, atravesó las verjas del campo santo y excavando algunos pies hasta la bóveda, logró… ¡Oh! Un trabajo sencillísimo, a cubierto de las tinieblas, con tal de no dejarse impresionar por un cementerio, cadáveres, tufos sepulcrales y espíritus. Nuestro criminal es un sujeto de imaginación práctica. De lo cual se desprende que el cuerpo del asesinado reposó aquí cuatro o cinco días y noches. Eso bastaría —agregó sombrío— para explicar el hedor cadavérico.
Hizo girar el haz de la linterna. El piso del sótano, de cemento en algunos puntos y de madera en otros, estaba desnudo, excepción hecha del polvo y del arcón apolillado. Cerca de allí, empero, perfilábase una mole siniestra que se erguía hasta el cielo raso… La antorcha jugueteó locamente por el sótano, y el «monstruo» se transformó en un vasto horno: la caldera de calefacción central de la casona. Ellery, dirigiéndose hacia ella, tironeó de la manija oxidada de la portezuela del hogar y abriéndola luego de golpe, metió la mano con la linterna.
—¡Aquí hay algo! —exclamó al momento—. ¡Pronto, papá, Velie!
Los tres hombres se inclinaron sobre el horno y escrutaron sus obscuras entrañas. Sobre el suelo, en un rincón apartado, elevábase un montoncito de cenizas y sobresaliendo de éstas se veía un pequeño —¡pequeñísimo!— fragmento de grueso papel blanco…
Ellery, sacando una lupa de uno de sus bolsillos, dirigió el haz de su linterna hacia el papel, aguzando la vista.
—¿Y bien? —preguntó el inspector.
—Creo —respondió lentamente el joven, irguiéndose y bajando la lupa— que hemos hallado, finalmente, el testamento de Georg Khalkis.
Al buen sargento le llevó diez minutos largos resolver el problema de retirar el fragmento de su inaccesible escondrijo. Demasiado voluminoso para introducirse por el cenicero, ni el inspector ni Ellery sentíanse inclinados a escurrir sus cuerpos más delgados entre el acumulado hollín del horno. Ellery, para solucionar este problema, era un inútil; y fue menester la mente más mecánica del policía para descubrir el medio por el cual podía rescatarse el precioso fragmento de papel. Fabricó una suerte de jabalina clavando una aguja en la contera del bastón de Ellery; hecho lo cual, logró pinchar el papelito en cuestión sin dificultades. Escarbó entre las cenizas, sin sacar nada en limpio. Carbonizadas por completo, era inútil examinarlas.
El fragmento, cual predijera Ellery, formaba parte del último testamento de Khalkis. Por fortuna, ese trozo intacto contenía el nombre del legatario de los Galerías Khalkis. Allí estaba escrito el nombre y apellido de Albert Grimshaw, con los rasgos garrapateados de Georg Khalkis, ya conocidos por el inspector.
—Esto corrobora las declaraciones de Knox —dijo el policía—. Y demuestra a las claras que Sloane fue excluido del nuevo testamento.
—Así es —murmuró Ellery—. Y la persona que quemó el documento es, en verdad, bastante estúpida y chapucera… ¡Un problema disgustante! —golpeteó con fuerza sus lentes contra sus dientes, fijos los ojos en aquel fragmento de bordes chamuscados, pero sin explicar el motivo por el cual el problema en cuestión era disgustante o no.
—Una cosa parece segura —dijo el inspector, radiante de satisfacción— y es que Mr. Sloane tendrá que darnos amplias explicaciones con respecto al contenido de esa carta anónima que le acusa de ser hermano de Grimshaw… ¿Listo, hijo?
Ellery cabeceó, barriendo el sótano con una postrera mirada:
—Sí… Imagino que eso es todo, papá —respondió.
—¡Bien, andando! —el inspector puso el chamuscado fragmento de papel en una de las secciones de su billetera y abrió la marcha hacia la puerta del sótano.
Ellery siguió sus pasos, absorto. Velie cerraba la columna, no sin exteriorizar cierta prisa, pues hasta sus anchas y poderosas espaldas presentían las tétricas tinieblas que pesaban sobre ellos.