El proverbial brazo de la ley se proyectó en el mundo y entresacó a Alan Cheney del limbo a la luz del día. Para ser más exacto, sus garfios cayeron sobre sus hombros de entre las tinieblas de un aeródromo de Búffalo en la noche del sábado nueve de octubre, en el preciso instante en que Alan se apeaba medrosamente de un avión procedente de Chicago. Los garfios en cuestión, ensamblados a las manazas del detective Hagstrom, no pecaban de inseguros y cuidaron de que el jovencito fugitivo, legañoso, embarrado, mustio y por demás embriagado, fuera puesto en el siguiente pullman expreso que atravesaba el Estado rumbo a Nueva York.
Los Queen, informados por telegrama de la captura de Cheney, se encontraban el lunes por la mañana temprano en el despacho del inspector para darle la bienvenida al «hijo pródigo» y a su justamente orgulloso captor. El fiscal Sampson y el ayudante del fiscal Pepper integraban también la comisión de recepción. El ambiente de aquella partícula de la Center Street trasuntaba alegría.
—Bueno, Mr. Alan Cheney —comenzó diciendo el policía en tono chispeante al joven fugitivo, más apabullado y sombrío que nunca, ahora que se le habían esfumado todos sus anteriores arrestos—, oigamos lo que tiene usted que decirnos en su defensa.
La voz de Alan sonaba ronca entre sus labios agrietados:
—Rehúso hablar, inspector —farfulló.
—¿Comprende usted ahora el significado de su fuga, amigo? —terció el fiscal.
—¿Mi fuga?
—¡Ah!… ¿Conque no fue una fuga, eh? Nada más que un paseíto, unas pequeñas vacaciones, ¿eh? —el inspector rió entre dientes—. ¡Bueno, bueno! —espetó bruscamente, cambiando de tono con esa rapidez característica en él—. Aquí no estamos de chanzas y no somos niños. ¡Usted escapó! ¿Por qué?
Alan, cruzándose de brazos, fijó su mirada desafiante en el piso.
—¿No fue acaso porque usted tenía miedo de permanecer aquí? —El inspector manoteó dentro del cajón superior de su escritorio, sacando luego la mano con la nota garabateada descubierta por el sargento Velie en el dormitorio de Miss Brett.
Alan palideció intensamente y clavó sus ojos en el trozo de papel como si éste fuera un enemigo dotado de vida:
—¿De dónde diablos sacó eso? —tartajeó.
—¡Ah! ¿Eso le pica, eh? Bueno, sepa usted que lo descubrimos debajo del colchón de la cama de Miss Brett.
—¿Ella… ella no lo quemó…?
—Parece que no, amigo. ¡Basta de comedias! ¿Va usted a hablar o tendremos que apelar a otros medios?
Alan parpadeó:
—¿Qué ocurrió? —preguntó. El policía se volvió a los demás:
—¡El cachorrillo requiere informaciones! ¡Vaya un descaro!
—¿Miss Brett… está… bien? —Ahora sí, amigo.
—¿Qué quiere usted decir? —Alan saltó de su silla—. ¿Ustedes no la…?
—¿No la qué?
Él sacudió la cabeza y desplomándose de nuevo en su asiento, apretó sus puños sobre los ojos, agotado.
—Queen —el fiscal meneó la cabeza, y el inspector, luego de arrojar una mirada extraña a la cabeza desmelenada del joven acusado, reunióse con Sampson en un rincón—. Si el tipo se niega a hablar —observó aquél en tono bajo— no podremos retenerle preso. Después de todo, no podríamos esgrimir cargo alguno contra él.
—Es verdad, Sampson, pero existe un punto que deseo aclarar antes de que dejemos escapar a ese bribón de entre los dedos —el anciano se dirigió a la puerta—. ¡Thomas!
El sargento apareció al punto en el umbral:
—¿Le quiere ahora, jefe? —preguntó.
—Sí. Tráigamelo aquí en seguida. Velie salió a escape. Instantes después retornaba escoltando la escuálida figurilla de Bell, el empleado del Hotel Benedict. Alan Cheney, sentado muy quieto, encubría su desasosiego bajo una máscara de terco silencio; sus ojos saltaron sobre Bell como sí ansiara aferrarse a algo tangible.
El policía apuntó su pulgar hacia la víctima:
—Bell, ¿reconoce usted en este hombre a alguno de los visitantes de Albert Grimshaw de la semana pasada? —inquirió.
El muchacho examinó la deshecha figura de Alan con escrupulosa minuciosidad y éste sostuvo su mirada con desafiante pasmo. Luego Bell meneó la cabeza con energía.
—No, señor, no es ninguno de ellos. Nunca vi antes a este caballero.
El policía gruñó con rabia. Alan, a pesar de desconocer el significado de la amenaza de la declaración de Bell, pero sensible ante el fracaso del inspector, lanzó un suspiro de alivio, recostándose pesadamente contra el respaldo de su silla.
—Bien, Bell, aguarde afuera —el joven se retiró aprisa y Velie apoyó sus espaldas contra la puerta—. Cheney, ¿rehuía usted aún explicarnos los motivos de su pequeña… travesura? Alan humedeció los labios:
—Deseo hablar con mi abogado —musitó.
—¡Cielos! ¡Cuántas veces he oído decir esas palabras! ¿Quién es su abogado, Cheney?
—Pues… ¡Miles Woodruff!
—El vocero de la familia, ¿eh? —gruñó Queen, malévolamente—. Bueno, no es necesario —dejándose caer en su silla, consultó su tabaquera—. Vamos a ponerle en libertad —agregó, gesticulando con la tabaquera como si rabiara contra la necesidad de excarcelar al fugitivo, y la cara de éste se iluminó—. Ya puede usted retirarse a su casa. Pero antes le prometo que si torna a las andadas le meteré entre rejas aunque tenga que ver al mismísimo jefe de policía. ¿Entendido?
—Sí.
—Además —continuó el inspector—, no me andaré con vueltas en decirle que haré vigilar todos sus movimientos. De modo que le servirá de muy poco intentar tomar las de Villadiego, pues antes de que ponga pie fuera de la casa de su familia le caerá encima uno de mis hombres. ¡Hagstrom! —el detective dio un respingo—. Llévese a Mr. Cheney a su casa y quédese en ella con él. No le moleste para nada, pero péguese a su lado como un buen hermanito cada vez que abandone el lugar.
—Bien, comprendido, jefe. ¡Andando, Mr. Cheney! —Sonriente, Hagstrom asió al joven del brazo. Alan, incorporándose con ansiedad, se desasió del forzudo policía, cuadró sus hombros en gesto de claro desafío y salió del despacho flanqueado por Hagstrom.
Conviene señalar que Ellery no había articulado palabra durante esa escena penosa. El único chispazo de interés demostrado en ella se exteriorizó cuando Cheney enfrentó a Bell; pero ese chispazo se desvaneció apenas éste negó conocerle.
Ellery aguzó los oídos cuando Pepper, cerrando la puerta detrás de Cheney y Hagstrom, retomó el hilo de la conversación:
—A mí me parece, jefe, que él es el culpable.
—¿Y por qué piensa ese macizo cerebro suyo que Cheney es el criminal, Pepper? —preguntó el fiscal, con sarcasmo.
—¿Acaso no huyó?
—¡Vaya una novedad! Claro que huyó; pero, ¿sería usted capaz de convencer a un jurado de que un individuo es un asesino por el simple hecho de huir?
—Otras veces se les convenció, jefe.
—¡Tonterías! —gruñó el inspector—. No poseemos ni brizna de pruebas, Pepper, y eso tendría usted que saberlo tan bien como nosotros. Si ese jovenzuelo procedió criminalmente no tardaremos en averiguarlo… Thomas, ¿qué demontres le trae tan intranquilo?… Ya le veo rebosante de novedades…
En verdad, el sargento Velie se había estado dando vuelta hacia unos y otros, abriendo la boca y cerrándola después como si no entreviera una brecha propicia para introducirse en la conversación de los cuatro grandes. A la indicación del inspector, exhaló un suspiro gigantesco y bramó:
—Afuera tengo a dos de ellos, jefe.
—¿Dos? ¿Quiénes?
—A la mujer con quien disputó Grimshaw en el agujero de Barney Schick y a su esposo.
—¡Nooo! —el policía se irguió con brusquedad—. ¡Buenas noticias, Thomas! ¿Cómo la desenterró?
—Por medio del archivo de Grimshaw —murmuró el gigante sudoroso—. La dama es una cierta Lily Morrison que andaba liada con aquel hombre en los buenos días de antes. Después contrajo matrimonio mientras Grimshaw se «pudría» en la sombra, señor.
—Búsqueme también a Schick.
—Allí le tengo esperando, jefe.
—¡Piramidal! Tráigame a todos para aquí, Thomas. Velie salió a escape y el inspector se acomodó a la expectativa en su sillón giratorio. El sargento regresó al momento con el propietario del speakeasy, a quien el inspector ordenó silencio mientras Velie desaparecía por otra puerta, retornando a poco con una mujer y un nombre. Entrambos penetraron al despacho vacilantes. La mujer era una verdadera Brünnehilde, alta, rubia y amazónica. El hombre parecía su adecuado compañero: un gigante imponente, en la cuarentena, con una narizota irlandesa y duros ojos negros.
—Mrs. y Mr. Jeremiah Odell, inspector —anunció Velie.
El policía indicó sillas y ambos se sentaron rígidamente. El anciano comenzó a revolver entre algunos papeles de su escritorio, exhibición ésta puramente mecánica destinada a surtir sus efectos. La singular pareja pareció sentirse convenientemente impresionada y sus ojos cesaron de girar por toda la habitación para concentrarse en las delgadas manos del anciano policía.
—Bien, Mrs. Odell —comenzó el inspector—, suplicóle no amedrentarse, que este interrogatorio no es más que pura formalidad… ¿Conoce usted a Albert Grimshaw?
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Se refiere usted al individuo estrangulado en el ataúd de… de…? —preguntó con voz ronca.
—Sí… ¿Le conocía usted?
—Yo… No… ¡No!… Sólo por los diarios, señor inspector.
—Ya, ya —el policía se volvió hacia Barney Schick, sentado inmóvil al otro lado del despacho—. Barney, ¿reconoce usted a esta señora?
Los Odell se volvieron con precipitación, y la mujer lanzó una exclamación estrangulada. La mano velluda de su esposo oprimió su brazo y la amazona recobró su compostura mediante un intenso esfuerzo sobre sí misma.
—Seguro que la conozco —respondió el tabernero, cuya frente estaba perlada de transpiración.
—¿En dónde la vio por última vez?
—En mi local de la calle 45, señor, una semana atrás… o casi dos semanas… Creo que fue en la noche del… del miércoles…
—¿En qué circunstancias?
—¿Cómo? ¡Ah! Bueno, pues con el tipo «liquidado»… con ese Grimshaw…
—¿Mrs. Odell disputó con el muerto?
—Sí —masculló Schick—. Sólo que en ese momento no estaba muerto, sino más vivo que yo.
—Déjese de chistes. ¿Seguro que ésta es la mujer que vio con él?
—Ni más ni menos, jefe.
El inspector encaróse con Mrs. Odell:
—¿Sigue usted afirmando que no conocía a Albert Grimshaw, señora?
Los labios sensuales de la mujer comenzaron a ponerse trémulos. Odell se inclinó hacia dejante, ceñudo:
—Si mi mujer dice que no, es no —bramó.
El r policía consideró las palabras del gigantesco irlandés:
—¡Hum! —murmuró—. Huelo algo en esto… Barney, amigo mío, ¿no recuerda haber visto nunca a este agresivo chiquillo? —señaló con el pulgar al airado esposo.
—No. Me parece que no, señor.
—¡Muy bien, Barney! Vuelva al lado de sus queridos parroquianos. —Schick saltó sobre sus pies y salió escapado—. Mrs. Odell, ¿cuál era su nombre de soltera?
—Morrison.
—¿Lily Morrison?
—Sí. …
—¿Cuánto tiempo hace que está casada con Odell?
—Dos años y medio.
—¡Hum! —el anciano consultó de nuevo un ficticio sumario—. Bien, escúcheme usted con atención, Mrs. Lily Morrison Odell: ante mí tengo una serie de informaciones fidedignas. Cinco años ha, un tal Albert Grimshaw fue aprehendido y encerrado en Sing-Sing. Al tiempo en que lo detuvieron no existen datos de que usted estuviera vinculada en alguna forma con él. Eso es cierto. Sin embargo, sabemos que algunos años antes usted convivía con él en… ¿Cuál era la dirección, sargento Velie?
—Uno… cuatro… cinco de la Décima Avenida —respondió Velie.
Odell se puso de pie de un salto, con el rostro purpureado de rabia:
—¿Conviviendo con él, eh? —tronó—. ¡No existe ningún canalla capaz de vomitar eso contra mi mujer y salirse con la suya! ¡Las zarpas afuera, viejo carroña, montón de huesos mondos! ¡Te voy a…!
El belicoso irlandés pronto a saltar hacia el policía, batía y aspaba el aire con sus enormes puños. De súbito, su calabaza cayó hacia atrás con tanta violencia que casi se quebró el espinazo, desplazada en esa dirección bajo la tracción poderosa de los dedos del sargento Velie, que ahora apresaba el cuello del hombrachón. Velie le sacudió media docena de veces, como una criatura sacude un sonajero, y Odell, con la boca abierta, se encontró de nuevo sepultado en su asiento.
—¡Pórtese bien, grandullón! —dijo el sargento, gentilmente—. ¿No se da cuenta de que amenaza a un representante de la autoridad? —no aflojó un átomo sus garfios del cuello del irlandés, hasta que el hombre tosió sofocado.
—¡Oh, sí! ¡Seguro que se portará bien, Velie! —observó el inspector, como si nada enfadoso hubiera ocurrido—. Ahora bien, Mrs. Odell, como le decía antes…
La mujer, que había asistido al maltrato de su hercúleo marido con ojos dilatados de horror, tragó saliva una y otra vez:
—No sé nada —gimió—. No entiendo nada de lo que me dice, señor. Nunca vi a ningún hombre llamado Grimshaw. Nunca jamás en mi…
—¡Uf! ¡Demasiados «mineas», Mrs. Odell! ¿Por qué Grimshaw fue a verla apenas salió del presidio hace dos semanas?
—No contestes —jadeó el gigante.
—¡No diré nada, no diré nada!
—El policía volvió sus ojos penetrantes al hombrachón:
—¿Se da usted cuenta de que puedo detenerle bajo la acusación de rehusar colaborar con la policía en una investigación criminal?
—¡Haga lo que le dé la gana! —rugió el gigante—. Sepa que tengo mucha influencia… ¡Buenos padrinos!… Nunca se saldrán con la suya… Conozco a Ollivant, de la Municipalidad…
—¿Oyó eso, señor fiscal? El tipo conoce a Ollivant, de la Municipalidad —murmuró el inspector, lanzando un suspiro—. Este individuo sugiere interpolar influencias indebidas para… Odell, ¿cuál es su «negocio»?
—¡Yo no hago negocios turbios!
—¡Ah! Vive de algún oficio honesto, ¿eh? ¿Cuál es su ocupación, amigo?
—Plomero.
—¡Ah! Eso explica su aplomo… ¿En dónde reside? —En Brooklyn, barrio de Flatbush.
—¿Algo contra este pajarraco, Velie?
El sargento Velie aflojó la presión de sus garras sobre el cuello de Odell:
—Nada, jefe —respondió, pesaroso.
—¿Y la mujer?
—Parece que se comportó siempre con honradez.
—¿Vieron? —estalló Mrs. Odell, triunfalmente.
—Insinúo —murmuró Ellery, desde las profundidades de su asiento— que convoquemos al omnisciente Mr. Bell.
El inspector asintió hacia Velie, quien salió, reapareciendo a poco con el empleado del Hotel Benedict.
—Échele una mirada a este individuo, Bell —ordenó el policía.
La manzana de Adán de Bell danzó frenéticamente y apuntó con un dedo trémulo el rostro descompuesto, purpureado, de Jeremiah Odell:
—¡Ése es el hombre! —gritó—. ¡Ése es el hombre, inspector!
—¡Ah! —el policía se puso de pie—. ¿Cuál de ellos, muchacho?
Bell le miró desconcertado unos instantes:
—¡Caramba! —musitó luego—. No lo recuerdo con exactitud… ¡Ah!… Sí, sí… Este individuo vino anteúltimo, inmediatamente antes del médico barbudo —su voz se elevó en tono confiado—. Sí, éste era el irlandés, el hombrón del cual le hablé, señor. Ahora lo recuerdo bien.
—¿Positivamente?
—Lo podría jurar ante el juez.
—Bien, Bell, regrese ahora a casa.
El muchacho se marchó. La bocaza monstruosa de Odell abríase en caverna y sus ojillos negros reflejaban desesperación.
—Bueno, ¿qué nos dice, amigo Odell?
El irlandés sacudió su cabezota como un pugilista profesional aturdido después de una felpa descomunal:
—¿Sobre qué?
—¿Nunca vio al hombre que acaba de salir?
—¡No!
—¿Sabe usted quién es?
—¡Menos!
—Pues es el empleado de escritorio —dijo el inspector, pacientemente— del Hotel Benedict. ¿Nunca estuvo por allí?
—¡Jamás!
—Es raro, pues él dice que le vio en su escritorio entre las diez y las diez y media de la noche del jueves treinta de septiembre.
—¡Mentira!
—Y agrega que usted le preguntó en el mostrador cuál era la pieza de Albert Grimshaw.
—¡Falso!
—El número en cuestión era el 314, Odell, ¿recuerda ahora? ¡Un número facilísimo de rememorar!… ¿Verdad?
Odell se levantó de la silla:
—Atiendan. Yo soy un ciudadano honesto y buen contribuyente, y nada sé de lo que ustedes están ahí ladrando. ¡Aquí no estamos en Rusia! —bramó—. ¡Y estoy en mis derechos de no permitir semejante interrogatorio! ¡Vamos, Lily! ¡Andando! ¡Estos individuos no pueden retenernos aquí!
La mujer se incorporó obedientemente. Velie se interpuso ante Odell y por unos instantes pareció que los dos Hércules chocarían fragorosamente, pero el inspector ordenó con gestos a Velie apartarse del paso. Los Odell, primero con lentitud y luego con ridícula aceleración, embistieron hacia la puerta de la oficina, que transpusieron en un periquete.
—Hágales seguir por alguien, sargento —ordenó Queen con voz sombría y aquél siguió a los Odell por la puerta afuera.
—¡En mi vida vi peor caterva de testigos! —gruñó el fiscal—. ¿Qué demontres se oculta tras todo esto?
—Aquí me huelo algo vidrioso, jefe —terció Pepper—. Este Grimshaw anduvo siempre en líos.
El inspector abrió desamparadamente sus manos, y los cuatro se sumieron en silencio largo tiempo.
Sin embargo, cuando Pepper y el fiscal se incorporaron para marcharse, Ellery interpuso, radiante:
—Digamos con Terencio: «Sea lo que fuere lo que nos traiga la suerte, sepamos soportarla con ecuanimidad».
Hasta el lunes por la tarde el caso Khalkis estancóse en un status quo de desoladora persistencia. El inspector enfrascóse en sus asuntos, que eran múltiples; y Ellery engolfóse en los suyos propios, consistentes en consumir cigarrillos, devorar al azar trozos de versos sáficos de un diminuto volumen que llevaba en su bolsillo, y aprovechando los intervalos forzosos para despatarrarse sobre el sillón de cuero de su progenitor y abismarse en furiosas reflexiones. Al parecer, resultaba más sencillo citar a Terencio que seguir sus consejos.
La bomba estalló precisamente al tiempo en que el inspector Queen, concluido su trabajo diario, aprestábase a reunirse con su hijo para enderezar sus pasos hacia la casa de los Queen. De hecho, el inspector se cubría ya con su sobretodo cuando Pepper hizo irrupción en el despacho con la cara roja de excitación y trasuntando extraña inquietud. Sobre su cabeza tremolaba un sobre:
—¡Inspector! ¡Mr. Queen! ¡Miren esto! —arrojando el sobre encima del escritorio, comenzó a ambular por el cuarto sin cesar—. Acaba de llegar por el correo, dirigida a Sampson, como ustedes pueden ver. El jefe salió y su secretario la abrió y me la entregó a mí. ¡Demasiado bueno para mantenerse en reserva! ¡Léala pronto!
Ellery, incorporándose aprisa, se puso al lado de su padre, y juntos contemplaron el sobre. Éste era de calidad económica; la dirección venía manuscrita; el matasello indicaba que había sido puesta esa misma mañana en el Correo Central.
—¡Bueno, bueno! ¿Qué es esto? —murmuró el inspector.
Desplegando infinitas precauciones, el policía abrió el sobre y extrajo una cuartilla de papel de calidad no menos barata que el sobre, que desplegó de un manotón. Llevaba escritas algunas líneas dactilografiadas, sin fecha, saludo o firma. El anciano las leyó alto, lentamente:
El que esto escribe ha descubierto algo candente —bueno y candente— con respecto al caso Grimshaw. Al señor fiscal debe interesarle.
Helo aquí: registren los antecedentes de Albert Grimshaw y descubrirán que tenía un hermano. Pero lo que no descubrirán es que ese hermano ha estado activamente involucrado en la investigación. De hecho, el nombre con que se presenta ahora ante la sociedad es Mr. Gilbert Sloane.
—¿Cómo? ¿Qué? —gritó Pepper—. ¿Cree usted en eso?
Los Queen se miraron recíprocamente y luego volvieron sus ojos a Pepper.
—Interesante por demás… ¡si es cierto! —recalcó el policía—. Aunque bien podría ser la carta de un chiflado.
—En el supuesto de que sea verídico, papá —dijo con calma Ellery—, no veo su significado, ni menos su importancia.
Pepper puso cara larga:
—¿Cómo? ¡Esto sí que está bueno! —estalló—. ¿Acaso Sloane no negó conocer a ese Grimshaw? ¿Le parece poco importante esa mentira o el hecho de que ambos sean hermanos, Mr. Ellery?
El muchacho meneó la cabeza:
—¿Significativo de qué? —murmuró—. ¿Del hecho que Sloane se avergonzase de admitir que su propio hermano era un pájaro de cuenta, carne de horca? Y mucho más si se considera su muerte violenta, horrible… No, mucho me temo que el silencio de Mr. Sloane no encubra más que el temor de afrontar la vergüenza pública…
—Bueno, nunca se está seguro de nada —replicó; terco, el abogado—. ¡Ya verá usted que el jefe opinara igual que yo! ¿Qué piensa usted hacer al respecto, inspector?
—La primera diligencia, amigos, después que ustedes cesen de discutir como dos bobos —apuntó glacial el policía—, es ver si descubrimos algún dato interesante en esta carta en su sentido intrínseco —se puso en comunicación con un aparato interno—. ¿Miss Lambert?… ¡Habla Queen!… Suba usted al minuto a mi despacho, por favor —regresó sonriendo sombrío—. Ya veremos lo que tiene que decirnos el experto.
Miss Lambert resultó ser una mujer joven, de perfil firme, con algunos toques grisáceos en sus cabellos negros:
—¿Qué desea, inspector Queen?
El anciano arrojó la carta sobre la mesa:
—Veamos qué saca usted en limpio de esto, señorita.
Desgraciadamente, la mujer les fue poco útil. Aparte de que la misiva misteriosa había sido dactilografiada en una máquina Underwood harto usada y de modelo bastante reciente, y de que los tipos ofrecían ciertos defectos claramente discernibles, la Lambert no pudo indicarles nada de valor para la investigación de Queen. Con todo, se sentía segura, según expresó, de identificar cualquier escrito dactilografiado con la misma máquina.
—Bueno —rumió el inspector, después de despachar a Miss Una—, supongo que no es posible exigir milagros ni siquiera de un experto.
Seguidamente envió al sargento Velie a los laboratorios policiales para que fotografiaran la carta y buscaran impresiones digitales.
—Necesitaré localizar al fiscal —murmuró Pepper, desconsolado— y avisarle de la llegada de esta carta.
—Hágalo —dijo Ellery—, informándole, además, que mi padre y yo iremos a la finca del número 13 de la calle 54 en seguida.
El inspector parecía tan sorprendido como Pepper:
—¿Qué balbuceas, idiota? ¿No recuerdas que Ritter ya revisó esa casa vacía de Knox? ¿Cuál es tu idea, muchacho?
—Mi idea, papaíto —murmuró el muchacho—, es un tanto nebulosa, pero mis propósitos son evidentes por sí mismos. En una palabra, deposito toda mi fe en la honestidad de tu inteligente Ritter, pero abrigo ciertas dudas referentes a su facultad de observación.
—A mí me parece una buena idea —observó Pepper—. Después de todo, quizá haya algo allí que pasó inadvertido para Ritter.
—¡Necedades! —gruñó el policía ásperamente—. Ritter es uno de mis mejores detectives.
—Toda la tarde he estado aquí sentado —musitó Ellery, lanzando un amargo suspiro— sopesando y registrando las complejidades de este problema. Y se me ha ocurrido que, como usted mismo dice, Su Reverencia, Ritter, es uno de nuestros hombres más fidedignos. Ergo: mi decisión es ir yo mismo a inspeccionar el terreno.
—¿Pretendes insinuar que Ritter es un…? —el policía parecía chocado.
—Por mi fe, como solían decir los cristianos —replicó Ellery—. Confieso que Ritter es honesto, valiente, consciente y todo un crédito para el gremio. Pero debo decirles que no confío más que en mis propios ojos y en e] cerebro atolondrado con que la Voluntad Inmanente, en su autónoma, azarosa, inconsciente e indestructible sabiduría juzgó conveniente agraciarme.