Años más tarde, rememorando Ellery Queen aquel momento de derrota, afirmaba siempre con tristeza que su madurez intelectiva databa del momento de la revelación sensacional de Knox, cambiando por entero su vanidosa opinión con respecto a su capacidad y penetración.
La delicada estructura de su razonamiento, tan volublemente expuesto, se derrumbaba y fragmentaba a sus pies. Su mente trabajaba furiosamente, pugnando por poner orden en el torbellino de hechos dispares, pugnando por olvidar su atolondrada vanagloria estudiantil. Ondas de pánico estrellábanse contra su cerebro, ensombreciendo la claridad de sus pensamientos. Un punto, empero, destacábase netamente: colaborar con Knox y con la base de su extraordinaria revelación. ¡Knox era el tercer hombre! Khalkis… el caso contra Khalkis fundado en el servicio de té… ¡todo se había desplomado! ¡La ceguera! Urgía retrogradar a ese punto… y descubrir otra explicación…
El grupo, misericordiosamente, optó por olvidarle mientras se apelotonaba transido de vergüenza, sobre su silla. El inspector, en una granizada de preguntas febriles, retenía toda la atención del magnate. ¿Qué ocurrió aquella noche? ¿En qué forma Knox visitó a Khalkis acompañado de Grimshaw? ¿Qué significa todo aquello? …
Y Knox lo explicó todo, fijos sus ojos acerados en el inspector. Tres años antes Khalkis dirigióse a Knox, uno de los mejores clientes de sus famosas Galerías, a fin de formularle una extraña proposición. Pretendía, en substancia, hallarse en posesión de un cuadro casi invaluable, cuadro que se mostraba deseoso de vender a Knox siempre que éste prometiera no exhibirlo jamás en público. ¡Extraña solicitación! Knox desplegó inusitada cautela. ¿Qué cuadro era? ¿Y por qué tanto misterio? Khalkis, al parecer, mostróse honesto con él. El cuadro, afirmó, pertenecía al Museo Victoria, de Londres, el cual lo valuaba en un millón de dólares…
—¿Un millón de dólares, Mr. Knox? —preguntó sorprendido el fiscal—. No conozco mucho sobre obras de arte, pero juzgo que ésa es una suma verdaderamente enorme, casi increíble, por una obra de arte.
Knox sonrió ligeramente:
—Sí, pero no por ésta en particular, Sampson. Se trataba nada menos que de un Leonardo…
—¿Leonardo da Vinci?
—Ni más ni menos.
—Pero yo pensaba que todos sus grandes cuadros…
—Éste fue un descubrimiento del Museo Victoria, realizado años atrás. Un detalle de un fresco incompleto de Leonardo destinado al vestíbulo del Palazzo Vecchio, de Florencia, ejecutado a principios del siglo XVI. Se trata de una historia muy larga que les ahorraré. Un hallazgo preciosísimo del Museo Victoria, intitulado «Detalle de la Batalla de los Estandartes». Un nuevo Leonardo, a fe mía, resultaba baratísimo por un millón de dólares.
—Adelante, Mr. Knox.
—Naturalmente, deseaba averiguar cómo Khalkis entró en posesión de esa magnífica joya, pues nunca llegó a mis oídos noticia de que se hallaba en venta en el mercado. Khalkis se mostró vago, y sus palabras me movieron a suponer que obraba como agente norteamericano para dicho museo. Según él, el Museo Victoria no quería publicidad alguna, señalando que se levantaría un huracán de protestas en Gran Bretaña si se llegaba a saber que esa joya salía del país. El cuadro era una maravilla y me quedé pasmado cuando lo vi. No resistí la tentación y lo adquirí al precio estipulado por Khalkis: setecientos cincuenta mil dólares… ¡una ganga! El inspector asintió:
—Adivino lo que va usted a decirnos, Mr. Knox. —Bien, el viernes de la semana pasada un individuo que dijo llamarse Albert Grimshaw presentóse en casa solicitando hablar conmigo. De ordinario no le hubiera recibido, pero comprendí que tenía que verle a toda costa cuando me envió por la criada una nota con las palabras «Batalla de los Estandartes». El tipo era pequeñito, moreno, de ojillos arratonados. Artero, de hecho; un tramposo peligroso. Grimshaw me contó una historia extraña que, en esencia, decía que el Leonardo adquirido a Khalkis de buena fe, no había sido ofrecido en venta por el Museo Victoria, sino que se trataba de un robo. Cinco años atrás, Grimshaw lo había substraído diestramente del museo.
El fiscal Sampson escuchaba ahora absorto; el inspector y Pepper inclinábanse hacia delante. Ellery no se movía, pero sus ojos se fijaban en el rostro del magnate. Knox continuó exponiendo el caso, sin prisa, fríamente preciso. El ladrón, trabajando bajo el alias de Grahan en carácter de ayudante del Museo Victoria, se industrió para hurtar el precioso Leonardo y escapar con él a los Estados Unidos. Un robo audaz, de hecho, no descubierto hasta después de la huida de Grimshaw del país. Llegado a Nueva York, presentóse a Khalkis con el intento de venderle en secreto el valioso cuadro. Khalkis era un comerciante honesto, pero ardía en él la llama de un amor apasionado por las obras de arte y no pudo resistir a la tentación de adueñarse de una de las más célebres pinturas del mundo. Grimshaw se la vendió por medio millón de dólares. Sin embargo, antes de recibir el dinero, el ladrón fue aprehendido en Nueva York, acusado del delito de falsificación, hecho ocurrido muchos años antes, enviándosele luego al presidio de Sing-Sing. En el ínterin, dos años después de la condena de Grimshaw, Khalkis realizó algunas inversiones desastrosas y perdió la mayor parte de su fortuna negociable. Desesperadamente necesitado de dinero, revendió el cuadro de Leonardo da Vinci a Knox, como ya se indicara, adquiriéndolo éste en base al infundio de Khalkis, ignorante del hecho de que procedía de un audaz robo.
—Cuando Grimshaw fue excarcelado de Sing-Sing —continuó Knox—, su primer pensamiento fue cobrarse el medio millón adeudado por Khalkis. El jueves por la noche, según me lo relató él mismo, visitó a Khalkis exigiéndole el pago de dicha deuda. Sin embargo, aquél continuaba haciendo muy malos negocios y pretendió no poseer esa suma. Grimshaw exigió la devolución inmediata del cuadro, confesándole su interlocutor que me lo había revendido a mí. Grimshaw amenazó de muerte a Khalkis, si éste no le abonaba el medio millón. Abandonó, airado, la casa de Khalkis y al día siguiente vino a verme, como ya les dije.
»Ahora bien, los propósitos de Grimshaw eran manifiestos: pretendía que yo le entregara el medio millón que le debía Khalkis. Como es natural, rehusé y nuestro ladronzuelo, montando en cólera, amenazó con hacer pública mi posesión ilegal del Leonardo. Confieso que también yo me puse furioso —las quijadas del multimillonario se cerraron como las mandíbulas de una trampa; sus ojos despedían llamaradas—. Sí, embravecido contra el condenado Khalkis por trampearme y mezclarme en aquel turbio asunto. Le telefonee en seguida, concertando con él una entrevista conmigo y Grimshaw esa misma noche, el viernes de la semana pasada. El enredo era atroz y le exigí garantías para mi persona y mi honor. Khalkis, vencido ya, prometió por teléfono despejar mi camino de todo extraño, agregando que su propia secretaria, Miss Joan Brett, quien nada sabía del caso y cuya discreción era probada, nos franquearía la puerta de calle. No quería correr albur alguno. ¡Un embrollo de lo más infame! Pues bien, esa noche Grimshaw y yo nos trasladamos hasta la casa de Khalkis y Miss Brett nos abrió la puerta. Encontramos solo a Khalkis en su estudio particular, y hablamos claramente.
El rubor, el ardor de las mejillas de Ellery había desaparecido por entero; al igual que los demás, escuchaba atento el relato de Knox.
El multimillonario había manifestado con claridad a Khalkis que él esperaba que apaciguara a Grimshaw en forma de desembrollarle de la embarazosa situación en que Khalkis le había hundido. Nervioso y desesperado, Khalkis clamó no poseer un solo centavo. La noche anterior, empero, según destacó Khalkis, después de la primera visita del ladrón del cuadro, había recapacitado el asunto decidiendo ofrecerle a Grimshaw el único pago al alcance de su mano. Acto continuo, Khalkis había presentado el nuevo testamento escriturado y suscrito esa misma mañana; en el mismo, Grimshaw se convertía en legatario de las galerías de arte de Khalkis, cuyo valor excedía considerablemente al medio millón de dólares adeudado.
—Grimshaw no era un tonto —agregó Knox sombríamente— y rehusó de plano la oferta, señalando sus escasas posibilidades de materializar el legado en caso de que los parientes más allegados protestaran el testamento, aun cuando se armara de suficiente paciencia para aguardar el «estirón de patas» de Khalkis, como dijo gráficamente. No, dijo, quería su dinero en valores negociables o en efectivo… ¡y sobre la marcha!… Agregó luego, que no estaba solo en el asunto, que tenía un «socio», única persona en el mundo que sabía lo del robo y la adquisición de la pintura por Khalkis. Aseveró, asimismo, que la noche anterior, después de su entrevista con Khalkis, se había reunido con ese «socio» en su cuarto del Hotel Benedict, comunicándole oportunamente la reventa del «Leonardo» a mí. Ambos no querían saber nada de testamento o trueque similar. Si Khalkis no abonaba lo adeudado en el acto, exigirían el pago de su pagaré, extendido al portador…
—Sí, para proteger al «socio» —murmuró el inspector.
—¡Exactamente! Dicho pagaré era por quinientos mil dólares a un mes, aun cuando Khalkis tuviera que malvender sus negocios en pública subasta para reunir esa suma. Grimshaw rió, con esa su mueca aviesa, afirmando que ninguno de los dos nos beneficiaríamos con su muerte porque su «socio» lo sabía todo al dedillo y nos perseguiría hasta los quintos infiernos si algo le ocurriría… Y agregó que no pensaba revelarnos la identidad de su «socio», naciendo un gesto entonces de modo significativo. El hombre era un miserable.
—Por cierto que ese relato suyo trastrueca las cosas, Mr. Knox —indicó el fiscal—. Ese Grimshaw era muy diestro, o tal vez lo era su cómplice, posible maquinador del embrollo todo… La conservación del secreto de su identidad constituía una protección admirable para los dos.
—Eso es obvio, Sampson —respondió el multimillonario—. Bien, prosigo. Khalkis, pese a su ceguera, extendió el pagaré al portador y luego de subscribirlo, se lo entregó a Grimshaw, quien lo hizo desaparecer en su cartera.
—Encontramos esa cartera —terció el inspector, gravemente—, pero sin nada adentro.
—Sí, eso inferí de los artículos periodísticos al efecto. Entonces comuniqué a Khalkis que me lavaba las manos de todo ese asqueroso asunto. Y que purgara sus propias necedades. Cuando nos marchamos, Khalkis era apenas un pobre guiñapo humano. Un ciego acabado. Un sujeto que se había querido pasar de vivo. Grimshaw y yo abandonamos juntos la casa, y no encontramos a nadie en nuestro camino, por suerte. En la escalinata de la calle previne a Grimshaw que, en tanto se apartara de mi paso, nada tenía que temer de mí. ¡Trampearme a mí, tan luego a mí! ¡Vaya, sí que les canté clarito las cuarenta!
—¿Cuándo vio usted por última vez a Grimshaw, Mr. Knox? —inquirió el policía.
—Esa vez. Y contento de librarme de él. Dirigiéndome hasta la esquina de la Quinta Avenida, chisté a un taxímetro y regresé a casa.
—¿Dónde se hallaba Grimshaw?
—La última vez que le vi estaba de pie en la acera, mirándome sardónicamente.
—¿Directamente enfrente de la casa de Khalkis?
—Sí… Y hay algo más aún. A la tarde siguiente, luego de enterarme de la muerte de Khalkis, recibí una misiva personal de él. De acuerdo con el matasellos, había sido echada al correo esa mañana, antes del fallecimiento de Khalkis. De fijo fue escrita inmediatamente después que Grimshaw y yo nos marchamos de su casa el viernes, siendo despachada a la mañana siguiente. Aquí la tengo —Knox hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo un sobre que puso en manos del inspector. Éste sacó una cuartilla de papel de carta y leyó alto el garabateado mensaje:
Estimado J. J. K.:
Confieso que lo ocurrido anoche me dejó mal ante sus ojos, pero no estaba en mis manos evitarlo. Perdí dinero y me excedí un poco. No tenía la intención de complicarle a usted en el caso, y no imaginaba siquiera que ese pillastre de Grimshaw se acercaría a usted para extorsionarle. Deseo asegurarle que, de ahora en adelante, no quedará usted envuelto en este enredo. Procuraré cerrarles la boca a Grimshaw y a su cómplice, aunque para ello deba malvender mis bienes, subastando todos los lotes de mis galerías y, si ello es necesario, pidiendo dinero prestado a cambio de mi seguro. De todos modos, considerérese a salvo, por cuanto los únicos conocedores del asunto tocante al «Leonardo» somos nosotros dos y Grimshaw y su cómplice, a quienes cerraré la boca con el dinero que me exigen. Nunca informaré a nadie de este caso, ni siquiera a Sloane, quien corre ahora con las cosas en reemplazo mío…
K.
—Sí, ésta debía ser la carta que Khalkis entregó a la Brett para despachar el sábado por la mañana —rumió el inspector—. ¡Hum! ¡Una caligrafía un tanto garrapateada! Bastante buena para un ciego…
—¿No habló nunca con nadie del caso, Mr. Knox? —preguntó Ellery.
—¡Desde luego que no! —gruñó el multimillonario—. Naturalmente, hasta el viernes último imaginaba impecable el infundio de Khalkis y creía a pie juntillas que el Museo Victoria evitaba publicidad al respecto y todo lo demás. Mi pinacoteca particular es visitada a menudo por amigos, coleccionistas, connaisseurs. De modo, pues, que siempre mantuve oculto el Leonardo. Y nunca hablé de él a ser viviente. Lógicamente, desde el viernes pasado menos razones de hablar me asistían. Por mi parte, nadie sabe palabra del Leonardo.…
Sampson hizo una mueca extraña:
—Desde luego, Mr. Knox, comprenderá usted su situación… anormal…
—¿Anormal, Sampson? ¿Por qué?
—Pues porque usted… En fin, el hecho de encontrarse usted en posesión de una pieza robada entra en la categoría de… de…
—Mr. Sampson quiere decir —intervino el inspector— que usted, técnicamente, cometió un delito.
—¡Qué disparate! —rió Knox, de golpe—. ¿Qué pruebas tienen ustedes de ello?
—Pues su propia confesión al respecto.
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! ¿Y si yo quiero desmentirme?
—¡Vamos, vamos, Mr. Knox! —gruñó el policía con firmeza—. Seguro estoy que usted no hará nada por el estilo.
—El cuadro en cuestión demostraría la acusación —terció el fiscal, mordiéndose con nerviosidad los labios. Knox no perdía su buen humor:
—¿Podrían ustedes presentar el cuadro? —desafió—. Sin ese Leonardo no tienen en qué apoyarse. Los ojillos del policía se estrecharon:
—¿Pretende usted, Mr. Knox, seguir ocultando ese cuadro, rehusando entregarlo a la policía, negándose a confesar su posesión? —dijo.
Knox, acariciándose las quijadas, paseaba su mirada de unos a otros:
—Vean ustedes, señores, a mí me parece que encaran el caso erróneamente. ¿De qué se trata? ¿De un crimen? ¿De un delito o de robo? En resumidas cuentas, ¿qué están investigando?
—Mr. Knox, lamento que adopte usted una actitud tan extraña —dijo el inspector incorporándose lentamente—. Es obligación nuestra investigar todos los delitos cometidos contra la sociedad. Si albergaba usted esas intenciones al efecto, ¿a santo de qué contarnos todo esto?
—Bien, ahora vamos hablando con mayor claridad, inspector —replicó el multimillonario con aspereza—. Confesé por dos razones: primera, para ayudarles a resolver el crimen, y segunda, porque abrigo mis propios agravios que vengar.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues que he sido trampeado, engañado, embaucado. ¡Ese Leonardo, por el cual pagué la bonita suma de setecientos cincuenta mil dólares no es un Leonardo!
—¡Ah! —los ojos del policía le escrutaban con aire taimado—. De suerte que era eso lo que le tenía amargado, ¿eh? ¿Cuándo lo descubrió usted?
—Ayer noche. Hice examinar el cuadro por mi experto. Garantizo su discreción: no dirá esta boca es mía. Bien, el técnico en cuestión afirma que la pintura salió del pincel de uno de los discípulos de Leonardo, o quizá de Lorenzo di Credi, uno de los tantos pintores contemporáneos del maestro, ambos discípulos, a su vez, del Verrocchio. Citaré sus propias palabras: «La técnica es de Leonardo, pero ciertos detalles demuestran que no es de Leonardo. Esa porquería vale sólo unos pocos miles de dólares…». Sí, señores, esos pillos me «engañaron».
—De todos modos, pertenece al Museo Victoria —respondió el fiscal— y es necesario reintegrárselo…
—¿Cómo sabemos que pertenece al Museo Victoria, señores? ¿Cómo sabemos que la pintura adquirida por mí no es una copia desenterrada por algún experto sagaz? Supongamos, por un instante, que el Leonardo del museo aludido fue robado. Pues bien, eso no significa que sea el mismo que me ofreciera Grimshaw. Tal vez ese ladrón nos hizo el cuento. O acaso fue el propio Khalkis. ¡Quién sabe! Por otra parte, ¿qué proyectan ustedes hacer al respecto?
—Sugiero que callemos el asunto —indicó Ellery.
Y así lo dejaron. Knox quedaba dueño de la situación. El fiscal parecía el hombre más embarazado del orbe; cuchicheaba acaloradamente al inspector, y éste se encogía de hombros.
—Perdónenme ustedes si vuelvo a la escena de mi ignominia —intercaló Ellery con insólita humildad—. Mr. Knox, ¿qué ocurrió en realidad la noche del viernes último con referencia al testamento?
—Cuando Grimshaw lo rechazó, Khalkis, con gesto mecánico, lo reintegró a la caja fuerte embutida en el muro y, tras guardarlo dentro de la cajita de acero, cerró la portezuela de la misma.
—¿Y el servicio de té?
—Grimshaw y yo penetramos en la biblioteca. El servicio de té estaba sobre el taburete contiguo al escritorio. Khalkis nos preguntó si queríamos tomar esa infusión, y entrambos rehusamos. En tanto hablábamos, Khalkis se sirvió una taza…
—¿Utilizando una bolsita de té y una rodaja de limón?
—Sí… Sin embargo, volvió a sacarlas del líquido. En la excitación de la conversación suscitada más tarde, nuestro hombre olvidó beberse la taza. Y el té se enfrió. Y no lo tomó durante todo el tiempo que permanecimos con él…
—Sobre la bandeja había tres tazas y platillos, ¿verdad?
—Sí… Las otras quedaron sin usar, limpias. En ellas no se vertió agua alguna.
—Juzgo necesario reajustar ciertos conceptos erróneos. Hablando en plata, creo ser el blanco de burlas de un adversario taimado. Jugaron conmigo con astucia maquiavélica. Y me hicieron aparecer ridículo.
»Por otro lado, urge evitar que ciertas consideraciones personales obstaculicen nuestras investigaciones y la feliz consecución de nuestros propósitos. Atiéndanme: si incurro en alguna equivocación, les ruego que me la corrijan al punto. He sido víctima de la perfidia de un astuto criminal que, concediéndome el beneficio de una mentalidad laboriosa, pergeñó con toda deliberación una trama de pistas falsas tendientes todas ellas a encauzarme en la estructuración de una solución “sutil”, solución que, en resumidas cuentas, señalaría a Khalkis como al asesino de Grimshaw. Dado que sabemos que, durante un período de algunos días después de la muerte de Khalkis, sólo había una taza de té sucia, el manipuleo con todo el restante juego de té constituye una “celada”, una “trampa” astutamente tendida por el criminal. El relato de Miss Brett estableciendo la hora en que vio las tazas en su condición original absuelve por completo a Khalkis en cuanto a dejar la pista falsa de las tres tazas de té sucias, pues sabemos ya que, cuando Miss Brett las vio en el estado aludido, Khalkis había sido enterrado. Existe solamente una persona con motivos poderosos para tendernos la celada de la pista falsa, y esa persona es el mismo asesino, el bribón que me brindó gentilmente un sospechoso hecho a la medida que apartaba las sospechas de sí mismo.
»Ahora bien —continuó el joven—, la pista que tendía a demostrarnos que Khalkis no era ciego no es menos… En fin, sospecho que el criminal debió aprovecharse de una circunstancia fortuita. Al descubrir el “programa” cotidiano de Khalkis, referente a sus prendas de vestir, a la vez que el paquete de mercancías procedente de la Casa Barrett, nuestro pillo, sacando buen provecho de la discrepancia en colores, colocó dicho paquete en el cajón de la cómoda del dormitorio de Khalkis a fin de que yo lo encontrara allí, utilizando esa “pista” como parte integrante de mi trama deductiva. Y surge el interrogante: ¿Era ciego Khalkis o no, haciendo caso omiso de la “celada” en cuestión? ¿El criminal estaba al tanto de ello? Por el momento, dejaré en suspenso esta consideración.
»Un punto, sin embargo, resulta importante. El homicida no podría haber dispuesto las cosas de modo que Khalkis llevara una corbata diferente el sábado por la mañana, día de su fallecimiento. La cadena de razonamientos sobre la cual basaba la deducción de que Khalkis había recobrado la vista parece falsa en algún “eslabón”, siempre que trabajemos sobre la teoría de que Khalkis era realmente ciego, aunque es posible que no lo fuera…
—Es posible, pero no probable —comentó Sampson—. Como usted mismo lo señaló; ¿por qué Khalkis callaría el hecho de haber recobrado de súbito la vista?
—Está usted en lo cierto. Parecería, pues, que Khalkis estaba ciego. Mi lógica seguía derroteros falsos. ¿Cómo explicar entonces el hecho de que Khalkis sabía que llevaba corbata roja, pese a su ceguera? ¿Acaso Demmy o Sloane o la misma Miss Brett indicaron a Khalkis que usaba una corbata de ese color? Tal hecho explicaría el enigma; por otra parte, si todos dijeron la verdad, la explicación vuelve a escapársenos. Si no desentrañamos una explicación satisfactoria, nos veremos forzados a concluir que alguno de los tres mintió.
—Esa muchacha —rumió el policía— no me parece un testigo muy digno de crédito.
—No iremos a ninguna parte con inspiraciones carentes de fundamento, papá —replicó Ellery, sacudiendo la cabeza—. A menos que confesemos rotundamente la ineficacia del razonamiento inteligente, cosa que me repugnaría pensar… Durante la relación de Mr. Knox, recapacité mentalmente en torno de nuestras posibilidades, y ahora advierto que mis procesos lógicos originales se desentendieron de una posibilidad, una posibilidad un tanto sorprendente, supuesto que sea verídica… Existe una explicación del hecho que Khalkis supiera que lucía una corbata roja, sin ver el color y sin que nadie se lo dijera… Y resultará fácil probar o desaprobar. Perdónenme ustedes unos instantes.
Ellery, curvándose sobre el teléfono, se puso en comunicación con la casa de Khalkis; los otros cuatro le observaban en silencio.
—¿Mrs. Sloane?… Habla Ellery Queen… ¿Está allí Mr. Demetrios Khalkis?… ¡Bien!… Por favor, llévelo en seguida al despacho del inspector Queen, en el Departamento de Policía… Sí, entendido… Dígale a su primo que traiga consigo una de las corbatas verdes de su hermano… ¡Es importantísimo!… No, que lo acompañe Weekes… ¡Ali!… Dígale al mayordomo que no… ¡No! No informe a Weekes acerca de lo que trae Demmy… ¡Mil gracias!
Colgó suavemente el auricular y luego volvió a llamar al operador del Departamento:
—Por favor, localice el paradero de Trikkala, el intérprete griego, y comuníquele que se dirija en seguida a la oficina del inspector Queen.
—Aún no veo qué… —murmuró el inspector.
—Por favor, papá —replicó Ellery, encendiendo otro cigarrillo con dedos firmes—, permíteme continuar. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah! Bien, toda la solución relativa a la supuesta culpabilidad de Khalkis falla por su base, y se nos viene al suelo estrepitosamente. Esa solución se fundaba en dos puntos: primero, que Khalkis no era realmente ciego, y segundo, que sólo dos personas estaban en el estudio el viernes último por la noche. El segundo argumento ha sido pulverizado ya por Mr. Knox y Miss Brett. Ahora tengo la convicción de que yo mismo desmenuzaré el primer argumento dentro de unos minutos. En otras palabras, si podemos demostrar que Khalkis era ciego aquella noche, ya no contamos con razón alguna para sospechar más de Khalkis como asesino de Grimshaw que de cualquier otro individuo involucrado en el asunto. De hecho, conviene eliminarlo como sospechoso; el único interesado realmente en dejar tras de sí indicios falsos era el asesino; las pistas de mentirillillas fueron arregladas después de la muerte de Khalkis; y lo que es más aún, ellas entrañaban el designio de hacer aparecer a Khalkis como el criminal. De suerte, pues, que aquél es inocente de la muerte violenta de Grimshaw.
»Ahora bien, conforme al relato de Mr. Knox, es evidente que Grimshaw fue ultimado a raíz de algún motivo vinculado con el Leonardo robado —continuó el joven—. Un punto hay que tiende a apuntalar mis sospechas al efecto: cuando Grimshaw fue descubierto inhumado dentro del féretro de Khalkis, el pagaré que le entregara éste, según indicó Mr. Knox, no apareció ni en su cartera ni entre sus ropas. Obvio es que el homicida se apropió de él luego de estrangular a Grimshaw. El asesino estaría entonces en condiciones ideales para esgrimir ese pagaré contra Khalkis, pues recuerden que Grimshaw fue muerto antes del fallecimiento de aquél. Cuando murió Khalkis de modo inesperado, el pagaré resultó virtualmente sin valor alguno para nuestro bribón, pues si ese documento se protestaba ante cualquiera que no fuera el propio Khalkis, aquél quedaría bajo sospechas, iniciándose entonces una investigación de consecuencias incalculablemente riesgosas para el criminal. Cuando robó el pagaré a Grimshaw, el asesino cimentaba sus proyectos en un Khalkis vivito y coleando. En cierta manera, Khalkis, al fallecer, hizo un señalado favor a sus legítimos herederos, pues ahorró a la sucesión la considerable suma de medio millón de dólares.
»Surge ahora un hecho aún más importante —prosiguió el joven—. ¡Atiéndanme bien! La única persona, como ya dije momentos antes, con motivos suficientes para procurar substraerse de sospechas y enfilarlas hacia el muerto —Khalkis— era, naturalmente, el asesino. Por lo tanto, dos son las características que debe poseer el criminal: 1), encontrarse en condiciones de urdir la falsa pista del juego de té. Y para ello, el homicida tuvo acceso a la mansión de Khalkis después de las exequias, esto es, entre el martes por la tarde, cuando Miss Brett vio las dos tazas limpias, y el viernes, momento en que descubrimos las tres tazas sucias; y 2), la farsa de dicha vajilla sucia, tendiente a aparentar que sólo dos personas estaban involucradas en el caso, dependía en absoluto —¡y recuerden bien este punto!— de que Mr. Knox guardara silencio en cuanto al hecho de ser él el tercer hombre, el tercero en discordia del entredicho Grimshaw-Khalkis.
»Permítanme explayarme sobre este último punto. Sabemos ahora que tres personas estaban presentes esa noche. El individuo que luego intentó aparentar que sólo había dos personas en el estudio de Khalkis la noche fatal, sabía obviamente que ellas eran tres y el nombre de esas tres personas. Pero observen ustedes que él pretendía hacer creer a la policía que sólo había dos en el estudio; por ende, cada uno de los tres individuos presentes debía acallar ese indicio, o la farsa sería infructuosa. Nuestro embaucador dependía, en el momento en que tendió la falsa pista, del silencio de dos de los tres hombres: Grimshaw, que había sido asesinado, y Khalkis, fallecido de muerte natural. Sólo restaba el tercer hombre, Mr. Knox, cuyas declaraciones referentes al caso podrían deshacer el engaño. Sin embargo, pese al hecho de permanecer Mr. Knox con vida, sano y salvo y sin molestia, el tramposo de criminal continuó adelante deliberadamente con su farsa indigna. En otras palabras, imaginó poder contar con el silencio de Mr. Knox. ¿Está claro eso?
Todos asintieron, alertas y atentos a cada sílaba pronunciada por el muchacho. Knox observaba los labios de Ellery con curiosa atención.
—Pero, ¿cómo nuestro tramoyista podría contar con el silencio de Mr. Knox? —continuó Ellery—. Sólo sí conocía toda la historia del Leonardo, sólo si sabía que Mr. Knox poseía esa tela a raíz de circunstancias de naturaleza ilícita. En ese caso, y sólo en ese caso, podía estar seguro de que Mr. Knox, en resguardo propio, callaría el hecho de haber sido el tercer hombre de la reunión celebrada el viernes por la noche en casa de Khalkis.
—Sagaz, joven —apuntó el multimillonario.
—Por una vez —Ellery no sonreía—. Aún falta el rasgo más significativo de este análisis. ¿Quién podía conocer toda la historia del Leonardo substraído y sus vinculaciones con él, Mr. Knox?
—Procedamos por eliminación.
—Bien, Khalkis, de acuerdo a su propia carta, a nadie había informado palabra, y ahora está muerto. En cuanto a usted, Mr. Knox, no lo comunicó tampoco a nadie, salvo al técnico que ayer mismo examinó la tela, declarándola obra del pincel de un artista que no era el insuperable Leonardo da Vinci. En ese caso, usted habló de ella apenas ayer… demasiado tarde para que nuestro experto dispusiera los detalles conducentes a las pistas. Esto elimina al técnico, el único ser viviente que conoce su posesión del cuadro por intermedio de usted, Mr. Knox…
El muchacho fijó sus ojos en el muro, sombrío:
—¿Quién más nos queda? Sólo Grimshaw, y ha muerto. No obstante ello, de conformidad con su propio relato, Grimshaw aseveró que compartía el secreto sólo con otra persona, la única persona «en el mundo» a quien nuestro bribón informó acerca del cuadro robado al Museo Victoria. Y esa única persona era el socio de Grimshaw. Y esa sola persona es, consiguientemente, el único extraño suficientemente al tanto de la historia de la tela robada para dejar tras de sí la falsa pista de las tres tazas de té usadas… ¡y tener motivos poderosos para contar con su silencio en cuanto a su tercería en este turbio asunto!
—Correcto, correcto —murmuró el multimillonario.
—Y bien, ¿cuáles son las conclusiones que se desprenden de todo esto? —continuó el joven—. El cómplice de Grimshaw, el único que podía haber tramado las falsas pistas, resulta obviamente el asesino. Y de acuerdo a las propias declaraciones de Grimshaw, su compinche era el hombre que le acompañó hasta el Hotel Benedict la víspera del día fatal, y también el desconocido que se reunió con Grimshaw, después que usted y él salieron de casa de Khalkis el viernes por la noche, momento en que se enteró de todo lo concerniente al ofrecimiento del nuevo testamento, del pagaré y de lo demás suscitado durante la visita a Khalkis.
—Desde luego —indicó el inspector reflexivamente—, esas deducciones comportan un progreso en nuestras indagaciones, pero no nos conducen a nada concreto. El acompañante de Grimshaw la noche del jueves último podría haber sido un fulano cualquiera. Recuerda, hijo, que no tenemos descripción alguna de él.
—Es cierto, pero al menos esclarecimos ciertos puntos obscuros. Sabemos adónde vamos —Ellery aplastó su cigarrillo en el cenicero, mirándoles con expresión fatigada—. Sin embargo, omití discutir hasta ahora un detalle importante. Y es que el homicida se chasqueó, pues Mr. Knox no se calló. Ahora bien, Mr. Knox, explíquenos usted por qué no se calló.
—Ya se lo dije —murmuró el banquero—. El Leonardo no es de Leonardo, sino de otro pintor, prácticamente sin valor alguno.
—¡Precisamente! Mr. Knox confesó su tercería en el asunto cuanto descubrió que la tela carecía casi de valor. Dicho crudamente, se sentía «defraudado» y ansiaba enterarnos del caso para satisfacer sus propósitos de venganza. ¡Sin embargo, sólo a nosotros contó lo acaecido! En otras palabras, el asesino, el cómplice de Grimshaw, supone aún que nosotros nada sabemos acerca del cuadro, supone aún que damos crédito a la solución Khalkis si sabemos deducir la «verdad» de las pistas falsas… ¡Muy bien! Procederemos a complacerle en un caso y a contrariarle en el otro. No podemos aceptar públicamente la solución Khalkis, dado que la sabemos falsa. Pero en cambio, debemos nutrir las esperanzas de nuestro criminal, darle soga, aguardar sus próximos pasos, atraparle quizá en alguna trampa a fin de forzarle a continuar… ¿cómo diría?… ¡a continuar haciendo desaguisados!… ¡Cosas!… Por lo tanto, juzgo conveniente dar a publicidad la solución Khalkis y luego las declaraciones de Miss Brett que harán reventar la burbuja de la solución aludida; en el ínterin, nada comuniquemos con respecto a la intervención de Mr. Knox en el caso… ¡ni una sola palabra…! El asesino supondrá entonces que Mr. Knox guardó silencio al efecto y continuará contando con ese silencio por cuanto ignora que el supuesto Leonardo no es la tela genuina avaluada en un millón de dólares.
—Necesitará cubrir sus pasos —murmuró el fiscal—. Y se atemorizará no poco cuando sepa que todavía andamos a la pesca del homicida. ¡Buena idea, Ellery!
—No corramos el riesgo de espantar a nuestra «pieza» —continuó el joven— exponiendo como falsa la solución Khalkis en base a las declaraciones de Miss Brett. El criminal se verá obligado a aceptar este hecho, ya que, después de todo, él tomó el riesgo desde el principio de que alguien observara la discrepancia en el aspecto de las tazas de té. La circunstancia de que alguien observara dicha discrepancia le parecerá algo desafortunado, pero no necesariamente desastroso.
—¿Qué infiere usted de la desaparición inmotivada de Cheney? —inquirió Pepper. Ellery suspiró:
—Por supuesto, mi brillantísima deducción de que Alan Cheney era el enterrador del cadáver de Grimshaw fundábase por entero en la hipótesis de que Khalkis, su tío, había sido su matador. En cambio, ahora tenemos razones de sobra para presuponer que Grimshaw fue inhumado por su asesino. De un modo u otro, la desaparición de Cheney, en base a datos fidedignos, resulta totalmente inexplicable. Creo que a ese misterio debe concedérsele cierto compás de espera.
Uno de los telefonistas internos del Departamento intercaló una llamada al teléfono de Queen y éste, levantándose, acudió al aparato:
—Bueno… ¡envíenoslo en seguida!… Que el otro espere afuera… —volvióse a Ellery—. Bueno, hijo, ahí llega tu hombre —agregó—. Weekes le trae consigo.
Ellery asintió. Un hombre abrió la puerta franqueándole la entrada a la elevada y desgarbada figura de Demetrios Khalkis, decente y sobriamente vestido; pero su sonrisa, deforme y hueca, distorsionaba sus labios sensuales y su fisonomía trasuntaba mayor imbecilidad que nunca. Weekes, el tímido mayordomo de la mansión Khalkis, con su sombrero apretado contra su viejo pecho, sentábase, intranquilo, en la sala del despacho del inspector; la puerta exterior se abrió, dando entrada al grasiento Trikkala, intérprete policial de griego.
—¡Trikkala! ¡Venga usted acá! —gritó Ellery, volviéndose luego para observar el paquete apretado entre los dedos huesosos de Demmy. El heleno se coló furtivamente en la oficina, con una expresión interrogante en su rostro simiesco; alguien cerró la puerta a sus espaldas.
—Trikkala —dijo el muchacho—, pregúntele a ese imbécil si trajo lo que se le ordenó.
Trikkala, ante cuya entrada se había iluminado la faz de Demmy, disparó una granizada de palabras extranjeras en dirección al de la sonrisa idiota. Demmy, asintiendo con vigor, sacudió el paquete.
—Bien, pregúntele ahora, Trikkala, acerca de lo que le ordenamos traer.
Un breve intercambio de palabras guturales, al cabo de las cuales el heleno dijo en inglés:
—El muchacho me explicó que le ordenaron traer consigo una corbata verde, una de las corbatas verdes del guardarropa de su primo Georg.
—¡Admirable! Pídale que nos muestre esa corbata verde.
Trikkala espetó algo gutural a Demmy y éste, asintiendo, comenzó a desanudar torpemente el hilo del paquete. Ello le llevó largo tiempo, intervalo durante el cual todos los ojos concentráronse en silencio en aquellos dedos. Por fin, coronando su victoria contra los rebeldes nudos, desenvolvió el paquete. El papel quedó extendido sobre la mesa… Y Demmy mostró una corbata roja…
Ellery acalló el excitado cuchicheo de sus acompañantes, la exclamación ronca de los dos abogados, y la maldición entre dientes del inspector. Demmy se les quedó mirando con sonrisa ausente, como si buscara su aprobación. Ellery, girando sobre sus talones, abrió uno de los cajones del escritorio de su progenitor y comenzó a hurgar. Al fin, irguiéndose, levantó bien en alto un papel secante… un papel secante verde…
—Trikkala —indicó firmemente Ellery—, pregúntele de qué color es esto.
Trikkala obedeció. La contestación de Demmy en griego fue decisiva.
—Dice que el papel secante es rojo —informó el intérprete en tono perplejo.
—¡Bravo! Gracias, Trikkala. Sáquele fuera y dígale al hombre que aguarda en la antesala que lo lleve a casa.
El heleno, asiendo a Demmy del brazo, lo arrastró fuera del despacho. El joven cerró la puerta a sus espaldas.
—Creo que eso explica satisfactoriamente lo descaminado de mi lógica —murmuró—. No tomé en cuenta la remota posibilidad de que Demmy padeciera de daltonismo.
Los presentes asintieron, mudos.
—Ya ven ustedes —continuó el joven detective— que yo presumía que, si a Khalkis no se le había indicado el color de su corbata y si Demmy le había vestido de acuerdo con el «programa» correspondiente, Khalkis por ende, conocía el color de la misma… ¡y no era ciego!… No tomé en cuenta el hecho de que el mismo «programa» aludido podía confundirnos. De conformidad con él, Demmy tendría que haberle entregado a su primo una corbata verde el sábado por la mañana. No obstante, sabemos ahora que para Demmy la palabra «verde» significa «rojo»; en substancia, que es daltonista. En otros términos, Demmy no distingue los colores, merced a lo cual ve rojo el verde y verde el rojo; su primo conocía el mal de Demmy y por ello trazó el «programa» dentro de esa base, al menos en cuanto a esos dos colores se refiere. Cuando deseaba una corbata «roja» solicitaba una «verde». En resumidas cuentas, esa mañana, pese a que Khalkis lucía una corbata de color diferente al indicado en el «programa» para el día sábado, sabía, sin necesidad de que se lo dijeran y sin que «viera» el color con sus propios ojos, que llevaba una corbata roja. Nuestro hombre no se cambió de corbata: lisa y llanamente lucía la roja en cuestión cuando su primo idiota abandonó la casa a las nueve de la mañana.
—Bueno —murmuró Pepper—, de todo eso se desprende la conclusión de que Demmy, Sloane y Miss Brett dijeron la verdad. Y ya es algo.
—¡Muy cierto! Podríamos discutir ahora el punto aplazado de si el asesino sabía que Khalkis estaba ciego o bien si abrigaba la convicción, según los datos que a mí mismo me engañaron, de que no era así. Creo que al presente es una conjetura inútil, aunque todas las probabilidades enfocan en dirección de esta última suposición; es muy posible que ignorara que Demmy era daltonista; y es posible que supusiera —y de que aún suponga— que Khalkis falleció vidente. En uno u otro caso, resultaría difícil extraer conclusiones concretas de todo esto —Ellery se volvió hacia su progenitor—: ¿Tienes ahí la lista de todas las personas que concurrieron a visitar la casa de Khalkis entre el martes y el viernes último?
—Sí… Cohalan hizo la lista —replicó el fiscal—. ¿Quiere mostrársela, Pepper?
El abogado extrajo una hoja de papel dactilografiada. Ellery la ojeó rápidamente:
—Ya veo que está al día —murmuró.
La lista incluía a todos los visitantes de la casa mencionados en la cuartilla similar revisada por los Queen el jueves último, el día anterior a la exhumación de Khalkis, a más de los nombres adicionales de las personas de visita en la mansión aludida desde ese momento hasta la iniciación de las investigaciones del crimen de Grimshaw. Dicho adición involucraba los nombres de todos los miembros del hogar de los Khalkis: Nacio Suiza, Miles Woodruff, James K. Knox, el doctor Duncan Frost, Honeywell, el reverendo Elder, Mrs. Susan Morse, amén de algunos antiguos clientes del difunto, Robert Petrie, Mrs. Duke, Reuben Goldberg, Mrs. Timothy Walker, Robert Acton. Varios empleados de las Galerías Khalkis también habían concurrido a la mansión de su ex empleador: Simón Broecken, Jenny Bohm, Parker Insull. La lista finalizaba con los nombres de algunos conocidos periodistas.
Ellery devolvió el papel a Pepper:
—La mitad de la población neoyorkina parece haber desfilado por esa casa —refunfuñó—. Mr. Knox, ¿contamos con su palabra de que guardará bajo siete llaves el asunto del Leonardo robado?
—No diré palabra a ser viviente.
—¿Y estará usted presto a informarnos de cualquier novedad que se produzca?
—Con mucho gusto, amigo mío —el multimillonario se levantó, y Pepper se precipitó a ayudarle a ponerse su sobretodo—. Ahora trabajo con Woodruff —agregó enfundándose con trabajo la prenda aludida—. Contraté sus servicios para que se encargara de los pormenores legales de la sucesión. Todo anda embrollado, ya que Khalkis parece haber muerto intestado. Espero que el nuevo testamento no aparecerá por ninguna parte. Woodruff asegura que eso complicaría las cosas. Obtuve permiso de Mrs. Sloane, como pariente más próximo, de asumir el cargo de administrador en caso de no hallarse el nuevo testamento.
—¡Condenado sea ese testamento robado! —rezongó Sampson—. Sin embargo, creo que podremos presentar alegato de coacción y provocar la anulación del nuevo testamento, no sin enfrentar antes un alboroto del demonio. ¿Grimshaw tenía parientes cercanos?
Knox gruñó entre dientes, agitó la diestra y salió, Sampson y Pepper se incorporaron, mirándose.
—Adivino sus pensamientos, jefe —aseveró este último, suavemente—. ¿No es verdad que usted sospecha que el cuento de Knox acerca de la tela robada no es más que eso mismo: un cuento?…
—Bueno, nada me sorprendería menos —confesó el fiscal.
—Ni a mí —dijo el inspector—. Magnate o no magnate, el tipo anda jugando con fuego.
—Opino igual que_ ustedes —terció Ellery—. Knox es un coleccionista fanático y evidentemente, ni sueña en desprenderse de su cuadro.
—Bueno, el caso es un berenjenal —suspiró el anciano policía.
Sampson y Pepper saludaron a Ellery y abandonaron el despacho. El policía siguió sus pasos, dejando solo a Ellery con sus pensamientos. El joven consumió cigarrillo tras cigarrillo, esbozando muecas cuando la memoria evocaba ciertos detalles amargos. Cuando el inspector regresó de su conferencia con los representantes de la prensa, Ellery contemplaba ensimismado sus zapatos.
—Bueno, ya lo vomité todo —masculló el viejo, desplomándose en su silla—. Informé a los periodistas acerca de nuestra solución Khalkis y seguidamente, expuse las declaraciones de Joan Brett que la desbarató. Dentro de unas horas las crónicas se difundirán por todo Nueva York, y nuestro amigo, el asesino, tendrá que poner manos a la obra.
Bramó algo en el teléfono y momentos después penetraba aprisa su secretario en la oficina. El policía le dictó un cablegrama, marcado Confidencial, dirigido al director del Museo Victoria, de Londres. El empleado se marchó acto seguido.
—Bueno, ya veremos qué pasa —agregó el anciano con mesura, mientras su mano atezada buscaba su tabaquera—. Es necesario averiguar sobre qué pie nos hallamos tocante al asunto de la tela… Acabo justamente de conversar de eso con Sampson en la antesala y llegamos a la conclusión de que no podemos confiar en las palabras de Knox… —estudió a su silencioso vástago con aire inquisitivo—. ¡Vamos, vamos, El, repórtate un poco! El mundo no se nos ha venido encima, muchacho. ¡Qué diablos! ¿Qué importa si tu solución Khalkis era un fiasco? ¡Olvídate de eso!
—¿Olvidarlo? —Ellery levantó los ojos lentamente—. Dificulto que olvide mi vergüenza por un tiempo largo —apretó un puño y lo contempló abstraído—. Si este asunto me enseñó algo útil es que no debo adelantar jamás la solución de ningún caso que me interese hasta que no haya sopesado todos y cada uno de los elementos del delito en cuestión y explicado todas y cada una de las partículas más insignificantes de todos y cada uno de los cabos sueltos. Y sí alguna vez me sorprendes quebrantando mi promesa, sáltame la tapa de los sesos con tu pistola.
El inspector le miró conturbado:
—¡Vamos, muchacho! No digas eso…
—¡Cuando pienso que tonto he sido, papá! ¡Qué necio hinchado, ensoberbecido, imbécil!
—Creo que tu solución, falsa como era, no podía ser más brillante.
Ellery no replicó. Comenzando a pulir los vidrios de sus anteojos, fijó amargamente su mirada en el muro por encima de la cabeza de su padre.