Ahora bien, si hasta ese momento Ellery Queen sólo había estado rondando en torno al caso Khalkis, aquella memorable tarde del sábado le precipitó de lleno en el propio corazón del problema, cesando de ser un simple observador para convertirse en uno de los primerísimo actores del drama.
La hora estaba madura para sensacionales revelaciones; el escenario estaba tan admirablemente montado, que no pudo resistirse a aparecer en él. Se recordará que éste era un Ellery Queen más joven, un Ellery con ese desmesurado egoísmo propio del estudiante universitario novato. La vida era dulce, había un intrincado problema que resolver y un buen fiscal que conquistarse. Pues bien, dicha «intervención» activa dio comienzo, como otros tantos acontecimientos trascendentales, en la inviolabilidad del despacho del inspector Queen. Sampson se encontraba allí, ambulando por el cuarto como un tigre; Pepper estaba también allí, con expresión meditabunda; el inspector hallábase allí, desplomado en su sillón, echando lumbre por los ojos y apretando los labios con mayor firmeza que nunca. ¿Quién podría resistirse? En especial, cuando en medio de un resumen sampsoniano del caso, el secretario del inspector Queen escurrióse dentro del despacho, jadeante de excitación, anunciándoles que Mr. James J. Knox, el James J. Knox, poseedor de muchos más millones de lo que es decente poseer, el banquero, el rey de Wall Street, el amigo del presidente, aguardaba afuera el momento de entrevistarse con el inspector Queen. Toda resistencia después de eso lindaría en lo sobrehumano.
Knox era realmente una leyenda. Usaba sus millones y el poder de ellos para evadirse de los ojos innúmeros del público. Y éste sólo conocía su nombre y no al hombre del nombre. Y fue bien humano que messieurs Queen, Sampson y Pepper se levantaran como un solo hombre cuando Knox fue introducido en la oficina, exteriorizando más deferencia y aturdimiento de lo que prescribe la democracia. El gran hombre, estrechando rápidamente sus manos, se arrellanó en una silla sin que nadie le invitara a ello.
Nuestro multimillonario semejaba la desecada armazón de un gigante. Frisaba en los sesenta y era visible la decadencia de su vigor físico. Sus cabellos, cejas y bigotes estaban canos; su boca era poco firme; sólo sus ojos grises parecían jóvenes aún.
—¿De conferencia? —preguntó.
—¡Ejem! Sí, sí —replicó Sampson, aprisa—. Discutíamos el caso Khalkis. Un asunto lamentable, Mr. Knox.
—Realmente lamentable —Knox miró fijo al inspector—. ¿Algún progreso?
—Pocos —gruñó el inspector, desamparadamente—. ¡Una maraña enredadísima! Mentiría si afirmara que ya vemos claro el asunto.
Ése era el momento. El momento quizá entrevisto en los ensueños del joven Ellery Queen: los desconcertados representantes de la ley y la presencia de una personalidad de campanillas…
—Pecas de modesto, papá —dijo.
Nada más en ese momento. Sólo un ademán gentil, cortante. Y una sonrisita. Y formulaba aquella aseveración como si su progenitor supiera de sobra lo que señalaba…
El inspector se le quedó mirando tranquilamente. La boca de Sampson se entreabrió. El gran hombre miró a Ellery y luego al padre, con mirada inquisitiva. Pepper les contemplaba estupefacto.
—Vea usted, Mr. Knox —continuó Ellery, en el mismo tono modesto— si bien ciertos cabos y pistas quedaron sin atar q desarrollar, mi padre olvida decir que el cuerpo principal del caso ha tomado definitivamente una forma sólida.
—No le entiendo, joven —dijo Knox.
—Ellery… —balbuceó el inspector, aterrado.
—Pues todo es bastante claro y comprensible —indicó Ellery, con fingida melancolía—. El caso ha quedado resuelto.
Es en estos momentos, arrancados de la tumultuosa corriente del tiempo, cuando los egotistas recogen sus más brillantes cosechas. Ellery estaba magnífico, y sus ojos astutos estudiaban las cambiantes expresiones asomadas en los rostros del inspector, Sampson y Pepper, semejante a un hombre de ciencia vigilando la reacción, no familiar, pero anticipada, de un tubo de ensayo. Por supuesto, el multimillonario nada advirtió de todo esto.
—El asesino de Grimshaw… —balbuceó el fiscal.
—¿Quién es, Mr. Queen? —preguntó, suavemente Knox.
Ellery encendió un cigarrillo antes de responder. No era conveniente apurar el desenlace. Debía saborearlo hasta el último momento. Luego dejó escapar las palabras entre nubes de humo:
—Georg Khalkis —dijo.
Mucho después el fiscal Sampson confesó que si James J. Knox no hubiera estado allí presente durante este drama, a buen seguro que, armado con el teléfono del viejo Queen, le habría abierto la caja craneana a Ellery. No lo creía. No podía creerlo. ¡Un hombre ciego antes de morir tachado de homicida! Eso desafiaba todas las leyes de la credulidad.
Reprimidos sus impulsos, empero, por la presencia del magnate, agitóse en la silla, molesto, mientras su ágil cerebro luchaba ya con el problema de disimular aquella desatinada declaración.
Knox habló primero, por la sencilla razón de que él no necesitaba recobrarse de ninguna emoción. Verdad es que el «pronunciamiento» del joven le había hecho parpadear, pero instantes más tarde expresaba con voz suavísima:
—¡Khalkis!, ¿eh?… ¡Hum!… Ahora veo…
El policía pareció recobrar entonces el uso de su lengua:
—Creo que le debemos una explicación a Mr. Knox, hijo mío —murmuró, pasándose la lengua por sus labios resecos. El timbre de su voz traicionaba la circunspección de sus palabras. Su mirada era furiosísima.
Ellery saltó de su silla:
—Ciertamente, papá —respondió cordialmente—. En especial si se considera que Mr. Knox se interesa personalmente por el caso. Este problema —prosiguió— es, en realidad, un problema único, que entraña algunos puntos positivamente sugestivos.
»¡Atención, por favor! Existen dos pistas principales: la primera gira en torno de la corbata usada por Khalkis la mañana de su muerte de resultas de un ataque cardíaco; la segunda, en cambio, relaciónase con la tetera y las tazas de té del estudio.
Knox parecía intrigado.
—Perdón, Mr. Knox —dijo Ellery—. Estos pormenores le son desconocidos —agregó, describiéndole sumariamente los hechos tocantes a la investigación. Cuando Knox asintió, Ellery continuó—: Ahora permítame explicarle lo que inferimos del punto relativo a las corbatas de Khalkis. El sábado pasado por la mañana, día en que ocurrió el fallecimiento de Khalkis, Demmy, el idiota, preparó la vestimenta de su primo, según su propio testimonio, de acuerdo al programa prefijado. Sería de esperar, por consiguiente, que Khalkis luciera las prendas especificadas para el sábado. Examinamos el programa referido y ¿qué descubrimos, caballero? Pues que Khalkis, entre las demás prendas, tendría que haber usado una corbata verde de muaré.
»Hasta ahora todo va bien. Demmy, concluido el ritual matinal de ayudar a vestirse a su primo, sale de casa a las nueve. Transcurren entonces quince minutos, durante los cuales Khalkis, completamente vestido, permanece solo en el estudio. A las nueve y quince, Gilbert Sloane, penetra en el cuarto para conferenciar con aquél respecto al trabajo del día. ¿Y qué descubrimos ahora? Descubrimos, de conformidad con las declaraciones de Sloane, que a esa hora Khalkis lucía una corbata roja.
Ellery enseñoreábase ahora de su auditorio. Su sentimiento de vanidad satisfecha exteriorizóse con una risita seca.
—Una situación interesante, ¿eh? Bien, si Demmy dijo la verdad, confrontamos entonces cierta curiosa discrepancia que exige aclaración. Si Demmy expresó la verdad, repito —y su estado mental excluye toda mendacidad— entonces nuestro hombre tendría que haber llevado, de acuerdo al «programa», una corbata verde a las nueve de la mañana, hora en que le dejó Demmy.
»¿Cómo explicar semejante discrepancia? Bueno, he aquí la inevitable explicación: en el lapso de quince minutos en que estuvo solo, Khalkis, por alguna razón que probablemente jamás sepamos, se dirigió a su dormitorio para cambiarse dicha prenda, descartando la verde de Demmy por una de color rojo, pendiente del bastidor del ropero de su dormitorio.
»Ahora bien, caballeros, sabemos asimismo por el propio Sloane que, durante su conversación con Khalkis, éste palpó la corbata que lucía —de color rojo, como claramente advirtió Sloane al penetrar en la habitación— y expresó sus deseos de que le recordara luego telefonear a la Casa Barrett a los efectos de solicitar algunas corbatas iguales a la que llevaba en ese instante —los ojos del joven brillaban—. Recordemos ahora que, en el momento en que Miss Brett salía del estudio de Khalkis mucho tiempo después, oyó solicitar a Khalkis el número telefónico de la Casa Barrett. Esta casa, según averiguaciones posteriores, entregó a Khalkis exactamente los artículos solicitados por él. Pero, ¿qué ordenó él? Obviamente, lo que le fue entregado. ¿Y qué le entregaron? ¿Pues seis corbatas rojas?
»En resumidas cuentas —agregó Ellery, tamborileando sobre el escritorio—, Khalkis, por haber manifestado su decisión de solicitar seis nuevas corbatas como la que llevaba, y pedido a la Casa Barret corbatas rojas, debía saber que lucía una corbata roja. ¡Eso es obvio! En otras palabras, Khalkis no ignoraba el color de la corbata ligada en torno a su pescuezo a la hora en que sostuviera su mentada conferencia con Sloane.
»Pero, ¿cómo podía saber él, un ciego, el color de esa prenda, dado que no era del color correspondiente a los sábados? A buen seguro que alguna persona le aclaró ese punto. ¿Y quién es esa persona? Sólo tres personas le vieron esa mañana antes de su pedido telefónico a la Casa Barrett: Demmy, quien le vistió de conformidad con el “programa” aludido; Sloane, en cuya conversación, referente a las corbatas, ni una sola vez se refirió al color, y Miss Joan Brett, en cuya única referencia de esa mañana a las corbatas omitió mencionar el color. En otras palabras, nadie indicó a Khalkis el color de la corbata cambiada. ¿Acaso por casualidad escogió luego una corbata roja del ropero? Sí, es posible, en especial si se recuerda que las corbatas no estaban acondicionadas por colores. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que, ya fuera que escogiera la corbata roja por casualidad o no, Khalkis supiera —como lo demuestran sus acciones subsiguientes— que había escogido una corbata roja?
Ellery aplastó su cigarrillo en el cenicero del escritorio:
—Caballeros, sólo en una forma Khalkis podría haber sabido que lucía una corbata roja. Y es que en ese momento podía distinguir, visualmente, su tono, lo cual implica que él podía ver.
—Pero, ¿no afirma usted que estaba ciego? Todos lo sabían y…
—Ahí radica el quid de mi primera serie de deducciones; pues, como lo aseveró el doctor Frost y corroboró el doctor Wardes. Georg Khalkis padecía cierto tipo de ceguera susceptible de curarse espontáneamente en cualquier momento.
—¿Cuál es la conclusión entonces? —murmuró Knox—. ¿En concreto, opina usted que el sábado último por la mañana, a más tardar, Mr. Khalkis no era más ciego que usted y que yo?
Ellery sonrió:
—Desde luego, las preguntas surgen a borbotones. Si recobró la vista después de un autentico período de ceguera, ¿por qué no informó al punto a todos los de la casa? ¿A su hermana, Mrs. Sloane, a Demmy, a Joan Brett? ¿Por qué no telefoneó a su médico? De hecho, ¿por qué no informó al doctor Wardes, el oculista de visita en su mansión? Sólo por una razón psicológica, Khalkis no quería que supieran que veía de nuevo y ello, porque convenía a algún propósito oculto, porque quería que la gente continuara creyéndolo ciego. ¿Cuál podría haber sido tal propósito?
Ellery hizo una pausa y exhaló un hondo suspiro. Knox, inclinado hacia adelante, le miraba fijamente; los demás estaban rígidos en sus asientos.
—Dejemos eso por unos instantes —continuó Ellery calmosamente— y encaremos el estudio de la pista de la tetera y de las tazas de té.
»Observemos, por lo pronto, las pruebas superficiales. La vajilla de té hallada sobre el taburete indicaba claramente que tres personas habían tomado té. ¿A qué dudarlo? Tres tazas de té revelaban las habituales señales de uso por las hojas secas y las manchas curvas situadas debajo del borde; tres bolsitas de té secas estaban ante nuestros ojos y al ser estrujadas dentro de agua fresca sólo produjeron una débil solución de té; tres rodajas de limón, inexprimidas y secas, figuraban entre las piezas de la vajilla; y tres cucharitas de plata, recubiertas con una película brumosa, indicaban su reciente uso. Ya ven ustedes, pues, que todo indicaba que tres personas habían bebido té. Más aún, eso probaba lo que ya sabíamos; esto es, que Khalkis había dicho a Miss Joan Brett que aguardaba dos visitantes el viernes por la noche, los cuales llegaron y penetraron en el estudio sin inconvenientes, integrando, con Khalkis, el terceto de marras. Una vez más, pues, tropezábamos con evidencias palpables.
»Sin embargo, caballeros, ¿cuan superficiales nos resultaron estas supuestas pruebas cuando examinamos detenidamente la tetera? ¿Qué descubrimos en ella? Pues que se trataba de una tetera con demasiada agua. Entonces nos abocamos a la tarea de probar nuestra suposición de que contenía demasiado líquido. Al transvasar el agua contenida en la tetera, descubrimos que colmaba cinco tazas. ¡Cinco tazas! Más tarde, cuando volvimos a llenar la tetera con agua fresca, llenamos exactamente seis tazas con su contenido. Esto significaba, pues, que la tetera es para seis tazas… ¡y el agua que había contenido había servido sólo para cinco tazas! Pero, ¿cómo es posible esto si Khalkis y sus dos invitados habían bebido tres tazas, hecho corroborado por diversos signos superficiales? De acuerdo con nuestra prueba, sólo una taza había sido extraída de la tetera, y no tres. ¿Implicaba eso que sólo un tercio de taza había sido utilizada por cada uno de los tres hombres? Imposible, pues las manchas circulares interiores de las tazas indicaban que cada una de ellas había sido colmada de líquido. ¿Acaso alguien agregó agua después a la tetera? ¡No, señores! Un análisis del agua que contenía no indicó la presencia de agua fresca en el recipiente.
»Cabía sólo una conclusión: el agua de la tetera era genuina, mientras que las manchas dejadas en las tres tazas eran fraguadas. Alguien había andado, deliberadamente, con el servicio de té y las rodajas de limón para hacer aparecer que tres personas habían bebido té. Quienquiera haya sido cometió, empero, un error, consistente en emplear la misma agua para cada una de las tres tazas, en lugar de tomar tres cantidades separadas de líquido de la tetera. Pero, ¿para qué tomarse tanto trabajo de aparentar que tres personas habían allí, cuando eso era cosa aceptada, dada la presencia de los dos visitarles y las propias instrucciones de Khalkis? Sólo por una razón: para recalcar el hecho. Pero si tres personas estaban en el estudio, ¿por qué recalcarlo? En mi opinión, sólo porque esas tres personas, por extraño que parezca, no estuvieron allí.
Ellery fijó sus ojos en los demás con triunfal satisfacción. Alguien suspiró y Ellery se sintió divertido advirtiendo que era el fiscal. Pepper le escuchaba hablar embobabo, y el inspector asentía tristemente. Knox comenzó a frotarse el mentón.
—Bien, si tres personas bebieron té en el estudio de Khalkis, tres tazas de agua tenían que faltar de la tetera. Supongamos ahora que alguien no bebió. ¡Muy bien! ¿Qué malo hay en ello? ¿A santo de qué afanarse para hacer aparecer que todos habían bebido té? Sólo para substanciar la creencia aceptada, apoyada por el propio Khalkis, de que tres personas hallábanse presentes en el estudio el viernes por la noche de la semana anterior, la misma en que asesinaron a Grimshaw.
»Por consiguiente, enfrentamos un interesante problema: si allí no había tres personas, ¿cuántas había? Bien, podría haber habido más de tres: cuatro, cinco, seis, cualquier número podría haberse introducido en el estudio, sin ser vistos por Joan Brett, luego que la muchacha les franqueó la puerta a dos de ellos y subió a los altos a meter en la cama al pícaro de Alan Cheney. Puesto que el número exacto no es posible fijar por ninguno de los medios de que disponemos, la teoría de más de tres visitantes no nos conduce a ninguna parte. Por lo demás, si examinamos la teoría de que fueron menos de tres nos encontraremos de boca en una pista candente.
»No podía ser uno solo, pues Miss Brett vio entrar a dos de ellos en el estudio. Ya hemos demostrado que, sea lo que fuere, no eran tres. De acuerdo, pues, con la única alternativa de la segunda teoría, debieron ser sólo dos.
»Si dos personas estaban en el estudio, ¿cuáles son nuestras dificultades? Sabemos que Albert Grimshaw era una de ellas, pues fue visto e identificado después por Miss Brett. Khalkis, de conformidad con todas las leyes de las probabilidades, era la segunda. Si es así el acompañante de Grimshaw, el hombre todo “arrebozado”, según lo describió Miss Brett, debió ser el mismo Khalkis. Pero, ¿es posible esto?
Ellery encendió otro cigarrillo:
—Es posible. Una curiosa circunstancia parece corroborarlo. Recordarán ustedes que, cuando los dos visitantes entraron en el estudio, Miss Brett no se encontraba en posición para mirar su interior; el compañero de Grimshaw la empujó a un costado, como si tratara de impedir que ella arrojara un vistazo a lo que estaba —o no estaba— dentro del cuarto. Caben muchas explicaciones plausibles al respecto, pero lo cierto es que la teoría más correcta es la que asevera que el acompañante de Grimshaw era el propio Khalkis, interesado como ninguno en evitar que Miss Brent mirara dentro del estudio y comprobara su desaparición… ¿Qué más? Bien, ¿cuáles eran las características del compañero de Grimshaw? Físicamente se parecía a Khalkis; era de su misma talla y complexión. Ése es un punto. Del otro, el incidente con la preciosa gatita de Mrs. Simms, Tootsie, inferimos que el compañero de Grimshaw podía ver, por cuanto la gata, inmóvil sobre la alfombra de la puerta, constituía un obstáculo que evitó diestramente el sujeto arrebozado levantando el pie en mitad del aire y posándolo luego en forma de evitar pisarla: si hubiese sido ciego, no podría haber dejado de caminar sobre la minina. Eso queda demostrado por nuestras deducciones acerca de la corbata; Khalkis no estaba ciego el día de su muerte, sino que fingía estarlo… y contamos con infinitas razones para sostener la teoría Se que recobró la vista el referido jueves, fundándonos en el hecho conocido de que el doctor Wardes le examinó los ojos ese mismo día, vale decir, el día anterior al incidente de los dos visitantes.
»De esto se desprende la respuesta a mi primer interrogante: ¿por qué Khalkis mantuvo en secreto la recuperación de su vista? He aquí la respuesta: si se descubría la muerte violenta de Grimshaw, si la policía apuntaba como sospechoso a Khalkis, él recurriría a la coartada de su ceguera para confirmar su inocencia; pues, ¿cómo suponer que Khalkis, ciego, podría haber sido el asesino del hombre desconocido, el homicida de Grimshaw? Por demás sencilla es la explicación concerniente a la forma en que Khalkis dispuso los elementos físicos de su impostura: luego de solicitar el té la noche del viernes, y retirada Mrs. Simms a su habitación, Khalkis debió cubrirse con su sobretodo y sombrero, y escurriéndose sigilosamente fuera de la casa, se reunió con Grimshaw cerca de ella, tornando a entrar con aquél como si fuera uno de los dos visitantes esperados.
Knox no se movía siquiera en su silla; pareció a punto de hablar, pero luego parpadeó y optó por callarse.
—¿Qué puntos confirman la farsa de Khalkis? —continuó Ellery, con acento triunfal—. Por lo pronto, él mismo cuidó de fomentar la idea de las tres personas, reunidas en su estudio, en las instrucciones impartidas a Miss Brett, indicándole, deliberadamente, la inminente llegada de sus dos supuestos invitados, uno de los cuales, según él, deseaba mantener en secreto su identidad. Además, con toda deliberación retuvo la información pertinente a la recuperación de su vista, circunstancia ésta harto condenatoria para él. Y por fin, sabemos que Grimshaw fue estrangulado entre seis y doce horas antes del fallecimiento de Khalkis.
—¡Vaya un error funesto! —murmuró el fiscal.
—¿Cuál? —preguntó Ellery.
—El de Khalkis usando la misma agua para llenar las tres tazas. Una equivocación imbécil, en verdad, considerando su sutilísimo proceder en todos los otros detalles del crimen.
Pepper terció con impetuosidad atolondrada:
—Pues a mí me parece, jefe —dijo—, con el debido respeto por la opinión de Mr. Queen, que quizá Khalkis, al fin y al cabo, no incurrió en equivocación alguna.
—¿Y de dónde deduce usted eso, Pepper? —inquirió Ellery.
—Bueno, supongamos que Khalkis ignoraba que la tetera estaba llena. Supongamos que diera por descartado que estaba llena sólo a medias. Supongamos, en fin, que no supiera que esa tetera sirve para seis tazas cuando está llena. Cualquiera de esas suposiciones explicaría su supuesta torpeza.
—Sí, hay algo en eso —dijo Ellery sonriente—. ¡Muy bien! Nuestra solución deja ciertos cabos sueltos, ninguno de los cuales podríamos anudar de modo concluyente, si bien nadie nos impide aventurar algunas deducciones plausibles. Por lo pronto, si Khalkis mató a Grimshaw, ¿qué motivos le impulsaron a ello? Sabemos que éste le había visitado solo la noche anterior. Y sabemos también que esa visita dio pie para que Khalkis instruyera a Woodruff, su abogado, con respecto a la redacción de un nuevo testamento. De hecho, telefoneó a Woodruff esa misma noche. Y de manera urgente… quizá bajo presión… El nuevo testamento cambiaba el legatario de las Galerías Khalkis, una herencia de considerable valor, y nada más. Recuerden que Khalkis agotó todas las precauciones posibles para mantener secreto el nombre del flamante legatario. No es descabellado, pues, afirmar que ese Grimshaw, o algún individuo representado por él, era el nuevo legatario. Pero, ¿por qué Khalkis practicó un acto tan extraordinario? La respuesta más obvia es extorsión, considerando el carácter de Grimshaw y su pasado criminal. No olviden, asimismo, que Grimshaw manteníase relacionado con gente del gremio de Khalkis; previamente había sido ayudante en un museo, siendo encarcelado por la frustrada tentativa de robo de un cuadro. La extorsión por parte de Grimshaw indicaría la presencia de algún poder de éste sobre Khalkis, quien también pertenecía a su misma profesión, todo lo cual nos conduce de la mano a la siguiente inferencia: Grimshaw conocía algún secreto de Khalkis, secreto relacionado, a no dudarlo, con alguna fase oculta de sus negocios artísticos, o bien alguna transacción delictiva concernientes a objetos de arte.
»Procedamos a reconstruir el crimen fundándonos en este supuesto. Grimshaw visitó a Khalkis el jueves por la noche y durante la entrevista nuestro pajarraco formuló su ultimátum o, si se quiere, su proyectada extorsión. Khalkis se avino a alterar su legado en pago por el silencio de Grimshaw; a buen seguro que descubriremos que Khalkis se hallaba entonces en apuros económicos, imposibilitado de pagar en moneda contante y sonante. Nuestro hombre, después de ordenar a su abogado la escrituración de un nuevo testamento, intuyó que dicho cambio no le pondría a cubierto de ulteriores extorsiones, o bien cambió de opinión. El caso es que decidió asesinar a Grimshaw antes de pagarle; esta decisión, dicho sea de paso, destaca el hecho de que Grimshaw obraba por su propia cuenta y riesgo, y no por algún otro; en caso contrario, la muerte de su extorsionador constituiría escasa ayuda a Khalkis, pues siempre subsistiría la amenaza oculta de algún cómplice que retomara los hilos del chantaje contra Khalkis. Sea de ello lo que fuere, la verdad es que nuestro pájaro de cuenta regresó a la noche siguiente, viernes, para ver, con sus propios ojos, el testamento alterado, cayendo entonces en la trampa de su victimario, quien ocultó el cadáver en algún lugar de las cercanías, hasta que creyera llegado el momento de hacerle desaparecer para siempre. La fatalidad, empero, puso mano en la tragedia y Khalkis, abrumado por la serie de dramáticos acontecimientos, falleció de un ataque cardíaco a la mañana siguiente, antes de dar cima a sus propósitos…
—Sí, sí, pero oiga, Ellery… —murmuró Sampson.
El joven sonrió:
—Ya sé lo que quiere decirme —apuntó—. Ni más ni menos: si Khalkis mató a Grimshaw y luego falleció ¿quién inhumó al segundo en su féretro después de los funerales?
»Obvio es que se trata de alguien que descubrió el cadáver de Grimshaw y lo ocultó en el ataúd de Khalkis. Bien, ¿por qué ese desconocido violador de tumbas no denunció su macabro hallazgo en vez de mantenerlo en secreto? Cabe suponer que el tipo sospechaba la verdad de las cosas, o tal vez albergaba sospechas erróneas, y adoptó esa resolución extraña para cerrar definitivamente el caso, ya fuera para proteger el buen nombre y reputación del finado, ya el de un vivo. Sea cual fuere la explicación verdadera, existe por lo menos una persona, dentro de nuestro círculo de sospechosos, que ensambla a maravillas en la teoría aludida: el hombre que, cuando fue violado el féretro de Khalkis, y descubierto el segundo cadáver, intuyó el fin de su farsa, le sobrecogió el pánico, perdió el tino y puso pies en polvorosa. Refiérome, desde luego, al sobrino de Khalkis… ¡a Alan Cheney!
»Y creo, caballero —concluyó Ellery—, que cuando descubramos el paradero de Alan Cheney, el caso quedará, automáticamente, aclarado.
Knox trasuntaba una curiosa expresión en su faz. El inspector habló por primera vez desde que su vástago tomara el hilo de la conversación:
—Pero, ¿quién robó el testamento de la caja fuerte de Khalkis? Él ya estaba muerto entonces… ¿Acaso fue Cheney?
—Probablemente, no. Gilbert Sloane tenía poderosos motivos para escamotear el documento en cuestión, dado que era el único de los sospechosos afectados por el cambio referido. Y eso significa que el robo del testamento por parte de Sloane no se vinculaba para nada con el crimen propiamente dicho; se trata, de hecho, de un detalle fortuito. Claro es que no poseemos prueba alguna de que Sloane robó ese documento. Por otra parte, apresado Cheney, descubriremos, probablemente, que él destruyó el testamento. Cuando inhumó a Grimshaw, Cheney debió de haberlo encontrado en el féretro —en donde lo había ocultado Sloane— y luego de leerlo, decidió destruirlo, con cajita y todo. La eliminación del testamento significaría que Khalkis había muerto intestado, y por ende, que la madre de Cheney, pariente más inmediato de Khalkis, heredaría la mayor parte de sus bienes, previa intervención del juez pertinente.
—¿Y todos esos visitantes de Grimshaw la noche anterior al crimen? ¿En que forma encuadran en sus teorías, Ellery?
Ellery agitó la mano:
—Tierra en los ojos, Sampson. Son detalles intrascendentes. Si nosotros…
Alguien golpeó a la puerta con los nudillos y el inspector gritó, irritado: «¡Adelante!». La puerta se abrió, dando paso a la figurilla desgarbada y opaca del detective llamado Johnson.
—¿Qué diablos pasa, amigo?
El policía cruzo aprisa la habitación y se curvó sobre la oreja del inspector:
—Afuera aguarda Miss Brett, jefe —susurró—, e insiste en entrevistarse con…
—¿Conmigo?
—No… —musitó Johnson, casi en tono de disculpa—. La joven pidió hablar con Mr. Ellery Queen, señor…
—Bien hágala entrar.
Johnson hizo pasar a la muchacha. Los cuatro hombres se incorporaron de sus sillas. Joan lucía su impresionante belleza en un sencillo trajecito gris azul. Sus ojos, empero, trasuntaban tragedia y al transponer el umbral vaciló.
—¿Deseaba usted ver a Mr. Queen? —inquirió el inspector, agriamente—. En este momento nos encontramos muy ocupados, Miss Brett.
—Yo… tal vez se trate de algo importante, inspector.
—¡A buen seguro que usted trae noticias de Cheney! —prorrumpió Ellery, pero la muchacha se limitó a menear la cabeza con tristeza—. ¡Tonto de mí! —agregó aquél, cejijunto—. Olvidaba hacer las presentaciones. Bien, permítame presentarle a Mr. Knox… Mr. Sampson… Caballeros, Miss Brett…
El fiscal dio una leve cabezada. Knox murmuró un cumplimiento. Siguió un silencio embarazoso y, por fin, Ellery ofreció una silla a la muchacha y todos se sentaron.
—Yo… yo apenas sé cómo empezar —explicó Joan, jugueteando con sus guantes—. ¡Oh! ¡Buena tonta me creerán! Todo parece tan ridículamente nimio… Y sin embargo…
—¿Descubrió algo, Miss Brett? —respondió Ellery, alentándola—. ¿O recordó algún detalle que olvidó transmitirnos?
—Sí… Es decir… olvidé decirles algo importante con respecto al juego de té… y las tazas.
—¡Las tazas de té! —las palabras salieron disparadas de la boca del joven como una bala.
—Sí, sí… Vea usted cuando me interrogaron anteriormente, no recordaba bien ese detalle… Y ahora volví a evocarlo… He estado recapacitando todo el asunto y…
—¡Adelante, adelante por favor! —ordenó Ellery con aspereza.
—Bueno, fue el día en que trasladé el taburete con el servicio de té del escritorio a la alcoba. Al sacarlo del paso advertí…
—Ya nos lo dijo antes, Miss Brett.
—Es verdad, pero no todo, Mr. Queen. Acabo de recordar que esas tazas de té trasuntaban algo diferente… Ellery sentábase al borde del escritorio de su padre como un Buda encaramado en la cima de una montaña. Grotescamente inmóvil… Todo su aplomo se esfumaba y miraba fijo a Joan con aire de idiota.
—Cuando usted encontró el juego de té en el estudio —prosiguió la muchacha con precipitación extraña— las tres tazas correspondientes estaban sucias… —los labios del muchacho se movieron sin emitir sonido alguno—. Y ahora recuerdo que, cuando desplacé ese taburete fuera del camino la misma tarde de los funerales de Mr. Khalkis, sólo vi una taza sucia…
Ellery se incorporó de súbito. Toda su bonhomía había desaparecido de su rostro, el cual espejaba acritud, casi cólera:
—¡Cuidado con lo que dice, Miss Brett! —advirtió, con voz trémula—. Recuerde usted que el punto es importante. ¿Afirma usted ahora que el martes último, al trasladar el taburete del escritorio a la alcoba, la bandeja tenía dos tazas limpias y que sólo una mostraba trazas de uso?
—¡Exactamente! De eso estoy absolutamente segura. De hecho, recuerdo ahora que una taza estaba casi llena de té viejo; en el platillo había una rodajilla de limón reseco, a más de una cucharita sucia. Todas las otras piezas de la bandeja parecían perfectamente limpias… sin usar…
—¿Cuántas rodajas de limón contó en el plato?
—Perdóneme usted, Mr. Queen, pero no lo recuerdo. Nosotros, los británicos, no usamos jamás limón. ¡Ya sabe usted que ésa es una sucia costumbre rusa! ¡Y bolsas de té! —estremecióse de asco—. Con todo, tengo la seguridad de que no me equivoco.
—¿Ocurrió eso después de las exequias de Khalkis? —preguntó, terco, Ellery.
—Sí, sí —suspiró la muchacha—. No sólo después de su muerte, sino también de sus funerales.
Los dientes del joven mordieron el labio inferior; sus ojos parecían petrificados:
—Un millón de gracias, Miss Brett —dijo, en tono muy bajo—. Acaba usted de salvarnos de una situación harto embarazosa… Ruégole ahora que nos deje solos …
Ella sonrió con timidez y echó una ojeada en torno, como aguardando una palabra de elogio, algunas amabilidades. Pero nadie le prestaba la menor atención; los tres contemplaban curiosamente a Ellery. Joan, sin articular palabra, se levantó y abandonó en silencio el despacho. Johnson cerró con suavidad la puerta a sus espaldas.
Sampson fue el primero en hablar:
—Bueno, muchacho, eso sí que fue un fiasco —murmuró con suavidad malévola—. ¡Vamos, viejo, vamos! ¡No lo tome tan a la tremenda! Todos cometemos errores, y el suyo fue de los más brillantes.
Ellery levantó una mano trémula; con la cabeza casi sepultada en el pecho, su voz sonaba ahogada:
—¿Error, Sampson? ¡Pues es total y definitivamente inexcusable! Alguien tendría que darme una zurra y despacharme a casa con el rabo entre las piernas…
James Knox se incorporó de golpe, examinando a Ellery con destello artero, mechado de burla:
—Mr. Queen, su solución dependía de dos elementos capitales…
—Ya lo sé, señor, ya lo sé —farfulló el joven—. Es inútil que me lo refriegue…
—Ya aprenderá usted, joven, que no existen triunfos sin fracasos… —indicó, como un oráculo, el eminente ciudadano—. Bien, esos dos elementos eran los siguientes: 1) Las tazas de té. Su explicación era muy ingeniosa Mr Queen, pero Miss Brett la hizo volar por los aires. Ahora ya no tiene usted motivos para pretender que sólo dos personas se hallaban presentes en el estudio de Khalkis. Dice usted que sólo dos individuos, Khalkis y Grimshaw, figuraban en la lista, y que el primero realizó una tentativa deliberada para aparentar que en su estudio había tres personas. Finalmente, asevera usted que el tercer hombre no existió jamás y que el propio Khalkis era el segundo en cuestión…
—Es verdad —murmuró Ellery, tristemente.
—Es falso —respondió Knox, en tono suave— por la sencilla razón de que existió un tercer hombre. Y puedo demostrárselo por conocimiento directo y no por deducción.
—¿Cómo? —la cabeza de Ellery se movía como si estuviese sujeta a un muelle—. ¿Cómo dice usted, señor? ¿Así que ese tercer hombre…? ¿Y afirma usted que puede probarlo? ¿Y de qué manera? ¿Cómo lo sabe usted?
Knox rió entre dientes:
—Lo sé —murmuró— porque yo era ese tercer hombre.