El inspector Queen tenía motivos sobrados para recordar eternamente aquella hermosa y templada mañana de octubre. Dicho sea de paso, ella constituyó un día de gala para Bell, un empleado de hotel sin delirios de grandeza, pero esforzándose por sentirlos. Para Mrs. Sloane trajo sólo ansiedad y angustia. Y lo que comportó para los otros sólo podríamos deducirlo vagamente, con la única excepción de Miss Joan Brett.
Nuestra inglesita pasó una mañana espantosa. Si estaba resentida, ese resentimiento se disolvió finalmente en lágrimas. La suerte se había mostrado esquiva con la bella jovencita y parecía determinada, en esa su forma ciega de comportarse, a redoblar su influjo nefasto sobre Joan.
Se trataba, en verdad, de algo que, hasta para una hija de la flemática Albión, era difícil de soportar.
Y todo comenzó con la desaparición de Alan Cheney.
La ausencia de Cheney no llamó la atención del inspector cuando ordenó a su gente que reuniera ante él a sus víctimas en la biblioteca del caserón. A decir verdad, entonces estaba demasiado absorto en estudiar las reacciones individuales de los testigos. Bell —un Bell importante y radiante de felicidad— estaba de pie al lado de la silla del policía, retrato cabal de rectitud judicial. Las «víctimas» desfilaron unas tras otras: Gilbert Sloane, Nacio Suiza, Mrs. Sloane, Demmy, los Vreeland, el doctor Wardes y la inquietante Joan. Woodruff llegó algo más tarde. Weekes y Mrs. Simms ubicáronse de espaldas al muro, lo más lejos posible del terrible inspector Queen… Y cuando iban penetrando, uno a uno, en la habitación, los ojillos astutos de Bell se entornaban un tanto, como si estuviera bajo el peso de trascendentales pensamientos. De vez en cuando meneaba la cabeza, solemnemente, inexorable como la Muerte.
Nadie dijo palabra. Todos echaron una ojeada a Bell… y se sentaron.
El policía frunció, sombrío, los labios:
—Bien, Bell, amigo mío, ¿reconoce usted, entre los presentes, a alguno de los visitantes de Albert Grimshaw en la noche del jueves treinta de septiembre en el Hotel Benedict?
Alguien dejó escapar una exclamación ahogada. El inspector movió la cabeza con la velocidad de un áspid, pero el autor de la exclamación de marras ya se había dominado. Algunos demostraban indiferencia, otros, interés, los más, cansancio y fastidio.
Bell sacó un provecho formidable de aquella oportunidad de lucir su importancia. Con las manos a la espalda, comenzó a pasearse por el cuarto delante de los presentes, examinándoles con aire crítico. Finalmente apuntó, victoriosamente, hacia la figura elegantísima de… ¡Gilbert Sloane!
—Éste es uno de ellos —dijo.
—¡Ah! —el policía aspiró rapé—. ¡Ya me lo imaginaba! Bien, Mr. Sloane, acabamos de atraparle en un pequeño embuste. Afirmó ayer desconocer la cara de Grimshaw, pero ahora este caballero le identifica como a uno de los visitantes de aquél en la noche anterior a su muerte. ¿Qué tiene usted que responder a ello, amigo?
Sloane movió débilmente su cabeza:
—Yo… yo no comprendo de qué me habla este hombre, inspector. De fijo hay algún error…
—¿Error? ¡Hum! —el policía consideró las palabras de Sloane, mientras sus ojos chispeaban con sorna—. A buen seguro que no querrá imitar procedimientos femeniles, ¿eh, Sloane? Recuerde usted que Miss Brett formuló ayer mismo idéntica aseveración y… —el hombre masculló por lo bajo, y la muchacha cambió de color—. Bell, ¿es una equivocación suya o vio usted a ese hombre la noche de referencia?
—Yo le vi, señor —exclamó Bell—. ¡Por la memoria de mi madre!
—¿Qué nos dice, amigo Sloane?
—Pues que es… es ridículo, inspector. No sé de qué está hablando ese hombre.
El policía, sonriente, volvióse a Bell:
—¿Cuál de ellos era Sloane? —preguntó.
El muchacho parecía confuso:
—Eso sí que no lo recuerdo, señor. ¡Pero estoy seguro de que fue uno de los visitantes de Grimshaw! ¡Absolutamente seguro!
—Ya ve usted, inspector, que… —balbuceó Sloane, ávidamente.
—Atenderemos luego su caso, Mr. Sloane —el policía agitó la diestra—. ¡Adelante, Bell! ¿Alguien más?
El muchacho reemprendió sus paseíllos de cazador furtivo. Su pecho dilatóse de nuevo:
—Bueno, bueno —prorrumpió—, ¡esto sí que podría jurarlo! —atravesó tan repentinamente el cuarto que Mrs. Vreeland articuló un chillido medroso—. ¡Ésta es la mujer!
Y su dedo apuntaba hacia… ¡Delphina Sloane!…
—¡Hum! —el inspector cruzóse de brazos—. Bien, Mrs. Sloane, supongo que tampoco usted acierta a comprender las palabras de nuestro joven amigo, ¿eh?
Un intenso rubor invadió las pálidas mejillas de la mujer. Su lengua humedeció repetidas veces sus labios exangües.
—Yo… ¡Oh, inspector!… No lo entiendo… no…
—Y afirma usted desconocer por completo al muerto, ¿verdad?
—¡Sí! —chilló la Sloane—. Sí… ¡no lo conozco!
El policía meneó tristemente su cana cabeza, como si subrayara así la mendacidad de los testigos del caso Khalkis.
—¿Alguien más, Bell, amigo mío? —preguntó.
—Sí señor —los pasos del empleado del Benedict no vacilaron cuando cruzó el cuarto y palmeó al hombro del doctor Wardes—. En cualquier parte reconocería a este caballero, señor —agregó—. No es fácil olvidar esas barbas.
El policía miró estupefacto al médico inglés, y éste le devolvió la mirada, punto menos que inexpresivo.
—¿Cuál de ellos era, Bell?
—El último visitante, señor.
—Por descontado, inspector —apuntó el facultativo con voz glacial—, que comprenderá usted que todo esto es tontería. Ni más ni menos. ¿Qué lazos podrían vincularme con un delincuente yanqui, caballeros? ¿Qué motivo me impulsaría a visitarle, en caso de conocerle?
—¿Y es usted quien me lo pregunta a mí, doctor Wardes? —el anciano sonrió—. Yo soy quien debe preguntárselo a usted. Acaba de identificarle un hombre que, por su oficio, trata cotidianamente con decenas y decenas de personas distintas, un hombre adiestrado por su trabajo a reconocer caras ajenas. Y como dice Bell, y dice bien, su rostro no es fácil de olvidar. ¿Qué me contesta, señor?
—Pues que a mí me parece, inspector, que la misma… ¡ejem!… la misma singularidad de esta mi hirsuta fisonomía me brinda un poderoso argumento de refutación. ¿No advierte usted que sería la cosa más sencilla del mundo personificarme con esta condenada barba mía?
—¡Bravo! —murmuró Ellery a Pepper—. Nuestro matasanos tiene imaginación.
—¡Demasiada!
—Una contestación muy sutil, doctor, sutilísima —dijo admirado el inspector—. Y completamente verídica. Bien, aceptaremos su palabra de que alguien le personificó. Todo lo que necesitamos saber ahora, doctor Wardes, son sus movimientos durante la noche del treinta de septiembre, en ese intervalo durante el cual tuvo lugar la… ¡ejem!… la personificación.
—El jueves pasado por la noche, ¿eh?… ¡Hum!… Veamos, veamos —el galeno frunció el ceño y luego se encogió de hombros—. ¡Vamos, inspectores! ¡Vaya una tontería! ¿Cómo espera usted que yo recuerde dónde me encontraba hace una semana?
—Bueno, usted recordó fácilmente dónde se hallaba el viernes por la noche de la semana última —observó, glacial, el policía—. Eso es un hecho inobjetable que figura en nuestras actuaciones. Verdad es que su memoria suele jugarle malísimas pasadas, pero…
Volvió la cabeza al oír la voz de Joan. Todos los presentes la miraban. La jovencita, sentada en el borde de la silla, sonreía forzadamente:
—Mi querido doctor Wardes —dijo—, ya veo que es usted un digno caballero, anacrónico en nuestra época de crudo materialismo. Ayer defendió usted a la señora Vreeland en la forma más galante del mundo… y ahora trata de preservar mi empañada reputación… ¿O acaso olvidó ya que…?
—¡Cielos! —exclamó el doctor Wardes, instantáneamente, enarcando las tupidas cejas—. ¡Vaya! ¡Soy un estúpido a carta cabal, Joan! Efectivamente, inspector —agregó, dirigiéndose al policía—, el jueves por la noche me encontraba con Miss Joan Brett.
—¿De veras? —el policía paseó su mirada irónica del médico a Joan—. ¡Magnífico!
—Sí —prosiguió rápidamente la joven—. Y fue después que vi entrar a ese Grimshaw en la casa, acompañado por la doncella de servicio. Regresé a mi dormitorio, y el doctor llamó a la puerta del mismo, preguntándome si deseaba acompañarle a pasar un rato en algún punto de la ciudad…
—Desde luego, desde luego —murmuró el facultativo—. Salimos de la casa poco después, encaminándonos a no sé que bar de la calle 57, donde nos divertimos en grande. Creo que regresamos cerca de la medianoche, ¿verdad, Joan?
—En efecto, doctor.
El anciano gruñó:
—¡Magnífico! ¡Demasiado magnífico! Bien, Bell, ¿asegura usted todavía que ese señor era el hombre del hotel?
—Ni más ni menos, señor —afirmó, terco, el muchacho.
El doctor Wardes rió entre dientes. El inspector se levantó de un salto. Su bonhomía natural habíase esfumado como por ensalmo.
—Bell —masculló con rabia—. Usted nos entresacó a tres de los visitantes de Grimshaw: Sloane, Mrs. Sloane y el doctor Wardes. ¿Y con respecto a los otros dos hombres? ¿No los ve aquí sentados?
Bell sacudió la cabeza:
—Estoy seguro, señor, de que ninguno de ellos figura entre estos caballeros. Uno era un individuo muy alto, poco menos que un gigante. Tenía el cabello canoso; su rostro era rojizo, tostado por el sol, y hablaba con acento irlandés.
—¿Un irlandés gigantesco, eh? —farfulló el inspector Queen—. ¡Demontres! ¿De dónde sale ése ahora? Aún no hemos tropezado en este caso con un individuo respondiendo a esas señas… Bien, Bell, ésta es la situación: Grimshaw llegó con un hombre todo arrebozado. Otro hombre les siguió. Luego llegó Mrs. Sloane. Seguidamente llegó otro hombre y, por fin, el doctor Wardes. Dos de los tres hombres restantes eran Sloane y ese irlandés gigantesco. ¿Qué podría decirme acerca del tercer individuo? ¿No ve usted aquí a nadie semejante a él?
—No podría decírselo, señor —respondió cariacontecido el muchacho—. El asunto se me embarulló terriblemente en el cerebro. Tal vez fue ese Mr. Sloane quien concurrió al hotel todo arrebozado, o quizá es el otro, el que llegó tarde y… Yo… yo…
—¡Bell! —tronó el policía, y el pobre diablo dio un respingo—. ¡No me deje usted así plantado! Piense un poco, piense… ¡piense!
—Yo… Bueno, pues no lo sé, señor.
El policía miró con disgusto a su alrededor. Evidentemente, buscaba en el cuarto a alguien que respondiera a la «descripción» del hombre que no recordaba Bell. Y de improviso, sus cejas se fruncieron, mientras una onda de cólera recorría todo su cuerpo:
—¡Demonios coronados! —aulló—. ¡Ya me parecía a mí que aquí faltaba alguien! ¡El corazón me lo decía! ¡Es Alan Cheney! Sí, ¿dónde está ese mequetrefe de Cheney?
El silencio por respuesta.
—¡Thomas! —bramó Queen—. ¿Quién estuvo de servicio en la puerta de calle?
Velie, sobresaltado, balbuceó con voz débil:
—Flint, señor, el detective Flint, inspector Queen. —Ellery reprimió una sonrisita burlona; ésa era la primera vez que oía al encanecido veterano dirigirse al inspector por su grado. Velie sentíase francamente atemorizado y su rostro espejaba angustia.
—¡Vaya a buscármelo!
El sargento salió a escape de la habitación, y a poco trajo a rastras a un trémulo Flint, a un Flint casi tan voluminoso como Velie y cien veces más aterrorizado.
—Bueno, Flint •—masculló el inspector con voz agresiva—, venga aquí. ¡Acérquese!
—Sí, jefe —farfulló Flint—. En seguida, jefe.
—Flint, ¿vio usted salir a Cheney de la casa?
—Sí, señor —el pobre diablo tragaba saliva—. Sí, jefe.
—¿Cuándo?
—Anoche, jefe. A las once y cuarto, jefe.
—¿Adónde fue?
—Dijo algo de que concurriría a su club.
—Mrs. Sloane —dijo el policía, con calma terrible—, ¿su hijo pertenece a algún club?
Delphina Sloane se retorcía los dedos; sus ojos reflejaban infinita angustia maternal.
—No, inspector, no. Y no entiendo cómo…
—¿Cuándo volvió, Flint?
—Él… ¡ejem!… él no volvió y… y…
—Así que no volvió, ¿eh? —la voz del inspector se volvió muy calma—. ¿Por qué no lo informó al sargento Velie como correspondía?
Flint pasaba las de Caín:
—Yo… yo iba a informárselo, jefe. Tomé servicio a las once de la noche pasada y… me iban a relevar dentro de algunos minutos y… Sí, pensaba comunicárselo todo, jefe. Creía que el muchacho andaría de juerga por alguna parte y… Además, jefe, no llevaba equipaje ni nada y…
—¡Aguárdeme afuera, Flint! Ya hablaremos después —gruñó el anciano, con calma que presagiaba borrasca.
El detective se arrastró hasta la puerta como un sentenciado a muerte.
Los azulinos carrillos del sargento Velie se estremecían:
—La culpa no es de Flint, inspector Queen, sino mía. Usted me ordenó reunirles a todos. Un trabajo mío… mal cumplido y…
—¡Cállese la boca, Velie! Mrs. Sloane, ¿su hijo tiene depósitos bancarios?
—Sí, inspector, sí —la mujer temblaba convulsivamente—. En el «Mercantile National».
—Thomas, telefonee al «Mercantile National» para averiguar si Alan Cheney retiró dinero esta mañana.
El sargento Velie precisó hacer a un lado a Joan para llegar hasta el escritorio. Murmuró unas palabras de disculpas, pero la muchacha no se movió. Y hasta el propio sargento, abismado en sus problemas, se estremeció ante el horror y la desesperación reflejados en las pupilas de la joven. Sus manos estaban cruzadas sobre su regazo y su aliento salía a intervalos irregulares. Velie se acarició su enorme quijada y cuando descolgó el auricular, sus ojos fijábanse en Miss Brett con su expresión endurecida de costumbre.
—¿No tiene usted idea de dónde se encuentra su hijo, Mrs. Sloane? —inquirió ásperamente el policía.
—No… Y no creo que…
—¿Y usted, Sloane? ¿No le comunicó anoche el muchacho que se marchaba?
—No, inspector. No me dijo absolutamente nada.
—¿Y bien, Thomas? —gritó impaciente el policía—. ¿Cuál es la respuesta?
—Ya va, señor —el sargento habló brevemente con su interlocutor, asintió repetidas veces y finalmente, colgó el tubo. Sepultando sus manos en los bolsillos, dijo con calma—: El pájaro voló, jefe. Extrajo todo su dinero del banco esta mañana a las nueve.
—¡Demontres! —estalló el policía—. ¡Vaya un tuno! ¿Hay algún detalle de interés?
—Sí… Cheney tenía 4.200 dólares en el banco. Llevó esa suma en billetes chicos. Tenía una valijita que parecía nueva. No dio explicaciones al banco referentes a su actitud. Y eso es todo.
El inspector corrió a la puerta:
—¡Hagstrom! —un detective de tipo escandinavo entró en el cuarto, sobresaltado y trémulo—. Alan Cheney desapareció, retirando 4.200 dólares del «Mercantile National» hoy a las nueve. ¡Encuéntremelo! Averigüe primero donde pasó la noche. Hágase dar una orden de detención y llévela consigo. Láncese sobre sus huellas. Búsquese ayuda. Es posible que el tipo trate de escurrirse fuera del país. ¡Al avío, amigo!
Hagstrom desapareció seguido por la mole imponente de Velie.
El inspector tornó a confrontar a sus víctimas; esta vez su mirada no transparentaba benevolencia cuando se volvió hacia Miss Brett:
—¿Qué sabe usted acerca de la fuga del amigo Cheney?
—Nada, inspector —su vocecilla era trémula.
—¡Nada! ¡Siempre nada! —bramó el viejo policía—. Bueno, ¿alguno de ustedes lo sabe? ¿Por qué escapó ese pájaro? ¿Qué significa esa fuga?
Preguntas. Y más preguntas. Palabras aceradas. Heridas internas que sangraban ocultamente… Y los minutos pasaban.
Mrs. Sloane sollozaba.
—Seguramente, inspector, no pensará usted que él… que mi Alan… ¡Él es mi hijo!… ¡Oh!… ¡No puede ser que…! ¡Aquí ocurre algo anormal!
—Ya dice usted bastante con esas palabras, Mrs. Sloane —respondió el policía, con una sonrisa espantosa. Girando sobre sus talones, volvióse hacia la puerta, en donde montaba guardia el sargento Velie, semejante a Némesis—. ¿Qué pasa, Thomas?
Velie extendió su brazo hercúleo, cuya mano asía una hojita de papel. El inspector se lo arrancó con avidez, gruñendo. Ellery y Pepper se adelantaron vivamente; los tres hombres leyeron las líneas garabateadas sobre la hojilla. El inspector miró luego a Velie, y ambos se retiraron a un rincón. El anciano formuló una sola pregunta, y el gigantesco sargento respondió lacónicamente, regresando entonces el primero al centro del cuarto.
—Señoras y señores, permítanme leerles este mensaje —anunció—. Tengo aquí una misiva descubierta por el sargento Velie en esta casa, y firmada por Alan Cheney.
Levantando la hoja, comenzó a leer, lenta y distintamente:
«Me marcho. Tal vez para siempre. En estas circunstancias… ¡Oh! ¿De qué sirve todo? Cada cosa es ahora un confuso remolino, y no atino a ver como… Adiós. No tendría que escribir esto. Es peligroso para ti. Por tu propio bien, te suplico quemarla. Alan».
Mrs. Sloane se incorporó a medias en su silla. Su faz, carmesí, estaba desencajada. Profiriendo un gemido, se desvaneció. Sloane atrapó al vuelo el cuerpo inerte en el momento en que caía de boca. La habitación estalló en un estruendo confuso. Gritos, exclamaciones, protestas. El policía vigilaba la escena con impresionante calma, inmóvil como un felino al acecho.
Finalmente, lograron reanimar a la inconsciente mujer. Luego el policía, irguiéndose ante ella, deslizó el papel debajo de sus ojos hinchados por el llanto:
—¿Ésta es la escritura de su hijo, señora? —inquirió.
—Sí… —balbuceó la pobre mujer—. Sí… ¡Oh! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
—Sargento Velie —articuló con claridad la voz del inspector Queen—, ¿en dónde descubrió usted ese mensaje?
—Arriba, en unos de los dormitorios —gruñó el sargento—, oculto bajo un colchón.
—¿A quién pertenece ese dormitorio?
—A Miss Joan Brett, señor.
Eso era ya demasiado… ¡demasiado para todos! Joan cerró los ojos para apartarse de aquel círculo de miradas hostiles, de acusaciones inaudibles, de la expresión triunfal del inspector Queen.
—¿Y bien, Miss Brett?
La jovencita reabrió los ojos y Ellery advirtió que brillaban de lágrimas:
—Yo… yo lo descubrí esta mañana… Alguien lo había deslizado debajo de la puerta de mi cuarto… —balbuceó.
—¿Por qué no nos lo informó en seguida, Miss Brett?
La joven calló.
—¿Por qué no nos comunicó inmediatamente la ausencia de ese tuno, Miss Brett?
Silencio…
—Y más importante aún que todo eso —prosiguió implacable el policía— es por qué Alan Cheney escribió que era «peligroso» para usted. ¿Qué significan esas enigmáticas palabras, señorita?
En ese punto, se abrieron las «compuertas» de los ojos de la muchacha y ésta pareció disolverse en un diluvio de lágrimas, estremecida, jadeante, desesperada. Era un espectáculo tan brutal que turbó a todos los presentes. Mrs. Simms, después de dar un paso instintivo hacia la joven, se retiró murmurando por lo bajo. El doctor Wardes parecía, por una vez, presa de ira; fulgores airados brotaron de sus pupilas castañas, clavadas en el inspector. Ellery meneaba la cabeza, en gesto de desaprobación. Sólo el inspector Queen permanecía inconmovible.
—Contésteme, Miss Brett.
Por toda contestación, la inglesita, saltando de su silla, sin mirar a nadie, ocultando sus ojos con un brazo encogido, corrió locamente fuera del cuarto. Los presentes oyeron el ruido de sus tacones en los peldaños.
—¡Sargento Velie! —gritó frío el policía—. Cuide usted de que sean debidamente vigilados todos los movimientos de Miss Brett.
Ellery tocó el brazo de su padre, y éste le miró de mala manera:
—Mi querido, respetado y venerado papá —murmuró Ellery de suerte que sólo le oyera el viejo—, eres posiblemente el más grande detective del orbe… pero como psicólogo… —y meneó tristemente la cabeza.