13

A la mañana siguiente, sábado, el espíritu del inspector Queen cobró cierta animación. La causa inmediata de aquella elevación anímica radicaba en el informe personal del doctor Samuel Prouty tocante a los resultados de la autopsia practicada en los cadáveres de Khalkis y Grimshaw.

El fiscal Sampson, encadenado a su despacho por un caso que exigía su atención personal, había enviado a su lugarteniente Pepper a la oficina del inspector Queen en el Departamento de Policía. Cuando el doctor Prouty penetró en el cuarto, mordiscando su primer cigarro del día, aguardábanle el inspector, Pepper, Velie y un curiosamente expectante Ellery.

—¿Y bien, doctor? —gritó el policía, apremiante—. ¿Cuál es su informe?

El facultativo desplomó su larguirucha anatomía en la silla más cómoda del despacho, moviéndose con sardónica pachorra:

—Supongo que usted desea asegurarse primero con respecto al cadáver de Khalkis, ¿no? Bueno, en esa dirección todo es intocable. El certificado del doctor Frost consignaba la verdad. No hay indicios de nada delictivo. Cardíaco grave, su corazón cedió al peso de sus múltiples preocupaciones.

—¿No encontraron vestigios de veneno, doctor?

—Ni para liquidar a una hormiga, inspector Queen. Ni más ni menos. Ahora bien, en cuanto al segundo «fiambre», todas las señales indican una muerte anterior a la de Khalkis. Existe un cúmulo de detalles que tornan arriesgado un fallo definitivo. La pérdida de calor corporal en este caso no nos lleva muy lejos, caballeros, pero lograrnos extraer algunas conclusiones interesantes de los cambios cadavéricos operados en las masas musculares y en el debatido asunto de la palidez cadavérica. De todo eso podría deducirse que Mr. Albert Grimshaw fue asesinado de seis a seis días y medio antes de la exhumación realizada ayer por la mañana.

—En otras palabras —aclaró el policía— ese hombre fue estrangulado a altas horas de la noche, ya sea en las últimas de la noche del viernes o bien en las primeras del sábado.

—Exactamente, inspector. Considerando los detalles del caso, diría que se produjo un ligero retardamiento en los procesos naturales inherentes a la putrefacción, caballeros. No me asombraría descubrir que el cuerpo fue guardado en un lugar seco, sin corrientes de aire, antes de ser inhumado en el ataúd de Khalkis.

Ellery parecía alicaído y sombrío:

—¡Vamos, un asuntito harto desagradable! —murmuró—. Nuestras almas inmortales parecen alojarse en cuerpos asaz traicioneros.

—¿De veras? ¿Por qué la putrefacción aparece tan pronto? —el médico parecía divertido—. Bueno, le brindaré un consuelo: el útero de una mujer algunas veces permanece intacto siete meses después de producirse la muerte.

—Si ése es un bálsamo consolador…

—¿No cabe duda alguna, doctor —terció aprisa el policía— de que ese hombre murió estrangulado?

—Ninguna, viejo. Alguien le ahogó con las manos desnudas. Las señales de las uñas son marcadísimas.

—Doctor, ¿qué descubrió usted en esa muestra de agua vieja que le di? —preguntó Ellery, recostándose contra el respaldo de su silla.

—¡Ah! —el facultativo parecía fastidiado—. Vea usted, existen ciertas sales, principalmente de calcio, que se encuentran en todas las aguas duras. No desconocerá usted que nuestra agua corriente es dura, joven. Bien, la ebullición precipita estas sales. Es fácil realizar un análisis químico y determinar, mediante el contenido precipitado, si el agua fue hervida o no. Bien, afirmo rotundamente que esa agua rancia hallada por usted en la tetera, fue hervida. Más aún: no se le agregó agua no hervida después de calentarse el líquido original.

—¡El cielo bendiga su mente científica, doctor! —murmuró Ellery.

—Cierre el pico, so asno. ¿Algo más, Queen?

—No. Y gracias por todo.

El facultativo se desenroscó como una cobra y salió de la habitación arrojando nubes de humo.

—Bien, caballeros, examinemos nuestra actual posición —exclamó el anciano inspector, consultando su libreta de anotaciones—. Por lo pronto, aquí tenemos a ese tal Vreeland. Su viaje a Québec quedó probado por pasajes de tren, cuentas de hotel, sellos aduaneros… ¡Hum!… Demetrios Khalkis, ¿eh?… ¡Hum!… Pasó todo el día en el consultorio del doctor Bellows… Los informes pertinentes a las impresiones dactilares descubiertas en la casa del difunto son nulos… ¡no conducen a nada concreto!… Las impresiones de Grimshaw fueron encontradas en el escritorio de la biblioteca, conjuntamente con muchísimas otras. En cuanto a las marcas halladas en el féretro… ¡Igual, igual!… Thomas, ¿qué averiguó Piggot en la Casa Barrett?

—Todo concuerda, jefe —respondió el sargento—. Piggot individualizó al empleado que tomó la orden telefónica. Dicho vendedor asegura que el propio Mr. Khalkis llamó por teléfono a la casa el sábado último por la mañana, ordenando media docenas de corbatas rojas de muaré; la hora concuerda con nuestros datos* al igual que la clase de corbatas ordenadas. El mandadero de la Casa Barrett me mostró la firma de Weekes en el recibo del paquete conteniendo dichos artículos.

—Bueno, eso bastará y sobrará, hijo, para satisfacerte —dijo el policía a su inteligente vástago—, aunque maldito si comprendo tu interés por estos insignificantes detalles.

—¿Y la casa vacía, sargento? —inquirió Pepper—. ¿Consiguieron esa orden de allanamiento?

—Todo el asunto quedó en agua de cerrajas —gruñó el inspector.

—Lograrnos arrancar una orden de allanamiento —agregó Velie, con voz tonante—, pero Ritter, uno de nuestros especialistas en estos casos, informó que la casa no encierra absolutamente nada de importancia para nosotros. El edificio está desnudo como la palma de mi mano; no encontró ni rastros de muebles, salvo un viejo y destartalado arcón metido en los sótanos del caserón. Ritter asegura terminantemente que no pudo descubrir pista alguna.

—Bien —dijo el inspector, tomando otra hoja de papel— pasemos ahora al caso Grimshaw.

—¡Es verdad! El jefe me solicitó especialmente que averigüe lo que ustedes han «desenterrado» con respecto a ese individuo —terció Pepper.

—Por desenterrar, amigo, desenterramos bastante —replicó, sombrío, el anciano policía—. Grimshaw fue puesto en libertad en Sing-Sing el martes antes de su muerte, vale decir, el 28 de septiembre pasado. No le conmutaron pena por buena conducta. Recordarán ustedes que le condenaron a cinco años de trabajos forzados por falsificación. No le encarcelaron hasta tres años después de su delito, pues la policía no lograba dar con su paradero. Su prontuario previo indica una condena a dos años de prisión, hace unos quince años, a raíz de una tentativa frustrada de hurtar un cuadro valioso del Museo de Chicago, en donde ocupaba el cargo de ayudante.

—Por eso les decía, caballeros —recalcó Pepper—, que la falsificación constituía sólo parte de sus fechorías.

—Un robo en el Museo de Chicago, ¿eh? —terció Ellery, aguzando los oídos—. ¿No les suena a ustedes un tanto raro semejante coincidencia, amigos míos? Por un lado, un comerciante en objetos de arte, por el otro, un ladrón de museos…

—Sí, alguna relación existe en estos dos puntos —musitó el policía—. Sea como fuere, nuestro Grimshaw pasó del presidio de Sing-Sing a un hotel de la calle 49 Oeste, de Nueva York, en donde se registró bajo su propio nombre de Grimshaw. El hotel en cuestión es el Benedict, un tugurio al parecer muy poco recomendable.

—El tipo no parece haber usado alias —comentó Pepper—. ¿De agallas, eh?

—¿Interrogó usted a la gente del hotel? —preguntó Ellery.

Velie asintió.

—Nada pudimos sacar en limpio del empleado diurno, a cargo de la Mesa de Entradas, ni del gerente. Sin embargo, dejé orden de que el empleado se presente al despacho a la brevedad posible.

—¿Se sabe algo más acerca de sus movimientos, inspector? —preguntó Pepper.

—Sí, señor. En un tugurio de la calle 48 Oeste le vieron con una mujer el miércoles de la semana pasada por la noche, esto es, al otro día de su excarcelación. ¿Trajo a Schick, Thomas?

—Sí, aguarda afuera —Velie salió de la oficina.

—¿Quién es Schick? —preguntó Ellery.

—El propietario de la taberna. Un veterano.

Velie regresó en pos de un individuo macizo, robusto, carirrojo, en cuyo rostro melifluo se leía la palabra «exbarman». Mostrábase nerviosismo.

—Bue… buenos días, inspector, Lindo día, ¿no?

—Más o menos —gruñó el policía—. Siéntese, Barney. Deseo hacerle algunas preguntas.

Schick enjugó su frente sudorosa:

—No hay nada personal en este interrogatorio, ¿verdad, inspector?

—¿Cómo? ¡Ah! ¿Se refiere usted a su boliche? No… con usted no es el asunto —el inspector dio una sonora palmada en el escritorio—. Bien, atiéndame usted un instante, amigo. La policía sabe que cierto ex presidiario, llamado Albert Grimshaw, excarcelado recientemente, visitó su bar la noche del miércoles último, ¿es cierto eso?

—Creo que sí, inspector —Schick se agitaba, inquieto—. El tipo que fue liquidado, ¿eh?

—Ya me oyó decírselo todo la primera vez, amigo —masculló Queen—. Bien, alguien le vio con una mujer esa noche. ¿Qué sabe usted al respecto?

—Bien poca cosa, inspector. Y se lo digo de corazón. No conozco a la muchacha… no la había visto en mi vida…

—¿Cuál era su aspecto?

—Pues… robusta. Una rubia grandota. Le calculo unos 35 años. Con patas de gallo…

—¡Adelante! ¿Qué ocurrió?

—Bueno, los dos penetraron en mi casa alrededor de las nueve; a esa hora hay poco trabajo por allí… —Schick tosió—. Se acomodaron en una mesa y Grimshaw pidió un trago. La mujer no quiso beber nada. Y muy pronto comenzaron a menear la lengua, discutiendo. No alcancé a oír lo que decían, pero cacé al vuelo el nombre de ella: Lily. Parece que él trataba de inducirla a hacer algo, y ella se encabritaba, negándose. De pronto, ella se levantó y dejó plantado al moscardón, quien se quedó rabioso y rumiando palabrotas entre dientes. Así se estuvo cinco, diez minutos más, y después se esfumó. Eso es todo lo que sé, inspector.

—¿Lily? ¿Una rubia robusta, eh? —el inspector se rascó el mentón, pensativo—. ¡Okay, Barney! ¿No regresó Grimshaw después del miércoles?

—No. Se lo juro por mi madre, inspector.

—Bien, lárguese.

Schick, incorporándose con precipitación, salió a escape.

—¿Quiere que busque a la rubia, jefe? —preguntó Velie.

—Sí; sin pérdida de tiempo. Thomas. Probablemente es alguna mujerzuela con la cual Grimshaw anduvo liado antes de su encarcelación. Si discutían, es seguro que ella no era una mujer cualquiera encontrada de casualidad al día siguiente de su liberación. Examínele el prontuario, sargento.

Velie abandonó rápido la habitación. Cuando retornó, arreaba a un jovenzuelo palidísimo, de ojos trémulos de espanto.

—Este muchacho es Bell, empleado nocturno del Hotel Benedict, jefe. ¡Andando, viejo, andando! Nadie le morderá —empujando al infeliz sobre una silla, se pavoneó ante él.

—Queen le hizo señas de que se apartara:

—Bien, Bell —dijo suavemente—, cálmese usted; se encuentra entre amigos. Sólo deseamos algunas informaciones. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja de noche en el Hotel Benedict?

—Cuatro años y medio, señor.

—¿Se hallaba usted de servicio el 28 de septiembre pasado?

—Sí, señor. No perdí una noche desde…

—¿Recuerda usted un huésped llamado Albert Grimshaw?

—Sí, señor, sí. Es el hombre que los diarios dicen hallaron muerto en el ce… cementerio de la calle 54.

—Bien, Bell. ¿Le atendió usted cuando se registró?

—No, señor.

—¿Quién fue?

—El del turno diurno, señor.

—Entonces, ¿cómo le conoce usted, amigo?

—Se trata de algo… extraño, señor —Bell parecía menos nervioso—. En la semana que vivió en el hotel hubo una noche que… bueno, ocurrió algo singular, señor, y eso me hizo recordarle.

—¿Qué noche fue? —preguntó ávidamente el policía—. ¿Y qué pasó?

—Lo que voy a relatarles ocurrió dos noches después de registrarse. El jueves por la noche de la semana pasada…

—¡Ah!

—Bien, el tal Grimshaw recibió esa noche la visita de cinco personas. ¡Y todas en apenas media hora!

El inspector estuvo admirable. Recostándose contra el respaldo de la silla, tomó con delicadeza una pulgarada de tabaco picado como si la declaración de Bell careciera de importancia.

—¡Adelante, muchacho! —dijo luego.

—Alrededor de las diez vi a Grimshaw llegar de la calle con otro hombre. Marchaban juntos, conversando de prisa… No pude oír lo que decían, señor.

—¿Cuál era el aspecto del compañero de Grimshaw? —inquirió Pepper.

—No sabría decirle, señor. El tipo iba todo arrebozado…

—¡Ah! —articuló el inspector por segunda vez.

—Sí, todo arrebozado… Como si no quisiera que le reconocieran… Podría identificarle si le viera de nuevo, pero no bajo juramento… En fin, el caso es que se encaminaron al ascensor, y ésa fue la última vez que los vi.

—Un momento, Bell —el inspector se volvió al sargento—. Thomas, haga comparecer al ascensorista de noche.

—Ya le di la orden, señor. Hesse lo traerá de un momento a otro.

—¡Bravo! ¡Adelante, Bell!

—Bien, como les decía, ese incidente ocurrió alrededor de las diez de la noche, de hecho, mientras Grimshaw y su amigo aguardaban aún abajo el ascensor. Un individuo penetró en el hotel y deteniéndose ante el mostrador, preguntó por Grimshaw. «Allí va, señor —le respondí, en el preciso momento en que los dos entraban en el ascensor—. El número de su cuarto es el 314» —agregué, y el tercer hombre puso una cara extraña. Como quiera que sea, el caso es que fue a esperar el descenso del ascensor.

—¿Y bien?

—Desde hacía algunos minutos observaba que una mujer ambulaba por el vestíbulo, tan nerviosa como el otro. De pronto se acercó al mostrador, preguntándome si había un cuarto vacío contiguo al 314. Sospecho que la mujer había escuchado nuestra conversación. Pensé que aquel enredo era medio sospechoso, especialmente si se tiene en cuenta que ella no traía ningún equipaje. La suerte la acompañó, pues el cuarto contiguo al 314 estaba vacío. Tomando la llave correspondiente, llamé a uno de los cadetes. Pero no: la mujer no quería al cadete, según aseguró, recalcando que se bastaba para llegar hasta su habitación. Le entregué entonces la llave y ella se metió en el ascensor. Para entonces el otro hombre se había esfumado.

—¿Cómo era la mujer en cuestión?

—¡Huy!… Creo poder reconocerla si la veo de nuevo, señor… Era pequeñita, regordeta, madurita…

—¿Bajo qué nombre se anotó, Bell?

—Mrs. J. Stone, señor. Juraría que trataba de desfigurar su escritura, pues escribió el apellido con letra torcida como si lo hiciera adrede.

—¿Era rubia?

—No, señor. Tenía cabello negro, algo entrecano. El caso fue que pagó una noche por adelantado, un cuarto sin baño, y yo me dije que no había por qué preocuparse de las cosas de nuestros huéspedes. Bien, unos quince o veinte minutos más tarde otros dos hombres se llegaron hasta el escritorio, preguntándome si allí vivía un individuo de nombre Albert Grimshaw.

—¿Llegaron juntos?

—No, señor. Con un intervalo de cinco o diez minutos.

—¿Podría identificarlos si los viera de nuevo?

—¡De seguro, señor! Vea usted —agregó Bell en tono confidencial— lo que me llamó mucho la atención fue que todas aquellas personas estaban muy nerviosas, como si temieran que las viesen. El mismo sujeto que vino con Grimshaw obraba de modo extraño.

—¿Vio a algunos de ellos abandonar el hotel?

La cara mofletuda de Bell traspiró desolación:

—Merecería que me dieran de puntapiés, señor. Comprendo que tendría que haber mantenido abiertos los ojos, pero sobrevino un apurón del diablo, un batallón de coristas entraron para registrarse en el hotel y… bueno, todos debieron largarse cuando estaba atareadísimo…

—¿Y la mujer? ¿Cuándo se marchó?

—Ahí ocurrió otra cosa extraña, señor. El empleado de día me contó, cuando vine a relevarle a la noche siguiente, que la mucama le había informado que nadie había dormido en el lecho del cuarto 316. De hecho, la llave estaba aún en la cerradura. De fijo se marchó poco después de anotarse, como si hubiera cambiado de idea. A nosotros poco nos importaba, pues había pagado adelantado.

—¿Qué ocurrió las otras noches, Bell? ¿El miércoles o el viernes, por ejemplo? ¿No recibió Grimshaw nuevos visitantes?

—No sabría decírselo, señor —respondió el empleado en tono de disculpa—. Todo lo que sé es que nadie preguntó por él en el escritorio. Se marchó del hotel el viernes por la noche, alrededor de las nueve, sin dejar nuevo domicilio. No llevaba tampoco equipaje, y ése fue otro de los detalles que me hizo recordarle.

—Convendría echarle un vistazo a ese cuarto —murmuró el inspector—. ¿Nadie ocupó el cuarto 314 después de la partida de Grimshaw?

—Sí, señor. Tres diferentes huéspedes.

—¿Lo limpian todos los días?

—¡Desde luego!

Pepper sacudió la cabeza desconsoladamente:

—Si algo había allí, inspector, ya ha desaparecido.

—Después de una semana, es dudoso.

—¡Ejem!… ¡Bell! —preguntó Ellery, flemático—. ¿El cuarto de Grimshaw tenía baño privado?

—Sí, señor.

—El corazón me dice —exclamó el inspector— que nos aguardan grandes descubrimientos, amigos. Thomas, búsqueme a todas las personas relacionadas con el caso y reúnalas en la casa de Khalkis dentro de una hora.

Cuando Velie partió, Pepper murmuró:

—¡Cielos, inspector! ¡Si descubrimos que algunos de los cinco visitantes referidos es gente ya complicada en el caso, bonito lío nos aguarda! Especialmente después que todos los que observaron el cuerpo de Grimshaw afirmaron no conocerle.

—¿Complicado, eh? —el inspector sonrió sin alegría Bueno, así es la vida.

—¡Por favor, papá! —gruñó Ellery.

Bell paseaba sus ojos abobados de rostro en rostro. Velie regresó aprisa:

—¡Todo listo! —anunció—. Hesse está afuera con m. «moreno», el ascensorista de noche del Hotel Benedict.

—Hágale entrar, Thomas.

El ascensorista en cuestión era un negro joven, violeta de terror.

—¿Cuál es su nombre, hijo?

—White, señol. White.

—¡Oh, cielos! —articuló el policía—. Bueno, White, ¿recuerdas a un hombre llamado Grimshaw, huésped del hotel la semana pasada?

—¿El homble estlangulado, señol?

—Sí.

—Sí, señol, sí, le lecueldo —tartajeó White—. Y muy bien.

—¿Recuerdas el jueves de la semana pasada cuando penetró en el ascensor en compañía de otro hombre?

—Sí, señol.

—¿Cuál era el aspecto del otro individuo, White?

—No lecueldo, capitán. No, señol. No lecueldo su cala.

—Fíjate si te acuerdas de algo, hijo. Por ejemplo, ¿no hubo otras personas que subieron hasta el piso de Grimshaw?

—¡Oh! ¡Llevé a un montón de gente, capitán! ¡Millones! Siemple subo y bajo a la gente, señol. Y lo único que lecueldo es habel llevado a místel Grimshaw y a su amigo hasta su piso. El númelo 314 está justo al lado del ascensol, capitán.

—¿De qué conversaron en el ascensor? El negro gruñó, lamentándose:

—Mi poblé cabecita está vacía, señol. ¡No lecueldo nada!

—¿Cómo era la voz del segundo hombre, hijo?

—No… no lo sé, señol.

—Bien, White, puedes retirarte.

El negro pareció desvanecerse en el aire. El inspector, levantándose, se metió dentro de su sobretodo:

—Aguárdeme usted aquí, Bell —ordenó al joven empleado del Benedict—. Regresaré pronto, pues deseo identifique a algunas personas.

Dicho esto, salió del cuarto. Pepper fijaba su mirada en el muro:

—Mr. Queen, ya sabe usted —dijo a Ellery— que estoy metido en este asunto hasta el cuello. El jefe descargó toda la responsabilidad sobre mis escuálidos hombros. Nuestro interés radica en el testamento, pero parece que nunca lograremos… ¿Dónde demontres estará ese papelucho?

—Pepper, amigo mío —respondióle Ellery—, el testamento pasó ya al limbo de las cosas intrascendentes. Rehuso repudiar mi sagacísima deducción —y perdóneseme la vanidad— de que el documento en cuestión fue inhumado conjuntamente con Mr. Khalkis.

—Por cierto que así parecía indicarlo todo cuando nos lo explicó.

—Y estoy convencido de ello —Ellery encendió otro cigarrillo—. En cualquier caso, creo poder decirle quién conserva el testamento, si es que aún existe.

—¿De veras? No… no le entiendo, Ellery. ¿Y quién puede ser?

—Pepper —suspiró el muchacho—, el problema es infantil. ¿Quién, sino el hombre que enterró a Grimshaw?