La cena en el hogar de los Queen fue bastante lúgubre. El departamento del tercer piso de la calle 87 Oeste era entonces algo más nuevo que en la actualidad, el vestíbulo un poco más pretencioso, y la sala no tan ensombrecida por el paso de los años; y siendo el amigo Djuna, mucamo de los Queens, muy joven en ese tiempo y, por consecuencia, algo menos sesudo de lo que llegaría a ser años más tarde, cualquiera podría haber llamado cómodo al departamento, y alegre y chispeante su atmósfera. No era así, sin embargo; el Weltschmerz («hastío del mundo») del inspector cerníase en los cuartos como un trágico sudario; metía sus narices en la tabaquera con mayor frecuencia y exasperación que nunca; respondía a Ellery con acres monosílabos, impartía órdenes al atónito Djuna con vozarrón tronador, y ambulaba de la sala al comedor y del comedor al dormitorio y viceversa como un sujeto poseído por todos los demonios del infierno. El humor del viejo no mejoró con la llegada de sus invitados; su hijo les había invitado a cenar, y la vista del rostro pensativo de Pepper y de los ojos Inquisitivos y cansados del fiscal Sampson, no suscitó ningún cambio químico en su negrísimo humor.
Por consiguiente, Djuna sirvió una comida substanciosa sumido en el mayor de los silencios, y en silencio fue recibida y consumida. Sólo Ellery mostrábase optimista. Comió con su apetito acostumbrado, felicitó a Djuna por la calidad del asado, citó a Dickens en el budín y a Voltaire en el café…
Sampson se pasó la servilleta por los labios, y estalló:
—Bueno, amigo Queen, lo de siempre. Engañados, frustrados y batidos. ¡Otro maldito rompecabezas! ¿Cuál es el cariz actual de las cosas?
El inspector enarcó sus cejas tupidas:
—Pregúntele a mi hijo aquí presente —sepultó sus narices en el pocillo—. A lo que parece, rebosa de júbilo ante el aspecto de ese condenado caso…
—Lo que pasa es que lo tomas demasiado a la tremenda, papá —dijo Ellery, dando fuertes caladas a su cigarrillo.
El problema presenta sus puntos espinosos, pero diría que… ¡no es insoluble!
—¿Cómo? —los otros tres le miraron fijo; los ojos del inspector desorbitábanse de pasmo.
—No me apremien caballeros, por favor —murmuró el muchacho—. Es en momentos como éstos cuando mi lenguaje se satura de clasicismo, y bien sé que Sampson, por ejemplo, abomina semejante práctica pedantesca Además, me disgusta razonar con el estómago lleno. Djuna, amigo mío, vierte más café en el pocillo…
—Si usted sabe algo, Ellery —prorrumpió Sampson, con rabia— vomítelo en seguida. ¿Qué es? ¿De qué se trata?
—Es demasiado prematuro. Preferiría no hablar ahora. Sampson se puso de pie de un salto y comenzó a taconear, excitadísimo, por sobre la alfombra del comedor.
—¡Así se presentan siempre las cosas! ¡Demasiado prematuro! —resopló como un potrillo—. Pepper, entéreme de todo. ¿Cuáles son las últimas noticias?
—Bueno, jefe —respondió el otro—. Velie descubrió un sinnúmero de pormenores interesantes, pero ninguno de ellos sirve para maldita la cosa, por así decirlo. Por ejemplo, Honeywell, el sacristán de la iglesia, sostiene que el cementerio no queda nunca clausurado, pero que ni él ni ninguno de sus ayudantes advirtieron nada sospechoso en momento alguno después de los funerales.
—Eso no significa nada —masculló el inspector—, pues ni el campo santo ni el pasaje interior fueron vigilados por la policía. Cualquiera podría haber entrado y salido cien veces sin ser visto. Especialmente de noche. ¡Bah, bah, bah!
—¿Y los vecinos?
—Menos, jefe —contestó Pepper—. La información de Velie al respecto es completa. Vea usted, todas las fincas situadas en el lado sur de la calle 55, y en el costado norte de la 54 tienen entradas de servicio sobre dicho pasaje. Sobre la calle 54 tienen entradas de servicio sobre dicho pasaje. Sobre la calle 55, de este a oeste, las casas son las siguientes, en orden sucesivo: No 14, en la esquina de Madison Avenue, perteneciente a Mrs. Susan Morse, una viejecita muy curiosa que asistió a las exequias de Khalkis. El No 12 corresponde a la casa del doctor Frost, el galeno que atendía al difunto. El No 10 es la rectoría contigua a la iglesia, en donde vive el reverendo Elder. En la calle 54, de este a oeste, las casas se disponen así: el No 15, emplazado en la esquina de Madison Avenue, corresponde a Mr. y Mrs. Rudoplh Gans…
—¿El mayorista de carnes?
—Sí… Bien, entre la casa de Gans y la de Khalkis se halla el No 13, una finca vacía y clausurada…
—¿A quién pertenece, Pepper?
—No se excite, jefe. Es de la familia —gruñó el inspector—, pues pertenece a nuestro multimillonario Mr. James J. Knox, el magnate al cual Khalkis designó ejecutor de su birlado testamento. Nadie reside allí; es un caserón viejo como Adán. Knox solía vivir en él años atrás, pero se mudó más cerca del centro y la casa ha quedado desocupada.
—Inspeccioné los títulos correspondientes —terció Pepper— y puedo asegurarles que son impecables, sin hipoteca alguna, y que la casa no ha sido puesta en venta. Barrunto que el viejo retiene el caserón por razones sentimentales. Es una especie de mansión a la antigua, tan vieja como la de Khalkis, y construida poco más o menos en la misma época.
—Bien, sea como fuere, ninguno de los residentes en cualquiera de las casas mencionadas pudo proporcionar informes útiles a Velie. El pasaje es accesible desde cualquiera de los fondos de las casas de ambas calles; en cambio, no se puede llegar a él desde la Madison Avenue, a menos que sea a través de los sótanos de las fincas de Morse o Gans, las únicas de esa manzana; no existen callejuelas o callejones que conduzcan al pasaje interior desde las calles 54, 55 o Madison Avenue.
—En otras palabras —indicó Sampson con impaciencia— no podríamos llegar al pasaje interior si no por medio de las casas referidas, la iglesia o el campo santo, ¿verdad?
—Sí, jefe. En cuanto al cementerio, sólo hay tres formas de penetrar en él que son: por los fondos de la iglesia, por los portones de la extremidad oeste del pasaje interior, y por la puerta simple de las rejas —que, de hecho, es una verja amplia— situada sobre el costado de la calle 54 de la necrópolis.
—Todo eso no importa un comino —masculló el inspector—. El punto de importancia es que todos los testigos interrogados por Velie negaron haber visitado de noche el cementerio, o en cualquier otro momento después del entierro de Khalkis.
—Excepción hecha —terció Ellery suavemente— de Mrs. Morse, papá. ¡Veo que la olvidaste! Recuerda que Velie nos habló acerca de sus agradables hábitos de vagabundear por sobre la cabeza de los muertos de ese cementerio…
—Sí —exclamó Pepper—, pero negó haberles visitado aquella noche, Mr. Queen. Sea lo que fuere, jefe, la verdad es que todos los vecinos son miembros integrantes de la parroquia del reverendo Elder, salvo Knox, el cual no es, de hecho, un vecino…
—Sí, es católico —gruñó el policía— y pertenece a una iglesia concurrida por gente de campanillas del barrio oeste.
—¡A propósito! ¿Dónde está Knox? —preguntó él fiscal.
—Salió esta mañana de la ciudad —respondió el anciano policía—. Ordené a Thomas que me consiga una orden de revisión, pues no podemos aguardar eternamente el regreso de ese hombre. Imaginarán ustedes que me muero por echarle un vistazo a la casa vacía contigua a la del finado Khalkis.
—El inspector, jefe —explicó Pepper— abriga la convicción de que esa finca vacía de Knox podría haber sido el lugar en que el asesino ocultó el cuerpo de Grimshaw hasta que lo introdujo en el ataúd de Khalkis.
—¡Una buena conjetura, Queen!
—Sea como fuere •—continuó Pepper— el secretario de Knox rehuyó revelar el paradero de nuestro multimillonario y, por lo mismo, estamos obligados a echar mano de una orden de allanamiento judicial.
—Es posible que sea de escasa importancia —recalcó el inspector— pero… ¡que me maten si dejo cabo por atar, caballeros!
—Un excelente principio operandi —rió Ellery.
Su padre volvióse hacia él, mirándole con disgusto:
—De fijo que te crees muy listo, ¿eh? —masculló con rabia—. Bueno… Señores, atiéndanme un instante: en cuanto a esa casa vacía se refiere, nosotros estamos abocados a un problema. Ignoramos aún cuándo fue asesinado ese hombre… o cuánto tiempo transcurrió desde su muerte. ¡Bien! La autopsia nos revelará ese punto obscuro de manera concluyente. En el ínterin, es necesario proceder en base a suposiciones. Si Khalkis falleció antes que Grimshaw fuera asesinado eso implica que la inhumación de éste último en el cajón de Khalkis fue planeada con antelación. En tal caso, la casa yacía constituiría un excelente lugar para que el homicida guardara e] cadáver de Grimshaw hasta después del entierro de Khalkis, momentos en que el ataúd serviría para sus nefastos propósitos.
—Sí, sí, pero encare usted el caso desde otro punto de vista —objetó el fiscal—. Es una teoría tan sostenible como la suya la de que Khalkis murió después del asesinato de Grimshaw. Eso significaría que el criminal no podía contar con la muerte inesperada de Khalkis y la oportunidad de ocultar el cuerpo en el féretro de aquél y, por consiguiente, de que el cadáver debía haber estado oculto en el lugar preciso en que se cometió el asesinato… y no conozco razón alguna que nos obligue a sospechar que el homicidio tuvo lugar en esa casa vacía. De cualquier manera, caballeros, no veo cómo ese punto de vista podría coadyuvar en la solución del enigma hasta que sepamos a ciencia cierta cuándo fue ultimado Grimshaw.
—Cabe inferir, entonces —respondió Pepper, meditabundo— que, si Grimshaw fue estrangulado antes del fallecimiento de Khalkis su cuerpo se escondió en el mismo lugar en que encontró la muerte. Seguidamente, cuando Khalkis murió, la oportunidad de inhumar el cuerpo del hombre asesinado en el féretro de Khalkis cruzó por la mente del criminal, acarreando éste entonces el cadáver hasta el cementerio, y entrando en él, posiblemente, por las verjas de la calle 54, ¿verdad?
—¡Exactamente! —exclamó Sampson—. Las probabilidades son diez contra una de que la casa contigua a la de Khalkis nada tenga que ver con el crimen. Albergo la certeza de que ésta es una conjetura irreductible.
—Tal vez no tan irreductible, amigo mío —contestó Ellery—. Por el otro lado, mi débil intelecto sospecha de que están haciendo un puchero antes de comprar los ingredientes. ¿Por qué no aguardan con paciencia el resultado de la autopsia?
—¡Aguardar, aguardar! —masculló el inspector mordiscándose los mostachos.
Ellery rió.
—De creer a Chaucer, papá, tu edad es una gran ventaja. ¿Recuerdas The Parlament of Fowles? «De los nuevos sembradíos, cual dicen los hombres, viene, año tras año, todo ese nuevo trigo».
—¿Algo más, Pepper? —masculló Sampson, desentendiéndose de las pullas elleryanas.
—Sólo lo rutinario, jefe. Velie interrogó al portero de la tienda de enfrente de la casa de Khalkis y del cementerio, y al agente de facción en la manzana; pero ninguno de los dos advirtió signo de actividades sospechosas desde el día de los funerales de Khalkis. El policía de guardia nocturna tampoco vio nada, pero admite que el cuerpo podría haber sido introducido subrepticiamente en el cementerio sin su conocimiento. Y no hay nadie en la tienda aludida en posición de observar constantemente la necrópolis, pues el sereno permanece toda la noche en las dependencias interiores. Y eso es todo, jefe.
—¡Demontres! ¡Creo que me volveré loco con este maldito cruzarse de brazos! —farfulló el inspector, balanceándose delante del hogar.
—La patience est amere, mais son fruit est doux —murmuró Ellery—. Hoy me siento con humor de citas, caballeros.
Ésas son las consecuencias —masculló el policía— de haber enviado a mi hijo al colegio. ¡Ahora habla al padre con aires de superioridad! ¿Qué significa eso?
—Pues que la paciencia es amarga, pero su fruto es dulce —sonrió Ellery— y eso lo dijo un ruso…
—¿Un ruso?
—¡Vamos! ¿No ve que le quiere tomar el pelo, viejo? —murmuró, cascadamente, Sampson—. Supongo que se refiere a Rousseau.
—¿Sabía usted, mi dulce amigo —estalló Ellery estrepitosamente— que algunas veces da muestras usted de sorprendentes signos de inteligencia?