Enjugándose pulcramente los labios con el pañuelo, Ellery depositó su taza de té vacía sobre el escritorio y, siempre sonriente, desapareció dentro del dormitorio de Khalkis. El inspector y Pepper, imágenes de la resignación, le siguieron.
El dormitorio de Khalkis era amplio, obscuro y sin ventanas: la habitación propia de un ciego. Ellery encendió las luces y escudriñó los rincones de su nuevo campo de exploraciones. El cuarto se hallaba en un desorden indescriptible; el lecho estaba sucio y sin arreglar; una pila de prendas masculinas yacía sobre una silla contigua a la cama; en el ambiente flotaba un hedor ligeramente nauseabundo.
—Posiblemente —recalcó Ellery adelantándose hacia una vieja cómoda emplazada al otro lado del cuarto— se trata de alguna esencia embalsamadora o cosa parecida. La casa será vieja y sólida, según asevera el amigo Crewe, pero es innegable que carece de adecuada ventilación.
Observó largamente la cómoda, pero sin tocar nada. Acto continuo, exhalando un suspiro, inició el registro de los cajones. En el superior pareció descubrir algo interesante, pues su mano emergió de allí asiendo dos tiras de papel.
—¿Qué has hallado, hijo? —preguntó el policía, atisbando por sobre el hombro de Ellery.
—Nada más que el «programa o catálogo de prendas de vestir» utilizadas por nuestro buen amigo el idiota, y destinadas a engalanar a su primo —murmuró el joven. Ambos investigadores advirtieron que uno de los dos papeles estaba escrito en alguna lengua extranjera, en tanto que el otro —su contraparte, lo estaba en inglés—. Poseo suficientes conocimientos filológicos —agregó Ellery vanidosamente— para identificar estos garabatos como palabras del griego moderno. ¡Oh! ¡Cuán maravillosa es la educación clásica!
Ninguno de los interlocutores dibujó siquiera la sombra de una sonrisa en sus labios. De modo, pues, que nuestro joven, profiriendo suspiros conmovedores, rompió a leer alto el «catálogo» escrito en la lengua shakespeariana:
LUNES: Traje tweed gris; zapatos negros, calcetines grises; camisa gris claro, cuello pegado; corbata rayada gris.
MARTES: Traje marrón obscuro cruzado; zapatos marrones cordobán; calcetines marrones; camisa blanca; corbata de muaré rojo; cuello «palomita»; polainas canela.
MIÉRCOLES: Traje gris claro, sencillo, rayitas negras; zapatos puntiagudos negros; calcetines de seda negra; camisa blanca; corbatín negro; polainas grises.
JUEVES: Traje azul, sencillo; zapatos negros; calcetines de seda azul; camisa blanca a rayitas azuladas; corbata azul con lunares, cuello blando que combine.
VIERNES: Traje de tweed canela, un botón; zapatos marrones; calcetines canela; id. camisa, cuello pegado; corbata a rayas castaño-canela.
SÁBADO: Traje de tres botones gris obscuro; zapatos negros puntiagudos; calcetines de seda, negros; camisa blanca; corbata de muaré verde; polainas grises; cuello «palomita».
DOMINGO: Traje cruzado de sarga azul; zapatos negros, punta cuadrada; calcetines de seda negra; corbata azul obscuro; cuello «palomita»; camisa blanca con pechera semialmidonada; polainas grises.
—¿Y bien? ¿Qué hay con esto? —preguntó el inspector.
—¿Cómo qué hay con esto, papá? —repitió Ellery—. ¡Pues mucho! —corriendo a la puerta, sacó la cabeza por el marco—. ¡Mr. Trikkala! ¿Quiere usted venir aquí un instante? —el intérprete griego taconeó obedientemente hasta el dormitorio— ¡Trikkala! —exclamó el muchacho, entregándole el papel con la traducción griega del «catálogo»—. ¿Qué dice aquí? ¡Léala en voz alta!
Así lo hizo el heleno. Tratábase, en verdad, de una traducción literal del «programa» en inglés que Ellery acababa de leer al inspector y a Pepper.
Ellery despachó de nuevo al hombre a la biblioteca y se engolfó de lleno en la tarea de inspeccionar uno a uno los demás cajones del mueble. Nada pareció llamarle la atención hasta que en el tercer cajón descubrió un paquete, largo y chato, sellado y sin abrir. El sobrescrito rezaba así: Mr. Georg Khalkis, 11 E. 54th. Street, New York City. Llevada el sello de la Casa Barret, Camisería Fina - Artículos para Caballeros, impreso en el ángulo izquierdo superior; abajo, en el extremo inferior, se leían tres palabras marcadas con un sello especial: Entregado por Mensajero. Ellery abrió el paquete y halló seis corbatas de muaré rojo, todas idénticas. Arrojó el paquete deshecho sobre la tapa del mueble y sin descubrir nada más de interés en los otros cajones, enderezó sus pasos hacia el dormitorio de Demmy, contiguo al de Khalkis. Era apenas un agujero, con una sola ventana abierta sobre el pasaje interior de los fondos. Por el moblaje parecía la celda de un ermitaño. El cuarto no traspiraba señal alguna de personalidad definida.
Ellery se estremeció un tanto; pero el clima desolado de la habitación no fue óbice para que revisara cuidadosamente todos los pajones del armario del idiota. El único detalle que suscitó su curiosidad fue una hoja de papel, idéntica en un todo al «catálogo», redactado en griego, descubierto por el joven en el dormitorio de Khalkis. De hecho, tratábase de una copia carbónica, pormenor éste que verificó al instante cotejando ambas cuartillas.
Regresó inmediatamente al cuarto del difunto; el inspector y Pepper habían vuelto a la biblioteca. Ellery puso rápidamente manos a la obra, enfilando derechamente hacia la silla con las prendas apiladas encima de ella. Revisó con cuidado cada prenda: un traje gris obscuro, una camisa blanca, una corbata roja, un cuello «palomita»; caído en el piso, junto a la silla, advirtió un par de calcetines negros, un par de zapatos del mismo color, y un tercer par de polainas grises. Contempló, pensativo, aquellas ropas del muerto, tamborileando sus lentes contra los dientes, y luego se dirigió hacia el enorme guardarropa adosado al muro opuesto de la habitación. Abrió la portezuela y hurgó en su interior. Luego de largo rebuscar, terminó por cerrar el batiente y atrapando al vuelo el paquete con las corbatas, regresó al estudio. El sargento Velie conferenciaba allí, en discreto aparte, con el inspector. Éste levantó los ojos, inquisitivamente, y Ellery sonrió, dirigiéndose a uno de los teléfonos colocados sobre el escritorio. Pidió Informaciones, sostuvo breve conversación, repitió un número y prestamente lo marcó en el disco. Tras una rápida serie de preguntas y respuestas con alguien colocado al otro extremo del cable, el joven colgó el auricular, sonriendo de oreja a oreja. Acababa de descubrir, por intermedio de Sturgess, jefe del ceremonial fúnebre de las exequias de Khalkis, que las prendas encontradas sobre la silla del dormitorio del difunto habían sido dejadas allí, pieza por pieza, por los ayudantes de Sturgess después de desvestir al anciano; de hecho, tratábase de las ropas llevadas por él en el instante de morir, y que habían sido retiradas de su cadáver a los efectos de embalsamarlo y volverlo a vestir para el velatorio con uno de sus trajes de etiqueta.
Ellery, volviéndose hacia los aburridos presentes, mostró en alto el paquete de las corbatas, preguntando con jovialidad si el mismo les era familiar.
Dos personas respondieron: Weekes y, naturalmente, Joan Brett. Ellery sonrió a la joven, pero interpeló primero al mayordomo.
—¿Qué sabe usted con respecto al paquete, amigo mío?
—¿Es un envío de la Casa Barret, señor?
—En efecto.
—Pues bien, creo que fue entregado el sábado último por la tarde, señor, algunas horas después del fallecimiento de Mr. Khalkis.
—¿Lo recibió usted mismo?
—Exactamente, señor.
—¿Qué hizo usted con él?
—¡Ejem!… Yo… Bueno, pues lo puse sobre la mesita del vestíbulo, me parece.
—¿Sobre la mesita del vestíbulo? ¿Seguro, Weekes? ¿No lo retiró de allí para ponerlo en alguna otra parte?
—No, señor, no —el anciano mayordomo parecía amedrentado—. De hecho señor, en medio de la confusión provocada por la muerte de Mr. Khalkis y… y otros factores, olvidé por completo ese paquete hasta que le vi en sus manos.
—¡Es extraño!… ¿Y usted, Miss Brett? ¿Cuáles son sus relaciones con este escurridizo paquete?
—El sábado por la tarde lo vi sobre la mesita del vestíbulo, Mr. Queen. Eso es, en realidad, cuanto sé de él.
—¿No lo tocó?
—No. Ellery se puso carilargo y cejijunto:
—¡Vamos, vamos! —exclamó con voz calmosa, encarándose con el desparejo auditorio—. Alguien tiene que haber retirado este paquete de la mesita del vestíbulo, colocándolo en el tercer cajón del armario del dormitorio de Mr. Khalkis, lugar en que le acabo de descubrir. ¿Quién fue de ustedes?
Ninguno contestó.
—¿Nadie más, aparte de Miss Brett, recuerda haberle visto sobre la mesita? No hubo respuesta.
—¡Muy bien! —espetó Ellery cruzando la habitación y poniendo el paquete en las manos del policía—. Papá, conviene que lleven este paquete con corbatas a la Casa Barrett y que averigüen allí quién las solicitó, quien las entregó y demás pormenores importantes.
El inspector asintió, y señalando con el dedo a uno de los detectives, ordenó:
—Haga lo que ha dicho Mr. Queen, Piggott.
El detective hizo una señal afirmativa y tomando el paquete se retiró de la biblioteca.
—¿Algo más del cuarto te interesa, hijo? —cuchicheó el inspector al oído de su hijo, pero éste meneó la cabeza, ahondando aún más las arrugas de preocupación impresas en las comisuras de sus labios.
El anciano se encogió de hombros y dando sonoras palmadas, se enfrentó con los implicados en el drama Khalkis-Grimshaw. Todos se estremecieron, irguiéndose en sus respectivos asientos:
—Eso es todo por hoy —anunció el policía—. Ahora bien, es mi intención darles a comprender un hecho importante. La semana pasada expresaron fastidio por la pesquisa concerniente al testamento robado de Khalkis; a decir verdad, como el delito, en sí, no era importante, su libertad de movimientos no quedó restringida. Ahora, en cambio, todos ustedes están sumergidos hasta el cuello en una escabrosa investigación criminal. Con franqueza, les advierto que hasta ahora no sabemos a qué atenernos al respecto. Todo cuanto conocemos es que el hombre asesinado, que cuenta con antecedentes policiales, realizó dos visitas misteriosas a esta casa, la segunda vez en compañía de un individuo que agotó sus esfuerzos por mantener en secreto su identidad… ¡y lo logró con todo éxito!
»El crimen se complicó de modo extraordinario por el hecho de que el individuo asesinado fue descubierto enterrado en el cajón mortuorio de una persona fallecida por causas naturales.
»Dadas estas circunstancias, todos ustedes están bajo sospecha. Sólo Dios sabe en qué forma y cómo o cuándo. Pero entiéndanme bien: cada uno de los presentes no debe substraerse a la vigilancia policial hasta que veamos claro en el asunto. Aquellos que, como ustedes, Sloane y Vreeland, deben atender sus respectivos negocios, pueden continuar haciéndolo como de ordinario; pero procurando mantenerse cuidadosamente al alcance de la policía. Mr. Suiza, usted puede retirarse a su casa; consérvese, empero, a mi alcance. Woodruff, todo esto no le concierne. Los otros, hasta nueva orden, abandonarán esta casa sólo con permiso especial, dando cuenta de dónde piensan ir.
El inspector, refunfuñando, se puso trabajosamente el sobretodo. Nadie articuló palabra. El anciano impartió breves y secas órdenes a sus hombres, apostando en la casa a cierto número de ellos, encabezados por Flint y Johnson. Pepper envió órdenes a Cohalan en el sentido de permanecer donde estaba y luego, imitado por Velie y Ellery, se puso el sobretodo. Los cuatro hombres se encaminaron hacia la puerta.
El inspector se volvió a último momento para mirarles de arriba abajo:
—Deseo decirles a todos ustedes con claridad —gruñó con retintín desafiante— que si mis órdenes les gustan o no les gustan, a mí me importa un soberano ardite… ¡Tengan ustedes muy buenos días! —marchóse con estrépito y Ellery siguió a los representantes de la ley, riendo para sus adentros.