9

Resonó una seca llamada en la puerta, y el sargento Velie entreabrió un resquicio. Asintió luego, y franqueándole la entrada a un individuo, volvió a cerrarla.

El recién llegado era un hombre grasiento y rollizo. Queen advirtió que se trataba de Trikkala, el intérprete griego, y al instante le ordenó interrogar a Demmy con referencia a sus movimientos durante la noche del viernes último.

Alan Cheney se ingenió para escurrirse hasta un asiento cercano al de Joan Brett. Tragó saliva trabajosamente y luego musitó, tímido:

—Evidentemente, el inspector no deposita mucha fe en los talentos de mi madre para traducir el griego, Joan.

Sin duda alguna, aquellas palabras eran simple excusa para cambiar algunas palabras con la deliciosa jovencita; pero ésta sólo giró la cabeza para asaetearle con una mirada glacial. Alan sonrió débil y tontamente.

Los ojos de Demmy parpadearon, y en ellos apareció cierto destello de inteligencia. Poco acostumbrado a ser el objeto del interés público, cierta emoción vibró en su espíritu y su rostro se animó con una sonrisa. Su griego fue más ligero y fluido que anteriormente.

—Dice —indicó Trikkala— que su primo le envió a la cama aquella noche, y que no vio ni oyó absolutamente nada.

—El inspector observó con curiosidad la alta y desgarbada caricatura de hombre, erguida ante el grasiento intérprete griego.

—Pregúntele ahora qué ocurrió a la mañana siguiente, sábado, el día en que falleció su primo.

Trikkala disparó una andanada de sílabas guturales contra Demmy; y éste, parpadeando, respondió, con frases más entrecortadas, en la misma lengua. El intérprete volvióse al inspector:

—Dice que su primo le despertó esa mañana, llamándole a voces desde su dormitorio, contiguo al de Demmy, Agrega que se levantó y que, vistiéndose rápidamente, dirigióse al dormitorio de su primo, a quien ayudó a incorporarse y vestirse.

—Pregúntele a qué hora ocurrió todo eso.

Un breve coloquio y luego:

—A las ocho y media de la mañana —contestó Trikkala.

—¿Cómo es eso que Demmy ayudó a vestirse a Khalkis? —inquirió Ellery—. Miss Brett, ¿no nos dijo usted que Khalkis no era inválido, a pesar de su ceguera?

Joan encogió sus hombros:

—Vea usted Mr. Queen: el señor solía tomar a pecho su ceguera. Hombre enérgico como pocos, no admitió jamás, ni siquiera para sí mismo, que la pérdida de la vista comportaba algunas diferencias dentro de su vida normal. Por eso insistió en mantener su control sobre todos los asuntos concernientes a las Galerías. También por eso se empeñó en que nadie tocara un solo objeto de esta habitación o de su dormitorio. Nadie osó jamás mover un palmo una silla en ellos mientras duró la ceguera de Mr. Khalkis. De esta manera siempre sabía donde se hallaban las cosas y podía moverse sin inconvenientes por sus cuartos particulares casi con la misma facilidad que si gozara de una vista perfecta.

—Usted no contesta a mi pregunta —apuntó Ellery, gentilmente—. De sus palabras se desprende la certeza de que Khalkis negaríase rotundamente a solicitar ayuda para ejecutar actos tan sencillos como saltar del lecho y vestirse. ¡A buen seguro que nuestro hombre sabía vestirse a maravillas!

—¡Es usted terriblemente perspicaz, Mr. Queen! —exclamó con sorna la muchachita, y Cheney optó por escabullirse de su lado—. No creo que Demmy intentara decir que ayudó a Mr. Khalkis a saltar del lecho o a vestirse… ¡en un sentido práctico! Vea usted, joven: una cosa había que el señor no podía hacer y para la cual tenían que ayudarle.

—¿Y cuál es esa cosa, señorita?

—¡Pues, seleccionar sus prendas de vestir! —respondió ella, triunfalmente—. En tratándose de su apariencia personal, Mr. Khalkis era de una minuciosidad única, fastidiosa. ¡Sus ropas tenían que ser impecables! Y como era ciego, no podía seleccionar sus prendas del día. De modo, pues, que Demmy siempre le ayudaba en esa tarea.

Demmy, quien había estado mirándoles boquiabierto, interrumpió aquel coloquio con una lluvia de palabras griegas.

—Desea continuar adelante con su relato —tradujo Trikkala—. Bien, dice que ayudó a vestirse a su primo Georg de acuerdo con el «programa». Luego…

—¿De acuerdo con el «programa»? —interrumpieron a una los Queen.

Joan rió:

—¡Lástima grande que no sepan griego!… Inspector, Demmy no logró jamás asimilar las complejidades de] guardarropa de Khalkis. Como he dicho, el señor era escrupulosísimo en cuanto a su atuendo; poseía infinidad de trajes y usaba algo diferente todos los días. Un conjunto completamente nuevo. Si Demmy hubiese sido un ayuda de cámara de inteligencia común, el problema habría sido muy simple. Pero recuerden ustedes que el pobre muchacho es un débil de espíritu. A objeto de ahorrarse el trabajo de ordenar un nuevo conjunto todas las mañanas, Mr. Khalkis había redactado una especie de programa o lista, en griego, en la cual especificaba el conjunto que deseaba usar cada día de la semana. Con ello no se abusaba de la escasa mentalidad de Demmy… Desde luego, el «programa» era elástico. Si Mr. Khalkis deseaba alterarlo, impartía algunas instrucciones verbales a Demmy en su propia lengua.

—¿Dicho «programa» se usaba una y otra vez? —inquirió el inspector—. ¿O bien Mr. Khalkis trazaba un nuevo programa todas las semanas?

—¡Oh, no, no!, se trataba de un programa integrado por siete días, y que se repetía todas las semanas. Cuando sus trajes delataban señales de uso, solicitaba su duplicado exacto al sastre. Seguía idéntico procedimiento con el camisero, el zapatero, etc., etc. De esta manera, pues, el «programa» referido continuó siendo el mismo desde que Mr. Khalkis quedó ciego.

—Interesante —murmuró Ellery—. Supongo que también prescribía conjuntos de noche, ¿verdad?

—¡Oh, no! Mr. Khalkis llevaba religiosamente traje de gala todas las noches; este detallo no recargaba inútilmente la memoria de Demmy y por lo mismo, no figuraba en el «programa».

—¡Muy bien! —masculló el inspector—. Trikkala, pregúntele a este bobo qué ocurrió después de eso.

Las manos del griego se agitaron en grandes ademanes, mientras un torrente de palabras guturales fluía de su boca. El rostro del idiota cobró cierta animación inteligente. Comenzó a hablar con expresión amistosa y Trikkala acabó por contenerle con un ademán imperioso.

—Dice que vistió a su primo Georg de acuerdo al «programa» y que alrededor de las nueve, ambos abandonaron el dormitorio y bajaron a la biblioteca.

—Mr. Khalkis tenía la costumbre de conferenciar todas las mañanas con Mr. Sloane en este estudio. Cuando concluía de discutir los negocios cotidianos con Mr. Sloane, acostumbraba a dictarme largamente —dijo Joan.

—Este hombre no dice nada al respecto —continuó, impaciente, Trikkala—. Agrega que dejó a su primo aquí sentado ante su escritorio y que salió de la casa. No atino a comprender con exactitud lo que trata de decirme, inspector Queen. Parece algo acerca de un médico, pero su conversación es tan confusa que…

—¡Miss Brett! —gruñó el inspector—. ¿Sabe usted lo que Demmy quiere decirle al intérprete?

—Sí… Imagino que alude a su visita al consultorio del doctor Bellows, médico psiquiatra de nota. Mr. Khalkis esforzábase siempre por mejorar el estado mental de su primo, aunque ya se le había dicho repetidas veces que se trataba de un caso incurable. El doctor Bellows, interesado por el caso, buscó a una persona conocedora del idioma griego y mantuvo a Demmy bajo observación en su consultorio, situado a pocas cuadras de aquí. Demmy visitaba al doctor Bellows dos veces por mes, en día sábado. A buen seguro que concurrió al consultorio referido. Sea de ello lo que fuere, el caso es que regresó a las cinco de la tarde. En el ínterin, Mr. Khalkis había fallecido, y en la confusión reinante en la casa, nadie atinó a prestar atención a Demmy. De suerte, pues, que cuando volvió a casa, nada sabía acerca de la muerte de su primo.

—¡Qué triste fue todo! —suspiró Mrs. Sloane—. ¡Pobre Demmy! Al enterarle del hecho, el muchacho recibió una fuerte impresión, y lloró como un niño. A su manera, este pobre idiota profesaba profundo cariño por Georg.

—¡Muy bien, Trikkala! Dígale que se quede allí, a su lado. Es posible que le necesitemos aún —el inspector se volvió hacia Gilbert Sloane—. Evidentemente, usted fue el primero que, después de Demmy vio a Khalkis el sábado pasado por la mañana, Mr. Sloane. ¿Se entrevistó usted con él a las nueve, como de costumbre?

Sloane aclaróse, nerviosamente, la garganta.

—Exactamente, no, señor inspector —dijo con su tono ligeramente chillón—. Si bien todas las mañanas me reunía con Khalkis en el estudio a las nueve en punto, el sábado pasado me quedé dormido; la noche anterior había trabajado hasta tarde en las Galerías y… De modo que no bajé hasta las nueve y cuarto. Georg parecía un poco… bueno, algo irritado por la demora. Se mostraba malhumorado y gruñón; en los últimos meses su humor se tornó colérico, posiblemente a causa de su creciente complejo de inferioridad…

—¿No advirtió usted algo anormal en la habitación cuando entró esa mañana?

—No veo cómo… ¡Oh, no! ¡Claro que no, inspector!… Todo estaba como de ordinario.

—¿Mr. Khalkis se hallaba solo?

—Sí. —Apuntó al paso que Demmy se había ausentado.

—Descríbame exactamente lo ocurrido mientras conferenciaban, Mr. Sloane… ¡y sin dejarse nada en el tintero!

—Aseguro a usted que no pasó nada importante, señor; nada que…

—¡Ya le dije que me lo contara todo, sin olvidar detalle, amigo! —masculló con rabia el policía—. Nosotros juzgaremos lo que es importante y lo que no lo es, Mr. Sloane.

A decir verdad —comentó Pepper— aquí nadie parece considerar nada importante, inspector.

—Bueno, ya les obligaremos a cambiar su actitud, Pepper —masculló el policía, mirando de hito en hito a Sloane—. ¡Adelante, amigo! Díganoslo todo… ¡todo! Aunque sea cuestión de Khalkis aclarándose la garganta.

Sloane parecía sobresaltado:

—Francamente, yo… Bueno, señor, repasamos rápidamente los negocios del día y en seguida reparé en que mi interlocutor estaba preocupado por algo más que ventas y colecciones. El viejo mostrábase brusco, muy brusco conmigo y yo me sentí casi fuera de mí por esa impertinencia. No me agradaba el tono con que me hablaba y así se lo manifesté. Él se disculpó a medias con un gruñido y unos gestos evasivos. Tal vez intuyó que se había pisado, pues cambió de súbito de tema. Jugueteaba con su corbata y agregó con una entonación mucho más calma: «Creo que esta corbata perdió ya su forma, Gilbert». Desde luego, el viejo trataba de desviar el tema cuanto antes. Yo le tranquilicé, diciéndole que la corbata lucía a maravillas. «Bueno, está arrugada —contestó él, tozudamente—. Siento que perdió la forma… Antes de partir, recuérdame que debo llamar a Barrett para ordenarle algunas corbatas similares a la que estoy usando». Barret era su camisero… Bueno, así solía proceder Georg; la corbata en cuestión era impecable, pero siempre fue escrupulosísimo en cuanto a su apariencia. No sé si todo esto…

Antes de que el inspector pudiera hablar, Ellery dijo ásperamente:

—¡Adelante, Mr. Sloane! ¿Y se lo recordó usted antes de salir?

—Naturalmente —Sloane parpadeó—. Y creo que Miss Brett me apoyará. ¿Recuerda usted ese punto, señorita? —preguntó, volviéndose hacia la chica—. Usted había penetrado en la habitación poco antes que Georg y yo acabáramos de discutir los negocios cotidianos, y aguardaba allí para tomar algún dictado —Joan asintió, con énfasis—. ¿Han visto? —prorrumpió Sloane, en tono triunfante—. Eso fue justamente lo que estaba por decirle a Georg antes de separarme de él: «Usted me pidió que le recordara el asunto de las corbatas, Georg». Él asintió, y yo partí de casa.

—¿Y eso fue todo cuanto ocurrió esa mañana entre usted y Khalkis? —interrogó el inspector.

—Eso es, señor. Bien, no me encaminé luego directamente a las Galerías, pues tenía una cita comercial en la ciudad. De suerte que hasta que no llegué a las Galerías, alrededor de dos horas más tarde, no tuve noticia de que Georg había fallecido poco tiempo después de salir yo de casa. Mr. Suiza ya había regresado aquí, cosa que hice yo también en seguida. Ya sabrán ustedes que nuestras Galerías distan apenas unas cuadras de casa, sobre la Madison Avenue.

Pepper susurró algo a Queen, Ellery metió sus narices en el corrillo, y los tres hombres sostuvieron una animada conferencia. El inspector asintió, y volviéndose hacia Sloane, con un brillo particular en sus ojos, dijo:

—Creo haberle preguntado antes, amigo, si usted había advertido algo anormal, inusitado, en este cuarto durante su conversación con Khalkis el sábado pasado, y usted dijo que no. Hace pocos minutos hemos oído aseverar a Miss Brett que el hombre asesinado, Albert Grimshaw, vino a visitar a Khalkis la noche anterior a la muerte de este último, acompañado por un misterioso sujeto que se esforzó por conservar en secreto su identidad. Ahora, el punto que interesa es éste: nuestro «hombre misterioso» podría significar una pista valiosísima. Recapacite un poco, Mr. Sloane: ¿no había algo en la biblioteca o sobre el mismo escritorio, que no tenía que estar allí? ¿Algo dejado por ese individuo enigmático, algo eventualmente conducente a su identificación?

Sloane sacudió la cabeza:

—No recuerdo nada por el estilo, inspector, a pesar de que me sentaba justo enfrente de su escritorio. Abrigo la seguridad de que, si aquí había algo perteneciente a otra persona, yo no habría dejado de advertirlo.

—¿No le habló Khalkis acerca de sus visitantes de la víspera?

—Ni una palabra, señor.

—¡Muy bien, Mr. Sloane! Quédese por aquí. —Sloane se desplomó en una silla junto a su esposa, exhalando un profundo suspiro de alivio. El inspector gesticuló familiarmente hacia Joan Brett, sonriendo con benevolencia—. Mi querida muchacha —dijo con retintín paternal, no exento de fina ironía—. Hasta el momento nos fue usted muy útil, jovencita. Con franqueza, confieso que usted me interesa más de la cuenta. Cuénteme algo referente a usted misma.

—¡Inspector, es usted maravilloso! —los ojos azules de la muchacha destellaron—. Aseguro que no tengo prontuario ni pasado glorioso ni nada. Soy apenas una pobre muchacha trabajadora, eso que nosotros en Inglaterra llamamos «mano de obra femenina»…

—¡Dios mío! ¡Una chiquilla tan joven y perspicaz e inteligente! —murmuró el anciano policía—. Ello no obstante…

—No obstante, inspector, usted quiere saberlo todo —la muchacha sonrió—. Bien, me llamo Joan Brett. Trabajo para la casa Khalkis desde hace poco más de un año. Soy de origen inglés, como mi acento británico se lo habrá indicado, pese a que ahora está un tanto desdorado por la horripilante jerga neoyorquina. Vine a ver a Mr. Khalkis recomendada por Sir Arthur Ewing, experto y comerciante en artículos artísticos británico, con quien trabajaba en Londres. Sir Arthur conocía sobradamente la universal reputación de Mr. Khalkis, del cual me dio inmejorables referencias. Llegué a Nueva York en un momento oportuno; Mr. Khalkis necesitaba con urgencia gente conocedora del ramo, y me tomó al instante a su servicio en calidad de secretaria confidencial, asignándome un sueldo substancioso. Abrigo la convicción de que mis profundos conocimientos del negocio le inclinaron a contratarme sin más ni más.

—¡Hum! Eso no es exactamente lo que queríamos conocer…

—¡Ah! ¿Más detalles personales? —la chica enfurruñó los labios—. Bien, veamos un poco… Cuento 22 años de edad, me muero por Ernest Hemingway, detesto a sus políticos por fraudulentos, y adoro a sus valerosos pistoleros. Cela suffit?

—Miss Brett, se aprovecha usted de un pobre viejo —masculló el policía—. Deseo saber qué ocurrió el sábado por la mañana. ¿No advirtió usted algo en este cuarto que esclareciera la identidad del misterioso visitante de la noche anterior?

La muchacha sacudió con firmeza su rubia cabecita:

—No, inspector, absolutamente nada. Todo parecía en orden perfecto.

—¡Veamos, veamos! ¿Qué ocurrió? Díganoslo con claridad.

—Bien, entré en el estudio, como dijera ya Mr. Sloane, antes de que él y Mr. Khalkis cesaran de conferenciar. Oí a Mr. Sloane recordar a Mr. Khalkis el detalle concerniente a las corbatas. Mr. Sloane partió en seguida, y durante un cuarto de hora, poco más o menos, tomé dictado del señor. Cuando concluyó, le dije: «Mr. Khalkis, ¿quiere usted que telefonee a la Casa Barret para solicitarle esas nuevas corbatas?». Él meneó la cabeza, contestándome que las pediría él mismo. Luego me entregó un sobre, lacrado y estampillado, ordenándome que lo echara en seguida al correo. Eso me sorprendió un tanto, pues generalmente atendía yo a su correspondencia…

—¿Una carta, eh? —musitó el inspector—. ¿A quién iba dirigida?

Joan frunció el entrecejo:

—Perdone usted, inspector, pero no lo sé… A decir verdad, no me molesté en examinarla detenidamente, Recuerdo que la dirección estaba escrita con tinta, y no dactilografiada, cosa que sería naturalísimo, puesto que en casa no contamos con ninguna máquina, pero… —encogióse de hombros—. Sea de ello lo que fuere, el hecho es que, al salir del cuarto con la carta en cuestión, vi que Mr. Khalkis levantaba el auricular telefónico, solicitando después el número correspondiente a la Casa Barret. Entonces salí para echar la carta al buzón.

—¿A qué hora?

—Pues alrededor de las diez menos cuarto.

—¿No volvió a ver con vida a Mr. Khalkis?

—No, inspector. Una media hora más tarde, encontrándome en los altos, en mi dormitorio, oí chillar a alguien aquí abajo. Bajé a escape y hallé a Mrs. Simms desmayada en el estudio y a Mr. Khalkis muerto ante su escritorio.

—Luego, murió entre las diez menos cuarto y las diez y cuarto, ¿verdad?

—Sospecho que sí, señor. Mrs. Vreeland y Mrs. Sloane descendieron precipitadamente las escaleras detrás de mí y luego de, echar un vistazo al cadáver, empezaron a chillar. Pugné por volverlas a sus cabales y, finalmente, logré persuadirlas de que asistieran a la pobrecilla de Mrs. Simms, tras lo cual telefoneé al doctor Frost y a las Galerías. Weekes entró al punto procedente de los fondos de la casa, al mismo tiempo que el doctor Wardes, quien creo que se había quedado dormido. El doctor Frost declaró extinto a Mr. Khalkis. Nada nos quedaba por ejecutar, sino arrastrar a Mrs. Simms escaleras arriba y tratar de hacerla reaccionar.

—Ya veo, Miss Brett. Bien, aguarde un instante —el inspector llevó aparte a Ellery y Pepper—. ¿Qué opinan ustedes, muchachos? —pregunto con cautela.

—Creo que vamos extrayendo conclusiones interesantes —murmuró Ellery.

—¿De dónde infieres eso?

Ellery clavó la mirada en el cielo raso. Pepper se rascó la coronilla:

—¡Que el diablo me lleve si veo claro en este mare mágnum! —masculló con rabia—. Ya me había enterado de todos esos detalles cuando investigamos la desaparición del testamento de Khalkis, pero no veía cómo…

—Bueno, Pepper —rió Ellery—, quizá, siendo norteamericano, le clasificaron dentro de la última categoría de ese adagio chino, citado por Burton en su famosa Anatomía de la Melancolía, según el cual los europeos poseen un solo ojo, dos los chinos, y ninguno los restantes habitantes del mundo…

—¡Déjate de dislates, hijo! —gruñó el policía—. Escúchenme, muchachos —bajó la voz un punto, expresando algo que, al parecer, revestía importancia. Pepper perdió una pizca de color, agitóse inquieto unos instantes, pero acabó por encogerse de hombros y tomar, a juzgar por la expresión de su rostro, una decisión trascendental. Joan, encaramada al borde del escritorio, aguardaba con paciencia. Si anticipaba la inminente borrasca, no traicionó señales de ello. Alan Cheney se puso rígido.

—¡Veremos, veremos! —concluyó alto el inspector—. Miss Brett —manifestó luego, vuelto hacia la muchacha—, permítame usted formularle una preguntita algo particular. ¿Cuáles fueron, exactamente, sus movimientos durante la noche del miércoles pasado?

Un silencio de tumba cayó sobre el estudio. El mismo Suiza, con las piernas esparrancadas sobre la alfombra, aguzó los oídos. En el instante en que Queen formulaba su pregunta, la pierna estatuaria de Joan cesó de balancearse, y su cuerpecillo quedó casi rígido, tenso. Luego, reanudando su columpiamiento, contestó en tono casual:

—En realidad, inspector, no se trata de nada particular. Los sucesos de los días precedentes —el fallecimiento del señor, la confusión reinante en casa, los pormenores tocantes a las exequias y el propio funeral— me habían dejado poco menos que exhausta. La tarde del miércoles ambulé un rato por el Central Park para tomar un poco de aire fresco y luego, de cenar temprano, me retiré inmediatamente a descansar. Leí en la cama alrededor de una hora, o más, quizá, y apagué las luces del cuarto a eso de las diez. Eso es todo.

—¿Disfruta usted de un sueño profundo, reparador, Miss Brett?

—¡Oh, sí! —respondió ella, soltando una risa argentina.

—Y afirma usted haber dormido como un lirón toda la noche, ¿verdad?

—Ni más ni menos, señor.

El inspector posó su mano sobre el rígido brazo de Pepper y soltó su bomba:

—En ese caso, mi estimada Miss Brett, ¿cómo explica usted el hecho de que a la una de la madrugada —una hora después de la medianoche del miércoles— Mr. Pepper la haya visto merodeando por este cuarto y hurgando dentro de la caja fuerte de Khalkis?

Durante un minuto largo nadie osó respirar. Cheney paseaba su vista febril de Joan al inspector y viceversa; parpadeó repetidamente y luego clavó una mirada de odio en el pálido rostro de Pepper.

La propia Joan, empero, parecía la menos impresionada de todos. Sonriente, encaróse directamente con Pepper:

—¿De veras que me vio usted merodeando por el estudio, Mr. Pepper, y metiendo las uñas dentro de la caja fuerte? ¿Es verdad eso?

—Mi querida señorita —gruñó Queen, palmeándole el hombro—, considere inútiles esas mañas suyas de querer ganar tiempo con nosotros. Y tenga a bien no colocar a Mr. Pepper en la embarazosa situación de tildarla de mentirosa. ¿Qué hacía usted aquí abajo a esa hora? ¿Qué buscaba?

Joan sacudió la cabeza con una sonrisilla perpleja:

—Mi querido inspector —contestó, remedando al anciano—, no sé siquiera de qué habla ninguno de los dos.

El inspector contempló a hurtadillas a Pepper.

—Sólo repetía lo que… Bueno, amigo Pepper, ¿veía usted a un bonito duende o se trataba de esta negativa muchachita?

Pepper pateó la alfombra:

—¡Era la mismísima Miss Brett, señores! —exclamó.

—Ya ve usted, querida mía —continuó sardónico el policía—, que Mr. Pepper se sabe al dedillo lo que afirma. Pepper, ¿recuerda usted lo que llevaba esta gentil muchacha?

—Ciertamente, señor. Pijama y salto de cama.

—¿De qué color era este último?

—Negro. Yo cabeceaba en ese sillón ubicado al otro extremo de la habitación, cuando entró en ella Miss Brett, muy cautelosamente, y luego de cerrar la puerta, giró la llave del velador del escritorio. Eso me proporcionó luz suficiente para ver lo que usaba y hacía, inspector. Hurgó en la caja fuerte y revisó documento por documento, sin dejar nada por curiosear —estas últimas palabras brotaron torrencialmente de labios de Pepper, como si éste ardiera por acabar cuanto antes con su relación.

La muchacha se había puesto pálida. Mordióse los labios con rabia y algunas lágrimas brotaron de sus ojos.

—¿Es cierto eso, Miss Brett? —interrogó el inspector, llanamente.

—Yo… yo… ¡Oh; no, no! —gritó Joan y cubriéndose la faz con las manos estalló en convulsivos sollozos.

Profiriendo un juramento, Alan cargó como un energúmeno contra Pepper y atrapándolo del cuello, lo zamarreó como a un pelele.

—¡Condenado! —bramó—. ¡Cobarde, acusar a una muchacha inocente!

Pepper, la cara púrpura, se desprendió a viva fuerza del apretón de Cheney. El sargento Velie, pese a su voluminosa mole, voló en un santiamén al lado del impetuoso joven y, aferrándole el brazo con fuerza, le apartó de su víctima.

—¡Vamos, muchacho, vamos! •—dijo el inspector con suave entonación—. ¡Domínese! ¡Repórtese un poco! Eso no es…

—¡Es una infame celada! —aullaba el enloquecido Alan, retorciéndose entre las manazas del sargento.

—¡Siéntese, mocoso! —tronó el inspector—. Thomas, acomode o ese potrillo en un rincón y vigílelo para que no vuelva a las andadas. —Velie gruñó con una expresión rayana en la alegría, y arreó a Alan, como si fuera una criatura, hasta una silla situada en el costado más apartado del cuarto. Cheney acabó por someterse, gruñendo y jurando entre dientes.

—¡Alan! ¡Cálmese, cálmese! —las palabras de Joan, bajas y estranguladas, sobresaltaron a los presentes—. Mr. Pepper decía la verdad —su voz se apagó en un sollozo—. ¡Yo… yo me hallaba en el estudio la noche del miércoles pasado!

—Eso es más cuerdo, querida mía —afirmó, alegremente, el inspector—. ¡Diga siempre la verdad y llegará lejos en el mundo! Bien, ¿qué buscaba usted allí?

La joven habló rápidamente, sin levantar la voz:

—Pensaba… pensaba que sería difícil que me creyeran si confesaba… ¡Y es difícil, realmente difícil! Yo… ¡Oh!… Desperté a la una y de improviso recordé que Mr. Knox, ejecutor de los bienes Khalkis, querría una lista detallada de ciertos… bueno, de los bonos de Mr. Khalkis… De suerte que… que bajé al estudio para registrarlos y… y…

—¿A la una de la madrugada, Miss Brett? —inquirió fríamente Queen.

—Sí, sí… ¿por qué no, señor?… Eso… eso pensaba al levantarme, pero cuando los vi, intactos, en la caja fuerte, comprendí cuán absurdo era ejecutar semejante trabajo a esa hora de la noche y decidí… reintegrarlos en su lugar y regresar… a mi dormitorio… ¡Eso es todo, inspector! —parches arrebolados aparecieron en sus mejillas; la chica mantenía clavados los ojos en la alfombra. Cheney la miraba con horror; Pepper suspiró.

El inspector sintió que Ellery le tironeaba del codo.

—¿Qué, hijo? —inquirió en voz baja.

Pero Ellery habló alto, con una sonrisilla enigmática a flor de labios:

—Esa explicación suena bastante razonable —manifestó cordialmente.

Su progenitor le miró largamente de hito en hito.

—Sí —musitó luego—, así parece… ¡Ah!… Miss Brett, usted se siente algo… indispuesta… y necesita un poco de distracción… Suba usted al primer piso y ruéguele a Mrs. Simms que baje en seguida, por favor.

—Es un placer, inspector, un placer… para mí… —replicó Joan, en un hilo de voz. Escurriéndose del filo del escritorio, dirigió una mirada fugaz de agradecimiento a Ellery, húmeda de lágrimas, y precipitóse fuera de la biblioteca.

El doctor Wardes examinaba la cara de Ellery con sostenido interés.

Mrs. Simms apareció pomposamente en la habitación, ataviada con un batón de vivos colores; Tootsie trotaba detrás de sus tacones gastados. Joan se dejó caer tímidamente sobre una silla cercana a la puerta… y al joven Alan Cheney, quien no arrojó una sola mirada en su dirección, pues sus ojos parecían concentrarse casi rabiosamente en la gris cabellera de Mrs. Simms.

—¡Hola, Mrs. Simms! ¡Adelante! Tome usted asiento —exclamó el inspector. La mujer asintió con gesto principesco y desplomóse en el asiento—. Bien, señora, ¿recuerda usted los acontecimientos ocurridos en la mañana del sábado último, día en que falleció Mr. Khalkis?

—Desde luego, señor —respondió ella, agitada por un temblor que puso en movimiento gran número de sus carnosas arrugas—. ¡Vaya si los recuerdo! ¡No los olvidaré hasta el día de mi muerte, señor!

—No lo dudo, señora. Bien, cuéntenos exactamente lo acaecido aquella mañana.

—Penetre en esta habitación alrededor de las diez y cuarto, señor, para hacer la limpieza, retirar la vajilla de té de la noche anterior, y otros quehaceres por el estilo, que constituyen mis obligaciones diarias, señor. Al atravesar el umbral…

—¡Ejem! ¡Mrs. Simms! —interrumpió Ellery—. ¿Realizaba usted esos quehaceres? ¿Usted misma? —su voz denotaba su incredulidad de que un personaje de la importancia de Mrs. Simms ejecutara tareas tan insignificantes.

—Sólo en las habitaciones de Mr. Khalkis, señor —apresuróse a explicar la vieja—. Nuestro amo sentía un horror sagrado por las doncellas jóvenes, a quienes solía tildar de «jovenzuelas idiotas». Siempre insistió en que yo misma arreglara sus habitaciones.

—¡Oh! ¿De modo que usted arreglaba también el dormitorio de Mr. Khalkis?

—Sí, señor, al igual que el de Mr. Demmy. Así, pues, me disponía a cumplir esa obligación el sábado pasado, cuando al penetrar en el estudio, veo que… —sus pechos se agitaban como un mar embravecido—. Sí, veo que el pobre señor yacía desplomado sobre su escritorio, lo que equivale a decir que posaba la cabeza sobre la tapa. Imaginé al principio que dormía. ¡Qué Dios tenga piedad de mí! Toque su pobrecita mano… y la sentí fría, horriblemente fría… y traté de sacudirlo… y entonces grité… ¡y eso es todo cuanto recuerdo! ¡Lo juro por la Biblia! —La mujer contemplaba ansiosamente a Ellery como si éste pusiera sus palabras en tela de juicio—. Y cuando recobré los sentidos, lo primero que vi fue a Weekes y a una de las doncellas palmeando y pellizcándome en la cara y dándome a oler sales y sólo Dios sabe qué más, y advertí que me encontraba en los altos, acostada en mi propio lecho…

—En Otras palabras, Mrs. Simms —expresó Ellery, en el mismo tono respetuoso de antes—. Usted no tocó nada, ya sea en la biblioteca o bien en los dormitorios.

—No, señor, no he movido nada.

Ellery cuchicheó al inspector, asintiendo éste:

—Señoras y señores —dijo—, ¿alguno de la casa, aparte de Miss Brett, Mr. Sloane y Demetrios, vio vivo a Mr. Khalkis el sábado último por la mañana, poco antes de su repentino fallecimiento?

Todas las cabezas negaron vigorosamente.

—Weekes —agregó el policía—, ¿está usted seguro que no entró en estas habitaciones entre las nueve y las nueve y cuarto del sábado pasado?

—¿Yo, señor? —las anillas lanudas, ceñidas en torno de las orejas del mayordomo, se estremecieron convulsivamente—. ¡Oh, no, señor, no!

—A título de simple aclaración, Mrs. Simms —terció Ellery—, ¿no tocó usted nada en estas habitaciones desde el momento en que sobrevino la muerte de Mr. Khalkis, siete días atrás?

—No puse un solo dedo en ellas, joven —tartajeó la vieja—. Recuerde usted que estuve enferma…

—¿Y las doncellas que se despidieron?

—Creo haberle dicho antes, Mr. Queen —respondió Joan, con voz estrangulada—, que se marcharon de casa el mismo día del fallecimiento del señor. Esas tontas se negaron hasta a pisar sus habitaciones.

—¿Y usted, Weekes?

—No, señor. Nada fue tocado hasta el martes, día de los funerales del pobre amo, señor, y después de eso se nos ordenó no tocar absolutamente nada, señor. De modo, pues, señor, que…

—¡Oh! ¡Admirable, estupendo! Miss Brett, ¿qué puede usted decirnos?

—He tenido otras cosas que hacer, Mr. Queen —murmuró.

Ellery abarcó el grupo con una rápida mirada envolvente:

—¿Alguno de ustedes tocó algo de estas habitaciones desde el sábado pasado? —no hubo contestación—. ¡Doblemente admirable! En otras palabras, la situación parece plantearse en los siguientes términos: la inmediata renuncia de las doncellas de servicio dejó corto de servidores el ménage; Mrs. Simms, confinada en su lecho, no tocó nada; la casa, sumida en indescriptible confusión, no fue arreglada por nadie. Y después de los funerales del martes y del descubrimiento de la desaparición del testamento, nada se movió en estas habitaciones obedeciendo, según creo, órdenes terminantes de Mr. Pepper.

—Los de la Empresa de Pompas Fúnebres trabajaron en el dormitorio de Mr. Khalkis —intercaló tímidamente Joan— preparando el cuerpo para las exequias…

—Y durante la búsqueda del testamento, Mr. Queen —indicó Pepper—, aunque entramos poco menos que a saco en los cuartos, le aseguro categóricamente que no se sacó nada ni se removió un solo trasto de ellos.

—Creo que conviene descartar a los de la funeraria —manifestó Ellery—. Mr. Trikkala, ¿quiere usted interrogar al respecto al amigo Demetrios?

—Sí, señor —Trikkala y Demmy entablaron un nuevo y frenético diálogo; las preguntas de Trikkala eran ásperas, casi explosivas. Una visible palidez se extendió por el rostro deforme del idiota, y comenzó a tartamudear en griego—. No se explica con claridad, Mr. Queen —informó Trikkala, cejijunto—. Trata de aclarar que no puso pie en ninguno de los dos dormitorios después del fallecimiento de su primo, pero hay algo más que…

—Si permiten ustedes la interrupción, señores —terció Weekes—, creo saber lo que quiere explicar Mr. Demmy. El pobre señor quedó tan fuera de sí por la muerte de Mr. Khalkis, tan perturbado, por decir mejor, por una especie de temor pueril de la muerte, que rehusó dormir en su antiguo dormitorio, contiguo al de Mr. Khalkis, por lo cual, siguiendo órdenes de Mrs. Sloane, tuvimos que prepararle uno de los cuartos dejados por las doncellas de servicio.

—El pobrecillo vivió allí —suspiró Mrs. Sloane— como un pez fuera del agua. Algunas veces, nuestro querido Demmy es un problema para sus parientes.

—Suplico que se cercioren bien de ello —puntualizó Ellery con entonación marcadamente diferente—. Mr. Trikkala, pregúntele si entró en su dormitorio desde el sábado último.

No fue necesario que Trikkala tradujera la horrorizada negativa del idiota. Éste se encogió todo entero y arrastrándose hasta un rincón, se quedó allí, inmóvil, mordiéndose las uñas, como un animal acosado. Ellery le estudió, perplejo.

El inspector se volvió hacia el barbudo médico británico:

—Doctor Wardes, poco antes estuve conversando con el doctor Frost, quien me indicó que usted había examinado el cadáver de Khalkis inmediatamente después de muerto. ¿Es verdad eso?

—Sí, señor.

—¿Cuál es su opinión profesional respecto a la causa de su fallecimiento?

El facultativo enarcó sus pobladas cejas:

—Exactamente la misma consignada por el doctor Frost en el certificado de defunción.

—¡Magnífico! Bien, permítame usted algunas preguntas personales, doctor. Detálleme usted las circunstancias merced a las cuales se encuentra en esta casa.

—Creo que eso fue tocado ya —respondió indiferentemente el galeno—. Bien, soy médico londinense, especialista en ojos. Visitaba Nueva York, gozando de unas vacaciones, cuando Miss Brett fue a visitarme al hotel y…

—¡De nuevo Miss Brett! —Ellery arrojo una mirada a la muchacha—. ¿Cómo es eso? ¿Ya se conocían ustedes antes?

—Sí, por intermedio de Sir Arthur Ewing, antiguo empleador de Miss Joan. Traté a Sir Arthur, aquejado de tracoma, y de esa manera trabé conocimiento con esta jovencita —respondió el médico—. Bien, cuando ella se enteró por los periódicos de mi llegada a Nueva York, fue a visitarme a mi hotel a fin de reanudar nuestra amistad y, a la vez, sondearme con respecto a la posibilidad de que examinara los ojos de Mr. Khalkis.

—Cuando vi el anuncio de la llegada del doctor Wardes en las noticias marítimas de los diarios —terció Joan, de un tirón— le hablé a Mr. Khalkis de su fama como médico oculista, insinuándole que él podría condescender a examinarle la vista.

—Desde luego —continuó Wardes— al principio no me agradó la idea de convertir mis vacaciones en gira profesional. Pero Miss Brett insistió y, finalmente, accedí a sus deseos. Mr. Khalkis se mostró gentilísimo conmigo, insistiendo en que fuera su huésped mientras durara mi estada en los Estados Unidos. El paciente, empero, falleció cuando hacía menos de quince días que le tenía en observación.

—¿Concuerda usted con el diagnóstico del doctor Frost y del especialista acerca de la naturaleza patológica de la ceguera de Mr. Khalkis?

—¡Oh, sí! Ya se lo había dicho así antes al sargento y a Mr. Pepper. Sabemos muy poco respecto a la naturaleza exacta del fenómeno de la amaurosis —ceguera completa— cuando es provocado por hemorragias de úlceras o cánceres de estómago. No obstante ello, su caso era fascinante desde el punto de vista médico, y ensayé algunos experimentos propios, esforzándome por estimular una posible recuperación espontánea de la vista. Desgraciadamente, no logré éxito alguno. Mi último examen tuvo lugar una semana antes del jueves pasado, y su estado permanecía inalterable.

—¿Está usted seguro, doctor, de que nunca vio anteriormente a ese individuo Grimshaw?

—No, inspector, no —replicó impaciente el facultativo—. Además, nada conozco de los asuntos privados de Khalkis, sus visitantes, o cualquier otro pormenor que ustedes consideren útil para el buen éxito de su indagación. Mi única preocupación por el momento es regresar a Gran Bretaña.

—Bueno —rezongó glacial el policía—, el otro día no parecía tan inclinado a eso, doctor… No será fácil concederle permiso para partir. Recuerde usted que investigamos un asesinato, caso grave como ninguno.

Cortó en seco una protesta airada del barbudo facultativo y se volvió hacia Alan. Las contestaciones del muchacho fueron breves. No, nada podía agregar al testimonio anterior. No, no había visto jamás al tal Grimshaw, y lo que era más, agregó rabiosamente, le importaba un soberano ardite quién demontres le mandara al otro barrio. El inspector enarcó sus cejas, vagamente divertido, e interrogó a Mrs. Sloane. El resultado de tales esfuerzos fue desconcertante y desilusionador: la mujer sabía menos que su hijo. Su única preocupación era reorganizar el hogar de los Khalkis, de suerte que adquiriera cierto aspecto de propiedad y orden. Mr. Vreeland, su esposo, Nacio Suiza y Woodruff resultaron igualmente poco prolíficos en informaciones útiles. Al parecer, ninguno de ellos había visto u oído hablar de aquel Grimshaw… El inspector apremió al mayordomo Weekes sobre el particular; pero el criado aseguró categóricamente que, pese a sus ocho años de servicio en la casa Khalkis, el muerto no había aparecido jamás por allí antes de sus visitas de la semana anterior.

En las pupilas del inspector llameaba una cólera impotente. Pregunta tras pregunta salían disparadas de sus labios recubiertos de tupidos mostachos. ¿Alguien había advertido actividades sospechosas después de los funerales? ¡No! ¿Alguno de los presentes había visitado el cementerio después de las exequias? ¡No! ¿Alguien había visto a otro u otros allegarse hasta el campo santo, después del entierro? Una vez más retumbó una atronadora negativa: ¡No!

Los dedos del inspector se curvaron en un gesto impaciente y el sargento Velie taconeó aprisa hasta su superior. Éste mostrábase de un humor de perros. Velie tenía que hundirse en el lúgubre silencio del cementerio e interrogar en persona a Honeywell, al reverendo Elder y a los demás miembros integrantes de la parroquia, y descubrir si alguno de ellos había presenciado algún incidente o escena interesante en el campo santo después de los funerales de Khalkis. Incumbíale, asimismo, la tarea de interrogar a vecinos y sirvientes de las casas del pasaje interior, y cerciorarse, sin dejar lugar a dudas, de que no había descartado ningún testigo posible de la probable visita de un supuesto sospechoso al cementerio, en particular durante las horas de la noche…

Velie, acostumbrado a los humores de su superior jerárquico, sonrió con gesto helado y salió a escape de la habitación.

El inspector se mordiscó el bigotazo:

—¡Ellery! —gritó con paternal irritación—. ¿Qué diablos haces ahora, muchacho?

Su hijo no respondió inmediatamente. Su vástago acababa de descubrir algo de agudo interés. Su hijo, concluyamos, silbaba la melodía temática de la Quinta Sinfonía, de Beethoven, curvado sobre una tetera de aspecto vulgarísimo, depositada sobre un taburete al otro lado de la habitación.