En el momento en que reentraban en el estudio de la planta baja, el grupo de investigadores oyó voces dentro de la sala situada al otro lado del vestíbulo. El inspector encaminóse hacia allí y abrió la puerta para atisbar adentro. Sus ojos se endurecieron y penetró en la sala sin andarse en ceremonias inútiles. Pepper y Ellery le siguieron mansamente. Encontraron al doctor Prouty mordiscando su cigarro, fijos los ojos en la ventana sobre el cementerio, mientras otro hombre —desconocido para los tres— afanábase en derredor del pestífero cadáver de Grimshaw. El hombre se enderezó en seguida, mirando inquisitivamente al doctor Prouty. Éste presentó a los Queen y a Pepper, e introdujo al desconocido como al doctor Frost, médico de cabecera de Khalkis, después de lo cual tornó a su ventana.
El doctor Duncan Frost era un hombre guapo, frisando en la cincuentena. Murmuró algunos formulismos vulgares y reculando un paso, clavó la mirada en el hinchado cuerpo yaciente en el suelo, revelando intenso interés.
—Ya veo que ha estado examinando nuestro hallazgo —observó el inspector.
—Sí… ¡es muy interesante!… —respondió el médico—. Y completamente incomprensible para mí. ¿Cómo demontres introdujeron este cadáver en el ataúd de Khalkis?
—Si lo supiéramos, doctor, respiraríamos con mayor soltura.
—Bueno, es obvio que no se encontraba allí cuando inhumaron a Khalkis —terció Pepper.
—¡Naturalmente! Y por lo mismo, resulta aún más sorprendente.
—Creo que el doctor Prouty aclaró que usted era médico de cabecera de Khalkis… —interrogó Queen.
—Efectivamente, señor.
—¿No vio nunca antes a este individuo?
El facultativo meneó la cabeza:
—Es desconocido para mí, inspector. Y conste que hacía infinidad de años que atendía a Mr. Khalkis… De hecho, vivo justo enfrente del pasaje interior.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la muerte del hombre, doctor? —preguntó Ellery.
El auxiliar mayor volvió espaldas a la ventana, sonriendo sombríamente, y ambos galenos entrecambiaron rápidas miradas.
—En puridad de verdad —gruñó Prouty—, Frost y yo discutíamos ese punto a su llegada, caballeros. Difícil resulta determinarlo en base a un examen superficial. Desearía examinar el cuerpo a fondo, amén de las vísceras antes de concretar una respuesta.
—Depende mucho del lugar en que se guardó el cadáver antes de su introducción clandestina en el cajón de Khalkis —puntualizó Frost.
—¡Ah! —musitó Ellery—. ¿De modo, pues, que falleció hace más de tres días? ¿Acaso antes del martes, día del entierro de Khalkis?
—Así es, amigo —respondió Frost, y Prouty asintió vagamente—. Los cambios cadavéricos externos indican ciertamente un período mínimo de tres días.
—El rigor mortis pasó hace ya muchas horas. La flaccidez secundaria parece pronunciada. La palidez cadavérica es completa —indicó el doctor Prouty, con voz pastosa—. Eso es cuanto podemos certificar sin despojarle de sus ropas. Las superficies anteriores revisten especial importancia, dado que el cuerpo yacía boca abajo en el ataúd. Los puntos sujetos a la presión de los vestidos y las partes en contacto con ciertos bordes agudos y costados duros aclararon en zonas dicha palidez cadavérica. Claro está que todo esto son detalles…
—Lo cual significa… —apremió Ellery.
—Los pormenores mencionados no significan mucho —respondió el auxiliar médico— en lo referente a la fijación exacta de la hora en que se produjo la defunción, aun cuando la palidez cadavérica señala una putrefacción que data de un lapso no menor a tres días, con la posibilidad de poderse doblar dicho período. Nada podemos decir en definitiva hasta realizar la autopsia. Ya ven ustedes que los puntos referidos establecen meramente cierto mínimo temporal. La desaparición misma del rigor mortis determina un intervalo de un día a un día y medio, a veces dos. La flaccidez secundaria fija la tercera etapa; sabido es que inmediatamente después de la muerte se presenta un estado de flaccidez primaria. A continuación, aparece el llamado rigor mortis. Cuando éste pasa, se presenta la flaccidez secundaria, que implica un retorno a la relajación muscular.
—Sí, pero eso no… —comenzó el inspector.
—Desde luego —interrumpióle Frost— existen otros pormenores importantes. Por ejemplo, el abdomen presenta un «punto» verde formativo, que es uno de los primeros fenómenos de la putrefacción, distintamente distendido por gases.
—Eso coadyuva a la fijación de la hora del fallecimiento —agregó el otro facultativo—, pero siempre conviene tener presente infinidad de detalles. Si el cuerpo, antes de su inhumación en el ataúd de Khalkis, yació en lugar seco, comparativamente exento de corrientes de aire, no se descompondría tan rápidamente como en el caso contrario.
—Bueno, bueno —gruñó, impaciente, Queen—, destrípelo no más, doctor, y comuníquenos exactamente el resultado de su autopsia.
—¡Oigan! —terció Pepper, de improviso—. ¿Y el cadáver de Khalkis? ¿No habrá inconvenientes con él? ¿En concreto, el fallecimiento de Khalkis fue normal o bien…?
El inspector miró fijo a Pepper y luego de palmearse el antebrazo, prorrumpió:
—¡Al demonio, viejo! ¡Vaya una idea excelente! Doctor Frost, ¿fue usted el médico que atendió a Mr. Khalkis antes de su fallecimiento?
—En efecto.
Entonces fue usted quien extendió el certificado de fallecimiento.
—Ni más ni menos, señor.
—¿Notó algo anormal en su muerte?
—El facultativo se ir guió:
—Mi querido señor —dijo, glacialmente—, ¿cree usted que habría certificado su fallecimiento debido a una enfermedad cardiaca de no hallarme absolutamente seguro?
—¿No hubo complicaciones? —gruñó el doctor Prouty.
—A la hora de la muerte, no, doctor. Con todo, Khalkis era un hombre muy enfermo. Doce años hacía, por lo menos, que sufría de hipertrofia compensatoria, una dilatación del corazón resultante de un defecto en la válvula mitral. En estos últimos tres años empeoró su estado la aparición de algunas molestas úlceras estomacales. El precario estado de su corazón vedaba toda intervención quirúrgica y por lo mismo intenté procedimientos intravenosos. Desgraciadamente, surgieron algunas hemorragias y ello aparejó su ceguera.
—Todo eso es muy interesante —masculló el impaciente policía—, pero nos concierne más la posibilidad de que Khalkis falleciera, no de un ataque cardíaco, sino de…
—Si albergara usted dudas respecto a la autenticidad del diagnóstico —dijo áspero, el doctor Frost— interrogue usted al doctor Wardes, quien se hallaba presente cuando declaré oficialmente muerto a Khalkis. No hubo violencias ni nada por el estilo, inspector Queen. Las inyecciones intravenosas antiulcerosas, complicadas por la dieta rigurosa que se veía obligado a llevar, gravitaron desastrosamente sobre su corazón. Además, contra mi parecer, Khalkis insistió en continuar supervisando los asuntos tocantes a sus Galerías, aun cuando no fuera más que por intermedio de Sloane y Suiza. Su corazón sucumbió, lisa, llanamente, bajo el peso de sus fatigosas tareas y males internos.
—Pero, ¿y el veneno…?
—Aseguro a usted categóricamente que no encontramos ni vestigios de envenenamiento.
El policía hizo señas a Prouty:
—Es mejor que realice también la autopsia del cuerpo de Khalkis —ordenó—, pues deseo cerciorarme de que no… Con todo el respeto debido a la ciencia y maestría del doctor Frost, me permito insistir en ello. Aquí se perpetró un homicidio, ¿cómo sabemos que no fueron dos?
—¿Puede usted practicarle sin inconvenientes la autopsia a Khalkis, doctor? —inquirió, ansiosamente, Pepper—. Después de todo, recuerden ustedes que fue embalsamado…
—Eso no importa nada en absoluto —respondió el médico—. Ningún órgano vital es eliminado en el embalsamiento. Si existe algo anormal, lo descubriré sin vuelta de hoja. De hecho, dicha operación facilita el trabajo, pues sirve para preservar al cuerpo contra los procesos de descomposición.
—Abrigo la convicción —dijo el policía— de que pronto descubriremos algo más relativo a las circunstancias que rodearon la muerte de ese hombre. Doctor, ¿se ocupará usted de que esos cuerpos sean operados como corresponde?
—Por supuesto Queen.
El doctor Frost, encasquetóse el sombrero y con gesto frío abandonó la mansión. En el estudio de Khalkis, el inspector halló a uno de los peritos en impresiones dactilares del Departamento inspeccionando afanosamente todo el cuarto. Sus ojos se iluminaron a la vista del policía, y precipitóse hacia él.
—¿Encontró algo, Jimmy? —preguntó Queen, en tono bajo.
—De sobra, pero nada que valga algo. Este lugar está lleno de impresiones digitales. ¡Las encuentro por donde quiera!
—Bueno —suspiró el inspector—, vea usted lo que puede hacer, viejo. Vaya a esa sala del vestíbulo y sáquele las impresiones digitales al cadáver. El del hombre a quien creemos Grimshaw. ¿Trajo el prontuario del Departamento?
—Sí —Jimmy precipitóse fuera de la habitación.
—Flint penetró en ella.
—Llegó la ambulancia del Depósito de Cadáveres —anunció.
—Bien, carguen en él a los dos cuerpos —ordenó el policía—, pero aguarden a que Jimmy termine su trabajo en la sala.
Cinco minutos más tarde, el experto retornó al estudio con expresión satisfecha.
—Sí, es Grimshaw, sin vuelta de hoja —anunció—. Sus impresiones digitales concuerdan con las del archivo —se puso carilargo—. También examiné el interior del ataúd —agregó—, pero no hay nada; aunque no faltan impresiones dactilares. ¡No sacaremos nada en limpio de allí! Cualquiera diría que todos los policías de la ciudad metieron sus manoplas en él.
Los fotógrafos llenaban la habitación de destellos silenciosos. La biblioteca se convirtió en un campo de agramante. El doctor Prouty asomó sus narices por allí para despedirse del inspector Queen; los dos cadáveres y el cajón fúnebre fueron acarreados fuera de la casa; Jimmy y los fotógrafos partieron con viento fresco; y el inspector, mordiéndose los labios, empujó a Ellery y Pepper dentro de la biblioteca y cerró con un portazo.