7

Al cabo de cinco minutos la casa se hallaba de nuevo en estado de sitio. La sala había sido convertida en laboratorio; el ataúd, con su horripilante doble carga yacía sobre el piso. La biblioteca de Khalkis hizo las veces de salón de reuniones y conferencias y todas las salidas quedaron bajo vigilancia. La puerta a la sala fue cerrada, y Velie adosó sus formidables espaldas contra ella. El doctor Prouty, en mangas de camisa, atareábase en el piso con el segundo cadáver. En la biblioteca, Pepper discaba aprisa un número telefónico. Varios policías salían y entraban en la mansión en cumplimiento de sendas y misteriosas misiones.

Ellery Queen se encaró con su padre y ambos se sonrieron con expresión desvaída.

—Bueno, una cosa es segura —afirmó el policía, humedeciéndose los labios— y es que esa inspiración tuya condujo al descubrimiento de un asesinato, cuya existencia, probablemente, jamás hubiera sido sospechada.

—Ese rostro espantoso me perseguirá hasta en sueños —musitó Ellery.

El inspector aspiró una pulgarada de rapé entre gruñidos de satisfacción:

—Arréglelo un poco, doctor —indicó al médico forense, con acento bastante firme—. Es preciso que la gente de la casa lo examine para una eventual identificación.

—Ya le tengo dispuesto, inspector. ¿Dónde quiere usted colocarle?

—Será mejor sacarle fuera del cajón y extenderle sobre el piso. Thomas, consígase una frazada y cubra todo el cuerpo, salvo la cara.

—Veré si puedo conseguir un poco de agua de rosas o algo parecido para atenuar este espantoso hedor —murmuró el facultativo, entre visajes.

Concluidos los preparativos destinados a preservar lo más posible el cadáver del desconocido, inicióse el desfile de los habitantes de la casa. Pálidos, trémulos, asqueados, pasaron uno a uno ante aquel cuerpo semidescompuesto. Ninguno de ellos, empero, podía identificarle. ¿Que si estaban seguros? ¡Segurísimos! ¡Nunca jamás! —afirmaron— habían visto antes a aquel espectro de ultratumba… Ni Sloane, ni Joan Brett, ni Mrs. Simms, ni nadie parecía reconocer aquel rostro pavoroso.

Conducidos de regreso a la biblioteca de Khalkis, seguidos aprisa por el inspector y su hijo Ellery, quienes dejaron en la sala al doctor Prouty con dos cadáveres como compañía, fueron recibidos por Pepper —por un Pepper la mar de excitado— que les aguardaba con impaciencia junto al vano de la puerta.

—¡Creo que di en el clavo, inspector! —los ojos del hombre brillaban como ascuas—. ¡Ya sabía yo que había visto ese rostro! ¿Sabe usted dónde, inspector? ¡Pues en el Archivo Criminológico!

—Es muy posible… ¿Quién es?

—Bueno, el caso es que ahora llamé por teléfono a Jordán, mi ex socio del estudio jurídico, convencido de que el tipo no me era desconocido. Y Jordán me refrescó la memoria. Se trata de un individuo llamado Albert Grimshaw.

—¿Grimshaw? —el inspector calló en seco—. ¿Grimshaw? ¿Acaso alude usted al famoso falsificador que…?

—¡Buena memoria la suya, inspector! —Pepper sonrió ligeramente—. Pero eso era sólo parte de sus antecedentes. Cuando yo y Jordán integrábamos la firma homónima, defendimos a Grimshaw en un sonado juicio. Perdimos, y, según recuerda Jordán, fue condenado a cinco años de prisión. ¡Al diablo! ¡El tipo debió haber salido recientemente de la penitenciaría!

—¿De veras? ¿En Sing-Sing?

—Efectivamente, inspector.

Penetraron en la habitación; todas las miradas se volvieron hacia ellos. Queen se dirigió a un detective:

—Hesse —ordenó—, regresa al Departamento y compulsa el prontuario de Grimshaw, falsificador, encarcelado en Sing-Sing en los últimos cinco años —el policía desapareció—. ¡Thomas! —Velie cuadróse ante Queen—. Encargue a alguno de los muchachos de verificar los movimientos de Grimshaw desde que salió de la cárcel hasta ahora. Averigüe también cuánto tiempo hace que quedó en libertad, pues es posible que lograra reducción de pena por buena conducta.

—Telefonee también al jefe —indicó Pepper— notificándole la novedad, y me ordenó que ocupara su puesto aquí, pues está atareadísimo con esa investigación bancaria. ¿Descubrieron algo en el cuerpo que certificara nuestra identificación?

—Nada, amigo. Apenas algunas chucherías, monedas, una cartera vieja y vacía… ¡Ni siquiera una marca de identificación en sus ropas!

Ellery encontró la mirada de Joan Brett:

—Miss Brett —dijo quedamente—, no pude menos de advertir que, cuando usted examinaba el cadáver de la sala, enrojeció y… ¿Conoce usted a ese individuo? ¿Por qué afirmó no haberlo visto jamás?

Joan cambió de color:

—¡Mr. Queen, eso es insultante! —gritó, dando un taconazo contra el piso—. No permitiré que…

—¿Le conoce usted o no, Miss Brett? —terció fríamente el inspector.

Ella se mordió los labios:

—Se trata de una historia muy larga que no creo les sea de utilidad, ya que desconozco su nombre… —murmuró.

—La policía suele ser buen juez en esas cuestiones —puntualizó Pepper, con severidad paternalmente conciliatoria—. Si usted sabe algo al respecto, Miss Brett, y nos lo oculta, la policía podría acusarla de retener informaciones útiles en un caso criminal…

—¿De veras? —la muchacha irguió su preciosa cabecita—. ¡Pero si yo no pretendo ocultarles nada! Como no estaba segura al primer vistazo de… Su cara estaba tan… tan… —estremecióse de asco—. Ahora que recapacito, recuerdo haberle visto antes. Una sola vez… ¡no!… Dos veces… Claro está que no me acuerdo de su nombre, pero…

—¿Dónde lo vio antes? —masculló el inspector, desdeñoso del hecho de que su interlocutora era una muchacha hermosísima—. ¡Ea, díganoslo pronto! ¿Dónde le vio antes, Miss Brett?

—Pues, en esta misma casa, inspector.

—¿Aquí?… ¿Cuándo?

—A eso voy, señor —la muchacha hizo una pausa deliberada, regalando a Ellery con una sonrisa amistosa, y aquél asintió, alentándola—. La primera vez que le vi fue hace alrededor de una semana, el jueves por la noche, para ser más precisa…

—Vale decir, el treinta de septiembre último, ¿verdad?

—¡Exactamente, inspector! Bien, ese hombre apareció en la puerta a eso de las veintiuna. Como ya les dije, desconozco su…

—Se llamaba Albert Grimshaw —gruñó el policía, de mal talante—. ¡Adelante, y no nos haga perder más tiempo!

—Bueno, fue recibido por la doncella de servicio y le entreví en el preciso momento en que pasaba por el vestíbulo…

—¿Qué doncella? —masculló Queen—. ¡En esta casa no vi ni vestigios de mucamas!

—¡Oh! —la muchacha parecía sorprendida—. ¡Es claro! ¡Tonta de mí! ¿Cómo podrían saberlo? Pues bien, caballeros, la casa contaba con dos doncellas de servicio, ignorantes y supersticiosas y, por lo mismo, insistieron en marcharse de aquí el mismo día del fallecimiento de Mr. Khalkis.

—¿Es verdad eso, Weekes?

El mayordomo asintió, con expresión abobada.

—¡Adelante, Miss Brett! ¿Qué ocurrió? ¿Vio algo más?

—Poca cosa, inspector —murmuró Joan, suspirando—. Advertí que la muchacha penetraba en el estudio de Mr. Khalkis, introducía luego en él a ese Grimshaw, y que luego abandonaba la habitación… Y eso fue todo cuanto ocurrió aquella tarde.

—¿Vio salir al hombre? —preguntó Pepper.

—No, señor.

—¿Cuándo le vio por segunda vez, Miss Brett? —inquirió el inspector.

—La noche siguiente, es decir, la noche del viernes de la semana pasada.

—A propósito, Miss Brett —terció Ellery, con retintín—, creo que usted actuaba como secretaria de Mr. Khalkis, ¿no?

—Exactamente, Mr. Queen.

—¿Khalkis era ciego e inválido?

La muchacha esbozó un gracioso mohín de desaprobación:

—Ciego, sí, pero no inválido… ¿Por qué?

—¿No le dijo Khalkis el jueves algo relativo a su visitante, al hombre que vendría a verlo al día siguiente? ¿No le solicitó que concertara la entrevista de referencia?

—No, no me pidió nada… No pronunció palabra acerca del visitante que aguardaba para la noche del viernes. ¡De hecho, abrigo la convicción de que Mr. Khalkis quedó tan sorprendido como yo! Pero permítanme continuar… sin molestas interrupciones… El viernes todo fue diferente. Después de la cena de ese día, Mr. Khalkis me llamó a la biblioteca a fin de impartirme algunas instrucciones. Sí, algunas instrucciones muy importantes, inspector, que…

—¡Al grano, Miss Brett, al grano! —masculló, impaciente, el inspector—. Díganoslo todo sin tanto rodeo.

—Si usted estuviera declarando en la silla de los testigos, Miss Brett —indicó Pepper, con trazas de amargura en su voz—, a buen seguro que sería una deponente perfectamente indeseable.

—¿De veras? —murmuró ella, sentándose sobre el escritorio de Khalkis, y cruzando las piernas—. ¡Muy bien! Es mi deseo comportarme como testigo modelo… ¿Ésta es la postura correcta, Mr. Pepper?… Bien, Mr. Khalkis anunció la visita de dos personas para esa misma noche. Una de ellas, agregó, desea ocultar su identidad; por tanto, yo debía evitar que las demás personas de la casa vieran las narices de ese misterioso visitante…

—¡Curioso! —musitó Ellery.

—¿Verdad que sí? —coreó Joan— Bien, yo tenía que franquearles la puerta a esas dos personas y cerciorarme de que los sirvientes no les salieran al paso. Naturalmente, cuando Mr. Khalkis ponderó la naturaleza extremadamente privada del asunto a ventilar con aquellos dos caballeros, me abstuve de formular preguntas indiscretas y seguí las órdenes como una perfecta secretaria. Digna de un premio, ¿verdad, caballeros?

El inspector frunció el entrecejo, y Joan bajó la vista, zumbonamente.

—Pues bien, los visitantes llegaron a las once —continuó la muchacha— y al instante reparé en que uno de ellos era el mismo individuo de la tarde anterior, vale decir, el hombre a quien ustedes designan con el nombre de Grimshaw. El otro, el misterioso caballero, estaba embozado hasta la coronilla, y por lo mismo, no llegué a verle el rostro. Recibí la impresión de que era hombre maduro o viejo ya, pero… ¡eso es todo cuanto podría decirle al respecto, inspector!

El policía resopló:

—Ese misterioso caballero, como dice usted, podría ser de enorme importancia desde nuestro punto de vista, Miss Brett. Denos usted una descripción más cabal de él… ¿Cómo estaba vestido?

—Usaba sobretodo y sombrero redondo, que no se sacó en ningún momento, y… Bueno, no atino a recordar el color o el estilo de su sobretodo… Y eso es todo lo que sé de su… —se estremeció— de ese horrible Mr. Grimshaw…

El inspector sacudió rabiosamente su encanecida cabeza.

—¡Ahora no hablamos de Grimshaw, Miss Brett! ¡Vamos, vamos! ¡Tiene usted que saber algo tocante al segundo hombre, muchacha! ¿Acaso no ocurrió algo anormal o significativo esa noche, algo que contribuía a identificarle?

—¡Oh, Dios mío! —la muchacha rió entre dientes y balanceó sus esbeltas piernas—. ¡Vaya una persistencia la de los representantes de la ley y del orden! Bien, si consideran significativo el incidente con el gato de Mrs. Simms…

—¿El gato de Mrs. Simms, Miss Brett? —repitió Ellery, vivamente interesado—. Sí, tal vez sería significativo… ¡Ea, vengan esos detalles truculentos, muchacha!

—Bueno, Mrs. Simms posee una retozona gatita a quien llama Tootsie. La minina siempre mete sus frías narices en lugares vedados a los gatos educados. El caso fue que el hombre desconocido, el sujeto embozado hasta los ojos, penetró el primero en el vestíbulo cuando les franqueé la entrada. Grimshaw estaba un poco atrás y a un costado de él. La gata de Mrs. Simms, que por lo general se refugia en los altos, andaba vagando por el vestíbulo en el preciso instante en que abría la hoja y entraban los visitantes. Bien, el desconocido se paró de súbito, un pie en el aire, cayéndose casi de narices en sus esfuerzos por evitar pisar a la minina. Con franqueza, hasta que no reparé en los balanceos acrobáticos de nuestro visitante no advertí la presencia de Tootsie en el vestíbulo. Al momento la ahuyenté de allí, Grimshaw pasó por el umbral de la puerta, y volviéndose a mí, dijo que Khalkis les aguardaba. Sin más ni más, les guié hasta la biblioteca. Y éste es, caballeros, el incidente de la gatita de Mrs. Simms.

—No muy productivo, que digamos —confesó Ellery—. ¿Y el embozado no dijo esta boca es mía, Miss Brett?

—Ese individuo era un grosero —aseveró Joan, cejijunta—, pues no sólo no articuló palabra —¡después de todo, bien podía ver que yo no era una máquina!— sino que me empujó a un costado en el momento en que una servidora disponíase a abrir la puerta de la biblioteca. No llamó con los nudillos, y él y Grimshaw se colaron dentro y me cerraron la puerta en las narices. Confieso que me puse rabiosa…

—¡Sorprendente! —murmuró Ellery—. ¿Está usted segura de que no pronunció una sola palabra?

—Positivamente segura, Mr. Queen. Como les decía, rabiosa y todo, empecé a subir las escaleras y… —calló; en ese instante, la muchacha reveló poseer un temperamento muy vivo. Algo de lo que iba a decir tocó resortes de rencor en su espíritu, pues sus ojos brillantes echaron lumbre y se volvieron, airados, en dirección a Cheney, el cual, adosado al muro, las manos en los bolsillos, parecía la viva imagen de la vergüenza—. Bien, oí rascar y tintinear la llave de la puerta del vestíbulo, que siempre se mantenía cerrada. Volvíme en las escaleras y, ¿a quién imaginan ustedes que vieron mis ojos? ¡Pues al mismísimo señor Alan Cheney, tambaleándose lamentablemente y más borracho que una cuba!

—¡Joan! —musitó el joven, en tono de reproche.

—¿Borracho? —inquirió el inspector, atónito.

Joan asintió con énfasis:

—Sí, señor, borracho. O ebrio. O alcoholizado. Creo que existen en nuestro idioma alrededor de trescientos términos o locuciones que expresan a las claras el lamentable estado del señor Cheney aquella noche. En una palabra, el señor había bebido demasiado…

—¿Es verdad eso, Cheney? —interrogó el policía.

Alan sonrió, débilmente:

—Nada me sorprendería menos, inspector. Cuando estoy con el diablo en el cuerpo, olvido generalmente hasta el día en que nací. No lo recuerdo, pero si Joan lo dice… así será…

—Pues es muy cierto, inspector —terció Joan, irguiendo su cabecita adorable—. Cheney estaba disgustantemente ebrio… Temía que en ese lamentable estado armara una tremolina; Mr. Khalkis había dicho que no quería oír ruidos ni alboroto ni nada; de modo, pues, que yo… Bueno, ¿qué elección cabía, caballeros? Mr. Cheney me sonreía en esa su manera característica de borracho y yo descendí las escaleras y asiéndole firmemente del brazo le arrastré a los altos antes de que alborotara a toda la casa.

Delphina Sloane, sentada muy rígida en el filo de la silla, paseaba su mirada de Joan a su hijo y viceversa:

—Realmente, Miss Joan —dijo, glacialmente—, no veo excusas valederas para este desgraciado…

—¡Por favor! —el inspector clavó sus ojos severos en. Mrs. Sloane, y ésta cerró prestamente la boca—. ¡Adelante, muchacha!

Cheney, aplastado contra la pared, parecía rogar que el piso se abriera a sus pies y le tragara.

Joan retorcía la tela de sus faldas:

—Quizá hice mal en traer a colación este… incidente con… De todos modos —agregó, levantando la cabeza y mirando con desafío al inspector— llevé a Mr. Cheney hasta su dormitorio y allí… cuidé de que se acostara…

—¡Joan Brett! —balbuceó Mrs. Sloane, en un suspiro quejicoso—. ¡Alan Cheney! ¿Es posible que ustedes hayan… pudieran…?

—Yo no lo desvestí, Mrs. Sloane —respondió, fríamente, la muchacha—, si es eso lo que usted insinúa. Apenas lo regañé severamente, se aquietó. Es decir, se aquietó unos instantes y luego… se puso horriblemente enfermo después que le metí bajo las sábanas…

—No nos desviemos del punto —gruñó el inspector, con aspereza—. ¿No volvió a ver más nada de esos dos visitantes?

—No… Bajé al vestíbulo a buscar algunos huevos… crudos… pues creía que con ellos contribuiría a hacer reaccionar a Mr. Cheney. Camino de la cocina, pasé por fuerza frente al estudio, advirtiendo entonces que debajo de la rendija de la puerta ya no se filtraba luz. Inferí que los visitantes habían partido mientras yo estaba arriba y que Mr. Khalkis ya se había acostado.

—Cuando pasó frente a la puerta, como dice usted, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde el instante en que recibió a los visitantes?

—Es difícil calcular, inspector. Tal vez media hora o más.

—¿Y no volvió a ver a los dos hombres?

—No, señor.

—¿Y está segura que ello ocurrió el viernes último por la noche, vale decir, la víspera del fallecimiento de Mr. Khalkis?

—Efectivamente, inspector.

Siguió un largo silencio que parecía profundizarse por momentos. Los presentes parecían embargados en lúgubres pensamientos. El propio Woodruff mostrábase carilargo y cejijunto.

La fría voz de Ellery reanimó aquellos espíritus alicaídos:

—Miss Brett, díganos exactamente quiénes estaban en la casa el viernes último por la noche.

—Francamente, no podría decirle nada en concreto, Mr. Queen. Desde luego, las dos doncellas estaban en sus dormitorios, Mrs. Simms se había retirado también, y Weekes estaba ausente de casa, en uso de licencia. Aparte de Mr. Cheney, no podría jurar por nadie.

—Bueno, eso lo averiguaremos pronto —gruñó el inspector—. ¡Mr. Sloane! —alzó la voz y Sloane, botellita de sales en mano, dio un respingo que casi se la hizo saltar de entre sus trémulos dedos—. ¿Dónde estaba usted el viernes pasado por la noche?

—¡Oh! ¡En las Galerías! —respondió Sloane aprisa—. Con frecuencia trabajo allí hasta las primeras horas de la madrugada.

—¿Nadie estaba con usted?

—¡No, no! ¡Nadie, nadie, señor inspector!

—¡Hum! —el anciano exploraba su tabaquera—. ¿A qué hora retornó a casa?

—¡Oh! ¡Bien pasada la medianoche!

—¿Vio usted por casualidad a los dos visitantes de Khalkis?

—¿Yo? ¡Por supuesto que no, inspector!

—Es curioso —mascullo Queen, escamoteando la tabaquera de la vista—. Mr. Georg Khalkis parece haber sido un individuo misterioso como pocos. ¿Y usted, Mrs. Sloane? ¿Dónde se encontraba el viernes último por la noche?

—¿Yo? —la mujer humedeció sus labios descarnados, parpadeando como una lechuza—. Pues arriba… durmiendo… No sé nada de los visitantes de mi hermano… ¡nada en absoluto!

—¿Dormida a esa hora, Mrs. Sloane?

—Sí… me retiré temprano, a las diez… Una jaqueca terrible me volvía loca…

—Una jaqueca terrible, ¿eh?… ¡Hum!… —el inspector volvióse en redondo hacia Mrs. Vreeland—. ¿Y usted señora? ¿Dónde y cómo pasó la última parte del viernes pasado?

Mrs. Vreeland sacudió voluptuosamente su cuerpo de formas opulentas y sonrió con coquetería:

—Pues, en la Ópera, inspector… ¡en la Ó-pe-ra!

Ellery sintió el irresistible impulso de espetarle un: «¿¡Qué Ópera, señora!?», pero logró contenerse a tiempo. Aquella digna representante del sexo bello olía a perfumes caros a una legua; perfumes caros y derrochados por una manita que no sabía de freno ni recato alguno…

—¿Sola?

—Con un amigo —la mujer sonreía dulcemente—. Seguidamente cenamos en el «Barbizon» y regresamos a casa a la una de la madrugada.

—¿No advirtió luces en el estudio de Khalkis cuando entró?

—Creo que… no, señor inspector…

—¿No tropezó con nadie aquí abajo?

—¡Cielos, inspector! La casa estaba obscura como una tumba. ¡No vi ni un fantasma!

El inspector se tironeaba pensativamente los mostachos; cuando levantó los ojos tropezó con los brillantes ojos castaños del doctor Wardes.

—¡Ah, sí, si! ¡El doctor Wardes! —murmuró, complacidamente—. ¿Y usted, doctor, qué podría decirnos? *

—Pasé la tarde en el teatro, inspector —el médico jugueteaba con sus barbazas pobladas.

—En el teatro, ¿eh? ¡Hum! ¿Regresó entonces antes de la medianoche?

—No, señor. Di unas vueltas por algunos lugares de diversión antes de volver a casa. De hecho, no retorné hasta bien avanzada la madrugada.

—¿Pasó solo la noche?

—Sólo como un beduino en el desierto.

Los astutos ojillos del anciano policía brillaban mientras tomaba otra pulgarada de rapé. Mrs. Vreeland, sonriendo glacialmente, sentábase muy rígida en su asiente y abría tamaños ojos, grandes como platos. Los otros parecían vagamente fastidiados. Ahora bien, el inspector contaba con centenares de interrogatorios en su larga carrera profesional, y ello desarrolló en él cierto sentido especial de discernir lo falso de lo verdadero. Algo en las contestaciones demasiado fáciles del doctor Wardes y de Mrs. Vreeland le hacía olfatear alguna pista interesante…

—No me parece que diga usted la verdad, doctor Wardes —dijo con soltura forzada—. Desde luego, comprendo sus escrúpulos caballerescos, pero… En concreto, usted se hallaba con Mrs. Vreeland el viernes último por la noche, ¿verdad?

La mujer se quedó cortada. El doctor Wardes enarcó sus pobladas cejas. Jan Vreeland escrutaba los rostros de su esposa y del facultativo, y su cara arratonada reflejaba preocupación y desazón.

—¡Una brillante deducción, inspector! —exclamó el médico, soltando una risilla de conejo—. ¡Y muy cierta! —inclinóse ligeramente ante Mrs. Vreeland—. Con su permiso, señora… —la mujer cabeceó como una yegua nerviosa—. Inspector, no me importa poner en tela de juicio las acciones de esta digna dama por razones comprensibles. Pues bien, sí, acompañé a Mrs. Vreeland al «Metropolitan» y luego al «Barbizon»…

—¡Oiga, caballero! —interrumpió Vreeland, con ligero tonillo de protesta—. No veo a qué viene eso de…

—Mi querido señor, la noche fue de lo más inocente. Y deliciosa, a decir verdad. Mrs. Vreeland sentíase muy sola a raíz de sus prolongadas ausencias, y como yo no cuento con amigos en Nueva York, nos pareció natural hacernos mutua compañía. Ya ve usted que todo fue inocente como…

—¡Pues a mí no me gusta eso! —vociferó Vreeland—. ¡No me agrada nada, Lucy, y no me recato en decírtelo! —arrastró sus piernas patianchas hasta su mujer y sacudió su índice bajo sus narices.

Mrs. Vreeland puso cara medrosa y se asió con fuerza de los brazos de su silla. El inspector, con rudeza, ordenó al irritado hombrecillo guardar silencio, y éste regresó a su asiento, cerrando, mortificado, sus ojillos de rata. El doctor Wardes sacudió ligeramente sus amplios hombros.

Al otro lado de la habitación, Gilbert Sloane exhaló un hondo suspiro; la carona adusta de Mrs. Sloane exteriorizó fugaz animación. El policía arrojó miradas agudas a unos y otros, hasta que sus ojos penetrantes se posaron en la figura contrahecha de Demetrios Khalkis…

Demmy parecía la contraparte de su primo Georg Khalkis, salvo por su expresión idiótica. Sus grandes ojos renegridos concentrábanse constantemente en una fijeza anormal; su belfoso labio inferior proyectábase por encima de un mentón huidizo; su cráneo era casi chato y claramente distorsionado. Vagaba silenciosamente por el cuarto, sin conversar con nadie, atisbando, con parpadeo de miope, los rostros de los presentes, apretando y desapretando sus puños con extraña regularidad.

—¡Oiga, amigo! ¡Khalkis! —llamóle el inspector. Demmy no le prestó atención alguna, continuando su peregrinaje—. ¿Es sordo? —preguntó, irritado, el anciano, sin dirigirse a nadie en concreto.

—No, inspector —contestó Joan—. Es que no entiende inglés. Recuerde usted que no es natural del país, sino griego…

—Primo de Khalkis, ¿verdad?

—Exactamente —terció, inesperadamente, Alan—. Pero está «tocado» de aquí —apuntó, significativamente, a su bien conformada cabeza—. Mentalmente, equivale a un idiota.

—Esto es extremadamente interesante —dijo Ellery—. Sabrá usted que la palabra «idiota» es de origen griego, y que etimológicamente connotaba a un individuo ignorante dentro de la organización social helénica: idiotes en griego. ¡Nada de imbécil o tonto, amigo mío!

—Bueno, pues Demmy es un idiota en el sentido moderno del inglés —respondió, cansadamente, el muchacho—. Tío lo trajo de Grecia hace unos diez años; él era el último miembro de la familia Khalkis residente en dicho país. Demmy nunca logró captar siquiera el inglés; mamá dice que es casi un iletrado en griego…

—Bueno es preciso que le interrogue —gruñó el inspector, con acritud—. Mrs. Sloane, este hombre es también primo suyo, ¿no?

—Sí, inspector. El pobre Georg… —los labios de la mujer temblaron, como si fuera a soltar el llanto.

—¡Vamos, señora, vamos! —exclamó aprisa el policía—. ¿Conoce usted esa jerigonza? En concreto, ¿podría hablarle en griego o en la lengua que ese hombre chapurrea?

—Sí… lo suficiente para conversar con él…

—Pregúntele entonces acerca de sus movimientos durante la noche del viernes pasado.

—Mrs. Sloane suspiró, alisó sus faldas, y apresando al desgarbado idiota por el brazo, le sacudió con vigor. Demmy viró en redondo, sorprendido y luego de escrutar con ansiedad su faz, sonrió estúpidamente, y tomó la mano de la mujer entre sus dedazos peludos. Ella comenzó a hablarle al punto en un idioma extranjero, gutural y entrecortado. Al cabo, Mrs. Sloane se volvió al inspector:

—Dice que Georg le envió a la cama esa noche alrededor de las diez.

—¿Su dormitorio está cerca del de Khalkis?

—Sí.

—Pregúntele si oyó algo en la biblioteca después de acostarse.

Otro intercambio de palabras guturales:

—No —respondió Mrs. Sloane—, parece que no oyó nada. Cayó dormido en seguida y durmió profundamente toda la noche. El pobre Demmy duerme como un niño, inspector.

—¿Y no vio a nadie en la biblioteca?

—¿Cómo podría haberlo visto, señor, si estaba durmiendo?

El anciano asintió, vagamente:

—Gracias, señora. Eso es todo por ahora.

Dirigiéndose al escritorio, levantó el auricular y marcó un número.

—¡Hola!… Había Queen… Escuche, Fred, ¿cuál es el apellido del intérprete griego que anda siempre por los Tribunales?… ¿Trikkala?… ¿Trikkala?… ¡Hum!… Bien, bien… Localícelo en seguida y envíemelo aquí… Sí, a la casa de Khalkis… Dígale que pregunte por mí… ¡Adiós!

Colgó con fuerza el tubo.

—Háganme el obsequio de permanecer todos aquí, señoras y señores —indicó, y luego de gesticular hacia Ellery y Pepper y saludar lacónicamente a Velie, encaminóse a la puerta.

Los ojos desorbitados del idiota siguieron a los tres hombres con expresión de niño desamparadamente ignorante y perplejo.

El terceto subió aprisa las escaleras. A un gesto de Pepper, doblaron hacia la derecha. Indicando una puerta cerca de la cabecera de las escaleras, llamó a ella con los nudillos. Una voz de mujer transida de dolor, contestó desde adentro en un tono medroso:

—¿Quién es?

—¿Es usted, Mrs. Simms?… Soy el inspector Queen. ¿Puedo entrar un instante a conversar con usted?

—¿Quién?… ¡Ah, sí, sí!… Un momento, señor, un momentito… —percibieron crujidos de elásticos acompañados por profundos jadeos y gruñidos entre dientes:

—Entre, señor, entre.

—El policía suspiró, abrió la puerta y los tres hombres penetraron en el dormitorio, enfrentándose con una horrible aparición. Mrs. Simms había envuelto sus hombros carnudos con un viejísimo chal desteñido. Sus cabellos grises estaban desgreñados, y algunos mechones lacios caían alrededor de su fea cabezota. Su rostro era hinchado y bermellón, y surcado por lágrimas; sus senos abultados agitábanse convulsivamente mientras se dejaba caer en una mecedora antigua. Un par de zapatillas cubrían sus grandes pies deformes. Y al lado de aquellas bellezas enroscábase una gatita: evidentemente, la dichosa Tootsie.

Los tres hombres penetraron solemnemente en el dormitorio. Mrs. Simms los miraba con ojos tan amedrentados que Ellery casi dio un respingo.

—¿Cómo se siente usted ahora, Mrs. Simms? —inquirió, amable, el inspector.

—¡Oh, mal, malísimamente, señor! —Mrs. Simms se hamacó más ligero—. ¿Quién era esa horrible criatura de la sala, señor? ¡Dios mío, y cómo me puso la piel de gallina!

—¿Nunca vio antes a ese individuo?

—¿Yo? —chilló la vieja—. ¡Cielos! ¿Yo? ¡Madre mía, nunca jamás!

—Bien, bien —replicó, precipitadamente, el inspector—. ¿Mrs. Simms, recuerda usted lo ocurrido en la noche del viernes último?

—¿Esa noche, señor? ¿La víspera de la muerte de* Mr. Khalkis? Sí, señor, sí, lo recuerdo muy bien…

—Cosa que me place, Mrs. Simms. Tengo entendido que usted se acostó temprano, ¿verdad?

—Efectivamente, señor. El propio Mr. Khalkis así me lo ordenó…

—¿No le indicó nada más señora?

—No… nada de importancia, si usted se refiere a eso… —la mujer se sonó con su inmenso pañuelo—. Me llamó al estudio y…

—¿Dice usted que la llamó?

—Sí… tocando el timbre… En su escritorio había uno conectado a una chicharra de la cocina…

—¿A qué hora fue eso?

—¿Hora?… Veamos… —la mujer frunció, meditabunda, sus labios resecos—. Diría que me llamó a eso de las once menos cuarto.

—¿De la noche, por supuesto?

—¡Pues claro está, señor! Y cuando acudí, me pidió que le llevara en seguida una tetera, tres copas y platillos, algunos coladores para té, crema, limón y azúcar. ¡En seguida, dijo él!

—¿Se encontraba solo cuando usted entró en la biblioteca?

—¡Oh, sí, señor! Solo, sentado muy tieso en su sillón… ¡Y pensar que ahora… ahora él…!

—Bueno, no piense en eso, señora —respondió aprisa el policía—. ¿Qué ocurrió después?

La mujer se enjugó los ojos:

—Llevé al señor inmediatamente el servicio de té, que procedí a colocar sobre un taburete contiguo a su escritorio. Él me preguntó entonces si traía todo lo ordenado…

—¡Vaya! ¡Es curioso! —articuló Ellery.

—De ninguna manera, señor. El pobre patrón no podía ver. Bien, luego me dijo, en tono algo más áspero —parecía un poco nervioso aquella noche, sea dicho de paso, caballeros— que me retirara en seguida a mi cuarto. Asentí y regresando derechamente al dormitorio, me acosté. Y eso es todo, señor.

—¿No le dijo nada acerca de la visita de esa noche?

—¿A mí, señor? ¡Oh, no, no! —Mrs. Simms se sopló de nuevo las narices restregándoselas con vigor con el pañuelo—. Por supuesto sospeché que tendría alguna compañía, dadas las tres tazas y los platillos y lo demás… Con todo no me correspondía formularle ninguna pregunta, caballeros, y no abrí la boca.

—Eso se entiende, señora. ¿De modo, pues, que esa noche no vio a ninguno de los huéspedes de Mr. Khalkis?

—No, señor. Como ya dije, me marché a mi habitación y me acosté. Estaba muy cansada, señor, después del trajín del día. Además, mi reumatismo…

—Sí, sí, comprendemos, señora, comprendemos —interrumpióle, precipitadamente, el inspector—. Eso es todo por ahora, Mrs. Simms; un millón de gracias por su gentileza.

Ellery parecía embargado por sus pensamientos mientras descendían las tapizadas escaleras. Pepper le atisbaba curiosamente:

—¿Piensa usted que…? —preguntó.

—Mi querido Pepper —respondió el joven—, ésa es la maldición de mi existencia. Siempre pienso… ¡pienso!… Soy perseguido por eso que Byron, en Childe Harold, creyó pertinente llamar el «azote de la vida… el demonio Pensamiento…».

—Bueno, barrunto que algo hay en todo esto —indicó Pepper, dubitativamente.