De modo, pues, que el viernes 8 de octubre Mr. Ellery Queen fue presentado a los involuntarios actores del drama Khalkis en el propio escenario de la tragedia.
El grupo reunióse en la sala de la mansión el viernes por la mañana; y mientras aguardaban el arribo del ayudante de Sampson, Mr. Pepper, y del inspector Queen, Ellery trabó conversación con una muchachita alta y sonrosada, inglesa por más señas y de modales encantadores.
—Es usted la famosa Miss Joan Brett, ¿verdad?
—Señor —respondió ella, con severidad—, cuenta usted con esa ventaja sobre mí —dobló sus manecitas blancas sobre el regazo y luego miró de soslayo hacia la puerta, donde Woodruff y Velie conversaban con animación—. Doy por seguro que usted es un poli, ¿no?
—Una mísera sombra de policía, señorita. Apenas si soy Ellery Queen, insignificante astillita del ilustre inspector Queen.
—No creo que sea usted una sombra muy convincente, Mr. Queen.
Ellery detalló, con ojos harto masculinos, su altura, su anchura y su hermosura.
—De todos modos —indicó— ésa es una acusación que nunca le será dirigida, Miss Brett.
—¡Mr. Queen! —ella se irguió, sonriente—. ¿Acaso se atreve a arrojar flores sobre mi silueta?
—¡Espíritu de Astarté! —murmuró Ellery, examinando el cuerpo de la chica con aire crítico—. A decir verdad, ni siquiera se lo había notado.
Rieron al unísono del chiste de Ellery, y ella agregó:
—Pues yo soy un espíritu de gama diferente, Mr. Queen. Confieso que soy muy psíquica.
Y así fue cómo Ellery se enteró, inesperadamente de la «tensión en el aire» reinante en la casa el día de los funerales. Vibraba también una nueva tensión cuando Ellery se excusó ante la muchacha para acudir al encuentro de su padre y Mr. Pepper, mientras el joven Alan Cheney le miraba fijamente con expresión homicida.
A la zaga de Pepper y del inspector llegó el detective Flint, arrastrando consigo a un hombrecillo, diminuto, anciano y rechoncho, que sudaba a mares.
—¿Quién es ése? —gruñó Velie, obstruyéndole la entrada a la sala.
—Asegura que su lugar está aquí —dijo Flint, apresando el brazo gordezuelo del hombre—. ¿Quién es usted, amigo?
El recién llegado parecía pasmado. Pequeño, rechoncho y holandés, tenía cabellos undosos y blancos, y sonrosados cachetes de angelito. Bufó con desconcierto, y la expresión de su fisonomía se tornó más medrosa que nunca. Gilbert Sloane, cruzando la habitación, interpuso:
—Está bien, señor inspector. Ese caballero es Mr. Jan Vreeland, nuestro comprador viajero —su voz era llana y curiosamente seca.
—¡Ah! —Queen le contempló con aire taimado—. Mr. Vreeland, ¿eh?
—Sí, sí —jadeó el otro—. Ése es mi nombre. Pero, ¿qué pasa aquí, Sloane? ¿Quiénes son estas personas? Pensaba que Khalkis estaba… ¿Dónde está Mrs. Vreeland?
—Aquí estoy, querido —articuló una voz fluctuante y almibarada, y Mrs. Vreeland apareció en el umbral.
El hombrecillo corrió a su lado, la besó aprisa en la frente —la mujer se vio obligada a agacharse, y una llamarada de ira relampagueó un instante en sus pupilas— pasó su sobretodo y sombrero a Weekes, y luego se quedó como petrificado, revolviendo los ojos en torno suyo, presa de evidente azoramiento.
—¿Cómo es posible que regresara apenas ahora, Mr. Vreeland? —inquirió el inspector.
—Volví anoche a mi hotel de Québec —replicó Vreeland, articulando las palabras en resuellos angustiosos—. Hallé el telegrama. Ignoraba la muerte de Khalkis. ¡Horrible sorpresa! ¿Qué significa esta reunión?
—Esta mañana procederemos a la exhumación del cuerpo de Mr. Khalkis.
—¿De veras? —el hombrecillo parecía acongojado—. ¡Y perdí el entierro! Pero, ¿por qué la exhumación?… ¿Es…?
—¿No cree usted conveniente, inspector, empezar al punto la tarea? —terció Pepper, impacientado.
Encontraron a Honeywell agitándose en torno al rectángulo de tierra que marcaba el lugar en que el terreno había sido removido durante el entierro de Khalkis. Honeywell indicó los confines precisos de la excavación y dos sepultureros alzaron sus azadas y comenzaron a excavar con energía.
Nadie articulaba palabra. Las mujeres habían sido dejadas en la mansión; de los hombres relacionados con el caso, sólo se hallaban presentes Sloane, Vreeland y Woodruff. Suiza había expresado su repugnancia por el espectáculo, el doctor Wardes se había encogido de hombros y Alan Cheney se había aferrado tozudamente a las elegantes faldas de Joan Brett. Los Queen, el sargento Velie y un sujeto desconocido, alto y flacucho, de carrillos obscuros y ojos llameantes, aguardaban en las proximidades, observando atentamente el trabajo de los excavadores. Numerosos periodistas se apiñaban junto a las verjas de hierro de la calle 54, con las cámaras fotográficas listas. La policía impidió aglomeraciones de curiosos en la calle. Weekes, el mayordomo, espiaba detrás de la valla del campo santo. Varios detectives recostábanse en la palizada.
A una profundidad de tres pies, las palas de los sepultureros dejaron oír una vibración metálica. Los dos hombres rasparon con vigor y, semejantes a piratas cavando en busca de tesoros escondidos, desbrozaron la superficie horizontal de la puerta férrea, conducente a la bóveda funeraria, con una energía rayana en el entusiasmo. Concluida la labor, encaramáronse fuera de la excavación y descansaron apoyándose en el mango de sus palas.
La puerta de hierro fue abierta de un tirón. Casi al punto, el individuo flacucho, murmurando algo enigmático para su coleto, dio un paso adelante, ante las miradas perplejas del público, e hincándose, olfateó largamente. Levantó la mano, saltó sobre sus pies y masculló al inspector:
—¡Algo vidrioso huelo aquí!
—¿Qué pasa?
Cabe consignar que el individuo flacucho no era propenso a gestos descompuestos o alarmistas, como bien lo sabía el inspector Queen por experiencia. Era el doctor Samuel Prouty, ayudante del jefe del cuerpo médico del condado de Nueva York, conocido por su mesura y aplomo. Ellery sintió acelerársele el pulso. Por su parte, Honeywell parecía petrificado en su lugar. El doctor Prouty no replicó al inspector, limitándose a ordenar a los sepultureros que extrajeran el ataúd de la bóveda.
Los dos obreros descendieron con cautela al foso, y durante algunos instantes los presentes entreoyeron los ruidos confusos de sus vozarrones y el roce de sus zapatones. Seguidamente, algo largo, brillante y renegrido apareció a la vista; algunas cuerdas fueron precipitadamente acondicionadas, impartidas varias órdenes breves… Al fin, el cajón fúnebre quedó depositado sobre la superficie del cementerio, un poco a un costado de la boqueante cripta.
—Esto me recuerda a Frankenstein —murmuró Ellery a Pepper, espiando al doctor Prouty.
El médico venteaba como un sabueso. Sin embargo, ya todo el grupo percibía un hedor nauseabundo, abominable; cobraba mayor hediondez a cada instante que transcurría. La cara de Sloane estaba verde; rebuscó torpemente en el bolsillo en busca del pañuelo y estornudó con estrépito.
—¿No embalsamaron el cadáver? —inquirió el doctor Prouty, encorvándose sobre el ataúd.
Nadie respondió. Ambos sepultureros comenzaron a destornillar la tapa. Ésta se abrió y…
Al momento se hizo manifiesto un detalle horrible, increíble. Y ése tal era la fuente de aquel hedor cadavérico…
Apretado contra el cuerpo rígido y embalsamado de Georg Khalkis, con los miembros encogidos y las carnes descompuestas y azuladas, veíase el cadáver de un hombre… ¡Un segundo cadáver!
Durante brevísimos instantes, el grupo todo pareció convertirse en títeres de trágico tinglado funambulesco, fantoches petrificados, inmóviles, inertes, azorados, de pupilas dilatadas por el terror sin límites ni esperanza.
Luego Sloane articuló un gemido tenuísimo y con las rodillas trémulas, aferróse como una criatura al carnudo hombro de Woodruff. Ni este último ni Jan Vreeland exhalaron siquiera un suspiro; sólo atinaban a contemplar, desorbitados, el siniestro copartícipe del ataúd de Khalkis.
El doctor Prouty y el inspector Queen miráronse con estupefacción. Luego, el anciano policía estranguló un grito y avanzando de un salto, con un pañuelo en las narices, examinó ávidamente el ataúd.
Los dedos del médico se curvaron como garras; después puso manos a la obra.
Ellery Queen encuadró sus hombros y clavó los ojos en el firmamento azul.
—¡Asesinado!… ¡Estrangulado!…
La breve inspección del facultativo reveló aquel nuevo drama. Con ayuda del sargento Velie, logró volver al cadáver. La víctima había sido encontrada boca abajo, con la cabeza apoyada en el hombro sin vida de Khalkis. Ahora veían sus ojos: un par de globos sumidos profundamente en la cabeza, de pupilas increíblemente secas y castañas. El rostro mismo no estaba tan descompuesto como para tornarse irreconocible. Bajo el matiz cadavérico del semblante, entreveíase una piel obscura. La nariz, un poco fláccida ahora, debía haber sido puntiaguda en vida. Las arrugas y pliegues del rostro, suavizados y remodelados por los procesos cadavéricos, transpiraban aún cierta dureza y energía.
—¡Cielos, este individuo me parece conocido! —murmuró el inspector, en tono ahogado.
—A mí también, señor —indicó Pepper, atisbando por sobre el hombro del inspector—. ¿Acaso es un…?
—¿Están allí adentro la cajita de acero y el testamento? —inquirió Ellery con voz quebrada.
Velie y el doctor Prouty palparon, tantearon, removieron… El primero meneó luego negativamente la cabeza y contemplándose las manos con disgusto, se las restregó furtivamente en los pantalones.
—¿A quién le interesa eso ahora? —tronó el inspector Queen—. ¡Qué deducción maravillosa la tuya, querido hijo mío! —agregó, con rabia—. ¡Estupenda! Abran el ataúd y encontrarán el testamento… ¡Bah!… —resopló por la nariz—. ¡Thomas!
Velie acercóse a su superior con pasos pesados. El anciano impartióle algunas órdenes en tono seco; Velie asintió y se alejó a grandes trancos, enderezando hacia las verjas del campo santo.
—¡Sloane, Vreeland, Woodruff! —agregó Queen, ásperamente—. Regresen en el acto a la casa. ¡Ni una palabra de esto a nadie! ¡Ritter! —un detective corpulento atravesó aprisa el pasaje—. ¡Disuelve los grupos de periodistas! No quiero verles curioseando por aquí. ¡Vivo! —Ritter precipitóse hacia los portones del cementerio correspondientes a la calle 54—. ¡Sacristán! ¡Y ustedes dos! ¡Pronto! Cierren la boca de la bóveda y lleven eso a la casa. ¡Andando, doctor! ¡Buen trabajito nos espera!