El jueves siete de octubre por la mañana, el fiscal de distrito, Mr. Sampson, convocó a muchas personalidades a un verdadero consejo de guerra. Ese día Ellery Queen fue formalmente presentado al complejo enigma que oportunamente llegó a conocerse bajo el nombre de: «Caso Khalkis». En aquel tiempo, Ellery era más joven y más gallito que ahora, y dado que sus relaciones con la policía de Nueva York no se encontraban entonces tan firmemente cimentadas como en el presente, se le consideraba aún como un intruso, un entrometido, pese a su privilegiada condición de hijo del inspector Queen. Por supuesto, sospechamos que el bueno del inspector Queen abrigaba sus dudas con respecto a la supuesta habilidad de Ellery para combinar la razón pura con la criminología práctica. Los pocos casos en que Ellery aplicara sus facultades de deducción, aun en lenta formación, establecieron, empero, un antecedente que explicaba su fría determinación de integrar el gran consejo cuando Sampson tocara a somatén.
La verdad desnuda es que Ellery Queen no sabía palabra del fallecimiento de Georg Khalkis, y muchísimo menos acerca del testamento robado. Por ende, fastidió grandemente a Sampson formulándole preguntas cuya respuesta conocían todos los presentes, salvo el propio Ellery. Sampson se mostró irritado. El mismo inspector parecía molesto y Ellery terminó por hundirse en uno de los mejores sillones del fiscal, traicionando ligero bochorno y fastidio.
Todos estaban solemnes. Sampson, casi en los comienzos de su carrera de fiscal, era un individuo delgado, en la flor de la edad; sus ojos eran vivaces y traslucían no poco azoramiento ante aquel problema exasperante, que tan ridículo parecía hasta que se le examinaba de cerca. Pepper, integrante del cuerpo de colaboradores de Sampson, era mucho más ducho en cuestiones criminológicas cuerpo macizo y saludable todo entero reflejaba desesperación. El viejo Cronin, primer ayudante del fiscal Sampson, era mucho más ducho en cuestiones criminológicas que sus dos colegas; veterano de la oficina, poseía cabellos rojos y maneras nerviosas, y era elástico como un potrillo y sabio como un viejo rosillo. El inspector Richard Queen, más parecido a un pájaro que nunca, mostraba en el grupo su cara afilada y blancuzca, sus cabellos espesos y canosos y sus poblados mostachos; anciano esbelto y menudo, poseía un gusto extravagante en cuanto a corbatas, la elasticidad potencial de un sabueso y un vasto conocimiento en criminología ortodoxa. Jugueteaba con exasperación con su venerable tabaquera de rapé.
Y por fin, estaba el propio Ellery Queen… Ellery el travieso castigado. Cuando hacía hincapié en algo, esgrimía sus centelleantes lentes. Cuando sonreía, sonreía de oreja a oreja, distorsionando un rostro agraciado, de largas y delicadas facciones y ojos grandes y límpidos de pensador. En ese instante observaba con atención al fiscal Sampson, y el fiscal Sampson se sentía pronunciadamente incómodo.
—Bien, caballeros, tropezamos de nuevo con la cantinela de siempre —murmuró Sampson—. Multitud de pistas, pero sin meta a la vista. Pepper, ¿descubrió usted algo capaz de dejarnos boquiabiertos?
—Ni el más mínimo indicio de importancia —replicó, aplastado, Pepper—. Desde luego, eché mano de ese individuo Sloane en la primera oportunidad que le encontré solo… Recuerden ustedes que él es el único perdedor en el nuevo testamento Khalkis. Bueno, Sloane se cerró en sus negativas como una ostra… negándose de plano a formular declaraciones… ¿Qué podía haber hecho yo? ¡Carecemos de pruebas!…
—Siempre existen formas de… —musitó, vagamente, el inspector.
—¡Necedades, viejo! —replicó, acremente, el fiscal—. Contra él no poseemos ni brizna de evidencia… No es posible amedrentar a tipos como Sloane por simples sospechas, fundadas en el hecho teórico de que tenía motivos para hurtar el testamento en cuestión. ¿Qué más, Pepper?
—Bueno, Velie y yo estábamos bien hundidos y así lo comprendimos. Carecíamos de derecho legal para aislar la casa del mundo, y Velie tuvo que retirar ayer a sus hombres. Como no estaba dispuesto a rendirme así como así, decidí permanecer en la casa toda la noche, movido por cierto impulso extraño que… Bueno, no creo que valga un pito lo que yo…
—¿Vio algo? —inquirió Cronin.
—Sí… vi algo, pero… —musitó, vacilante, Pepper—. ¡Oh, no, no!… No creo que eso signifique mucho… ¡Es una muchacha adorable… incapaz de…!
—¿De quién demontres habla usted, Pepper? —gruñó Sampson.
—De Miss Brett… Joan Brett —replicó Pepper, con palmaria repugnancia—. A la una de la madrugada de hoy la vi rondando por la biblioteca de Khalkis. Desde luego, no tendría que haber estado allí, pues Velie les indicó claramente que se mantuvieran apartados de esa habitación.
—Es la encantadora secretaria de nuestro misterioso difunto, ¿verdad que sí? —preguntó lánguidamente Ellery.
—Sí, sí —Pepper parecía con la lengua trabada—. Bueno, la chica anduvo curioseando un rato dentro de la caja fuerte…
—¡Hum!, articuló el inspector.
—… pero barrunto que no descubrió nada, pues se quedó quieta unos instantes en el centro de la habitación y luego de dar una patada en el piso, como con ira, se marchó de allí.
—¿No la interrogó? —masculló el fiscal.
—No, Mr. Sampson. Vea usted, no creo que haya en eso nada vidrioso y…
—Conviene que domine esa tendencia a dejarse embaucar por caías bonitas —bramó el fiscal, martilleando cada palabra con un balanceo de su índice—. ¡Vaya si la vamos a interrogar… y vaya si tendrá que aguantarse el chubasco, amigo mío!
Pepper balbuceó algo, enrojeció hasta las orejas, y al final decidió callarse.
—¿Algo más?
—Nada más que lo rutinario. Cohalan continúa de servicio en casa de Khalkis, al igual que la mujer policía de Velie. Ambos siguen revisando a los que salen de la casa. Cohalan tomó nota de los visitantes —agregó Pepper, hurgando en su bolsillo interior y extrayendo, al fin, un mugriento trozo de papel profusamente garabateado con lápiz— que se apersonaron al lugar a partir del martes último. La lista es completa hasta anoche.
Sampson arrancó de su mano la lista y leyó alto:
—Reverendo Elder… Mrs. Morse —es la vieja chiflada, ¿no?— James J. Knox —¿de regreso, eh?— Clintock, Eillers, Jackson, periodistas… ¿Y quiénes son estos individuos, Pepper? ¿Robert Petrie y una tal Mrs. Duke?
—Dos opulentos clientes del difunto. Vinieron a presentar su pésame a los deudos.
Sampson apretujó el papel con aire ausente:
—Bueno, Pepper, cuando recibimos la llamada telefónica de Woodruff, usted solicitó la investigación del caso y yo le brindé la oportunidad de lucirse, pero… No deseo ahora machacar sobre el asunto, mas tendré que eliminarle de él si se deja otra vez embaucar por los indudables encantos de Miss Brett, olvidando la voz del deber… Bueno, basta por el momento. ¿Cómo plantea usted el caso, Pepper? ¿Concibió alguna idea?
—No quisiera… —Pepper tragó saliva—. Bueno, sí, tengo una idea, jefe. Apriorísticamente, los hechos conforman un asunto imposible. ¡El testamento tendría que estar en casa… y no lo está! ¡Demontres! —asestó palmadas en el escritorio del fiscal—. Existe un solo hecho que torna imposible a todos los demás. Y es que Woodruff vio el testamento en la caja fuerte cinco minutos antes de las exequias. Bueno, caballeros, sólo contamos con su palabra al respecto. Creo que entenderán lo que quiero insinuarles.
—En concreto —respondió Sampson, meditabundo— que Woodruff mentía al afirmar haber visto ese documento en dicho instante. En otras palabras, ¿qué el testamento podría haber sido robado mucho antes de ese período de cinco minutos, y que el autor de esa fechoría dispuso de él en momentos en que sus movimientos estaban sin fiscalizar?
—Usted lo ha dicho, Mr. Sampson. Escuche: es preciso obrar con lógica, ¿verdad? El testamento no podría desaparecer en el aire, ¿no?
—¿Cómo podríamos saber que el testamento no fue escamoteado durante ese lapso de cinco minutos? —objetó Sampson—. ¿Cómo asegurarnos que no lo quemaron, o lo desmenuzaron o algo por el estilo?
—Amigo Sampson —terció suavemente Ellery—, no es fácil quemar o desmenuzar una cajita de acero, ¿no?
—Es cierto —murmuró el fiscal—. ¿Dónde diablos se encuentra esa cajita?
—¡Eso es lo que digo! —tronó Pepper, triunfal—. ¡Woodruff miente descaradamente! ¡El testamento y la cajita de acero jamás estuvieron en la caja fuerte en el momento en que nos lo aseveró Woodruff!
—¡Cielos! —estalló el inspector—. ¿Por qué? ¿Por qué mentiría ese hombre?
Pepper se encogió de hombros.
—Caballeros —puntualizó con burla Ellery—, ninguno de ustedes analiza el problema en forma apropiada. El caso Khalkis requiere, como ninguno, un análisis profundo, en el cual es menester tomar en consideración todas y cada una de las posibilidades emergentes.
—Supongo que usted lo habrá analizado concienzudamente, joven, ¿verdad? —refunfuñó celosamente el fiscal.
—¡Ejem!… Sí, sí… ¡Desde luego!… Y mi análisis nos aboca a una posibilidad interesante… interesantísima, por mejor decir… Recapitulemos los hechos hasta el presente —indicó Ellery, académicamente—. Concordarán conmigo en que existen dos posibilidades suplementarias: 1), el testamento no existe en este momento, y 2), el testamento existe en este momento.
»Consideremos la primera posibilidad. Si el nuevo testamento no existe, ello significa que Woodruff mintió asegurándonos haberlo visto en la caja fuerte cinco minutos antes del entierro, lo cual implica que el documento en cuestión ya había sido destruido por persona o personas desconocidas. O bien Woodruff dijo la verdad: entonces el testamento fue robado después que lo vio, durante ese período de cinco minutos, y el escamoteador lo destruyó. En este último caso, el ladrón podría haber quemado o desmenuzado el testamento, eliminando las partículas por medio del lavabo del cuarto de baño, por ejemplo; sin embargo, como puntualizara poco antes, el hecho de que la cajita de acero no apareciera destaca la improbabilidad de esta teoría. No fueron encontrados vestigios de la cajita de acero. En tal caso, ¿dónde se encuentra? Es de presumir que fue llevada fuera de la casa de Khalkis. Y si la cajita de acero no apareciera destaca la improbabilidad que el testamento también fue retirado de la casa, y no destruido. Con todo, aseveran ustedes que, dadas las circunstancias, si Woodruff decía la verdad, la cajita de acero no podría haber sido escamoteada fuera de la mansión del difunto. Llegamos, pues, a un impasse en nuestra primera posibilidad. En cualquier caso, si es cierto que el documento fue destruido, no nos queda paso por dar ni…
—¿Y a eso llama usted ayuda, cooperación? —refunfuñó Sampson, volviéndose hacia el inspector—. ¡Demontres, jovencito! —tronó en pleno rostro de Ellery—. Todo eso lo sabemos al dedillo. ¿A qué viene tanta palabrería?
—Querido papá —respondió Ellery lúgubremente, volviéndose a su padre—, ¿cómo permites que este hombrón malo insulte a tu hijito? ¡Oiga, Sampson! Se anticipa usted a mis argumentaciones, y eso atenta contra la lógica. Desechada la teoría destructiva, caballeros, encararemos el análisis de la otra hipótesis, vale decir, la de la existencia real del testamento en este momento. ¡Préstenme atención, caballeros! Todos los que abandonaron la casa para acompañar los restos de Khalkis al cementerio, regresaron juntos a la casa. Sólo dos individuos permanecieron en ella; uno de ellos es Weekes, el mayordomo, quien dormitaba en el estudio mientras los demás estaban ausentes. ¡Nadie penetró en la casa durante las exequias! Y en momento alguno se produjeron contactos entre los concurrentes al entierro y gentes extrañas a la casa.
»De modo, pues, que el documento no fue encontrado en la casa de Khalkis, ni entre las ropas de ninguno de los presentes, ni en la plazoleta interior, ni en el propio cementerio. Caballeros, suplico, ruego, imploro a cada uno de ustedes —concluyó Ellery, con destello maligno en sus pupilas— que me permitan formularles una pregunta esclarecedora: ¿qué fue la única cosa que salió de la casa durante el entierro, la única que no retornó y que nunca fue inspeccionada desde que se descubrió la desaparición del testamento?
—¡Necedades! —masculló Sampson—. Todo fue revisado… ¡Y que me cuelguen si no fue a fondo! No creo que lo ignore, mi sabio amigo…
—¡Desde luego, hijo! —terció el inspector con suavidad paternal—. Nada se dejó olvidado… ¿O no comprendiste bien este punto cuando te fueron informados los detalles del caso?
—¡Oh, mi pobre alma quejicosa! —gimoteó Ellery—. «Nadie es tan ciego como los que no quieren ver…». Sí, nada quedó olvidado, descartado, mi adorado progenitor —agregó luego—, nada… ¡salvo el mismo ataúd, con el cadáver de Khalkis adentro!
El inspector parpadeó. Pepper carraspeó. Cronin soltó una risotada extraña, mientras Sampson se pegaba una sonora palmada en la frente. Ellery sonreía con triunfal desvergüenza.
—¡Eso fue agudo! —Pepper reaccionó el primero, brindando amplia sonrisa al pichón de detective—. ¡Eso fue agudo, Mr. Queen!
—Yo, Queen… —el fiscal tosió, perturbado, en su pañuelo—. Bueno, retiro lo dicho. ¡Continúe usted, jovencito!
—Bien, caballeros —prosiguió Ellery—, es una verdadera satisfacción dirigir la palabra a tan comprensivo auditorio. El punto en cuestión es seductor. En la excitación resultante de los precipitados preparativos de último momento, nada más sencillo para el ladrón que abrir la caja fuerte, extraer la cajita de acero con el testamento adentro y, aprovechando una oportunidad propicia, deslizar cajita y testamento dentro de los pliegues de la mortaja del amigo Khalkis.
—Es innegable —murmuró el inspector Queen— que ocultar ese documento en el ataúd de Khalkis hubiera sido tan efectivo como destruirlo.
—Precisamente, papá. ¿Para qué destruir el testamento si ocultándolo en el ataúd de Khalkis el aprovechado ladrón lograba el mismo propósito? En verdad, no tenía razón alguna para creer, dado que Khalkis había fallecido de muerte natural, que el ataúd sería reabierto antes del Juicio Final, caballeros… Ergo, el documento es eliminado del mundo de los mortales con la misma seguridad que si hubiera sido quemado y arrojadas sus cenizas por un desagüe.
»Por añadidura, cabe una justificación psicológica de esta teoría audaz. Woodruff poseía la única llave de la cajita de acero. El ladrón, por lo tanto, no podía abrir o fracturar la cerradura en el breve lapso de cinco minutos. Tampoco podía cargar con la cajita de acero y andar paseándose con ella tan tranquilo. Alors, messieurs, cajita y testamento se encuentran, probablemente, en el cajón fúnebre de Khalkis. Si la información es de su agrado, caballeros, sáquenle el mayor jugo posible. He dicho.
—Una exhumación inmediata me parece perfectamente procedente —dijo el inspector, poniéndose de pie.
—Es lo más atinado. —Sampson tosió de nuevo y miró al policía—. Como puntualizara Ellery, no es del todo seguro que el testamento se encuentre allí dentro. Tal vez Woodruff mintió… Con todo, es preciso reabrir el ataúd para asegurarnos. ¿Qué opina usted, Pepper?
—Opino —Pepper sonrió— que el brillante análisis de Mr. Ellery Queen dio justo en el clavo.
—¡Está bien! Disponga la exhumación para mañana por la mañana.
—Quizá se nos presenten inconvenientes para obtener esa orden, jefe —Pepper parecía turbado—. Después de todo, no se trata de un desenterramiento basado en sospechas de homicidio. ¿Cómo nos justificaremos ante el juez?…
—Véalo a Bradley. Suele ser muy liberal en estas espinosas cuestiones. Luego le hablaré yo mismo. No habrá dificultades, Pepper. ¡Andando! —Sampson tomó el teléfono y marcó el número de la casa de los Khalkis—. ¿Cohalan?… Habla Sampson… Imparte instrucciones a cada uno de los de la casa en el sentido de que concurran mañana por la mañana a un acto interesante… Sí, diles que exhumaremos el cuerpo de Khalkis… ¡Exhumar, idiota!… ¿Cómo?… ¿Quién?… ¡Ah!… Bueno, comunícame con él… —una pausa breve—. ¡Hola!… ¿Mr. Knox? Habla el fiscal Sampson… Sí, una pena… ¡una verdadera lástima!… Bueno, ocurre que algo salió a relucir en el caso y es necesario proceder a la exhumación del cadáver… ¡Oh, es absolutamente preciso, señor!… ¿Qué?… Naturalmente que lo sentimos muchísimo, Mr. Knox, pero… ¡a la fuerza ahorcan!… No se preocupe… correremos nosotros con el caso…
Colgó suavemente, diciendo:
—¡Qué situación! Knox fue designado ejecutor de un impresentable testamento, y si éste no es hallado y no podemos establecer la identidad del nuevo beneficiario de las Galerías Khalkis, no habrá ejecutor testamentario. Bueno, Knox parece muy ansioso al respecto. Haremos que le nombren administrador de los bienes Khalkis si el documento en cuestión no es hallado mañana en el ataúd. Dijo que permanecería allí todo el día. ¡Gran bondad la suya tomarse tanto interés en el caso!
—¿Asistirá al desentierro? —preguntó Ellery—. Siempre rabié por conocer multimillonarios.
—Dice que no… Parece que tiene que ausentarse de la ciudad en las primeras horas de la madrugada de mañana.
—Otra ambición infantil destrozada —murmuró lúgubremente Ellery.