Edmund Crewe asemejábase tanto a la clásica caricatura del profesor olvidadizo, que Joan Brett reprimió con no poca dificultad sus deseos de reírsele en plena cara. Mr. Crewe, felizmente, comenzó a hablar, y el impulso murió antes de exteriorizarse:
—¿Propietario de la casa? —su voz resonaba como un chispazo, pungente y restallante.
—Es el finadito —respondió, bajo, Velie.
—Tal vez yo pueda serles de ayuda —terció Joan.
—¿Qué antigüedad tiene la casa?
—Francamente, yo… no lo sé…
—Hágase a un lado, entonces. ¿Quién lo sabe?
Mrs. Sloane sonóse delicadamente las narices en un pañuelo diminuto:
—No cuenta menos de ochenta años de antigüedad, caballero —dijo.
—Fue restaurada —indicó ávidamente Alan—. Sí… ¡restaurada!… Y muchas veces. Tío me lo dijo.
—Poco preciso —Crewe parecía fastidiado—. ¿Dónde están los planos?
Todos se miraron con aire de duda.
—Bueno, amigos —refunfuñó—. ¿Quién sabe algo sobre el particular?
Al parecer, nadie sabía palabra al respecto. Esto es, hasta que Joan, frunciendo sus labios perfectos, murmuró:
—¡Aguarden ustedes un instante! ¿Mr. Crewe, se refiere usted a heliografías y otras cosas análogas?
—¡Vamos, vamos, jovencita! ¿Dónde están esos planos? ¡Vamos!
—Creo que… —musitó Joan, dubitativamente, y luego se dirigió hacia el escritorio del difunto, en donde comenzó a rebuscar en un cajón rebosante de papeluchos amarillentos por el tiempo. A poco, entresacó un trozo de papel blanquísimo, con un conjunto de heliografías, dobladas, sujetas al mismo—. ¿Es esto lo que usted buscaba, Mr. Crewe?
El perito le arrancó las hojas de la mano, avanzó majestuosamente hasta el escritorio y acto seguido procedió a sepultar su narizota puntiaguda en los planos. De vez en cuando asentía. De súbito, sin decir palabra a los presentes, abandonó de prisa el cuarto, con los planos en la mano.
Los actores del drama volvieron a quedarse como esfinges.
—Es preciso que usted sepa algo importante, Pepper —Velie llevó aparte a Pepper y luego cogió el brazo de Woodruff con una gentileza que casi le arrancó un alarido de dolor—. Escúcheme, Mr. Woodruff: el testamento fue robado con algún propósito deliberado… ¡Eso cae de su peso!… Dijo usted antes que se trataba de un testamento nuevo… Bueno, ¿quién sale perdiendo con esta desaparición?
—Francamente…
—Por lo demás —indicó Pepper, meditabundo—, no creo que el caso, fuera de su carácter delictivo, sea muy serio. Siempre podríamos establecer la intención del testamento recurriendo a la copia del documento que, a no dudarlo, obra en su poder, Mr. Woodruff.
—¡Que me cuelguen si no está usted equivocado de medio a medio! —resopló el abogado—. ¡Escúchenme, caballeros! —se acercó aún más a los policías, mirando en torno con suspicacia—. ¡Es imposible establecer ahora las intenciones del viejo! Eso es lo curioso y trágico del asunto… El antiguo testamento de Khalkis fue válido hasta la mañana del viernes último. Las disposiciones testamentarias eran sencillas: Gilbert Sloane heredaría las Galerías Khalkis, que incluyen por igual, las exposiciones correspondientes a piezas de arte y curiosidades, y su galería artística particular. Insertábanse, asimismo, dos legados de dinero: uno para Cheney, sobrino del viejo, y otro para su primo Demmy, que es ese rústico medio idiota que ven allá… La mansión y sus efectos personales pasarían a poder de su hermana, Mrs. Sloane. Además, figuraban las mandas usuales: dinero en efectivo para Mrs. Simms y Weekes, a varios empleados, una exposición detallada de los objetos a donarse a museos y galerías, y otras disposiciones similares.
—¿Quién fue designado albacea ejecutor? —preguntó Pepper.
—James J. Knox.
Pepper silbó y Velie hizo cara larga:
—¿Se refiere usted a Knox, el multimillonario? ¿El chiflado por los objetos artísticos?
—El mismo, caballeros. Era el mejor cliente de Khalkis, y casi podríamos calificarlo de amigo, considerando que Khalkis le designó albacea de sus bienes.
—¡Vaya un amigo! —gruñó Velie—. ¿Por qué no asistió hoy a los funerales?
—Mi querido sargento —murmuró el abogado, desorbitado—, ¿no lee usted, acaso, los diarios? ¡Mr. Knox es todo un personaje! Notificado en seguida del fallecimiento de Khalkis aprestábase a asistir a las exequias cuando en el último momento le llamaron de Washington. De hecho, fue esta mañana. Los periódicos informaron que fue una llamada personal del presidente, algo relacionado con las finanzas federales.
—¿Cuándo regresará? —interrogó Velie, implacable.
—Nadie parece saberlo, amigo mío.
—Bueno, eso es poco importante —terció Pepper—. Bien, háblenos del nuevo testamento.
—¿El nuevo testamento, verdad? Sí, sí —Woodruff les miró con aire taimado—. ¡He aquí la parte enigmática del caso! El jueves último, hacia la medianoche, recibí una llamada telefónica de Khalkis, quien me ordenó llevarle el viernes por la mañana —es decir, al día siguiente— el borrador completo de un nuevo testamento. Ahora bien, empápense ustedes de este punto, caballeros: el nuevo testamento debía ser un duplicado exacto del anterior, excepción hecha de un cambio importante: la omisión del nombre de Gilbert Sloane como futuro beneficiario de las Galerías Khalkis. El espacio correspondiente en el documento debía quedar en blanco a los efectos de consignar en él un NUEVO NOMBRE…
—¿Sloane, eh? —Pepper y Velie estudiaban solapadamente al abogado—. Siga usted, Mr. Woodruff.
—Bien; ordené la redacción del nuevo testamento en las primeras horas de la mañana del viernes y me dirigí a esta casa con él considerablemente antes del mediodía. Encontré solo a Khalkis. Siempre fue un tipo curioso de maníaco —frío, duro y terminante— pero esa mañana parecía turbado por algo… De todos modos, me dio a entender con claridad que nadie —ni siquiera yo, caballeros— debía conocer el nombre del nuevo beneficiario de sus Galerías. Puse el documento delante de él de modo que pudiera llenar el blanco con comodidad —¡llegó a obligarme a cruzar la habitación, bien lejos de su lecho!— y luego garabateó un nombre, según presumo, en el espacio aludido. Él mismo le pasó el papel secante, dobló aprisa la hoja, ordenó que Miss Brett, Weekes y Mrs. Simms atestiguaran la suscripción, echó la firma, selló el testamento con ayuda mía, y seguidamente lo guardó en la cajita de acero depositada en su caja fuerte, cerrando ambas él mismo con sus propias manos. Y ahí tienen ustedes, caballeros, el motivo por el cual nadie, salvo Khalkis, conocía el nombre del nuevo beneficiario de sus famosas Galerías.
Ambos policías rumiaron el asunto largamente.
—¿Quiénes conocían las disposiciones testamentarias? —inquirió luego Pepper.
—Todos. En la casa se rumoreaba mucho… El propio Khalkis no hizo ningún secreto al respecto. En cuanto al nuevo testamento, el viejo no hizo hincapié con respecto a la necesidad de no divulgar el hecho de que acababa de suscribir un nuevo documento, y no veía motivo alguno para callarme. Naturalmente, los tres testigos aludidos lo sabían todo, y supongo que propagaron el secreto a los cuatro vientos.
—¿Sloane lo sabía? —preguntó ásperamente Velie.
—¡Claro que sí, caballero! —afirmó Woodruff—. De hecho, esta mañana telefoneó a mis oficinas, interrogándome acerca de si el cambio le afectaba en alguna forma. Bueno, le informé de que alguien ocupaba ahora su lugar y que nadie, salvo el propio Khalkis, conocía su identidad, y él…
Los ojos de Pepper echaron chispas.
—¡Al demonio, amigo, usted no tenía derecho de hacerlo! —gruñó.
—Bueno, vea usted, Pepper, yo… —musitó débilmente Woodruff—. Acaso no debí… En fin, confieso que imaginaba que Mrs. Sloane sería la nueva beneficiaría del testamento y que, en ese caso, Sloane se adueñaría de las Galerías por intermedio de su esposa, con lo cual no perderíamos nada que…
—¡Vamos, vamos, amigo! —refunfuñó Pepper, con desdeñoso tonillo en su voz—. Ésa fue una evidente traicioncilla a su cliente, Woodruff. ¡Muy mal hecho! En fin, es inútil lamentarse sobre la leche derramada. Bien, cuando usted examinó el nuevo testamento cinco minutos antes de las exequias, ¿averiguó el apellido del nuevo beneficiario?
—No… No abrigaba la intención de abrir el testamento hasta después de las ceremonias fúnebres.
—¿Está usted seguro que era el documento auténtico?
—¡Positivamente seguro!
—¿Ese testamento consignaba una cláusula revocatoria?
—Sí.
—¿Qué es eso? —masculló Velie, suspicaz—. ¿Qué significa eso?
—Lo bastante para darnos una fuerte jaqueca —respondió Pepper—. La inclusión de una cláusula revocatoria en un nuevo testamento entraña el propósito de establecer la intención del testador en el sentido de revocar todos los anteriores testamentos. Y eso comporta el hecho de que el viejo testamento, válido hasta la mañana del viernes último, carece por completo de valor legal, ya sea que se encuentre o no el nuevo testamento. Y si no lo encontráramos y no podemos establecer la identidad del nuevo beneficiario de las Galerías Khalkis, éste será considerado como fallecido intestado. ¡Un lío enorme, caballeros!
—Y eso implica —agregó Woodruff, sombríamente— que los bienes de Khalkis serán divididos de acuerdo a los derechos respectivos de cada uno de los herederos legales.
—Sí, comprendo —masculló Velie—. Ese Sloane recibirá su tajadita, ocurra lo que ocurra, mientras no sea descubierto el nuevo testamento. El pariente más próximo de Khalkis es su hermana, Mrs. Sloane, según creo… ¡Bravo!… ¡Un buen golpe!
Crewe, quien se había paseado por la biblioteca como un león enjaulado, arrojó las heliografías sobre la mesa del escritorio, y se aproximó al grupo.
—¿Y bien, Edite? —preguntó Velie—. ¿Cómo le fue?
—No hallé nada. Ni paneles móviles, ni cuartos secretos. No existen espacios entre los muros. Los cielos rasos y pisos son sólidos… ¡como los construían en los buenos tiempos!
—¡Demontres! —gruñó Pepper.
—No, señor —aseveró el perito—. Si el documento no se encuentra encima de ninguna de las personas de la casa, créanme cuando les aseguro que no se halla en punto alguno del edificio.
—¡Pero eso es imposible! —tronó exasperado, Pepper.
—Bueno, pues es así, jovencito. —Crewe salió a trancos de la habitación y al poco oyeron el portazo dado por la puerta de la calle.
Los tres hombres no articularon palabra. Velie, sin explicarles nada, salió atropelladamente del estudio, regresando minutos más tarde más cejijunto y carilargo que nunca.
—Pepper —masculló rabiosamente—. ¡Me rindo! ¡Renuncio! Inspeccioné el cementerio y el pasaje. ¡Nada! Seguro que lo destruyeron… ¿Qué les parece?
—No sé; tengo una idea —respondió Pepper— pero eso es todo. Primero debo discutirla con el jefe.
Velie sepultó sus puños en los bolsillos, estudiando el campo de batalla.
—Bueno —refunfuñó—, considérenme hombre liquidado. Escúchenme, amigos: Cuando salga de esta casa, procederé a clausurar esta habitación y las dos contiguas. ¿Entienden? ¡Nadie debe entrar aquí dentro! Tampoco nadie debe tocar nada del cuarto de Khalkis, o de Demetrios… ¡es preciso dejarlo todo exactamente como está ahora! Y algo más aún: Entren y salgan de la casa, si les parece, pero como todas las veces serán registrados minuciosamente, les recomiendo abstenerse de jugarretas. Eso es todo.
—Con su permiso, caballero…
Alguien habló con voz cavernosa. Velie volvióse con lentitud. El doctor Wardes avanzaba hacia él; tratábase de un hombre de mediana estatura, barbudo como los antiguos profetas, pero con un físico casi simiesco. Sus brillantísimos ojos castaños, colocados muy juntos, contemplaban casi con burla al adusto sargento.
—¿Qué quiere usted? —masculló Velie, esparrancado sobre la alfombra. El médico sonrió:
—Sus órdenes no involucran grandes inconvenientes para los residentes habituales de la casa, pero a mí sí que me afectarán muy desagradablemente. No sé si sabe usted que sólo soy uno de los huéspedes de Khalkis, sargento, y… ¿Es indispensable que goce indefinidamente de la hospitalidad de esta tristísima mansión, amigo mío?
—¡Oiga! Después de todo, ¿quién es usted? —Velie dio un paso adelante.
—Mi nombre es Wardes, y soy ciudadano británico —replicó el barbudo, parpadeando—. Soy médico… especialista en ojos… Desde hace algunas semanas tenía en observación a Mr. Khalkis.
Velie gruñó. Pepper se le acercó y susurró algo en su oído. El sargento asintió y Pepper dijo:
—Naturalmente, doctor Wardes, nosotros no queremos causar molestias a ninguno de los huéspedes de la casa. Es usted libre en absoluto de marcharse de ella cuando guste. Desde luego —agregó, sonriente—, no objetará usted una última formalidad, ¿verdad que no? ¿Algo así como un registro concienzuda de su persona y equipajes cuando abandone la casa?
—¿Objetar? ¡Ciertamente que no, señor! —el facultativo jugueteaba con su larga barba castaña—. Por otra parte…
—¡Oh, quédese usted, doctor! —chilló Mrs. Sloane—. ¡No nos abandone en este trágico momento! Se portó usted tan bien con…
—Sí, doctor… ¡no se marche! —La nueva voz procedía de una hermosa mujer, de turgente pecho, y de ojos y cabellos negros.
El galeno se inclinó y murmuró algo inaudible, y Velie preguntó aprisa:
—¿Quién es usted, madame?
—Mrs. Vreeland. Vivo aquí. Mi esposo es… era representante viajero de Mr. Khalkis.
—No la comprendo, señora. ¿Representante viajero? ¿Cómo se entiende eso? ¿Y dónde está su esposo?
La mujer enrojeció violentamente:
—¡No me gusta su tono, caballero! ¡No le reconozco ningún derecho de interpelarme en ese tonillo irrespetuoso!
—Trague saliva, hermana, conteste rápido a mi pregunta —los ojos de Velie se volvieron fríos como el hielo.
El arranque de cólera de la mujer naufragó al punto:
—Se encuentra… en algún lugar del Canadá… en un viaje de «exploración».
—Bien, tratamos de localizarle —terció Sloane, inesperadamente. Sus aceitados cabellos negros, su bigotillo recortado, sus ojos aguados, bolsudos, le daban un aspecto extraño de individuo disipado—. Sí, tratamos de localizarle… La última vez que supimos de él andaba a la pesca de algunos viejos tapices de gran valor para la casa Khalkis. Operaba teniendo como base a Québec. Aún no recibimos noticias de él, aunque le enviamos un mensaje al hotel en que parara por última vez. Tal vez se entere de la muerte de Georg por los diarios.
—Y quizá no —respondió Velie con aspereza—. ¡Okay! ¿Se queda usted, doctor Wardes?
—Sí… puesto que me lo solicitan… Será un placer para mí —el médico retrocedió unos pasos, ingeniándose para acercarse lo más posible a la imponente figura de Mrs. Vreeland.
El sargento le miró obscuramente y haciendo señas a Pepper, abandonó con éste el salón. Woodruff les siguió pisándoles los talones. Todos los presentes abandonaron atropelladamente la biblioteca y Pepper cerró la puerta tras sí con infinito cuidado.
—¿Qué demontres le ocurre ahora? —inquirió Velie a Woodruff.
—Vean ustedes —replicó el abogado en tono áspero—. Pepper se creyó autorizado antes a acusarme de cierto error de juicio. Bien, no abrigo la intención de correr ningún albur, sargento: deseo que usted mismo me revise de los pies a la cabeza… ¡Usted mismo!… Recuerde que ahí dentro no inspeccionaron mis ropas y…
—¡Vamos, vamos, no lo tome usted a la tremenda, Mr. Woodruff! —indicó Pepper, suavemente—. De fijo que no…
—Creo que es una buenísima idea —terció Velie con acritud. Sin andarse con chiquitas, palpó, hurgó y pellizcó al abogado quien, a juzgar por su expresión, no esperaba aquello ni por asomo. Velie revisó con cuidado todos los papeles encontrados en los bolsillos de Woodruff. Al fin, dejó en paz a su víctima—. Limpio como la nieve, Woodruff. ¡Andando, Pepper!
En la calle encontraron a Flint, el joven y membrudo pesquisa, lidiando con el chasqueado grupo de periodistas, un puñado de los cuales aferrábase tenazmente a las verjas. Velie prometió enviar refuerzos al sudoroso mocetón, al igual que Johnson, apostado en los fondos del palacio, y a la mujer policía, de guardia en el interior. Acto seguido atravesó, con gesto hosco, los portones de hierro. Semejantes a un enjambre de avispas, los reporteros zumbaron en torno a los dos policías:
—¿Qué pasa, sargento?
—¿Cuál es el lío del día?
—¡Échenos unas migajitas, hombre!
—¡Vamos, Velie, no sea testarudo!
—¿Cuánto le dieron para hacerse el mudo?
Velie arrancó de sus hombros las manos de los moscardones, y en compañía de Pepper refugióse en el automóvil policial que aguardaba en el cordón de la acera.
—¿Qué demontres diré ahora al inspector? —gimió Velie, mientras el coche rodaba por el asfalto—. ¡De fijo que me desuella vivo!
—¿Qué inspector?
—Richard Queen —el sargento fijó su mirada malhumorada en la rojiza nuca del chófer—. Bueno, hicimos cuanto pudimos. Y dejamos la casa de Khalkis poco menos que en estado de sitio. Y enviaré a uno de los muchachos para que inspeccione la caja fuerte en busca de impresiones dactilares.
—¡Bah! ¡Menguado será el provecho que sacaremos de eso! —la vivacidad de Pepper habíase disipado—. El fiscal de distrito me pondrá también de vuelta y media… ¡Hum!… Será mejor que no me aleje mucho de la casa de Khalkis. Mañana volveré a caer por allá para ver qué novedades hay… Y si esos imbéciles encerrados en la casa pretenden armar alboroto contra nuestras medidas…
—¡Uff! ¡Tonterías! —refunfuñó el sargento.