3

El ayudante del fiscal de distrito, Mr. Pepper, era un joven de personalidad atractiva. El caso progresó con lentitud desde que él puso pie en la mansión de Khalkis, menos de media hora después de la llamada telefónica de Woodruff. Poseía el don de tirar de la lengua a la gente, pues conocía el valor de la adulación, talento éste que Woodruff, modesto picapleitos, nunca había adquirido. Con no poca sorpresa, Woodruff mismo se sintió mucho mejor luego de una breve conversación con Pepper. Nadie reparó en lo más mínimo en la presencia de un individuo carirredondo, cigarro en boca, que acompañaba a Pepper; tratábase de un detective llamado Cohalan, adscrito a las oficinas del fiscal de distrito; Cohalan, siguiendo el consejo de Pepper, limitábase a montar guardia en el umbral de la puerta del estudio y a fumar en silencio su grueso cigarro. Woodruff llevó de prisa a Pepper a un rincón, y le relató la historia del extraño funeral.

—La situación quedó planteada así, Pepper: cinco minutos antes de formarse el cortejo fúnebre, fui al dormitorio de Khalkis, y tomando la llave de la caja fuerte, regresé al estudio, abrí ésta y la cajita de acero… y lo vi allí, ante mis propios ojos. Ahora bien…

—¿Qué vio allí, Woodruff?

—¿No se lo dije antes? ¡Vaya cabeza la mía! ¡Se trata del nuevo testamento de Khalkis! ¡El nuevo! ¿Entiende? No cabe duda de que el nuevo testamento estaba, en la cajita de acero; lo saqué de adentro y vi mi propio sello sobre el precioso documento… Luego lo reintegré a su lugar, eché la llave a la cajita y a la caja fuerte, y salí del cuarto…

—¡Un momento, Mr. Woodruff! —el político Pepper siempre se dirigía con un ceremonioso «Mr» a los hombres de quienes necesitaba informaciones—. ¿Nadie más poseía llave de la cajita de acero?

—¡Absolutamente nadie! Esa llave es única, según afirmara el propio Khalkis poco tiempo atrás; y la hallé entre las ropas de Khalkis, guardadas en su dormitorio. Después de cerrar con llave la caja fuerte y la cajita de acero, procedía a colocarla en mi propio llavero. ¡Y aún la conservo, Pepper! —el abogado hurgó con torpeza en uno de sus bolsillos y extrajo una cartera-llavero; sus dedos temblequeaban mientras escogía una llavecita, que procedió a desenganchar y entregar al policía—. Juraré ante Dios que todo el tiempo estuvo en mi bolsillo. ¡Demonios! ¡Nadie podría habérmela robado a mí! —Pepper asintió con gravedad—. No hubo tiempo siquiera. Apenas salí de la biblioteca, dióse comienzo a la ceremonia del cortejo fúnebre. Cuando regresé, el instinto o la intuición me hizo volver aquí, abrir la caja fuerte y… ¡Cielos! ¡La cajita de acero y el testamento habían desaparecido misteriosamente!

—¿Tiene idea de quién puede habérselos llevado?

—¿Idea? ¿Idea? —Woodruff echó un vistazo en torno—. Tengo ideas de sobra, pero ni pizca de pruebas. Ahora bien, Pepper, en resumidas cuentas, la situación se presenta así: primero, cada uno de los que estaban en la casa en el momento en que vi el testamento en la cajita de acero se encuentra aún aquí. Segundo, todos los participantes en la ceremonia fúnebre abandonaron el palacio en grupo; formando grupo pasaron del callejón interior al cementerio, y podrían dar cuenta exacta de todos sus actos allí; además, no se pusieron en contacto con ningún extraño, salvo el puñado de personas que nos aguardaba en torno a la tumba. Tercero, cuando el grupo original retornó a la casa, dichos extraños regresaron también con nosotros, y todavía se hallan aquí.

—¡Interesante situación! —los ojos de Pepper brillaron de entusiasmo profesional—. En otras palabras, si alguno de los integrantes del grupo primitivo robó el testamento de Khalkis, y lo pasó a uno de esos extraños, tal acción le será de poco provecho, pues bastará una revisión prolija para ponerlos en descubierto; a menos que fuera escondido por el camino o bien en el propio cementerio… ¡Muy interesante! ¡Interesantísimo, Mr. Woodruff! Bien, ¿quiénes son esos extraños, como les llama usted?

—Ahí está uno de ellos —el abogado señaló a la diminuta mujer del anticuado sombrerito—. Es una tal Mrs. Susan Morse, solterona medio loca que vive en una de las seis casas contiguas al pasaje. Por lo tanto, es vecina nuestra —Pepper asintió, y Woodruff apuntó al sacristán, encogido y medroso detrás del reverendo Elder—. Luego figura Honeywell, que es ese individuo timorato de allí, sacristán de la iglesia vecina; y finalmente, los dos hombres a su lado, ambos sepultureros y dependientes de aquel individuo de más allá, de nombre Sturgess, representante de la Empresa de Pompas Fúnebres. Ahora bien, el cuarto punto es que, mientras estábamos en el campo santo, nadie penetró o salió de la casa: yo mismo establecí ese importante detalle de boca de los periodistas agrupados a la puerta de casa. Y yo mismo eché la llave a las puertas después de eso; de modo, pues, que nadie pudo entrar o salir de aquí desde entonces, Pepper.

—¡Hum! Creo que me está embarullando el caso, Mr. Woodruff —murmuraba el detective cuando un vozarrón acre retumbó detrás de él, y, al volverse, se encontró frente a Alan Cheney, más encarnado que nunca, que blandía su índice acusador ante las narices de Mr. Woodruff.

—¡Oiga usted, oficial! —bramaba el muchacho—. ¡No le crea! ¡Es falso que llamara o interrogara a los periodistas! Fue Miss Joan Brett… ¡Joan Brett!… ¿No es cierto, Joanie?

Joan poseía lo que podría describirse como el fundamento de una expresión helada en su carita agraciada; su cuerpo era alto y esbelto, su mentón altivo, sus ojos muy claros y vivaces, y su naricilla susceptible de gestos desdeñosamente altivos. Miró junto a Cheney en dirección de Pepper, y respondió con acento frío y vibrante a la vez:

—Creo que se achispó de nuevo. Mr. Cheney. Y le suplico que no me llame «Joanie». ¡Detesto las familiaridades!

Alan contempló, boquiabierto, los interesantes hombros de la muchacha.

—Se ha vuelto a embriagar —dijo Woodruff a Pepper—. Es Alan Cheney, sobrino de Khalkis y…

Pepper se excusó y caminó tras Joan, quien le miró con aire un tanto desafiante.

—¿Fue usted quien pensó en interrogar a los periodistas, Miss Brett?

—¡Pues claro está! —luego dos rosas adorables aparecieron en sus mejillas—. Por supuesto, Mr. Cheney pensó también en eso; salimos juntos, y Mr. Woodruff nos siguió. Es notable que ese jovenzuelo ebrio tuviera la galantería de destacar la acción de una mujer en…

—Sí, sí, desde luego, Miss Brett —Pepper sonrió, con esa su sonrisa cautivadora que reservaba para el sexo bello—. ¿Usted es la…?

Era la secretaria de Mr. Khalkis.

—Un millón de gracias —Pepper regresó junto al apaciguado abogado—. Bien, Mr. Woodruff, ¿decía usted…?

—Nada más que lo necesario para allanarle el terreno, Pepper —Woodruff se aclaró la garganta—. Iba a informarle que las dos únicas personas presentes en la casa durante el funeral fueron Mrs. Simms, ama de llaves, quien sufrió un desmayo luego del fallecimiento de Mr. Khalkis, y permaneció confinada en su dormitorio desde ese momento; y el mayordomo Weekes. Ahora bien, Weekes —y eso es lo increíble del caso— estuvo dentro de la biblioteca todo el tiempo que duró nuestra ausencia. Y jura y perjura que nadie entró allí. Todo el tiempo tuvo bajo sus ojos la caja fuerte.

—Bien, ya vamos concretando —respondió Pepper—. Si podemos dar crédito a Weekes, nos será posible determinar con mayor precisión el momento en que ocurrió el robo. De fijo, ello sucedió durante los cinco minutos transcurridos entre el instante en que usted estudió el testamento y el momento en que el cortejo salió de la casa. Es bien sencillo.

—¿Sencillo? —Woodruff no parecía demasiado seguro.

—Ni más ni menos. Cohalan, ven aquí —el detective cruzó el salón, seguido por ojos casi todos inexpresivos—. ¡Escúchame! Buscamos un testamento robado, que se halla en uno de cuatro lugares. O bien ha sido escondido en la casa, o se encuentra en poder de alguno de los de la casa; o ha sido arrojado en algún punto del pasaje particular; o se halla en el propio cementerio. Iremos eliminándolos uno por uno. Aguarda un momento mientras me comunico por teléfono con el jefe.

Marcó el número telefónico de la oficina del fiscal de distrito, Mr. Sampson, y al poco regresó frotándose las manos.

—El jefe enviará gente para ayudarnos. Después de todo, investigamos un delito. Mr. Woodruff, ruégole cuidar de que nadie salga de esta habitación mientras yo y Cohalan vamos a inspeccionar el cementerio y el pasaje. ¡Un momento, por favor, caballeros! —los presentes le miraron boquiabiertos—. Mr. Woodruff queda encargado de la dirección de las cosas, y ustedes deben cooperar buenamente con él. ¡Qué ninguno abandone el cuarto! —ambos detectives salieron de la habitación.

Quince minutos después regresaban con las manos vacías, encontrando a cuatro recién llegados en la biblioteca. Integraban el grupo el sargento Thomas Velie, gigante de cejazas negras, adscrito al servicio del inspector Queen, dos de los hombres del propio Velie, Flint y Johnson, y una corpulenta mujer policía. Pepper y Velie, sostuvieron un grave coloquio en un rincón; Velie se mantenía reservado y frío como de costumbre, en tanto que los demás aguardaban en patético silencio.

—¿Registraron a fondo el pasaje y el cementerio?

—Sí; pero no estaría de más que usted y sus hombres reinspeccionaran el terreno —replicó Pepper—, para mayor seguridad.

Velie masculló algo a Flint y Johnson, quienes salieron del cuarto. Velie, Cohalan y Pepper iniciaron una revisión sistemática del palacio, partiendo de la habitación en que se encontraban, el estudio de Khalkis, y cubrieron cuidadosamente todo el dormitorio y el cuarto de baño del difunto, y el dormitorio del idiota Demmy. Regresaron, y Velie, sin dar explicaciones, reinspeccionó el estudio. Trajinó alrededor de la caja fuerte, en los cajones del escritorio del muerto, entre los libros y estantes alineados sobre los muros… Nada escapó a sus ojos, ni siquiera un pequeño taburete colocado en una alcoba, sobre el cual reposaban un filtro y vajilla de té; Velie, con inmensa gravedad, sacó la apretada tapa de la cafetera y curioseó dentro. Gruñendo, encabezó el grupo fuera de la biblioteca, saliendo al vestíbulo, desde donde se desperdigaron para revisar la sala, el comedor, las cocinas, cuartitos y despensa de los fondos. El sargento examinó con cuidado especial las desmanteladas piezas del ceremonial fúnebre proporcionadas por la empresa de pompas fúnebres de Sturgess; pero no descubrió nada. Subieron las escaleras, e invadieron los dormitorios del piso alto como hordas vándalas, evitando únicamente el santuario de Mrs. Simms; seguidamente, subieron al altillo, y levantaron nubes de polvo huroneando entre viejos escritorios y apolillados baúles.

—Cohalan —ordenó Velie— encárgate de los sótanos.

El detective mordisqueó su cigarro, ya apagado, y descendió con desgana las escaleras.

—Bien, sargento —dijo Pepper, mientras ambos se apoyaban, resoplando, contra el desnudo muro del altillo—, me parece que no queda más remedio que resignarnos a cumplir el trabajillo sucio. ¡Maldito sea! ¡No quería tener que revisar a esas personas!

—Después de tanta roña —expresó Velie, contemplándose los dedos sucios— creo que eso será un verdadero placer. Bajaron las escaleras. Flint y Johnson se les unieron.

—¿Buena suerte, muchachos? —gruñó Velie.

Johnson, sujeto de continente opaco y cabellos grises, se rascó la nariz, y murmuró en respuesta:

—Ni pizca, sargento. Por otra parte, para empeorar las cosas, dimos con una criadita —doncella de servicio o algo por el estilo— que trabaja en la casa situada enfrente del pasaje, quien nos aseguró haber estado presenciando el cortejo fúnebre desde una ventana de los fondos y que… Bueno, sargento, la chica afirma que, con excepción de dos hombres —Mr. Pepper y Mr. Cohalan, según barrunto— nadie salió de esta casa desde el momento en que el cortejo regresó del cementerio. Y tampoco salió nadie de casa alguna del pasaje y…

—¿Y en el cementerio? —interrumpió el sargento.

—La suerte no nos sonrió tampoco allí, sargento. La mitad de los periodistas de la ciudad se apostaron al otro lado de las verjas de hierro correspondientes al costado de la calle 54 del cementerio. Bien, aseguran que en éste no vieron alma viviente desde que se marcharon los deudos de Khalkis…

Cohalan llegaba en ese momento. Ante la muda pregunta de su superior, sacudió tristemente la cabeza.

—Bueno —murmuró Velie al fin—, hay que tomar al toro por los cuernos —avanzó hacia el centro de la habitación y alzando la cabeza, bramó:

—¡Atención!

Los presentes se irguieron en sus asientos y algo del cansancio impreso en sus rostros pareció desvanecerse. Alan Cheney, agazapado en un rincón, con la cabeza entre las manos, se balanceaba suavemente. Mrs. Sloane hacía largo tiempo que había agotado su reserva de lágrimas ceremoniosas y decorosas; el propio reverendo Elder exteriorizaba una expresión expectante en su rostro aniñado. Joan Brett miraba fijamente al sargento Velie.

—Bien, señoras y señores —comenzó Velie con voz áspera—, no es mi deseo faltarle el respeto a nadie; pero tengo un trabajo entre manos y es menester que lo cumpla como corresponde. Ordenaré registrar a todos los de la casa… y si es necesario, no vacilaré en dejarles en cueros… El testamento robado sólo podría estar en un lugar: entre las ropas de una persona de la casa. Si son comprensivos, se resignarán al registro como buenos muchachos. ¡Cohalan, Flint, Johnson! ¡Ocúpense de los hombres! Señora —volvióse hacia la robusta mujer policía—, ocúpese usted de las damas; llévelas a la sala, cierre las puertas, y… ¡manos a la obra! Y si no lo descubre sobre ninguna de ellas, revise al ama de llaves y su cuarto de arriba. ¡Al trabajo!

El estudio estalló en una algarabía de conversaciones airadas, comentarios variados, protestas débiles. Woodruff hizo girar sus pulgares ante el escritorio, y contempló con benevolencia a Suiza; éste sonrió, ofreciéndose como primera víctima a Cohalan. Las mujeres salieron aprisa del estudio, y Velie tomó uno de los teléfonos, vociferando:

—¡Departamento de Policía!… Póngame con Johnny… ¿Johnny?… Ve a buscarme en seguida a Edmund Crewe. No te demores.

Reclinado contra el escritorio, observó fríamente cómo los tres detectives se encargaban, uno a uno, de los hombres, y exploraban minuciosamente sus cuerpos. Velie alzó, de súbito, un brazo; el reverendo Elder, sin protesta alguna, aprestábase a ser la próxima víctima.

—Reverendo… ¡Oye, Flint, déjale!… En su caso, reverendo, excusaremos el registro.

—Nada de eso, sargento —replicó el pastor—. De acuerdo a sus sospechas, soy tanto una posibilidad como los demás… —sonrió al ver la indecisión reflejada en la faz de Velie—. ¡Muy bien! Registraré mis ropas en su presencia, sargento —los escrúpulos de Velie en el sentido de colocar sus manos irreverentes sobre el ministro de Dios no le impidieron, por cierto, observar con ojos atentos al pastor, mientras éste daba vuelta a sus bolsillos y aflojaba y desceñía sus ropas, obligando a Flint a pasarle las manos por el cuerpo.

La mujer policía regresó al estudio gruñendo una lacónica negativa. Las mujeres —Mrs. Sloane, Mrs. Morse, Mrs. Vreeland y Joan— enrojecían de vergüenza, y pugnaban por evitar las miradas masculinas. La policía aseguró luego que el ama de llaves parecía tan inocente como las demás.

Siguió un largo silencio. Velie y Pepper mirábanse sombríamente; el primero, confrontado con una imposibilidad, refunfuñaba entre dientes; el segundo, reflexionaba furiosamente.

—Me huelo algo turbio por alguna parte —dijo Velie, con voz maligna—. ¿Está usted bien segura, señora, de que…?

La mujer policía se limitó a hacer visajes desdeñosos.

—Oiga, sargento —exclamó de súbito, Pepper, apresando la solapa del saco de Velie—, aquí intuyo algo vidrioso, como dice usted, pero no podemos rompernos la cabeza estrellándola contra la pared. Es posible que exista algún cuarto secreto o algo por el estilo y… Crewe, el experto en arquitectura, lo localizará pronto, si es que existe realmente… Después de todo, hemos hecho cuanto pudimos. Y no es posible mantener aquí, indefinidamente, a esas personas, en especial a los que no viven en esta casa…

Velie pateó con rabia la alfombra:

—¡Demonio! ¡El inspector me descuartizará vivo por el fracaso! —gruñó.

El asunto desarrollóse con ritmo vertiginoso. Velie dio un paso atrás, y Pepper indicó, cortésmente, que los extraños a la casa podían marcharse, y que aquellos que residían en ella no podrían abandonarla sin permiso oficial y sin ser revisados a conciencia cada vez que así lo hicieran. Velie hizo una señal con el pulgar a la mujer policía y a Flint —joven musculoso y nervudo— y encabezó el grupo fuera del cuarto, apostándose en el saloncillo de recepción, en donde se ubicó, con aire sombrío, junto a la puerta frontal. Mrs. Morse articuló un chillido medroso, al echar a andar, trabajosamente, detrás del policía, Velie ordenó registrarla de nuevo; al reverendo Elder esbozó una débil sonrisa, pero examinó personalmente al aterrorizado sacristán Honeywell. En el ínterin, Flint revisaba de nuevo a Sturgess, a sus dos ayudantes y al fastidiado Nacio Suiza.

Como todas las veces anteriores, la revisión fue infructuosa.

Luego de ausentarse los extraños a la casa, Velie regresó a la biblioteca, apostando a Flint enfrente de la mansión, desde donde podía vigilar la puerta principal y la de los sótanos. Johnson fue despachado a ocupar su puesto ante la puertecilla de los fondos, abierta al final de una serie de peldaños de madera conducentes al pasaje interior; en tanto que Cohalan vigilaba la entrada correspondiente a los fondos de los sótanos.

Pepper engolfábase en grave conversación con Joan. Cheney se acariciaba sus revueltos cabellos y hacía muecas a espaldas de Pepper. Velie llamó por señas a Woodruff.