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Esfumado… es decir, esfumado hasta pocos minutos después que los deudos y sus acompañantes regresaran a la mansión por el callejón interior.

La tensión volvió a materializarse entonces, subrayada esta vez por una serie tal de horribles acontecimientos que luego tornaron clara su fuente de emanación.

El preanuncio de los futuros sucesos resonó en boca de Miles Woodruff, abogado del difunto Khalkis. El panorama del caso parece punzante en este punto. El reverendo Elder había regresado a la casa de la familia Khalkis a los efectos de brindar a los deudos sus evangélicos consuelos, llevando a la zaga al atildado y modosito Honeywell. La diminuta anciana de ojos brillantes que aguardara el paso del cortejo en el cementerio, se encontraba ahora en la sala, inspeccionando el túmulo funerario con ojos críticos, mientras Sturgess y sus ayudantes se afanaban retirando los lúgubres accesorios de su labor. Nadie invitó a entrar a la vieja mujer, y ninguno pareció reconocerla o notar siquiera su presencia en la mansión, salvo acaso el idiota Demmy, quien la contemplaba con ojos en que brillaba cierto ligero disgusto. Los demás ocupaban sillas o vagaban por los salones cercanos; entablábanse pocas conversaciones; nadie, con excepción de los empleados de pompas fúnebres parecía saber lo que debía hacer.

Miles Woodruff, inquieto como todos, pugnando por evadirse de aquella atmósfera tensa y extraña, penetró al azar en la biblioteca del muerto, y Weekes, el mayordomo, saltó sobre sus pies, presa de cierta confusión; al parecer, el buen hombre había estado descabezando un sueñecito. Woodruff agitó la mano y siempre sin rumbo fijo, absorto en sus lúgubres pensamientos, atravesó la sala en dirección al trecho de pared, situado entre dos estanterías de libros, en que estaba empotrada la caja fuerte de Khalkis. Woodruff afirmó luego tozudamente que su acción de manipular con los discos de combinación de la caja, acción que motivó la apertura de la puertecilla, fue puramente maquinal. Y según afirmara luego, no abrigaba la intención de buscarlo… ni mucho menos esperaba descubrir su desaparición misteriosa. ¡Cielos! ¡Si menos de cinco minutos antes del entierro él lo había examinado! Con todo, seguía en pie el hecho de que Woodruff había descubierto, bien por casualidad, bien adrede, que eso había desaparecido, al igual que la caja de hierro, descubrimiento éste que hizo vibrar una campanada de alarma dando lugar a la reaparición de la extraña tensión en el aire, que condujo a los horribles acontecimientos inmediatos.

La reacción del abogado ante aquella desaparición fue sorprendente. Volviéndose hacia Weekes, tronó:

—¿Tocó usted la caja fuerte?

El mayordomo balbuceó una negativa formal, y Woodruff resopló de ira.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted ahí sentado? —preguntó.

—Desde que el cortejo fúnebre salió de casa al cementerio, señor.

—¿No penetró nadie en la habitación mientras usted estaba aquí sentado?

—Ni un alma viviente, señor.

Weekes temblaba de miedo. A los ojos del viejo y servil mayordomo era aterrorizante la postura despótica, de amo, del abogado. Woodruff aprovechábase de su altura y corpulencia, de su rostro rojo y de su voz carrasposa para apabullar al viejo criado y reducirlo casi a las lágrimas:

—¡Usted dormía como un lirón cuando entré en la biblioteca! —bramó.

—Sólo dormitaba, señor —gimió el mayordomo—. Sólo dormitaba, señor… ¿Acaso no le oí entrar aquí, señor?…

—¡Hum! —Woodruff se ablandó un tanto—. Creo que tiene razón. Vaya a decirles a Mr. Sloane y Mr. Cheney que vengan aquí de inmediato. ¡Vamos!

Woodruff estaba ante la caja fuerte, en actitud imperiosa, cuando los dos hombres entraron, sorprendidos en la habitación. El abogado los miró con aire desafiante y en silencio, can las maneras que desplegaba ante testigos difíciles. Reparó al momento en cierta turbación de Sloane, cuya esencia exacta no atinó a discernir. En cuanto a Alan, el joven hacía visajes para no perder la costumbre, y cuando se adelantó hasta Woodruff, éste olfateó whisky en su aliento. Woodruff no se anduvo con rodeos. Cayó sobre ellos como un alud, señalando la caja fuerte, y mirándolos con expresión suspicaz. Alan sacudió su cabeza de león; era un mocetón en la flor de la edad, elegantemente ataviado a la última moda londinense. Sloane nada dijo, limitándose a encoger sus hombros.

—¡Muy bien! —murmuró Woodruff—, pero es necesario llegar al fondo mismo del caso, caballeros. ¡Y será ahora mismo!

Woodruff parecía hallarse en la gloria. Convocó a todos los de la casa en el estudio. Parecerá sorprendente, pero la verdad es que menos de cuatro minutos después del regreso del cortejo fúnebre a la mansión, Woodruff los tenía a todos en la palma de la mano; a todos, incluso al propio Sturgess y sus ayudantes. El abogado tuvo la dudosa satisfacción de oírles negar haber tocado siquiera la caja fuerte en el curso de aquel día sombrío.

En ese instante tragicómico, Joan Brett y Alan Cheney fueron sorprendidos por el mismo pensamiento. Ambos se precipitaron hacia la puerta, salieron fuera del cuarto y penetrando en el vestíbulo, descendieron volando las escaleras hacia el salón de entrada de la mansión. Woodruff, profiriendo un juramento, lanzóse tras ellos, sospechando ignorar algo importante. Alan y Joan abrieron la puerta del salón aludido, cruzaron aprisa el vestíbulo y a poco llegaron al umbral de la puerta de calle, enfrentando a un grupo de personas aparentemente sorprendidas por aquella irrupción. Woodruff llegó, jadeante, tras ellos. Joan preguntó a los presentes si alguien había salido de la casa en la pasada media hora, interrogante coreado por Alan y Woodruff. Un mocetón, periodista a buen seguro, bramó una negativa, mientras otro se desgañitaba preguntando por qué no les dejaban entrar en el palacio, prometiendo, al mismo tiempo, no tocar nada. Alan preguntó de nuevo si alguien había entrado, y recibió por respuesta una atronadora negativa. Woodruff tosió, conmovido su aplomo por aquella escena en público, y arreando de vuelta a la joven pareja a la casa, echó la llave a las puertas.

Con todo, el abogado no era hombre de aplomo fácil de conmover. Recobro su sangre fría no bien reentró en la biblioteca, en donde aguardaban los demás, sentados o de pie, con expresión ligeramente expectante. Formuló rápidas preguntas a unos y a otros, torturándoles con alevosía, y casi juró de ira desilusionada cuando descubrió que la mayoría de los allegados del difunto conocían la combinación de la caja fuerte.

—¡Bien está, caballeros! —refunfuñó—. Alguien trata de jugarnos una malísima partida. ¡Alguien miente! Pero pronto, ¡muy pronto!, descubriremos quién es, palabra de honor —paseóse de arriba abajo ante los presentes—. Sé ser tan listo como cualquiera de ustedes. Es mi deber revisar a cada uno de la casa. Y ahora mismo. ¡En seguida! —todos cesaron de asentir—. ¡Oh! Sé que a algunos no les agrada la idea. ¿Creen acaso que a mí mismo me gusta? Pero lo haré. Eso fue robado bajo mis propias narices. ¡Mis narices!

En ese punto, pese a la grave situación, Joan rió entre dientes; las narices de Woodruff no abarcaban mucho espacio en el mundo.

Nacio Suiza, el barbilindo inmaculado, sonrió con suavidad:

—¡Oh! ¡Vamos, vamos, Woodruff! ¡Menos melodrama! La cosa debe tener alguna explicación sencilla. ¡Usted dramatiza!

—¿De veras, Suiza, de veras? —Woodruff volvió su mirada de Joan a Suiza—. Ya veo que le disgusta ser revisado. ¿Por qué?

—¿Estamos acaso en un tribunal? ¡Repórtese, hombre! Quizá —señaló con sarcasmo—, quizá usted se equivocó cuando creyó ver el cofre en la caja fuerte cinco minutos antes del funeral.

—¿Equivocado? ¿Yo? ¡Ya verá usted que no erraba cuando uno de ustedes resulte ser un ladrón!

—De todos modos —respondió Suiza, mostrando sus dientes blanquísimos— no toleraré procedimientos de mano fuerte. Intente nada más revisarme, amigo, y yo…

En ese punto ocurrió lo inevitable; el abogado perdió los estribos. Sacudió bramando su puño velludo ante la nariz aguileña y desdeñosa de Suiza, y balbuceó finalmente:

—¡Por el cielo, ya verá usted de qué soy capaz! ¡Demontres! ¡Pronto sabrá lo que es tener mano fuerte! Y concluyó haciendo lo que debía haber hecho en un principio: cogió con rabia uno de los dos teléfonos del escritorio del difunto, marcó febrilmente un número, tartajeó algo a un inquiridor invisible, y recolgó el teléfono con estruendo, al tiempo que gritaba a Suiza, con acento maligno:

—¡Veremos si le revisan o no, amigo mío! ¡Por orden del fiscal del distrito, Mr. Sampson, todos los presentes en la casa no deben mover un pie fuera de aquí hasta que haya llegado la policía y demás autoridades competentes!