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Desde el principio mismo, el caso Khalkis trasuntó una nota trágica. Comenzó con la muerte de un anciano, hecho éste en extraña armonía con lo que le reservaba el porvenir. El fallecimiento de dicho anciano fue tejiendo su trama, a semejanza de una melodía de contrapunto, al través de todos los intrincados compases de la marcha fúnebre subsiguiente, en la cual estaban ausentes los acordes correspondientes a seres inocentes. En su parte final estalló en un crescendo de culpabilidad orquestal, un canto de muerte, macabro y horrible, cuyos ecos repercutieron en los oídos de todo Nueva York mucho tiempo después que se apagara el son de la postrera nota de tragedia y de horror.

Cabe aseverar que cuando Georg Khalkis falleció de un ataque cardíaco, nadie —y menos aún el propio Ellery Queen— sospechó que ese suceso constituía el preludio de una Sinfonía de Crímenes. De hecho, es harto dudoso que Ellery Queen se enterara siquiera de la muerte de Georg Khalkis antes de que el suceso llegara a su conocimiento, poco menos que por fuerza, tres días después que los restos mortales del anciano ciego fueran inhumados, con el ceremonial de práctica, en el lugar en que todos creían que sería su última morada.

Los periódicos olvidaron hacer resaltar, en sus primeras noticias de la muerte de Khalkis, el detalle concerniente a la interesante situación de la tumba del anciano. Ello traía a la luz ciertos pormenores curiosos del viejo Nueva York. El palacio de Khalkis, de frente parduzco, estaba situado en la calle 54, este, elevándose junto a la tradicional iglesia de la Quinta Avenida que ocupa la mitad de la manzana entre aquélla y la avenida Madison, mientras que por el norte y por el sur está flanqueada por las calles 55 y 54, respectivamente. Entre la mansión de Khalkis y la iglesia se extiende el cementerio, considerado como uno de los más antiguos de la ciudad. En dicho campo santo debían ser enterrados los restos mortales del anciano potentado. La familia Khalkis, que durante casi dos centurias había sido feligresa de dicha iglesia, no estaba afectada en modo alguno por esa ordenanza municipal que prohíbe entierros en el corazón de la ciudad. Sus derechos a dormir el último sueño bajo la sombra de los rascacielos de la Quinta Avenida quedaron establecidos en virtud de su tradicional posesión de una de las bóvedas subterráneas del cementerio aludido. Dichas bóvedas eran invisibles a los transeúntes, por cuanto sus túneles se hunden alrededor de un metro bajo tierra, y, por ende, el suelo del campo santo no aparece quebrado por las sombras trágicas de las tumbas. El funeral fue tranquilo, sin lágrimas, y en privado. El cadáver, convenientemente embalsamado y vestido con sus prendas de gala, fue depositado en un vasto ataúd, negro y lustroso, colocado sobre un catafalco que los empleados de la Empresa de Pompas Fúnebres dispusieron en la sala del primer piso de la mansión. Elder, pastor de la iglesia contigua, ofició los servicios fúnebres. No se advirtió señal alguna de excitación o emoción, y salvo un sospechoso desmayo, representado con vigor por Mrs. Simms, ama de llaves del difunto, no hubo ningún acceso de histerismo.

No obstante ello, como señalara luego Joan Brett, algo vidrioso cerníase en la casa. Algo que atribuiríamos a la misteriosa intuición femenina que las eminencias científicas tachan, precipitadamente, de tontería pura. Sea como fuere, Joan describió ese algo como cierta «tensión en el aire». Desde luego, no atinaba a individualizar al individuo o a los individuos causantes de esa tensión… si ésta en realidad existía. Cabe subrayar que, antes al contrario, todo pareció desarrollarse normalmente, y con ese toquecillo, conveniente de dolor íntimo, inexteriorizado. Concluidos los sencillos servicios fúnebres, por ejemplo, los miembros de la familia y un puñado de amigos y empleados o colaboradores desfilaron ante el túmulo, dieron en silencio su postrer adiós al cadáver, y luego regresaron con decoro a sus respectivos lugares. Delphina lloró, pero a la manera de los aristócratas: una lagrimilla, un sollozo, un suspiro. Demetrios —a quien ninguno soñaría siquiera en llamar por otro nombre que no fuera el de Demmy— clavó su fija, y a la vez, ausente mirada estúpida en la faz fría de su primo tendido para siempre en el ataúd. Alan Cheney, de rostro un poco empurpurado, sepultó sus manos en los bolsillos de su jacket, esbozando muecas en el aire. Gilbert Sloane palmeó la mano regordeta de su mujer. Nacio Suiza, director de la Galería de Arte de Khalkis, correcto hasta en el último detalle en su atuendo, aguardaba, con aire lánguido, en un rincón. Woodruff, abogado del finado Khalkis, sonóse estrepitosamente las narices. Una escena por demás natural y correctísima. A continuación, el encargado del ceremonial fúnebre, un sujeto de expresión preocupada y continente de enriquecido, de nombre Sturgess, puso en movimiento a sus subordinados, y en un periquete la tapa del ataúd fue atornillada. Sólo quedaba ahora organizar la postrera procesión. Alan, Demmy, Sloane y Suiza se ubicaron junto al catafalco, levantaron el ataúd sobre sus hombros, bajo el severo examen profesional de Sturgess, y las preces del reverendo Elder, y, finalmente, el fúnebre cortejo avanzó en dirección a la calle.

Ahora bien, cabe informar a los lectores de que Joan Brett —como reparara luego el propio Ellery Queen— era una jovencita sagaz y sutil. Si había sentido aquella «tensión en el aire», a buen seguro que ésta existía. Pero, ¿dónde? ¿Desde qué dirección? ¡Parecía tan difícil acusar a alguien de ello! Acaso procedía del barbudo doctor Wardes, quien cerraba la marcha junto con Mrs. Vreeland. O bien de los que llevaban el ataúd. O acaso de los que iban a la zaga del mismo, junto a Joan. A decir verdad, bien podría proceder de la misma mansión, emanando de la extraña desesperación de Mrs. Simms, desplomada en su lecho, o bien de Weekes, el mayordomo, quien se acariciaba vagamente el mentón en el estudio del difunto.

Por cierto que esa tensión misteriosa no puso obstáculos en la marcha del cortejo fúnebre, que no penetró en el cementerio por la puerta principal de la calle 54, sino por una puertecilla excusada abierta en el callejón privado circundado por las seis residencias de las calles 54 y 55. Doblaron a la izquierda y atravesando el portón del costado oeste del callejón en cuestión, penetraron en el cementerio. Los transeúntes y curiosos, apiñados como moscas en las verjas de la calle 54, se vieron defraudados en sus esperanzas de presenciar el cortejo; ésta fue, precisamente la razón por la cual la familia escogió aquella marcha discreta por la puertecilla lateral. Los curiosos, encaramados en las verjas coronadas de lanzas, atisbaban el cementerio a través de los barrotes de hierro; entre ellos pululaban periodistas y cameramen, y todos guardaban extraño silencio. Los actores de la tragedia no pararon mientes en aquellos entremetidos. Al cortar camino por el pelado campo santo, otro pequeño grupo de personas apareció a su vista, rodeando una cavidad rectangular en el césped, y un montículo de tierra matemáticamente excavado. Dos sepultureros —ayudantes de Sturgess— y Honeywell, sacristán de la iglesia, aguardaban allí la llegada de la procesión funeraria, junto a una anciana diminuta, tocada con un sombrerillo negro, harto pasado de moda, que a cada instante enjugaba sus ojos enturbiados por la edad.

Si fuera menester dar crédito a la intuición de Joan Brett, la tensión pareció redoblar de intensidad.

Pese a ello, la escena subsiguiente pareció tan inocente como todo lo ya ocurrido. Siguieron los preparativos rituales de práctica; un sepulturero, inclinado sobre la húmeda tierra, asió la manija de una vetusta puerta de hierro, comida por el óxido y encajada horizontalmente en el terreno; los rostros de los presentes sintieron el hálito característico de los espacios confinados; el ataúd fue descendido con cuidado hasta la cripta de abajo, flanqueada de ladrillos viejos, enmohecidos; un ajetreo de sepultureros; algunas palabras proferidas en tono bajísimo, respetuoso, el deslizamiento del cajón fúnebre a un lado, hasta desaparecer de la vista, rumbo a uno de los innumerables nichos de la vasta bóveda subterránea; la puerta de hierro despidió un portazo metálico, siniestro; la tierra y la hierba cubrió de nuevo la boca de la bóveda…

Y Joan Brett sintió que en ese momento algo de la tensión flotante en el ambiente se esfumaba como por ensalmo…