Muchos podemos recordar que cuando estudiábamos en el colegio (en nuestro caso cuando estudiábamos el bachiller), nos contaron que los soldados dejaban de marcar el paso al atravesar los puentes porque (nos decían), al pasar marcando el paso por un puente de Alemania este se rompió. A la mayoría le podía sonar un poco raro si no se explicaba mejor, y el tema podría haber quedado en un dato curioso y pendiente de comprobación para los más aplicados, pero la verdad es que se había dado el caso y de una manera muy espectacular.
En Estados Unidos, donde dicen que todo se hace bien (sobre todo lo dicen los norteamericanos, pero es que son los que dicen la mayor parte de lo que oímos), el 7 de noviembre de 1940 se hundió uno de los puentes más grandes del mundo (el tercero más grande) en la bahía de Tacoma, aunque no por el marcial desfile de unos soldados, que ni siquiera en la Alemania de los años cuarenta marcaban el paso más que en situaciones muy concretas y durante unos cientos de metros. A ese gran puente lo derribó el viento, un viento no demasiado fuerte, pero que iba a una velocidad muy concreta.
SI ALLÍ NO HABÍA UN PASO, HABÍA QUE INVENTARLO
Si miramos un mapa de Norteamérica, en la costa del Pacífico, justo en la frontera entre Estados Unidos y Canadá, hay una bonita bahía, llena de entrantes y salientes. En el lado canadiense está Vancouver y en el lado estadounidense veremos enseguida la ciudad de Seattle.
Seattle ya era en 1940 una ciudad próspera gracias, entre otras, a empresas como Boeing, que hacía aviones civiles y militares, y varias otras dedicadas en exclusiva a la fabricación de armamento. Años después sería más próspera aún gracias a recién nacidas como Microsoft, y nos puede sonar que cerca de allí estalló en mayo de 1980 el volcán Santa Helena (una gran catástrofe, pero nada tecnológica).
Pero en aquellos años treinta y cuarenta en que había una guerra en Europa que a Estados Unidos sólo le afectaba en la forma de un gran aumento de producción industrial para fabricar armamento y exportarnos a los europeos lo que no podíamos fabricar por «los desastres de la guerra», en esa esquina del mapa uno de los principales problemas era que en una zona tan geográficamente enrevesada, con brazos de mar que entraban decenas de kilómetros tierra adentro, dirigirse desde Seattle hacia el oeste significaba subirse a un barco o dar un rodeo de docenas de kilómetros. Y había un punto especialmente apropiado un poco al sur de Seattle, en la bahía de Narrows (‘estrechos’, en ingles) en Tacoma. Se hacía necesario construir un puente allí.
Aunque ya desde mediados del siglo XIX había proyectos de un puente en ese punto, fue en la década de 1920 cuando aparecen las primeras iniciativas serias (es decir: poniendo dinero en ello) y se abrió un concurso con las condiciones técnicas correspondientes, entre las que constaba que debía soportar vientos de hasta doscientos kilómetros por hora.
Varios importantes ingenieros se vieron involucrados en los primeros momentos, como Joseph Baermann Strauss (que más tarde participó en la construcción del puente Golden Gate de San Francisco), y David Bernard Steinman. Este último llegó a trabajar un tiempo en el diseño, pero la escasez del dinero para la construcción fue posponiendo el comienzo de las obras hasta más allá de su paciencia.
¿QUEREMOS UN PUENTE SÓLIDO O FLEXIBLE?
En 1937 se retoma el proyecto y Clark Eldridge presentó un diseño en el que se especificaban unas vigas para poner como calzada del puente, con nueve metros de espesor para darle la mayor rigidez. Pero ahí fue donde intervino Leon Moisseiff, un lituano que llegaba avalado por su intervención (como uno de los diseñadores) en la construcción del Puente de Manhattan. Moisseiff era partidario de que un puente colgante, como el que se estaba planteando, debía ser tan flexible como fuese posible, pues así sería también lo más ligero y barato que se podría construir.
Sus ideas fueron tenidas en cuenta en la construcción del Golden Gate de San Francisco, que se inauguraba justamente en esos días, y la propuesta aún más radical de Moisseiff para el de Tacoma incluía la utilización de vigas de dos metros y medio de espesor (menos de la tercera parte de lo calculado por Eldridge). Se aceptaron sus propuestas con rapidez y en ello es probable que influyera, y mucho, que el coste del proyecto bajaba de los once millones de dólares de la propuesta de Eldridge a sólo ocho millones en la de Moisseiff.
Financiado en parte con fondos públicos y el resto sobre los ingresos previstos por el peaje, el 23 de noviembre de 1938 se comenzó por fin la construcción del anhelado puente y, el 1 de julio de 1940, se inauguró al tráfico.
UN DINOSAURIO GALOPANTE
Enseguida se vio que el puente se movía demasiado, sobre todo en sentido longitudinal: la mitad oeste del vano principal subía a la vez que la otra mitad bajaba y viceversa. Los coches que enfilaban el puente (de un carril en cada sentido) veían a otros coches que se acercaban de frente y los dejaban de ver cuando esa parte de la calzada bajaba. Se ganó en seguida el apodo de Galloping Gertie (‘Gertie galopante’). Gertie era un popular personaje de los dibujos animados de unos años antes: un dinosaurio torpón y asustadizo que ocasionaba numerosos accidentes cuando jugaba con maneras de bebé; su diversión más característica era agarrar los vehículos de la gente con la que se cruzaba y lanzarlos por barrancos o contra las farolas (el humor también ha evolucionado a lo largo del siglo XX).
Los ingenieros, de todas formas, insistían en que no había peligro en las subidas y bajadas de la calzada del puente, porque eran oscilaciones «longitudinales» y no hacían sufrir la estructura, que estaba preparada para ello. Los diseñadores del «Puente del Milenio» de Londres dijeron algo muy parecido sesenta años después. Pero el 7 de noviembre, apenas cuatro meses después de la inauguración, el viento soplaba de lado. Apenas a unos sesenta kilómetros por hora, muy por debajo de los doscientos para los que estaba preparado, pero a esa velocidad el puente entró en resonancia.
LOS PUENTES NO DEBEN UTILIZARSE COMO COLUMPIOS
Hablemos de resonancias. Hasta los niños saben (de forma empírica, pero lo saben), que para que un columpio se balancee a lo grande no es necesario aplicar mucha fuerza, sino aplicarla con cierto ritmo; el ritmo exacto se encuentra con el propio balanceo: hay que aplicar la fuerza (aunque sea poca) cuando el columpio está más arriba, y debe estar dirigida hacia el centro: con eso y un bizcocho se pasan unas tardes estupendas.
Es un ejemplo de aplicación de una fuerza que entra en resonancia con el columpio: la fuerza tiene la misma frecuencia que la frecuencia natural de balanceo y el efecto es que se acumulan los sucesivos empujoncitos. Pero ¿cómo un viento constante puede hacer ese efecto? El viento, efectivamente, no empujaba y dejaba de empujar con un ritmo constante. Pero ahí toma importancia la forma (y el tamaño consiguiente) de las vigas con las que se había montado la calzada.
Para empezar, estaba hecho con unas vigas que, vistas desde uno de los extremos del puente, tenían forma de letra H, cuya parte horizontal (muy estirada la letra) era la que soportaba la calzada, mientras que las dos partes verticales de la letra eran los laterales del puente, donde se enganchaban los cables de soporte y, conectadas a las siguientes «H» por delante y por detrás, daban rigidez longitudinal (poca, sólo la justa) al puente.
En el gran puente, esas partes «verticales» de la «H» formaban sus laterales. En otros puentes, como el glorioso Golden Gate, esa estructura no está hecha en base a una viga maciza, sino con una rejilla de vigas más pequeñas, al estilo que vemos en la Torre Eiffel y en los grandes pilares de los tendidos eléctricos levantados por el campo, que es muy difícil que tengan problemas con el viento. Ello tiene la desventaja de que soporta peor los golpes y que cualquier defecto en cualquier pequeña pieza compromete la rigidez del conjunto. En otras palabras: hay que construirla con mucho cuidado y es cara. Su ventaja, que es bastante más ligera y que deja pasar el aire a su través. Esto último resultó ser lo más importante de todo en Tacoma.
La fuerza del viento sobre cualquier estructura crece mucho con la velocidad. No hay más que ver (y oír) a los coches de la Fórmula 1 para darse cuenta de que vencer la resistencia del viento puede ser un trabajo muy pesado.
LA (ENORME) FUERZA DE LA BRISA
Si disfrutamos de la velocidad y sensación de potencia que muestran en su avance los grandes veleros de competición, es evidente que el viento, sobre velas de seiscientos metros cuadrados como las de la Copa América, puede mover muchas toneladas de barco y hacerlo con brío. En el caso del Puente de Tacoma-Narrows, estamos hablando de una «vela» de ochocientos cincuenta metros de largo y varios metros efectivos de altura; era una gran vela, de más de tres mil metros cuadrados, y actuaba sobre una estructura muy flexible.
Ese viento lateral empezó a mover el puente hacia los lados, y a las diez en punto de la mañana de ese 7 de noviembre de 1940 el movimiento era tan exagerado como para que los periodistas empezasen a sacar película del puente en la convicción de que de un momento a otro iban a grabar su hundimiento (tres años antes habían proyectado en todos los cines el incendio del Hindenburg, en una de las secuencias más dramáticas jamás filmadas; sólo comparable al hundimiento de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001). Incluso grabaron cómo abandonaba su coche (dejando a su perro dentro) el último usuario del puente, un tal Leonard Coatsworth, porque nadie había cerrado el peaje.
En la película se aprecia cómo, en los últimos metros, Leonard avanza muy abierto de piernas apoyándose en uno u otro pie según el momento del balanceo. Vendrá bien recordar este detalle al hablar del Puente del Milenio de Londres. También se puede ver en la película cómo el puente, cuando se mueve a favor del viento, lo hace con el lateral que recibe el viento «levantado», y cuando vuelve, lo hace con ese lateral «bajado». Esa es la consecuencia de estar colgado de dos filas de cables nada más y es, además, la mejor manera de aprovechar el viento para balancearse si estuviésemos en un columpio. La torsión del puente, que levantaba el lateral que daba al viento aproximadamente «una vez por segundo», aprovechaba al máximo la fuerza del aire a esa velocidad a la que el balanceo también movía el puente a izquierda y derecha (siempre visto desde uno de sus extremos) justo también «una vez por segundo». Esa era la resonancia: que el movimiento de torsión subía y bajaba el lateral del puente una vez por segundo y el viento, que a velocidades bajas lo movía más despacio y a velocidades altas lo movía también a otras velocidades, a justo sesenta kilómetros por hora lo balanceaba sin embargo a ese mismo ritmo de una vez por segundo y siempre pillaba con el lateral alzado a la hora de empujar y con el lateral bajado a la hora en que se movía contra el viento; el empuje mayor se acumulaba en balanceos cada vez más largos, como un columpio grande y carísimo.
Por fin, a las once y diez, ante el asombro de los espectadores por lo mucho que había aguantado, el puente se rompió por el centro, cayó al fondo de la bahía y dejó de balancearse para siempre.
Y EL SEGURO SIN PAGAR
Se estudió el caso, se sacaron las correspondientes conclusiones (que aquí hemos resumido) y se construyó otro puente aprovechando apenas parte de las cabeceras (la conexión del puente con el terreno a uno y otro lado de la bahía) y los cimientos de los pilares. Por cierto, como guinda del desastre, una parte del seguro que habían contratado para casos de accidentes, unos ochocientos mil dólares, no se pudo cobrar porque el corredor de seguros se había guardado la prima en su bolsillo en lugar de hacerlo en la caja de la compañía de seguros.
El nuevo puente se inauguró en 1950 y todavía sigue en pie. En 2007 se terminó otro, paralelo al anterior, para absorber el aumento del tráfico.