Capítulo 52. Aceite de colza (el síndrome tóxico)

Miles de muertos, decenas de miles de afectados que arrastran las consecuencias durante décadas y un problema médico del que, treinta años después, sigue sin saberse con detalle qué lo causó. Fue una catástrofe, sin ninguna duda, y de las graves, pero si pudiésemos no tener en cuenta a las víctimas (difícil: la tarde en que escribimos este capítulo hemos estado hablando con una de ellas), las circunstancias en que se desarrolló la crisis sanitaria harían reír ante la sucesión de despropósitos, ante las noticias estrambóticas en la prensa, a la vista de un país en cuyas entretelas se sucedían descubrimientos de picarescas y corruptelas y quedando al descubierto un gobierno, llamado así porque al menos nominalmente eran quienes gobernaban, que daba la imagen de una comedia de enredo de esas en la que entran y salen personajes grotescos por todas las puertas a la vez y con un ministro de Sanidad declarando con solemnidad que «esto lo está ocasionando un bichito que si se cae se mata» (de verdad: eso dijo ante los micrófonos el señor ministro don Jesús Sancho Rof).

UNA TRAGEDIA DE ENREDO

Era el año 1981 y en España gobernaba un partido de centro, UCD, que arrastraba bastante desgaste político. De repente, a primeros de mayo empiezan a aparecer casos que podían calificarse de neumonía (por los pulmones afectados y otros síntomas) pero que, por otro lado, no resultaban curados, ni siquiera mejorados, por los medicamentos habituales. La neumonía es una infección de los pulmones y se combate con antibióticos, pero estos no hacían absolutamente nada contra esa enfermedad a la que, en principio, se le otorgó el confuso y poco imaginativo nombre de «neumonía atípica».

Y cada día aparecían decenas o incluso cientos de nuevos afectados, y muchos morían, y el resto seguían graves, y ni se sabía qué lo ocasionaba ni, mucho menos, se tenía una sola idea válida de cómo curarlos o, al menos, paliar sus sufrimientos. Era una epidemia que parecía fuera de todo control; en los periódicos se hablaba cada día en la portada de la «neumonía atípica» y lo único que nadie discutía era que los afectados sufrían un grave edema pulmonar que no remitía más que a base de dosis masivas de corticoides.

Desde el Ministerio de Sanidad se decía un día una cosa y al siguiente lo contrario. En un determinado momento se publicó que había una gran similitud con la psitacosis/ornitosis, enfermedad que transmiten los pájaros al hombre. La consecuencia de esa noticia fue fulminante: a la mañana siguiente la inmensa mayoría de los periquitos, jilgueros y canarios domésticos habían dejado de alegrar con sus cánticos los patios y terrazas (estaban en los cubos de basura; esperemos que sean benévolos con los humanos y felices en el cielo pajaril al que les envió nuestra ignorancia y roguemos porque los supervivientes no vean cierta película de Hitchcock).

Como parecía afectar mucho más a las mujeres que a los hombres, alguien sacó la conclusión de que beber vino y cerveza protegía en alguna medida contra la rara enfermedad y los bares se convirtieron en refugio obligado por razones de salud. Varias semanas después y tras el «chusco» episodio del ministro de Sanidad declarando ante la prensa y la televisión lo del «bichito tan pequeño que si se cae se mata», de echar la culpa a los americanos («esto es una bomba biológica que se les ha escapado»), y de que el Dr. Muro nos contara que era por los pesticidas que se usaban en la agricultura no ecológica («la culpa es de los tomates», se llegó a escribir en los periódicos), el Dr. Tabuenca, del Hospital Infantil del Niño Jesús, anunció que la causa era la ingestión de aceite de colza contaminado. De nuevo se arruinaba otro sector económico, tras la venta de pájaros domésticos (que se recuperó parcialmente a la siguiente hipótesis), la venta del tomate y ahora las coles de Bruselas, usadas para producir un nuevo aceite vegetal que entonces se empezaba a fabricar en España. La cosecha de ese año se perdió.

Desde el punto de vista de la opinión popular, se llegó al paroxismo, pues a la desgracia colectiva de los miles de víctimas se unió el morbo del contrabando, de engañar a Hacienda, de que los extranjeros que lo suministraban también traficaban con uranio radioactivo, de unos aduaneros del puerto de Barcelona ante cuyos ojos se desembarcaban miles y miles de toneladas de aceite ilegal y no se enteraban de nada, de un gobierno que había hecho el más espantoso de los ridículos con sus declaraciones, etc. Menos mal que un doctor discreto y profesional que había solucionado el problema tras acordarse de que en Suiza había habido unos casos parecidos e interrogando a las madres (el suyo era un hospital infantil), confirmó su hipótesis, pues todas declaraban que le añadían aceite a las papillas para hacerlas más sustanciosas y que todas compraban el aceite en determinados mercadillos.

Había para llenar periódicos enteros cada día, desde la portada a la contraportada y sin saltarse las páginas deportivas, con algunos futbolistas afectados.

SIN FINAL NI CONCLUSIONES

Desde el punto de vista médico era mucho más complicado. De hecho, todavía hoy hay grupos de afectados y médicos que investigaron el caso que sostienen que la causa de todo fue una serie de sustancias organofosforadas que se utilizaron en los cultivos de tomates. Es una polémica abierta y apasionada en la que no entramos, pues es muy difícil sacar conclusiones cuando uno de los argumentos es una «teoría de la conspiración» imposible de probar del todo.

Parece probado, o al menos es la versión más defendida, que el origen era el aceite de colza, que alguien importaba a bajo precio con la excusa de que era aceite industrial para el engrase de máquinas. A ese aceite, como tenía unos impuestos mucho menores, para asegurarse de que no se utilizaba para alimentación se le añadía algo que lo hacía tóxico, lo mismo que se hace con el alcohol etílico (el del vino), que es barato de producir pero que lleva impuestos, salvo que se utilice para cuestiones médicas, en cuyo caso no paga impuestos pero lleva una determinada cantidad de alcohol metílico, muy tóxico y que produce ceguera o incluso la muerte.

Resulta que los importadores listillos habían descubierto que lo que se le añadía era aceite de ricino, y habían desarrollado un proceso de refinado que eliminaba por completo el ricino y, tras separarlos, vendían el aceite de colza como si fuese de oliva pero mucho más barato. Y lo debieron hacer francamente bien, porque durante muchos años ese fue un negocio próspero que no pareció perjudicar la salud de nadie, salvo la de las arcas públicas.

Lo malo vino cuando, sin consultar a los estafadores, se cambió la composición de los aditivos y, en vez o a la vez que el aceite de ricino, se empezaron a añadir anilinas que el proceso de refino no eliminaba.

¿PUEDE EL ESTADO ENVENENAR A LOS CLIENTES DE LOS ESTAFADORES?

Se puede hablar bastante sobre la licitud de añadir un tóxico a productos que pueden derivarse al consumo alimentario, pero eso daría para un libro muy diferente a este, y en el que hablaríamos también del alcohol etílico para aplicaciones sanitarias, o de los badenes que se ponen en algunas calles para reducir la velocidad de los coches y que si algún conductor los ignora pueden producir averías y accidentes que, de otra forma, no se producirían. La ley admite la imposición de multas o incluso cárcel para esas faltas y delitos, pero al añadir anilinas al aceite, del mismo modo que al añadir metílico al alcohol o atravesando badenes justo antes de curvas o pasos de peatones se pueden estar imponiendo incluso penas de muerte a los infractores o a sus clientes.

¿POR QUÉ HACÍA DAÑO?

Se cambió el nombre del problema y, para mayor confusión general, de neumonía atípica pasó a hablarse de «síndrome tóxico», que tampoco quiere decir nada concreto.

La consecuencia de todo el síndrome tóxico pudo venir por el camino de que el benzopireno, que se produce por combustión de anilinas aromáticas como las añadidas al aceite de colza industrial, es cancerígeno (es tan maldito que incluso está en el alquitrán del tabaco) y pudo ser inhalado mientras se freían (sobre todo las señoras) otras cosas con el aceite de colza. Es posible, como tantas otras teorías de cómo unas anilinas acabaron produciendo una neumonía con el aceite como agente transmisor.

Pero la tragedia personal de los afectados que sobrevivieron a los primeros días de su crisis, curiosamente, «no» proviene de su intoxicación con esas anilinas, benzopireno, etc., sino por los efectos secundarios de tanto tratamiento a ciegas que sufrieron en las primeras semanas de la epidemia; en particular, por las dosis masivas de corticoides que se les aplicaron. Todo ello hizo también que fuese imposible estudiar los síntomas primarios de la enfermedad pues, para cuando se pudo intentar investigar en la dirección correcta, los síntomas y cifras de los análisis estaban enterrados bajo los efectos secundarios de los tratamientos que se les habían aplicado en las semanas iniciales.

Cuando se empezó a saber cuál era el problema y se empezó a tratarlo con algo más de tino, ya había más de dos mil quinientos muertos y unos veinticinco mil afectados en diversos grados. Tenían los pulmones en muy malas condiciones por el síndrome tóxico, pero su musculatura, piel y huesos estaban en un estado aún peor por los corticoides aplicados. Necesitaron años de recuperación, de ejercicios y tratamientos, las mujeres no pudieron tener más hijos y un importante porcentaje todavía arrastran secuelas graves, tanto físicas como psíquicas. Y esas personas son las que tuvieron buena suerte, pues hubo muchas que murieron en los primeros días de desorientación y malos tratamientos.

LA SOLUCIÓN, TARDE (AUNQUE BUENA)

La única consecuencia positiva de todo ello es que se rehízo el código alimentario español que, hoy en día, es de los más avanzados del planeta. Pero todo eso no impide que se siga hablando de muchos casos realmente chuscos. Por ejemplo, en la investigación epidemiológica que se llevó a cabo con gran detalle, una de las preguntas importantes era la de «¿Qué hizo usted con el resto del aceite?», ante lo que varias respuestas eran del tipo de «pues ahí lo tengo, ¡con lo caro que esta el aceite no lo iba a tirar!». Pero quizá la más grotesca fue la de una señora de cierta alcurnia que contestó: «ah, pues… se lo dimos a los pobres». Sin comentarios.