Capítulo 44. Galileo

Esta sonda sí que era una joya de la tecnología. No se habían escatimado medios para dotarla de todo lo que pudiese necesitar: los sensores más avanzados, la cámara más sofisticada, reactores, una sonda auxiliar que se metería en la atmósfera de Júpiter para tomar aún más datos, etc. Compararla con las Voyager, que habían sido justo las anteriores visitantes de los planetas exteriores, era como comparar un Volkswagen Escarabajo clásico con un Bentley último modelo y bien repleto de extras.

Sin embargo, el resultado final fue parecido a cuando los chavales que iban en el coche sencillo con sólo las comodidades justas vuelven a casa contando que han llegado a Cabo Norte viendo todos los rincones de la ruta mientras que los que iban en el coche pesado y cómodo llegaron también, sí, pero se pasaron la mitad de las vacaciones con el coche en el taller y tuvieron que renunciar a un par de visitas de sitios muy bonitos por los retrasos de las averías.

EJERCICIO DE PACIENCIA

Hay que reconocer que casi todos los problemas que sufrió la Galileo estuvieron causados por la tragedia del Challenger porque, cuando el transbordador sufrió su fatal accidente en enero de 1986, la sonda estaba ya en Cabo Cañaveral, terminada y empaquetada esperando su turno de salida en uno de los siguientes vuelos del transbordador. Se suspendieron los vuelos, no se sabía para cuánto tiempo, y ese verano un camión cargó a través de toda América con la Galileo de vuelta a Pasadena, California, donde el Jet Propulsion Laboratory la había construido y la conservó hasta tener claro su futuro. Ese maldito viaje en camión dio mucho que hablar años después.

La seguridad de los transbordadores se repensó para mejor y alguien llegó a la conclusión de que el cohete con el que la Galileo, después de que el transbordador la dejase en órbita, iba a impulsarse hacia Júpiter (un cohete de hidrógeno líquido) era demasiado peligroso para llevarlo en la bodega de un carguero que acababa de estrellarse con siete tripulantes a bordo: había que ponerlo en órbita con un cohete convencional.

Pero los cohetes convencionales disponibles para los norteamericanos (todavía los soviéticos eran «el enemigo») no tenían tanta potencia como la que se necesitaba para sacarla hasta Júpiter (pesaba mucho), y el glorioso Saturn V era un recuerdo que hacía que cada vez que era mencionado en tono casual a los congresistas norteamericanos, estos echaran mano a su billetera para evitar que el representante de la NASA que había sacado el tema se la quitase en un descuido.

Al Jet Propulsion Laboratory sólo le dejaban meter en la bodega del Atlantis (el transbordador asignado para su puesta en órbita) los cohetes de combustible sólido de la sonda, claramente insuficientes para llegar a Júpiter. Para resolver el dilema los ingenieros aguzaron su ingenio, algo que a los del Jet Propulsion Laboratory no les debía faltar, e ingeniaron una trayectoria extravagante: «extra», porque era especialmente larga, y «vagante», porque vagaba de un lado a otro del Sistema Solar como quien está indeciso acerca del camino a seguir.

COMIENZA EL BAILE

Cuando el 18 de octubre de 1989 (más o menos a la vez que la Voyager 2 retrataba Neptuno en la culminación de su brillante trayectoria), la Galileo despegó del Centro Espacial Kennedy de Cabo Cañaveral, la sonda empezaba su viaje a los planetas exteriores dirigiéndose al «interior» del Sistema Solar, hacia Venus, al que se acercaba desde detrás (si tenemos en cuenta el sentido de avance de Venus en su órbita). Pronto se vería atraída por el planeta y así tomaría impulso sin gastar combustible, lanzándose hacia la órbita de la Tierra, donde también aprovechaba para acelerarse[40], pero no para salir por fin hacia los planetas exteriores, pues el ángulo de acercamiento se calculó para que de nuevo se dirigiese hacia el interior del Sistema Solar y, después dar otra vuelta al Sol como quien se agarra a una farola en un paso de baile que le vuelve a lanzar hacia donde venía, retornase de nuevo hacia la Tierra.

En el espacio no hay sonido, por mucho que las películas ingenuas pongan ruidos de «fissssssiiiiuuu» y «uommmmm» al paso de los cazas estelares, pero si hubiese sonido y lloviese un poco, lo de Cantando bajo la lluvia sería un buen fondo sonoro para esta parte del viaje y Gene Kelly un modelo de lo que la sonda Galileo estaba haciendo por el Sistema Solar, como si se agarrase a las farolas para girar y saltar de un lado a otro. El resultado es que de nuevo se acercaba a la Tierra por el lado de la órbita adecuado para tomar un nuevo, ecológico y definitivo impulso hacia Júpiter. Fue un viaje de seis años en total, de los que los tres primeros habían sido una especie de billar cósmico a tres bandas.

Esos primeros años no habían sido en balde, porque el excelente instrumental de la sonda se aprovechó al pasar por Venus y al pasar tras el Sol para tomar datos que grababa en una cinta magnética de algún gigabit de capacidad y, al pasar cerca de la Tierra, nos transmitía lo que había medido en los últimos meses. Y es que la Galileo tenía dos tipos de antenas: una grande, que viajaba plegada hasta que se necesitaba y otras dos mucho más pequeñas, que no necesitaban ser desplegadas y proporcionaban comunicaciones cuando estaba cerca de la Tierra.

El plan original era que en cuanto se ponía en órbita, se hacían las comprobaciones generales, se encendían los cohetes que le daban el impulso para llegar a destino y, superadas las vibraciones y apreturas del acelerón, se desplegaba la antena grande, con forma de paraguas, que aseguraba las comunicaciones incluso cuando la sonda estuviese tan lejos de la Tierra que nuestro planeta preferido fuese un punto apenas visible entre el fondo de estrellas: cuando estuviese en Júpiter.

Como se había pasado tres años más de lo inicialmente previsto acercándose de vez en cuando a la Tierra, se siguió trabajando con la antena pequeña y se reservó la grande para cuando fuese imprescindible; mientras, no era problema guardar los datos en la cinta durante unos meses hasta pasar cerca de casa.

SI UN PARAGUAS NO SE ABRE, ES CUANDO EMPIEZA A LLOVER

Lo malo vino cuando, ya en ruta hacia su destino, se dio a la sonda la orden de que por fin desplegara la antena principal, que se abría como un paraguas, y que no se abrió. A Gene Kelly sí que se le abría el paraguas, pero se mojaba de todas formas. En el caso de la Galileo no era una buena opción lo de seguir con el paraguas cerrado.

Se intentó de todas las maneras, creo que incluso le amenazaron con contar a la prensa cosas horribles de ella y exhibir en Playboy fotos de la sonda completamente desnuda, pero la antena no se desplegó. Así que vuelta a las mesas de reuniones, a las tormentas de ideas, a las ocurrencias, etc. La antena pequeña podía transmitir algo, sobre todo si desde la Tierra se apuntaban hacia ella los mejores radiotelescopios, pero su velocidad de transmisión efectiva en los momentos clave de la misión no pasaría de los cuarenta o cincuenta bits por segundo, frente a los ciento treinta y cuatro mil que hubiesen tenido con la antena principal.

Era muy poco, pero se podía hacer lo mismo que se había hecho en las primeras fases del vuelo: grabar en la cinta las mediciones y las fotos y transmitirlas en los momentos en los que se pudiese. Con eso se salvaba una parte importante de la misión, entre un tercio y la mitad de las fotos y casi todas las medidas de magnetismo, ionización y campos eléctricos.

SALVANDO LO POSIBLE

Aun así había momentos en los que tenía que moverse con agilidad, como por ejemplo cuando se aproximaron a un asteroide, el Gaspra: debían tomarse fotos desde cierta distancia para afinar la trayectoria (eso sucedía entre el primer y el segundo acercamiento a la Tierra) y, sobre todo, programar las fotos que se hacían en el momento clave del encuentro para que apuntasen hacia donde estaba aquella roca solitaria y no un poquito más arriba o a la izquierda o a cualquier otro lado.

Al acercarse al segundo asteroide de su palmarés, el Ida, era espacialmente importante porque estaba más lejos y se tenían peores datos de posición del objetivo en las observaciones desde la Tierra. Para eso se había calculado que era necesario transmitir veinte fotos desde una determinada distancia, y con la antena pequeña sólo daba tiempo a enviar cinco.

Se resolvió, en parte, haciendo fotos movidas: se tenía el objetivo abierto mucho tiempo, las estrellas aparecían como rayas y el principio de la raya señalaba la posición que tenía le estrella en la «primera» foto mientras que el final nos daba la posición que hubiese tenido en la «segunda» foto; dos por el precio de una. Con eso y con la ayuda de los mayores telescopios de la Tierra, que apuntaron hacia el asteroide en esos días para tener los mejores datos posibles sobre su posición, se tuvo una cobertura más que decente de los datos del asteroide.

SE PUEDE TENER POCO, PERO INTERESANTE

Las técnicas de ahorrar cada bit al transmitir llevaron a hacer una pre-retransmisión de las fotografías: se hacían todas las fotografías posibles, se almacenaban en la cinta y, a la hora de transmitirlas a la Tierra, sólo se emitía una línea de cada cien, por ejemplo. El resultado eran unas rayas que no llenaban, ni con mucho, la imagen, pero si eran todas negras, estaba claro que la foto era fallida: no había sacado nada interesante y no se transmitía o se transmitía sólo la parte de la foto en la que sí estaba el asteroide.

Después de pasar cerca del Ida, se siguió ese método pero, unos días después, alguien que se entretenía repasando las líneas de las fotos que no se habían transmitido completas descubrió un trozo de línea extrañamente gris a cierta distancia de las líneas que delataban la posición del asteroide y pidió la transmisión completa de la foto. Cuando la recibió (ya sabemos que estos viajes duran mucho) se hizo uno de los descubrimientos más llamativos de la misión: el asteroide Ida tenía un satélite, al que se bautizó como Dactil y, como conclusión derivada, el método utilizado para ahorrar imágenes y transmisiones todavía podía dar muchas sorpresas.

Se mejoraron también los programas de tratamiento de datos, incluyendo las mejores técnicas de compresión de las imágenes disponibles en esos movidos días, con lo que en la práctica se multiplicó por diez la capacidad de transmisión. La utilización de más y mejores antenas en la Tierra aumentó los cuarenta bits iniciales que se podían sacar de aquella minúscula antena hasta cerca de mil bits por segundo. No era lo planificado originalmente, pero se podía salvar el honor y la mayor parte de la información.

SIEMPRE QUE HAY ALGO QUE FUNCIONA, PODEMOS IR A PEOR

Desde el punto de vista científico, la misión de la Galileo fue un gran éxito pese a no conseguirse tantas imágenes como estaba previsto, pero desde el punto de vista técnico, todavía dio disgustos (y alegrías) a sus ingenieros.

Porque en un determinado momento, cuando la sonda ya estaba en las inmediaciones de Júpiter y el trasiego de datos e imágenes a la cinta y luego de la cinta a la antena era constante y vital, la cinta, de tipo casete, se averió: no se detuvo al final de un proceso de rebobinado y la frágil tirita de plástico magnético se soltó de uno de sus ejes. Era un problema muy grave que arrinconaba a los técnicos del Jet Propulsion Laboratory hasta límites próximos a la rendición incondicional.

Todavía quedaba algo de memoria utilizable en el ordenador de a bordo, que se aumentó todo lo posible con técnicas de compresión de datos, y allí se pudieron almacenar algunos resultados e imágenes, pero muchos menos de lo (poco) que se almacenaba en la cinta.

A VECES LA SUERTE NOS DEVUELVE EL CAMBIO

La exploración del sistema de satélites de Júpiter y del propio Júpiter se hacía a base de pasadas cerca de alguno de los puntos interesantes en los que se celebraba una orgía de datos y fotos, seguidos de semanas, a veces meses, de vuelo orbital hasta pasar cerca del siguiente punto a examinar con empujones, de vez en cuando, de los cohetes de maniobra para que la atracción gravitatoria durante el paso en la cercanía del siguiente satélite desviase a la Galileo justo en la dirección de su siguiente objetivo y, además, por el lado más adecuado para que la desviación que en ese siguiente objetivo le daba su fuerza de gravedad la enviase hasta otro nuevo objetivo y lo hiciese además en el ángulo exacto para que de ese nuevo objetivo saliese bien orientada hacia el siguiente, etc. Los virtuosos del billar lo comprenden a la primera.

La consecuencia de esa forma de viajar es que entre una fase de observación y la siguiente hay bastante tiempo para prepararse y probar nuevas cosas. En uno de esos períodos tranquilos, después de unos días en los que todos andaban cabizbajos sin poder grabar todo lo que quisieran en la cinta, un técnico mandó el proverbial comando que no debía haber mandado, un comando de rebobinar la cinta, y funcionó.

No hay forma de saber lo que había pasado, pero o bien el diablillo espacial había estado trasteando con el destornillador en la sonda Galileo, o la cinta se había puesto a girar como resultado del comando y, por algún improbable milagro, la punta de la cintita se metió en la ranura justa entre los cabezales, pasó al otro lado del casete movida por los rodillos de empuje y se enredó en su eje de nuevo. Es cierto que suena a milagroso, pero los ingenieros y científicos siguen pensando que la opción del diablillo espacial es aún menos probable.

A partir de ese punto volvían a poder grabar datos e imágenes en la cinta, aunque con especial cuidado de no moverla hasta cerca de su final y, lo que unos años antes les parecía una miserable capacidad de almacenamiento, de repente era un paraíso.

La sonda no dio más sustos a los técnicos y quedó como ejemplo de que una sonda pesada y compleja no es una garantía de éxito, por lo que los siguiente proyectos espaciales se han basado en sondas mucho más ligeras (y baratas) que, sin embargo, no han dejado atrás los descubrimientos de la Galileo, porque un sistema complejo tiene alternativas, permite variaciones imaginativas, dispone de más sistemas redundantes: sin todo eso la Galileo no hubiese conseguido ni el 1% de lo que consiguió, pues se habría tenido que dar por perdida a la primera avería, como tantas otras que se perdieron con destino a Marte o a Venus. Volviendo al ejemplo del Volkswagen y el Bentley camino de Cabo Norte, una sonda ligera averiada es como si a los jóvenes del Escarabajo se les averiase una pieza del coche y no tuviese arreglo: tendrían que seguir en autobús y tendrían que darse la vuelta antes de tiempo porque se les acabarían las vacaciones.

LOS DESASTRES SON HIJOS, O NIETOS, DE NUESTROS ERRORES

Por cierto, en las investigaciones que se llevaron a cabo después del fallo en el despliegue de la antena principal de la Galileo, se llegó a la conclusión de que se había atascado porque había perdido la mayor parte de los lubricantes que tenía previstos o, al menos, había perdido las partes más volátiles de esos lubricantes; en otras palabras: se habían secado.

Y eso había sucedido porque la sonda se había pasado muchos meses metida en almacenes, incluso en un camión al sol, sobre todo en aquel maldito viaje de vuelta de Florida a Pasadena en verano (durante el que estuvo bastantes horas aparcado sin buscar la sombra [el conductor sí que tenía aire acondicionado]), y ello fue causado por los retrasos en la salida motivados por el desastre del Challenger y por el parón de los lanzamientos, y agravado por las órbitas de impulsión gravitatoria que hubo de dar durante sus primeros tres años de vuelo muy cerca del Sol en alguna de sus fases.

Fue algo muy simple: el lubricante de las varillas se había secado. Pero a veces son cosas muy simples las que echan al traste proyectos muy complejos. Aunque en este caso los años de trabajo de los técnicos consiguieron arrancar la victoria de las mismísimas fauces de la derrota.

CREER HABERLO PREVISTO TODO ES EL PRIMER ERROR

Visto lo visto, la sonda que mientras escribimos estas páginas se ha enviado a los confines del Sistema Solar (hablaremos mucho de ella, pero dentro de diez años, cuando empiece a hacer algo interesante) se ha lanzado sin los programas que la harán funcionar, con la seguridad de que, para cuando hagan falta, cualquier cosa que se hubiese pensado a la hora del lanzamiento ya estará anticuada: se le transmitirán poco antes de la llegada a su destino.