Capítulo 40. Columbia

La Mir empezó su andadura poco después del accidente del Challenger y, poco después de terminarla, se produjo el siguiente accidente grave de un transbordador espacial: el Columbia se estrelló sobre Texas durante la maniobra de reentrada el 1 de febrero de 2003, treinta y seis años y unos pocos días después del incendio del Apollo I y diecisiete años y tres días después del accidente del Challenger. Parece que los últimos días de enero eran nefastos para la NASA.

Porque, aunque el Columbia se estrelló el 1 de febrero, el accidente era absolutamente inevitable desde su despegue, el 16 de enero, y bastante probable desde que se diseñó en el siglo anterior.

AL MAL TIEMPO… NO TODO ES PONER BUENA CARA

Al igual que en el caso del Challenger, el frío tuvo algo que ver, pero en este caso el frío extremo en el que se mantenían el oxígeno y el hidrógeno líquidos del tanque principal, cerca de los doscientos grados centígrados bajo cero.

Pensemos por un momento en lo que significa tener durante muchas horas cientos de toneladas de un líquido tan frío en un tanque de forma aerodinámica en la torre de lanzamiento: se necesita un aislante muy bueno y muy grueso para que aquello no se caliente con demasiada rapidez, pero, además, al cabo de unas horas es inevitable que la superficie exterior esté helada (por decirlo de forma suave).

En el despegue de aquella misión, llamada STS-107, algunos trozos de aislante del gigantesco depósito de combustible se desprendieron, congelados como estaban, con las vibraciones y la fuerza del viento al alcanzar velocidad durante la ascensión. Ya había pasado antes, y no se le dio demasiada importancia aunque, en la tradición de que «pase lo que pase, siempre hay alguien que resulta que lo veía venir», hay todo un dossier de mensajes y advertencias de algunos técnicos al respecto, porque en las imágenes del despegue parecía que un trozo notoriamente grande golpeaba el ala izquierda del orbitador.

Incluso se hicieron peticiones internas de utilizar los telescopios más avanzados para intentar ver el estado del ala, pero la propia NASA las desestimó porque los telescopios eran sistemas militares y no estaba muy claro que fuese imprescindible comprobar que no había habido daños, como siempre había resultado en los anteriores despegues. Llegó a haber alguna reunión para discutir la posibilidad de que el ala estuviese dañada cerca del pozo del tren de aterrizaje y que eso pudiese ocasionar la explosión del tren de aterrizaje (ruedas, amortiguadores y sistemas hidráulicos son elementos con gases y líquidos a presión y que, por lo tanto, pueden explotar) y la rotura del ala, pero finalmente el informe que se dio a la dirección de la NASA fue que no se esperaban problemas en el aterrizaje.

Además, algo parecido había sucedido en el vuelo STS-27 del Atlantis y no pasó nada grave, pero fue porque el agujero del revestimiento se produjo en una zona en la que detrás había una gruesa placa de aluminio. Pura suerte.

Parece que la epidemia de exceso de confianza seguía causando estragos entre la dirección de la NASA.

El caso es que, aunque hubieran visto claro el problema, tampoco se podía hacer nada para evitar la catástrofe, porque no había disponibles cohetes tripulados (salvo que se pidiera el favor a los rusos, que tampoco estaban sobrados de recursos y no tendrían ninguna nave lista para partir) y uno de los problemas de la lanzadera espacial es que se tarda meses en preparar un lanzamiento.

Los sistemas de eyección y otros se habían desestimado mucho antes a favor de mayores inversiones en seguridad de los vuelos en su conjunto: en vez de poner botes salvavidas, decidieron que lo que había que hacer era asegurarse de que no habría nunca naufragios. Quizá debería proyectarse un ciclo de películas sobre el Titanic con regularidad en las salas de reuniones en las que se discuten los diseños de nuevas naves. ¿Que ya lo habíamos dicho? Sí, pero por lo visto hay que insistir en ello.

El caso es que, incluso, durante el segundo día en la órbita detectaron que algo se alejaba del orbitador. Más adelante se llegó a la conclusión de que la imagen radar de lo que fuese que se alejaba era muy parecida a la que daría una loseta térmica desprendida; pero eso se comprobó después de la catástrofe. Cuando empezaron las maniobras para la vuelta a la Tierra todo era rutinario: ninguna alarma, ninguna advertencia.

En la fase más crítica de la reentrada, con el Columbia presentando la panza hacia el sentido de avance y con la proa muy elevada, la atmósfera empieza a frenar la nave cada vez con mayor fuerza y, en esa frenada, cambia la energía del movimiento de la nave en energía térmica que pone al rojo las losetas que protegen la panza de la nave. En un coche sucede el mismo fenómeno: cambiamos velocidad por calor, que calienta los frenos. Sólo que en un coche los discos alcanzan unos cientos de grados y en la reentrada desde la órbita la temperatura de las losetas no se mide en cientos de grados sino en miles.

En teoría, si falta alguna loseta no debería ser demasiado grave, pero es probable que faltasen varias en la zona en la que la espuma de poliuretano del aislante del tanque principal golpeó el borde del ala izquierda, porque los instrumentos detectaron allí un rápido aumento de temperatura.

Esa zona estaba muy cerca del tren de aterrizaje, y la primera alarma provino de la noticia de que una rueda de ese lado se había deshinchado, lo cual era ya un serio problema. A la vez, la nave empezó a balancearse (un ala sube a la vez que otra baja) y a girar (la proa apunta a un lado y a otro), pero segundos antes de las ocho de la mañana (hora de Houston), cuando todavía los pilotos estaban discutiendo con el control de la misión sobre la alarma de la rueda, se cortó la comunicación.

La nave debió de hacer un movimiento más fuerte de lo debido en alguna dirección y el control automático fue incapaz de mantener la posición con el escudo protector por delante de la marcha: el golpe aerodinámico subsiguiente debió destruir el Columbia en muy pocos segundos.

ES MUY FÁCIL PREDECIR EL TIEMPO QUE VA A HACER… AYER

Sus restos se esparcieron por varios estados, pero sobre todo por Texas. En la investigación del accidente se hicieron los deberes mucho mejor, y alguien realizó cálculos sobre lo que el trozo de espuma de poliuretano pudo hacer. Resulta que, analizando las imágenes del despegue, las medidas debían ser de unos 60 por 40 cm de superficie con un grosor de 5 cm y un peso total de casi un kilogramo (y helado, después de una noche fresca y húmeda). Cuando hicieron los cálculos con detalle llegaron a la conclusión de que en ese momento del despegue la nave se movía a más de 900 km/h y, a esa velocidad, el trozo de espuma pudo golpear el borde de ataque del ala con una fuerza equivalente a una tonelada.

Por poner un ejemplo fácil de comprender, una bala de pistola no pesa más allá de unas decenas de gramos, como mucho, pero a la velocidad con la que sale disparada penetra en cualquier material como si alguien pusiese cientos o miles de kilogramos sobre ella para hacerla romper el blanco. Aquel trozo de poliuretano estaba lanzado a una velocidad parecida a la de algunas balas de cañón y pesaba casi un kilogramo.

Con toda probabilidad eso fue suficiente para hacer un agujero considerable que días después, en la reentrada, dejase penetrar el calor en el ala con la energía de un gigantesco soplete y por fusión de los materiales, o explosión de los amortiguadores y mecanismos hidráulicos del tren de aterrizaje, fuese la causa de una rotura de la propia ala y de la catástrofe subsiguiente.

Desde entonces, los transbordadores espaciales realizaron después del despegue una minuciosa inspección de las losetas con una cámara teledirigida que mira la panza del orbitador, pero habrían seguido sin poder hacer nada (útil) si hubiesen descubierto que estaban deterioradas o desaparecidas, porque seguía sin haber una vía de escape y, con cada nueva administración tratando de bajar los impuestos y mantener los gastos militares, cada vez se cancelaban más y más programas de desarrollo. Era como esas personas que tienen la tensión alta y se la miden todas las semanas pero no hacen nada por bajarla.

Era como si los sucesores del Titanic hiciesen en cada viaje un censo minucioso de los pasajeros y los botes disponibles, pero no aumentasen el número de botes para que cupiesen todos los pasajeros.

Un epílogo curioso de esta catástrofe: en las semanas siguientes se recopiló todo el material que se pudo encontrar por los miles de kilómetros cuadrados en los que se esparcieron los restos de la nave, y entre todo ello había varias cajas y contenedores que habían conservado la forma original con éxito diverso; entre ellas, se encontró el recipiente que contenía unos gusanos que se habían llevado a la órbita como parte de un experimento en el que estudiaban los efectos de ingravidez y radiación en sus tejidos. Los gusanos, después de una brutal frenada aerodinámica, después de estar a las temperaturas de la alta atmósfera y después de caer libremente desde decenas de kilómetros de altura, estaban vivos. Por desgracia no fue así para los siete astronautas.

CHINA MISTERIOSA

En esos mismos años el programa espacial chino empezó a producir sus primeros resultados públicos, basados en tecnología propia porque ni norteamericanos ni soviéticos, rusos o europeos han colaborado con ellos de forma significativa, y con un secretismo tan severo que incluso hoy en día es difícil documentar ni siquiera sus accidentes.

Y los han tenido; han sido varios. En 1978, 1992, 1994, 1995 y 1996 al menos han tenido accidentes conocidos y con muchas víctimas, pero hasta ahora casi todas esas víctimas han sido debidas a la caída de los lanzadores sobre zonas habitadas de los alrededores en la fase del despegue. Poco más se puede decir aparte de que los chinos no han encontrado una zona de lanzamiento despoblada.

El secretismo es tan feroz que incluso el accidente de 1995 parece que fue causado por un problema de conexión entre el satélite y el lanzador, problema que tenía su origen en que los responsables del lanzamiento no habían proporcionado a los fabricantes del satélite más que una información general de las características del lanzador porque el satélite era occidental.

Con esas prácticas se entiende que China, una potencia creciente en la economía mundial, no tenga un lugar equivalente en el mercado de lanzamientos de satélites comerciales y en el siglo XX sólo haya lanzado menos de treinta satélites comerciales no chinos (y en lo que va de XXI sigue sin levantar cabeza, para satisfacción de rusos, europeos y norteamericanos).