Capítulo 38. La lanzadera espacial (la catástrofe del Challenger)

La lanzadera ha funcionado menos de lo que decían que iba a funcionar, pero bastante mejor de lo que pronosticaban sus críticos. En cualquier caso tiene el duro récord de ser el vehículo espacial que más víctimas ha provocado, catorce en dos accidentes. Y todos por problemas técnicos cuya causa última tiene raíces políticas, lo cual supone una costosísima lección de cómo (no) se deben hacer las cosas. Y es que la propia creación del programa de la lanzadera espacial estuvo trufada de contradicciones técnicas y presiones políticas.

Ya a mediados de los años sesenta se empezó a hablar de vehículos reutilizables. Terminada la carrera espacial, se trataba de darle un aire de rutina a los viajes espaciales con el fin de hacerlos más aceptables para el contribuyente norteamericano. Había, a la vez, que distanciarse de los soviéticos, que todavía seguían teniendo mejores cápsulas y cohetes para acceder a la órbita de la Tierra.

La lanzadera, con su aspecto de avión, cumplía ambos objetivos pues daba la sensación de que era una tecnología no demasiado alejada de la que cualquier ciudadano utilizaba para sus propios viajes y, por otro lado, como la solución de los soviéticos (la sempiterna nave Soyuz y sus robustos lanzadores) era tan diferente, no se podía decir que una era mejor que la otra: era como comparar aviones con helicópteros.

UN DISEÑO CON MÁS COMPROMISOS (POLÍTICOS) QUE SOLUCIONES

En 1972 se dio el pistoletazo de salida al proyecto. Técnicamente, sin embargo, había mucho que decir respecto a las bondades y defectos de la lanzadera.

Para empezar, la premisa original del diseño era que fuese «reutilizable» para «ahorrar costes». En ese sentido, lo que se intentaba es que el cohete principal, en lugar de caer en mitad del Atlántico (lo que, en la práctica, lo hacía de «usar y tirar»), volviese a casa entero, para lo cual le ponían alas con las que planear hasta Florida devolviendo los motores para tenerlos listos en el siguiente vuelo. Pero esa premisa implicaba que el cohete entero tenía que soportar las temperaturas y tensiones de la reentrada y, por tanto, lo que en las cápsulas Soyuz o Apollo era un escudo térmico de menos de diez metros cuadrados, en el transbordador espacial es un escudo térmico de un centenar de metros cuadrados, escudo que hay que poner primero en órbita, revisar a la vuelta y, por principio, sustituirle cada quemada loseta de un vuelo a otro.

Además, a la fantasiosa idea original que, poco menos, proponía que debía despegar casi como un avión y llegar a la órbita por las buenas, sin más añadidos, hubo que ponerle algo de sensatez, un tanque de combustible de aspecto imponente (a la hora del despegue es ese enorme cilindro blanco o anaranjado al que va pegado el «avión»). Además, para que aquello eche a andar, hubo que añadirle un par de muletas para sus primeros pasos, en forma de cohetes auxiliares (esos cohetes blancos que arrancan a los lados del depósito principal).

El hecho de que el depósito caiga en el Atlántico no parece demasiado grave, pues es sólo un depósito: un mecanismo tan simple que hasta se podría reaprovechar; y, en caso contrario, al menos es la parte más barata de la lanzadera. Cuando decimos que es barato no se debe entender que estemos dispuestos a pagarlo de nuestros bolsillos, pues su coste y sofisticación están fuera del alcance de la mayoría, incluso de la mayoría de los países.

¿Y los cohetes auxiliares? Pues también deben ser bastante sencillos (y, por lo tanto, baratos), pues no hacen más que empujar durante un ratito, mientras son los cohetes principales del orbitador los que proporcionan la mayor parte del empuje y los que controlan el vuelo. Son tan sencillos que con unos paracaídas se podrían recoger del Atlántico, revisar, y aprovechar en su mayor parte. Casi como si le cambiásemos el aceite a un coche.

Y así, desde que en 1981 hizo su primer vuelo tenemos el Space Shuttle, la lanzadera o el transbordador espacial (según como queramos traducir shuttle): un avión, el orbitador, que saca la mayor parte del combustible de un tanque externo al que van acoplados unos cohetes auxiliares. Cada uno de esos elementos ha dado su propia ración de problemas, como veremos en las siguientes páginas.

CARO

Los problemas del orbitador, el avión, empiezan incluso en la parte comercial de su explotación: es demasiado caro.

Por empezar con un resumen muy revelador, Michael Griffin, administrador de la NASA durante varios de los años en los que el transbordador era su caballo de batalla, declaró formalmente en 2007 que con lo que costaba mantener en activo la lanzadera se podrían programar seis vuelos al año del Saturn V, dos de ellos a la Luna.

El mercado de los satélites es muy sensible al precio y los norteamericanos, en cuanto el satélite sube de determinado peso o complejidad, no proponen otro lanzador que el Shuttle, lo cual implica levantar muchas toneladas extra, varios astronautas, semanas y a veces meses de retraso para el lanzamiento. Los soviéticos primero y los rusos después ofrecen tarifas mucho más económicas, cohetes robustos y probadísimos, lanzamientos frecuentes, etc. Los europeos ofrecemos tarifas aún más económicas para lanzamientos ecuatoriales (la Guayana Francesa está mucho más cerca del ecuador que Baikonur) y los cohetes Ariane ya van por la quinta generación.

El transbordador espacial norteamericano, por contra, es un diseño cada día más obsoleto (incluso lleva piezas originalmente diseñadas para el bombardero B-52), pero tan mastodóntico que no es posible afrontar una renovación integral sin enormes presupuestos que cada vez son más difíciles de encontrar. Y encima para un diseño que se ha demostrado erróneo en muchos aspectos básicos.

Para rematar, se tomó la decisión de dejar de producir en las cantidades previstas los cohetes Delta, Atlas y Titan, que eran los peones sobre los que descansaba hasta entonces el trabajo de enviar cargas al espacio, porque entraban en competencia con el transbordador, que había que promocionar a toda costa.

Y, en ese contexto, cada accidente hizo más y más difícil calificar la lanzadera como un éxito, porque además fueron accidentes con víctimas y muy espectaculares, lo cual le despoja del componente humorístico de aquellos primeros lanzamientos de los cohetes Vanguard.

Para colmo, el primero de los dos accidentes que sufrió la lanzadera espacial, el del Challenger, sucedió en un momento de baja popularidad del programa espacial y, para animar a los periodistas y al público a hablar de las bondades de la lanzadera en ese viaje iba una civil, una maestra llamada Christa McAuliffe, con la idea de dar clases desde la órbita y servir de estímulo a los millones de chavales que estaban mirando por televisión el lanzamiento. Sin embargo, lo que les quedó grabado en las retinas es el estallido de la nave, con la muerte de todos sus tripulantes, incluida la agradable y por entonces incluso popular maestra de escuela. Una catástrofe sin paliativos.

Desde entonces es la propia NASA la que no pone excesivo entusiasmo en televisar los lanzamientos en directo.

MALO

El accidente del Challenger tuvo su origen en las presiones políticas que rodearon el diseño original: estalló en el despegue por fallos de sellado y porque los políticos hicieron que la opinión de los técnicos se volviera secundaria. Esto es una constante que se repite mucho en la alta tecnología. Y si no había pasado antes, es porque en Florida suele hacer buen tiempo.

Ya hemos dicho que los cohetes auxiliares tenían que ser baratos, y en la primera propuesta de fabricación, la mayoría de los diseños que se le propusieron a la NASA eran cohetes de combustible sólido, entre ellos el de la empresa Aerojet, que fue la inicialmente elegida.

Esta utilizaba un combustible bastante normal, el APCP, hecho con perclorato de amonio como oxidante y aluminio como combustible, más cantidades menores de óxido de hierro como catalizador y un polímero para hacer algo más fluido el conjunto.

Puede sonar exótico el aluminio como combustible, ya se ha mencionado al hablar de las desgracias de los grandes dirigibles y, como referencia más morbosa, mencionemos que el aluminio es uno de los componentes esenciales del napalm.

Los combustibles sólidos (como la pólvora, por ejemplo), tienen ventajas e inconvenientes. El principal inconveniente es que no se pueden manejar con facilidad, y tampoco bombear y por lo tanto interrumpir su flujo, por lo que se suelen utilizar en los casos en los que el cohete tiene que funcionar de forma medianamente alocada sin preocupaciones de control de dirección y, desde luego, no tiene que parar y arrancar de forma precisa. A cambio, tienen la ventaja de que son mucho más simples (no tienen que ser bombeados, y una bomba como la del Saturn V, capaz de mover decenas de toneladas de combustible por segundo a centenares de grados bajo cero, pesa). «Simple» en ingeniería es sinónimo de «ligero» y «barato» y la lanzadera se quería hacer barata.

En los cohetes de feria, los de combustible sólido (sí, la pólvora) no tienen competencia y este parecía una buena opción para levantar el transbordador espacial, con un encendido simple y corto, y con el propio orbitador llevando el control fino de la ascensión con sus tres motores principales. De hecho, era la más barata. Con el tiempo, viendo los crecientes costes de mantenimiento relacionados con la lanzadera, se llegó a la conclusión de que un cohete de combustible líquido hubiese resultado más barato de utilizar, pero ya era demasiado tarde para cambiar el diseño.

Una de las empresas descartadas en la selección, la Morton-Thiokol, ofrecía otro cohete de combustible sólido que resultó ser el más caro de todos los ofrecidos. Pero Morton-Thiokol tiene su sede en Utah.

—¿Y?

—Es que resulta que uno de los miembros de la Comisión encargada de la selección era senador por Utah.

—¡Ah!

Las maniobras, rodeos, fintas y regates se sucedieron en dosis muy superiores a las que se consideran normales para estos negocios con mucho dinero en juego, y en esta ocasión sí ocasionaron que el dinero no acabase en unos bolsillos sino en otros y que se aprobase una solución «un poco» peor desde el punto de vista técnico y «marginalmente» diferente, aunque fuese una opción mejor desde otros puntos de vista (proporcionaba más puestos de trabajo donde hacían mucha falta).

COMPLICADO

El combustible sólido no va a presión, parece obvio, ni hace falta a veces llevarlo a temperaturas en extremo frías para que abulte menos, pero los combustibles líquidos sí: se baja su temperatura a –200 oC (el hidrógeno a –253 oC y el oxígeno a –183 oC) y el líquido es más manejable que el gas, que a temperatura ambiente tendría una presión inaceptable. En el caso del transbordador espacial, el combustible del tanque principal estaba a muy baja temperatura, y eso tendrá importancia en el accidente del Columbia, pero el combustible de los cohetes auxiliares estaba a temperatura ambiente.

Y DEMASIADO SIMPLE

Cada cohete auxiliar, en su confesada simplicidad, estaba formado por una serie de segmentos fáciles de transportar[37], unidos unos a otros y convertidos en estancos, y ese detalle de la estanqueidad es el protagonista de las siguientes páginas.

La estanqueidad se obtuvo a base de unos aros toroidales de alguna sofisticada goma.

Esas juntas toroidales han funcionado siempre muy bien, pues la goma va comprimida aprovechando su elasticidad y las uniones resultan realmente estancas, como podemos comprobar en las conducciones de gas de nuestras cocinas, o en las instalaciones de riego de los jardines. Bueno, en los jardines a veces hay fugas de agua, porque las tuberías están sujetas a malos tratos, a una mala climatología, al frío, etc. Y la climatología tuvo su parte de culpa en el accidente del Challenger, pues en Florida están acostumbrados a preocuparse por los huracanes, por los mosquitos y por el calor y la humedad del verano, pero cuando hace frío les pilla desprevenidos.

El lanzamiento estaba previsto para el 22 de enero de 1986, pero se aplazó al 23, luego se volvió a posponer, y se llegó al día 28. Hay que pensar que cada aplazamiento es un enorme trabajo para los técnicos, pues el combustible del tanque principal se carga a decenas de grados bajo cero y cada minuto que pasa desde la carga va calentándose más y más y más. Si se retrasa el lanzamiento por encima de un margen de seguridad, hay que posponerlo, y si se pospone el lanzamiento hay que empezar por vaciar el tanque, con sus miles de metros cúbicos de líquidos peligrosos y ultrafríos, filtrar el combustible, sobre-enfriarlo (estamos hablando de miles de metros cúbicos: es un proceso industrial a una escala enorme) y, con un margen de tiempo antes de la nueva hora de lanzamiento, volver a cargar todo en una manipulación que no está exenta de riesgos.

El día 28, diecinueve años y un día después del incendio del Apollo I, la lanzadera llevaba más de una semana al aire libre, el trasiego de combustibles helados se había repetido varias veces y, pese a la novedad de la maestra que iba a dar clases desde la ingravidez, todas las cadenas de televisión excepto la CNN habían sacado el lanzamiento de sus parrillas de programación, hartas de cambiarla en esos días a cada nuevo aplazamiento.

Mientras, los políticos no paraban de presionar a unos (la prensa y la televisión), para que diesen la mayor cobertura a un acontecimiento que ayudaría en la popularidad del programa espacial (y a conseguir los presupuestos de los que vivía mucha gente) y a otros (los responsables de la NASA), para que lanzasen el transbordador de una maldita vez.

Algún técnico advirtió que hacía mucho frío, unos tres grados en la superficie, quizá menos a la altura de la torre de lanzamiento, pero se le contestó que ya se habían hecho otros lanzamientos en esas condiciones (aunque nunca con la lanzadera esperando una semana a la intemperie).

PASE LO QUE PASE, SIEMPRE APARECE ALGUIEN QUE LO VEÍA VENIR

Había ya por entonces un largo historial de mensajes y notas hablando del efecto del frío en las juntas toroidales de los cohetes auxiliares, material burocrático que, analizado de forma aislada, parece un conjunto de advertencias más que evidente, pero que puesto en su contexto, en la montaña de infinitos informes, mensajes, opiniones y contrainformes del conjunto de documentación acumulada desde que se inició el diseño en 1972, no era más que un grano de arena en mitad de la playa.

Se puede ver también como uno más de esos casos en los que «pase lo que pase, siempre hay alguien que resulta que lo veía venir». Y el transbordador llevaba volando con regularidad desde 1981 sin accidentes.

El caso es que se dio la orden de despegar. Todavía, ese día 28 de enero hubo varios aplazamientos: la torre de lanzamiento tenía carámbanos de hielo por todas partes, después de una noche en la que se habían alcanzado los dos grados centígrados (en Florida: no había experiencia sobre qué hacer en esas circunstancias). Según avanzaba la mañana se iban derritiendo y dejaron de ser una preocupación en sí mismos.

Finalmente, a las 11:38, hora local (los números suman trece) se inició el vuelo fatídico, a una hora en la que se habían preparado especialmente las aulas de muchos colegios para que los niños viesen despegar a la profesora que iba a enseñarles cosas muy especiales en los siguientes días; se calcula que el 48% de los estudiantes norteamericanos vio en directo el despegue.

UNA CATÁSTROFE EN DIRECTO

Lo que sucedió a continuación está recogido con absoluto detalle en los informes de la NASA, segundo por segundo se puede seguir el avance de las roturas y fallos que desembocaron en la catástrofe, pero no hay ninguna lección en ello, pues no eran más que fichas de dominó cayendo una tras otra: el fallo había ocurrido años antes en realidad, cuando se eligió un diseño para los cohetes auxiliares que no era el mejor desde el punto de vista técnico.

La secuencia de la catástrofe se concretó esa mañana no obstante en una de las juntas toroidales del cohete auxiliar de estribor, el de la derecha si vemos la lanzadera desde el lomo del orbitador. Ya con las primeras vibraciones del despegue, durante los primeros segundos salieron nubes de humo por alguna rendija y la nave al completo se desplazaba hacia el lado contrario como reacción a esos chorros de humo, aunque los ordenadores de a bordo corregían la desviación de forma automática.

Los enganches que unen la lanzadera a la torre tuvieron problemas para separarse en el último instante, quizá por efecto del frío y del hielo, y no se replegaron por completo, pero luego se vio que, después de todo, no se habían rozado con el transbordador en su ascenso, por lo que no fue más que una anécdota del despegue.

Sin embargo, un minuto después vuelve a haber escapes en la misma junta toroidal del cohete auxiliar, que se apreciaron más adelante examinando en detalle las grabaciones hechas a través de las cámaras (acopladas a verdaderos telescopios) con que se transmite el inicio del vuelo. Pero esos escapes ahora no son de humo, sino luminosos: los gases que durante la combustión del despegue se han generado en el interior del cohete auxiliar estaban convirtiéndose en una llama parecida a la de un soplete, que apuntaba directamente hacia el tanque principal de combustible. En el segundo setenta y dos del vuelo, el tanque principal se rompió y soltó al exterior todo su combustible.

Siempre se habla de la «explosión» del Challenger, pero lo cierto es que no hubo tal explosión, sino que el combustible ardió en el vacío a los dieciséis kilómetros de altura que se habían alcanzado. Eso no fue pese a todo lo que causó la muerte de la tripulación. La rotura del tanque principal supuso que el conjunto del transbordador espacial se desarmase, puesto que el resto de sus componentes estaban ensamblados a él.

Hay constancia de que los astronautas sobrevivieron a la rotura de la nave, pese a que cuando dejó de volar de forma controlada se ladeó y el frenazo aerodinámico que sufrió el orbitador duplicó los 14-15 g que se consideran el límite de la resistencia humana; pero fue una deceleración muy breve y, después de ello, todavía se accionaron tres de las cuatro mascarillas de oxígeno disponibles. Curiosamente no había mascarillas para todos. ¿Ya había olvidado todo el mundo el naufragio del Titanic, con mil cuatrocientas tres víctimas causadas porque no había botes salvavidas para todos?

La referencia al Titanic es recurrente en este accidente, porque en algún momento del proceso de diseño del transbordador se tomó en cuenta la posibilidad de proporcionar a la tripulación asientos eyectables o algo equivalente, pero se desechó la idea argumentando que era más eficaz invertir ese «esfuerzo» (léase «dinero») en hacer más seguros los vuelos. Alguien seguía pensando que se podía hacer un barco insumergible.

Es muy probable que la cabina sufriese alguna rotura y perdiese el aire, lo cual, a dieciséis kilómetros de altura, es lo mejor que les podía pasar, pues los tripulantes debieron perder el sentido en cuestión de segundos.

Lo que quedaba del orbitador iba ya a una buena velocidad y todavía siguió subiendo, por pura inercia, hasta veintidós kilómetros de altitud, desde donde cayó a plomo hacia el océano y se estrelló a más de trescientos kilómetros por hora.

Los dos cohetes auxiliares siguieron funcionando y salieron disparados hacia adelante en una trayectoria caótica hasta que los técnicos de la NASA activaron su autodestrucción intentando evitar que chocaran contra lo que no debían. El depósito principal, por su parte, se esparció sobre muchos kilómetros cuadrados del Atlántico y todavía una década después se estaban encontrando trozos en alguna playa de Florida.

ES MUCHO MÁS FÁCIL EXPLICAR LO QUE HA PASADO QUE EVITAR QUE SUCEDA

Entonces vino el momento de la investigación del accidente, en la que la Comisión Rogers, nombrada al efecto, sacó a relucir sólo el problema de las juntas toroidales de los cohetes auxiliares, adornado con una referencia a problemas en la comunicación entre los técnicos de Morton-Thiokol, la NASA y diferentes oficinas de diseño. En otras palabras: que no habían hecho caso a los técnicos.

En esa comisión estaba el físico Richard Feynman, sobre el que se podrían contar muchas cosas interesantes y, de forma inevitable, su nombre reaparece en estas páginas en algún otro lugar porque su divertida y chocante personalidad parece haber estado en todos los rincones clave de la física del siglo XX, incluido el lugar donde se reciben los Premios Nobel.

Y Feinman terminó muy enfadado con la Comisión Rogers. Amenazó con prohibir que figurase su nombre en el informe final si no se recogían en él sus opiniones, que finalmente figuran en un apéndice separado. El físico dijo en voz alta y clara que las estimaciones de fiabilidad de los componentes eran exageradas en una relación de mil a uno y declaró que la fiabilidad de la lanzadera no era superior a un 98%. En otras palabras, que lo probable es que fallaran dos vuelos de cada cien.

El vuelo del Challenger llevaba el código 51 aunque este código sólo estaba relacionado indirectamente con el orden de lanzamiento. En realidad era el vuelo número veinticinco de las lanzaderas, pero bastante después de la muerte de Feynman, cuando se alcanzó el vuelo ciento siete, ocurrió el desastre del Columbia: más o menos dos de cien, ≈ 98%. Feynman acertó completamente.

Muchos norteamericanos recuerdan a Feynman en la televisión, con sus habituales modos muy didácticos, mostrando unas gomas corrientes, de las de enrollar carteles o periódicos, o las típicas de oficina, haciendo demostraciones sobre lo elásticas que eran, todas menos una que había dejado caer en una jarra con hielo que tenía en su mesa: cuando la sacó del agua, se quebró en sus manos como ilustración de lo sucedido a aquella maldita junta toroidal en el despegue del Challenger.

Porque eso es lo que sucedió: junta toroidal perfectamente estanca, mucho frío, el caucho se vuelve quebradizo, con las vibraciones del despegue se abre alguna grieta, empieza a salir combustible pero el propio flujo de gas corrosivo arranca virutas por el camino y se obstruye la grieta (por eso a los tres segundos del despegue dejó de salir humo por la junta), vibraciones crecientes y la frágil barrera que sujeta el combustible en la grieta que se rompe y se desborda, empieza a arder, perfora el tanque principal y… ¡Pum!

Se montaron nuevas comisiones, una de ellas (permanente) referente a la seguridad, se desecharon algunos proyectos no muy seguros (lo cual, a su vez, propició el fallo de la Galileo, del que hablaremos dentro de unas páginas), se disminuyó la capacidad de carga de la nave, se volvieron a fabricar los lanzadores Atlas, Delta y Titan, que volvieron a ser los preferidos para cargas medias y pequeñas (y el Titan tuvo dos fallos en los siguientes años, a la vez que Arianespace ganaba cada vez más prestigio). Pero se desecharon los proyectos de equipar los orbitadores con asientos o cabina eyectables.

La lección del Titanic no parecen haberla estudiado quienes más y mejor deberían haberlo hecho.

HACIENDO EQUILIBRIOS CON TONELADAS DE LÍQUIDOS MORTALES

Esa comisión no tenía los datos de otro accidente con algún grado de similitud que había sucedido en el lado soviético en julio de 1968, en los primeros ensayos del cohete Proton (otro de los mejores diseños soviéticos de todos los tiempos), cuando unos días antes del lanzamiento estalló el depósito de oxígeno líquido de la segunda etapa matando a un técnico. La causa fue una excesiva presión del combustible y un incorrecto tarado de las válvulas de seguridad.

Pero, descontando la muerte del técnico, lo peor no fue la explosión, sino que esto reventó el cohete a media altura y la etapa superior se desplomó sobre la torre, donde quedó apoyada en un precario equilibrio y cargada de cinco toneladas de keroseno, tonelada y media del combustible sólido del cohete de emergencia de la punta, otro tanto de combustibles hipergólicos de los cohetes de posición, y diversos otros elementos de ignición además de veinticinco kilogramos de explosivos previstos para no dejarles a los norteamericanos nada que espiar si la nave caía fuera del territorio soviético. Y todo eso se balanceaba al borde del abismo sobre una primera etapa cargada de cientos de tonelada de combustibles hipergólicos. Espeluznante.

Los soviéticos tardaron varias semanas y, en todo momento, tuvieron que jugar con los centros de masas de lo que iban quitando y lo que iban dejando, para no alterar el milagroso equilibrio de lo que quedaba: no podían quitar algo de la derecha sin quitar algo del mismo peso del lado izquierdo, porque entonces se les caía todo al suelo.

Sugiero que, quien no sepa, aprenda a jugar al Mikado, un juego que consiste en soltar un puñado de palitos sobre una mesa y luego irlos retirando de uno en uno. ¿Trivial? ¡Para nada! Porque la única regla dice que si al sacar un palito se mueve algún otro, pierdes el turno y, en la práctica, resulta bastante difícil y gana quien tiene más paciencia y unos nervios muy templados. Algo así tuvieron que hacer los técnicos que desmontaron aquel cohete Proton.

LAS SAGAS FAMILIARES

De todas formas, como demostración de que cuando las cosas se hacen bien no hay que volverlas a tocar en mucho tiempo, a la hora de escribir estas líneas ha despegado de Cabo Cañaveral el Ares I, el primer cohete «clásico» de la NASA de nuevo diseño desde que el Saturn V se dejó de fabricar. Es un cohete de última generación, con una altura de casi cien metros (enorme) y un precio que es apenas una fracción de lo que costaría hoy el Saturn V.

Es de combustible sólido y no es que utilice unos segmentos «como» los de los cohetes auxiliares del transbordador espacial (con las juntas toroidales revisadas tras el accidente que provocaron), sino que utiliza «los» propios segmentos reutilizables del transbordador. De hecho, ese lanzamiento del Ares I incluía uno de los segmentos que se utilizaron en el del primer lanzamiento del transbordador en 1981 y en total han sido cuarenta y ocho misiones las que cada segmento de ese primer Ares I ha formado parte de algún lanzamiento de la lanzadera espacial.

Otro detalle curioso del Ares I: la segunda etapa es un cohete de combustible líquido que se llama J-2. ¿Nos suena? Sí, el J-1 era el que formaba aquella tercera etapa del Saturn V que se encendía y apagaba varias veces para terminar de enviar al Módulo de mando y al de alunizaje hasta la Luna. Este otro es de la misma familia.

Las cosas no son malas ni buenas, sino que están mal o bien hechas o mejor o peor utilizadas y, muchas veces, la diferencia es apenas una cuestión de matiz en un elemento irrelevante; pero como acabamos de ver y vamos a volver a ver a continuación, cuando se hacen las cosas bien duran muchos años.

VERSIÓN SOVIÉTICA: AUTOMÁTICO Y MÁS POTENTE

Para terminar este capítulo, vamos a mencionar un mérito relativo del transbordador norteamericano: fue la última vez que hicieron a los soviéticos perder el tiempo y los recursos que necesitaban en otras áreas de su industria dedicándolos a un proyecto espacial absurdo.

Porque los soviéticos, preocupados por la posible ventaja de los norteamericanos con su transbordador espacial reutilizable, desarrollaron algo equivalente: el Buran, aunque ellos lo llamaban MKS.

Y, siguiendo la tradición, podía levantar veinticinco toneladas frente a las veinte de los norteamericanos, podía traer de vuelta desde la órbita veinte toneladas frente a las quince de los norteamericanos, podía volar sin tripulación, tenía un coeficiente de planeo de 6,5 (es decir, planeando avanzaba 6,5 metros por cada metro que bajaba) frente al de 5,5 de los norteamericanos… Todo lo hacía mejor, e incluso hicieron mucho mejor lo de retirarse a tiempo tras evaluar todo el sistema y llegar a la conclusión de que era tirar el dinero.

De todas formas, para dejar las cosas claras, llegó a volar en 1988: un espectacular lanzamiento, dos órbitas y un aterrizaje perfecto totalmente automático.

El presidente Boris Yeltsin suspendió el programa en 1993 y los diversos prototipos, varios de ellos a escala 1:1, se repartieron por museos y parques temáticos de todo el mundo. Pero el Buran, el ejemplar que llegó a volar, junto con una maqueta del cohete Energía que lo había puesto en órbita y que era un lanzador completamente reutilizable, se almacenaron en un enorme local de Baikonur que en 2002, por falta de mantenimiento, se derrumbó destruyendo el magnífico cacharro.