Pero peor lo tuvo Komarov. Al fin y al cabo Gus Grisson, Edward White y Roger Chaffee pasaron una agonía de diecisiete segundos. Ninguno la desearíamos, por supuesto, pero hay opciones peores como vamos a ver a continuación.
Vladímir Mijáilovich Komarov era el comandante y único tripulante de la Soyuz 1 y tuvo el dudosísimo privilegio de ser el primer astronauta que moriría en un vuelo.
Y lo supo con horas de antelación.
La Soyuz es hoy en día la cápsula más utilizada de la historia, capaz de complejísimas maniobras realizadas de forma automática, y cuarenta años después de sus primeros vuelos sigue en activo a la espera de un diseño que mejore el suyo (diseño que nunca llega). En cambio los inicios de esta cápsula no pudieron ser peores. De hecho, los primeros vuelos fueron sin tripulación, pero penosos.
EL PRIMERO NO SE ORIENTA Y SE AUTODESTRUYE
El primer proyecto (Cosmos 133) fue lanzado el 28 de noviembre de 1966, pero no consiguió orientarse detectando alguna estrella (la nave estaba preparada para ello) y en eso gastó el combustible de maniobra mucho antes de la cuenta, lo cual provocó que se abortase la misión (y el lanzamiento de la nave con la que se tenía que acoplar en órbita).
Cuando estaba a punto de caer, viendo que lo iba a hacer en China, la propia nave se autodestruyó para evitar caer en territorio hostil (de lo que se deduce, como mínimo, que llevaban explosivos o, al menos, tenían alguna forma de hacer explotar la nave). De paso, el enorme parecido de las actuales cápsulas tripuladas chinas a las rusas parece que justifica el reparo de los soviéticos a la hora de dejar que sus vecinos orientales tuvieran acceso a sus diseños.
EL SEGUNDO ESTALLA EN LA TORRE DE LANZAMIENTO
El segundo aparato (sin nombre, porque se les daba nombre sólo a los que llegaban al espacio) abortó el despegue en diciembre de 1966 en la propia rampa de lanzamiento porque no se habían encendido todos los motores.
El cohete llegó a balancearse un poco, y no quedó bien colocado en la torre de lanzamiento, por lo que lo peor vino unos minutos después cuando los operarios estaban empezando la tarea de vaciar el combustible para poder trabajar sin peligro en las reparaciones. La cápsula no se había «enterado» de que se había abortado la misión, y cuando se accionaron los mecanismos de sujeción del cohete a la torre, como no estaba «en su sitio», uno de los brazos de enganche la golpeó con fuerza y se balanceó bastante, más de siete grados, que era el margen de error en el rumbo que podía admitir el sistema de guiado del cohete, el cual, por lo tanto, sacó la realista conclusión de que no estaba en la trayectoria correcta y, con su gran capacidad de reaccionar de forma automática, accionó los cohetes de escape de la cápsula que, a su vez, hicieron estallar el cohete inferior, aún cargado de toneladas de combustible muy peligroso.
Esos cohetes de escape son una precaución que tanto norteamericanos como soviéticos tomaban[32] en los vuelos tripulados: un cohete pequeño e independiente de todo lo demás, colocado en la punta del lanzador, que en caso de problemas engancha la cápsula con los astronautas y se la lleva lejos; en las fotos de los lanzamientos es esa especie de antena que se ve en la punta del cohete (si no hay antena, es que es un vuelo sin tripulación, pero aquel lanzamiento, como era un ensayo del sistema completo, sí llevaba el cohete de salvamento).
Aquel día, con la ayuda de ese cohete la cápsula se alejó impunemente la distancia reglamentaria y aterrizó en los alrededores. Sin embargo, de la explosión y el incendio subsiguientes que dejaba atrás hay un par de cosas que contar.
Cuando los técnicos se empezaron a acercar, ya habían pasado veintisiete minutos desde que se abortó el lanzamiento. En ese rato se había disipado la nube que formaron los miles de litros de agua con que se enfriaban el cohete y la torre en esos casos y se trataba de comprobar la situación, conectar los sistemas de vaciado y llenado al cohete y sacarle los miles de litros de combustibles hipergólicos que almacenaba.
Podía haber sido una gran catástrofe, pero cuando salieron las primeras llamas del cohete de salvamento ningún técnico perdió tiempo en ponerse a cubierto en los búnkers de los alrededores, excepto Korostylev, de nuevo un alto mando de las Fuerzas de Misiles y encargado de supervisar el lanzamiento, que se conformó con refugiarse detrás de una pared de hormigón, lo cual, ante las quemaduras del combustible hubiese resultado suficiente, pero la onda expansiva de la explosión derribó el muro: murió aplastado y fue la única víctima mortal de aquel desastre. Parece que las guerreras cargadas de medallas son un problema para la supervivencia.
EL TERCERO NO SE ORIENTA Y ROMPE EL ESCUDO TÉRMICO Y EL CUARTO NO LLEGA A LA ÓRBITA
El tercer aparato (Cosmos 140, febrero de 1967), al igual que el primero, no consiguió orientarse correctamente (tenía que localizar e identificar alguna estrella y se ponía a dar vueltas y gastar combustible hasta que la encontraba) y abortaron a tiempo la misión, aunque se estrelló lejos del lugar previsto (cayó en el entonces existente mar de Aral) y, para colmo, después descubrieron que el escudo térmico que protegía la reentrada se había roto y cualquier tripulante que hubiera ido en el interior habría muerto de todos modos.
El cuarto y último no tripulado (Cosmos 154, abril de 1967), no alcanzó la altura prevista y se quemó al volver a la atmósfera. No eran unos precedentes tranquilizadores.
A LA HORA DE LOS VUELOS TRIPULADOS, LA INSENSATEZ COMO NORMA
En cuanto al diseño de la Soyuz, con un módulo orbital bastante amplio y retrocohetes… Existen todavía grandes lagunas en el conocimiento que tenemos en Occidente sobre cuál era la verdad del programa espacial soviético, pero parece claro que la Soyuz, o alguna de sus variantes, sería una nave adecuada para alunizar con algunos astronautas.
Los soviéticos no parecieron tomarse muy en serio que los norteamericanos fuesen a cumplir la petición de Kennedy de «llegar a la Luna en esta década» y avanzaron en ese sentido sin muchas prisas al principio. Pero cuando faltaban pocos años para el final del plazo que se habían autoimpuesto los norteamericanos y empezaba a vislumbrarse que lo podían conseguir, esa posibilidad puso a los soviéticos en el disparadero. Y su gran cohete, el N1, fue una enorme fuente de decepciones.
En ese contexto, unos meses después de la catástrofe del Apollo I, las presiones políticas para que las naves Soyuz se pusiesen en órbita y se acoplasen unas a otras alcanzaron su punto máximo.
Poco antes, el 14 de enero de 1966, a la salida de un quirófano (el cirujano era el mismísimo ministro de Sanidad) había muerto Korolev, el padre del programa espacial soviético, un personaje del que se podrían contar muchas cosas, quizá algo correoso (unos años de prisión en Siberia endurecen a cualquiera, y más si durante ellos se contrae el escorbuto, se pierden los dientes y se enferma de corazón, como fue su caso), pero todos están de acuerdo en que es el responsable de la mayoría de los éxitos soviéticos iniciales en el espacio, que creó un programa realista que podría haber llevado a los soviéticos a la Luna uno o dos años antes que los norteamericanos y que, si no lo consiguió, es muy probable que fuese sólo por rencillas personales y por las zancadillas que otros responsables técnicos de la URSS le pusieron en su camino. Un ejemplo: el N1, el cohete que iba a llevarles a la Luna, tuvo que utilizar treinta motores en su primera etapa (imposible ponerlos de acuerdo a todos) porque le impusieron la restricción de que todas las piezas tenían que poder viajar por ferrocarril, y también porque los mejores diseñadores, liderados por alguien cuyo nombre es mejor que quede en el olvido, se estaban dedicando a diseños militares…
Hablando de lo que significó trabajar con Korolev, un compañero suyo dijo aquello de: «Después, el espacio sólo sería un trabajo, pero en su primera década, fue un romance». El programa lunar siguió adelante, liderado por Vasily Pavlovich Mishin uno de los ayudantes de Korolev, pero resultaba cada vez más evidente que ya no era lo mismo.
El retraso respecto a los norteamericanos empezaba a ser muy notable y uno de los elementos imposibles de negar era que los soviéticos todavía no habían conseguido organizar una cita en el espacio entre dos naves, algo imprescindible para sus planes, pues, al igual que los norteamericanos, contaban con ello en su viaje a la Luna. Los estadounidenses lo habían conseguido en diciembre de 1965.
Las Soyuz, aunque estaban pensadas para facilitar esas citas (de hecho, hoy en día siguen siendo las que se acoplan de manera automática a la ISS), todavía no habían podido ser lanzadas con éxito, pero esperaban que la presencia de un tripulante podría resolver los problemas que se habían encontrado en los vuelos no tripulados.
Personajes como Leonid Brézhnev (responsable político de quien dependía el programa espacial soviético) y el propio Mishin presionaron incluso a gritos (es famoso el «no quiero cobardes en mis naves» de Mishin). Además, hacía casi dos años que los soviéticos no ponían una nave tripulada en órbita. Finalmente, el 23 de abril de 1967 despegó la Soyuz 1.
Se previó que al día siguiente despegaría la Soyuz 2 con tres astronautas a bordo, dos de los cuales se cambiarían de nave en la órbita para demostrar al mundo el éxito del encuentro en el espacio.
PEOR QUE LO IMAGINABLE
Pero ya desde los primeros minutos el vuelo fue una pesadilla. Había previstos tres sistemas de orientación. El primero, a través del sol, parece que no funcionaba porque sobre él incidían los gases de los motores de corrección de posición y el sensor estaba sucio. El segundo era un sensor iónico que detectaba el choque de cualquier partícula de las que hay incluso en el vacío de la órbita, y como las partículas que llegaran desde «delante» lo harían, en promedio, a más velocidad que las que llegasen desde «detrás», la nave sabría automáticamente en qué posición estaba volando. Pero parece ser que en esos momentos escaseaban las partículas a esa altura de la órbita (dependen de la actividad solar y de muchos otros factores climáticos, entendiendo el «clima» en un sentido amplio) y en la mayor parte del trayecto no daba datos fiables y se confundían los aparatos con el exceso de gases alrededor de la cápsula debido al uso intensivo de los motores de posición; además, como veremos a continuación, no había suficiente energía eléctrica como para que funcionase bien en ningún caso. Sólo quedaba la tercera manera: el visor terrestre.
La Soyuz tiene dos grandes paneles solares a los lados, pero uno de ellos no se desplegó. La primera consecuencia de esto fue una asimetría estructural que hacía que los movimientos de la nave resultasen torpes e inexactos; la segunda consecuencia fue que la energía eléctrica generada era de la mitad como máximo: con tan poca potencia ni siquiera se podía esperar que funcionasen bien los sistemas de posicionamiento automático (que ya habían fallado en los vuelos anteriores), y sin una correcta orientación de la nave con los paneles hacia el Sol, la potencia eléctrica disponible era aún menor.
Komarov, tripulante de la nave, intentó desplegar el panel incluso a patadas, pero no lo consiguió. Para colmo, las comunicaciones de las naves soviéticas siempre han sido (incluso en la Mir) muy limitadas, perdiéndose el contacto entre las tripulaciones y la base durante la mayor parte de cada vuelta a la Tierra. No hicieron como los norteamericanos, que desplegaron estaciones de seguimiento interconectadas por todo el planeta para no perder contacto en ningún minuto de la órbita.
En el caso de ese vuelo, con tan poca potencia eléctrica disponible, fallaron además algunos equipos de comunicaciones, por lo que sólo cuando la Soyuz 1 estaba a la vista de Baikonur podía Komarov comunicarse con los técnicos de la base.
En esa situación, los técnicos de tierra le daban indicaciones durante un breve tiempo y hasta el siguiente paso de la nave sobre ellos no podían volver a contactar para saber si había habido éxito en la maniobra que le habían recomendado. Además, entre la órbita 7 y la 13 no había posibilidad alguna de comunicarse, por lo que se le recomendó a Komarov que durmiese.
Por último, las baterías se estaban agotando y, sin ellas, no se podría volver. El primer cálculo era que se agotarían en la órbita 17.
INTENTÁNDOLO TODO
Por supuesto, se planteó lanzar la Soyuz 2 e intentar la cita, ahora como misión de rescate pero, muy acertadamente, se decidió que no había tiempo y que la nave no era fiable. Por lo que se descubrió en los siguientes meses de revisión y mejora del diseño, si se hubiese lanzado la Soyuz 2, también se habría estrellado, habría sido inevitable.
En cualquier caso la nave en órbita seguía sin mantenerse estable, girando en cualquiera de sus ejes pese a los esfuerzos de Komarov por orientarla. Se cuenta que Alekséi Kosygin, entonces secretario general del Politburó y quien dentro de la troika que gobernaba la URSS actuaba como presidente de hecho, habló con Komarov en una de sus últimas órbitas y facilitó a Valentina, la esposa del astronauta, un entorno privado para que se despidiese de su marido.
En la órbita 17, cuando la nave estaba fuera del alcance de las comunicaciones de la base, se hizo un primer intento de descenso por medios automáticos, pero la cápsula no se mantuvo bien orientada el tiempo necesario para encender los retrocohetes. Mientras Komarov informaba de ello, la cápsula salió de la zona de cobertura de sus comunicaciones antes de que le pudiesen dar nuevas instrucciones.
Y las baterías se agotaban.
Contando con que los ahorros practicados les proporcionaban energía, incluyendo la batería de emergencia, para al menos tres órbitas más, el plan era que orientaría la nave manualmente al lado diurno de la Tierra, mantendría la orientación durante el paso por la sombra gracias a los giróscopos y realinearía de nuevo en el lado diurno; con todo ello debería ser suficiente para hacer un encendido seguro de los retrocohetes.
Nunca se había hecho, ni siquiera ensayado, pero Komarov era un veterano capaz de ello y mucho más.
CASI…
Lo intentó. El encendido debía hacerse en el lado nocturno de la Tierra (no querían bajo ningún concepto caer en ninguna parte fuera de la Unión Soviética) y Komarov se tuvo que conformar para orientarse con ver la Luna por el periscopio.
Para estabilizar la cápsula hay informes que dicen que le imprimió un giro sobre su eje longitudinal, como una peonza; ello le ayudaría a mantener la alineación en el encendido de los retrocohetes (si la peonza se mantenía de pie, la nave también se mantendría alineada). Si así lo hizo, quizá esa decisión fue la peor de todas.
Los cohetes deberían haberse mantenido encendidos durante ciento cincuenta segundos, pero sólo funcionaron durante ciento cuarenta y seis, porque fue entonces cuando se agotó el combustible que utilizaba para orientar la cápsula y, sin orientación, el sistema se cortó de forma automática, pues no era seguro que estuviese empujando en la dirección adecuada y un «viejo proverbio chino» dice que de nada sirve correr si no es en la dirección correcta. Esto ocasionaba un aterrizaje lejos del punto previsto (aunque dentro de la extensa Siberia) y, sobre todo, más violento, pero todavía no era un problema fatal.
Las naves Soyuz, durante la reentrada, se pueden maniobrar para generar una cierta sustentación con el escudo térmico. Aprovechando su muy bajo centro de gravedad, se ponen un poco más verticales de lo necesario y el escudo las hace «planear» un poco en la última fase de la reentrada; es como cuando tiramos una piedra para hacerla rebotar en el agua o, más precisamente, lo que hace esa piedra cuando deja de botar: se hunde moviéndose todavía más horizontal que verticalmente. Eso le proporciona una frenada más suave, de tres gravedades en lugar de las ocho de una trayectoria balística, pero exige la utilización de los motores de orientación… que en el caso de la Soyuz 1 estaban agotados.
El escudo protector resistió bien la frenada inicial, el primer choque con la atmósfera. Era, pues, la hora de los paracaídas. Había tres. Uno, el de guía, se desplegaba cuando todavía la nave caía a gran velocidad. Era muy resistente y su misión no era tanto frenar la caída hasta una velocidad segura como estabilizar la nave, bajar un poco la velocidad y extraer, con su fuerte tirón, el segundo paracaídas, el principal, que no salió de su escotilla.
Había un tercer paracaídas, el de emergencia, que en realidad estaba pensado por si había un problema en el despegue y la cápsula activaba el mecanismo de escape y tenía que aterrizar en los alrededores de la torre de lanzamiento. Se desplegó a continuación, pero se enredó con el paracaídas de guía.
Todos esos detalles no son suposiciones: los conocemos, sobre todo, porque el propio Komarov iba grabando, con total frialdad, lo que veía por su ventanilla de la Soyuz.
La nave de Komarov llegó al suelo a bastante más velocidad de la que podía soportar su desgraciado ocupante.
El coronel Vladímir Mijáilovich Komarov seguramente había muerto en el choque pero, para mayor calamidad, los retrocohetes que estaban previstos para amortiguar la caída en los últimos metros, tampoco debieron funcionar en su momento (sin paracaídas, de todas formas, no habrían sido suficientes para salvar a Komarov), y se activaron después, con la nave tumbada en el suelo, lo cual provocó un incendio que terminó calcinando la Soyuz y el cadáver de su tripulante.
REHACIÉNDOLO TODO, PERO AHORA BIEN
Más adelante se descubrió que la cubierta del paracaídas principal se había fundido parcialmente durante la violenta frenada en la atmósfera. Quizá eso era lo que explicaba que no se hubiese desplegado. También, en la investigación de los siguientes meses, se descubrió que cuando se «pintó» la nave (con un polímero que, al ser horneado, se hincha y es un buen aislante térmico, pero que queda muy rugoso) la escotilla de los paracaídas estaba sin cerrar, por lo que el interior debió quedar también pintado y especialmente rugoso; además, el compartimento era cilíndrico y en los siguientes diseños siempre se hizo con forma de un cono invertido, cuya parte más ancha estaba hacia delante/fuera, para evitar enganches del paracaídas de cualquiera de las formas.
Nunca se había ensayado el despliegue del paracaídas de emergencia con el paracaídas de guía todavía tratando de tirar del principal. Eso explicaría que uno y otro se enredasen. También es muy posible que todo se hubiese desarrollado de otra manera sin el giro que Komarov había dado a la nave justo antes de encender los retrocohetes, dado que en esos segundos agotó el combustible de maniobra y no tuvo ocasión de anularlo después, lo que hizo que la Soyuz 1 cayese todavía girando sobre sí misma al desplegar los paracaídas. Eso haría poco efectivo el de guía, que bajaría medio arrugado, y explicaría que no tuviese suficiente fuerza como para extraer el principal y que, después, tampoco pudiese desplegarse en condiciones el de emergencia, enroscado como un tornillo por el giro de la nave.
Con la cantidad de fallos que se encontraron en los siguientes dieciocho meses, el tiempo durante el que el diseño de las naves Soyuz estuvo en revisión, lo más seguro es que fuese un conjunto de muchas causas a la vez lo que llevó a Vladímir a ocupar un lugar de honor en los nichos de la muralla del Kremlin[33] reservados a los héroes de la Unión Soviética y a que no le importase ya el detalle de que esos meses de revisión convirtieron una cápsula asesina en una de las mejores, si no la mejor, jamás puestas en órbita.
ENCARANDO LA MUERTE
Aunque aún dio otro susto monumental, pero quedó en susto nada más. Fue en el vuelo de la Soyuz 5.
En realidad se trataba de una misión doble, pues la Soyuz 4 y la Soyuz 5 tenían como objetivo encontrarse en órbita y que transbordasen dos de los cosmonautas[34] que habían despegado en la Soyuz 5 a la Soyuz 4, como demostración inapelable de que habían tenido éxito.
Todo se desarrolló según el plan y, tras tres días en el espacio, Boris Volynov volvía a casa en la Soyuz 5, feliz tras el éxito, cuando el módulo auxiliar de la nave no se desprendió.
Ese módulo era el que incluía los motores de maniobra orbitales y era de un tamaño incluso mayor que la propia cápsula de reentrada, no como en el caso ya descrito de Glenn, en el que había unos motores de pequeño tamaño, por lo que la nave de Boris, cuando empezó a rozar con la atmósfera, se orientó igual que una flecha: con la punta hacia adelante y la parte más voluminosa y menos aerodinámica hacia atrás, lo cual dejaba a Volynov ante la terrible perspectiva de sufrir una deceleración de varias gravedades colgando de sus cinturones (los ojos debieron de estar a punto de salírsele de las órbitas) y ver cómo el cono de la cápsula se recalentaba por momentos hasta la previsible destrucción total.
Boris tuvo todavía la entereza de arrancar unas páginas del diario de a bordo y escribir unas palabras para sus seres queridos, páginas que metió de nuevo dentro del diario, que se guardó entre sus ropas con la esperanza de que alguien las encontrase en buen estado aunque él no sobreviviese.
El descenso seguía, y el freno de la atmósfera se empezó a notar con toda su brutalidad, la temperatura empezó a subir muy por encima de lo normal, Boris llegó a ver cómo el aro de goma que daba estanqueidad a la escotilla se empezaba a fundir llenando la cápsula de humo. Pero entonces, por fin, se obró el milagro: el Módulo de servicio, seguramente abrasado en la reentrada, se soltaba con un fuerte crujido y dejaba libre la cápsula que, de una manera natural propiciada por su aerodinámica y su centro de masas, se orientaba de la forma correcta dejando los acaloramientos para el escudo térmico, que hizo su trabajo a la perfección.
EN LA DURA TIERRA
No terminaron ahí los problemas, pero lo más grave había pasado. Lo que faltaba aún es que los cohetes de posición de la cápsula, durante el tiempo en que había viajado «del revés», habían agotado su combustible en sus frenéticos intentos de enderezar la nave y ahora, con esta en el último tramo de su viaje, estaban agotados y condenaban a Boris a una caída balística, algo más dura que lo previsto. Pero lo peor era que la nave estaba girando como una peonza y, cuando se desplegó el paracaídas, se enrolló casi hasta convertirse en un cordón. Por suerte, eso hizo que la cápsula frenase su giro y que el propio paracaídas girase, lo que resultó en un despliegue parcial y la llegada a tierra, aunque brutal (a Volynov se le rompieron varios dientes), dejó al astronauta vivo y capaz de andar.
Porque necesitó andar, y no poco: había caído a dos mil kilómetros del lugar previsto, y esa era una distancia que los helicópteros de rescate no recorren en un momento; es, más o menos, como si nos esperan en Madrid y aterrizamos en París, esa era la distancia a recorrer por los montes y estepas de Siberia.
Pero lo más grave es que la temperatura exterior, en los montes Urales y a mediados de enero era de treinta y ocho grados bajo cero. Desde luego es en días como aquel en los que se comprende que hacían falta verdaderos superhombres para volar hasta el espacio y Boris, haciendo honor a ello, al ver una columna de humo en la distancia, echó a andar hacia allí: se trataba de una aldea en la que le acogieron y desde donde, como no había teléfono disponible, no tuvo manera de avisar al equipo de rescate que finalmente dio con él siguiendo sus huellas en la nieve.