Capítulo 35. Apollo I

No se llamaba Apollo I. De hecho no se llamaba de ninguna manera porque no era todavía una misión, no estaba del todo claro que fuese a despegar en un plazo inmediato; pero, después de ver como terminó, se le dio ese nombre como homenaje a los que murieron en su interior. Si hubiese seguido adelante es muy posible que hubiese sido el Apollo IV.

Era un día de ensayos dentro de la cápsula del Proyecto Apollo, que era un cono de algo más de tres metros de diámetro y de altura. Por cierto: tenía las mismas dimensiones que el proyectil que imaginó Julio Verne en su novela Le voyage dans la Lune, que también «despegaba» de Florida y también llevaba tres «tripulantes».

Dentro de esos pocos metros cúbicos había infinidad de sistemas, de multitud de suministradores, y durante su construcción cada uno de los proveedores pedía a los directores del proyecto que los equipos «de los demás» hiciesen las cosas como a ellos les venía mejor para integrarse unos con otros. Esas peticiones a veces se denegaban, pero otras veces se aceptaban, de manera que los cambios no llegaban a tiempo o no se hacían exactamente como se había solicitado y, en cualquier caso, provocaban una cascada de nuevas peticiones de modificación en los otros sistemas. Era el infierno del ingeniero y el paraíso del burócrata.

Hoy en día no entenderíamos que en unas máquinas como esas la seguridad no fuera extrema, pero había que sobrepasar a los soviéticos de cualquier manera, aunque fuese adelantando en pleno cambio de rasante o en curvas sin visibilidad. Y la seguridad siempre es un incordio que complica el diseño, sobre todo cuando algo está hecho entre muchos y luego lo monta otro distinto.

Las cápsulas Apollo, como antes las Gemini, y antes aún las Mercury, eran todas iguales, en apariencia, pero por dentro no había dos parecidas. Es decir, que por aquello de ganar al otro se relajaban «un poco» las normas de seguridad, y siempre había algo nuevo que podía fallar o algo viejo que aún no lo había hecho.

IMPRUDENCIAS INCONCEBIBLES HOY EN DÍA

Para empezar a señalar aquí los problemas que resultaron ser críticos en aquella catástrofe, el fabricante de la cápsula recomendaba utilizar aire atmosférico para su atmósfera privada, pero la NASA impuso la utilización de oxígeno puro, aunque a baja presión. Con eso se podría respirar adecuadamente pero disminuyendo el peso, y no hay que olvidar que para poner en órbita cada kilo extra de peso de la cápsula, hace falta que la última etapa gaste centenares de kilos más de combustible, y por cada kilo de más de la última etapa, la penúltima también necesitaba cientos o miles añadidos para levantarla. Al final, como esta ecuación se aplica a cada fase, añadir un kilo de peso suponía añadir toneladas en la fase que se apoya en tierra e inicia el despegue, que no se podía hacer más grande.

Otra fuente de problemas era que cada elemento funcionaba con unas características eléctricas diferentes y, como consecuencia, había múltiples voltajes e infinidad de alimentaciones que recorrían cada rincón de la cápsula.

Para rematar la faena, estaba todo lleno de plásticos: paneles, aislantes, tubos, etc. E, increíblemente, no se había puesto la condición de que fueran ignífugos, sino que podían arder con toda facilidad: la cápsula era una bomba.

Otro problema importante (había muchos más, pero nos estamos centrando en los que cobraron protagonismo aquel maldito día) era la escotilla de la cápsula.

La escotilla estaba preparada para abrirse «desde fuera» con cierta facilidad, pero si se quería hacer desde dentro había que desenroscar decenas de tornillos, que es como se protegen los sistemas de alarmas para disuadir a los ladrones: muchos tornillos y, en cuanto aflojas el primero, se pone a sonar la alarma (lo de abrir un panel y manipular la electrónica con impunidad sólo sucede en las películas en las que el ladrón es «el bueno»). Para colmo, en ese agobiante espacio, la escotilla se abría «hacia dentro».

Desde luego, a nadie le dejarían hoy (en rigor ni siquiera entonces) inaugurar una discoteca repleta de elementos combustibles, llenarla de oxígeno puro, poner puertas que sólo se abren desde fuera y que lo hacen hacia dentro y atiborrar el lugar con cables que se cruzan llevando todo tipo de tensiones. ¿Alguno entraría voluntariamente allí?

Pues el 27 de enero de 1967 entraron en la cápsula Gus Grisson, Edward White y Roger Chaffee. Se trataba de unas pruebas de integración de distintos sistemas sin conexión con la torre de lanzamiento, en las que se accionaban multitud de interruptores y se activaban diversos mecanismos. Pero alguno falló.

Un cable se recalentó, se puso a arder su aislante y diecisiete segundos después los tres tripulantes habían perdido el conocimiento, envenenados por los diversos gases tóxicos que desprenden los plásticos de todos los modelos y composiciones que había en la cápsula y que, en una atmósfera de oxígeno puro, debieron quemarse con rapidez.

Aunque no había sucedido durante un vuelo, la carrera espacial tenía que enterrar sus primeros astronautas y, tal como se hacían las cosas, es admirable que no hubiese habido muchos más y mucho antes.

VÍCTIMA PIONERA

En ocasiones se menciona a Valentin Bondarenko como el primer astronauta que murió, en marzo de 1961, pero se trataba todavía de los procesos de entrenamiento para las primeras misiones y, sobre todo, ese accidente podía haber pasado casi en cualquier parte y momento: estaba en Moscú, en el Instituto de Investigaciones Biológicas, metido en una cámara hiperbárica de las que usan para descompresión los submarinistas, sólo que en este caso la tenían con oxígeno a baja presión para simular la cápsula rusa y tampoco se podía abrir rápidamente sin que el habitante sufriera problemas de descompresión brusca.

Las pruebas clínicas habían terminado y, con la relajación de quien acaba su período de actividad de ese día (era parte de una sesión de quince días de aislamiento), se estaba limpiando la piel con alcohol (durante las pruebas llevaba pegados unos electrodos), con tan mala suerte que al tirar el algodón al suelo en vez de encestar en el cubo de la basura acertó a dar en la estufa con la que se calentaba… En una atmósfera rica en oxígeno, las cosas arden más deprisa y con mucha más llama, y la puerta no era fácil de abrir. Cuando consiguieron entrar en la cabina (el relativo vacío interior hacía «ventosa» y era físicamente imposible abrirla hasta igualar presiones), le rescataron con quemaduras muy graves, incluyendo problemas pulmonares de los que falleció unas horas después.

Para hacernos una idea de las horrorosas condiciones en las que quedó su piel, valga el detalle de que el único sitio en el que le pudieron buscar una vena para pincharle calmantes era en las plantas de los pies.

CULPAS, SECRETOS Y GAFES

La muerte de Bondarenko no provocó el rediseño significativo de los procedimientos, porque bastaba con tener un especial cuidado a la hora de tirar las cosas y prever la instalación de un extintor adecuado.

El secretismo de los soviéticos impidió que los norteamericanos aprendiesen de ese accidente (además, en consonancia con el espíritu de las relaciones internacionales de esa época quizá habrían dicho que a ellos no les podía suceder porque sus baloncestistas eran mejores que los soviéticos), pero la investigación del accidente de Grisson, White y Chaffee, bajo la dirección de George Low, consiguió que se rediseñase toda la cápsula, una verdadera hazaña técnica, poniendo especial énfasis en que «todo debería utilizar las mismas tensiones de alimentación» o que ningún plástico combustible entraría en esa cápsula, y de hecho hasta los papeles que se utilizaron desde entonces en el interior eran ininflamables. A partir de esos cambios los astronautas respiraron aire casi normal en el despegue y, lo más visible, la escotilla se abriría desde entonces hacia afuera y podría ser accionada desde el interior por medio de un mando sencillo y rápido.

Es toda una ironía que algo de eso fuera la causa directa del otro accidente importante del Proyecto Apollo, al que ya llegaremos, pero la ironía más cruel es que la historia del naufragio de una cápsula Mercury, la de Gus Grisson precisamente, porque la escotilla se abrió antes de la cuenta, fue lo que había hecho a los ingenieros de la NASA rediseñar las escotillas para que sólo se abriesen desde fuera y lo hiciesen hacia dentro.