Capítulo 34. Desde el suelo hasta el paseo espacial de Alexéi Leónov

El 18 de marzo de 1965, la maquinaria de propaganda soviética le aplicó otro mazazo al incipiente orgullo espacial norteamericano.

Un año después del primer Sputnik, el Programa Mercury de la NASA había iniciado el camino para poner en órbita un ser humano y hacerlo regresar con salud a la Tierra, cosa que consiguieron, aunque con sus más y sus menos.

SALTOS DE PULGA

Por ejemplo, los cohetes lanzadores utilizados eran tan limitados que el primero, el Redstone, apenas podía sacar de la atmósfera la cápsula y su «tripulante» (al principio los tripulantes eran monos, por eso dicen que los astronautas norteamericanos descienden del mono mientras que los astronautas soviéticos descienden del perro), pero los utilizaron para intentar, y finalmente no conseguir, ser los primeros en sacar un ser humano de la atmósfera en algo que pareciese una órbita. Nikita Jruschov se rio oficialmente de la «hazaña» norteamericana calificándola de «salto de pulga». Poco después se lanzaría la primera misión (no tripulada) de la cápsula y, cuando se abortó la misión, había alcanzado la poco impresionante altura de diez centímetros… No se necesitaron los agudos comentarios de Jruschov para que los responsables se pusiesen colorados.

El segundo cohete utilizado, el Atlas-D (todos eran cohetes balísticos modificados para cargar una cápsula en lugar de una bomba), tenía sus paredes tan finas que mantenía la forma gracias a la presión del combustible que, cuando no estaba, había que sustituir con nitrógeno a presión: era como esos edificios, polideportivos por ejemplo, que son una tienda de campaña gigantesca que mantiene la forma gracias a la presión del aire. Pero en seguida veremos que los artilugios cuya forma depende de que estén correctamente hinchados les dieron también a los soviéticos algún disgusto, sobre todo a uno apellidado Leónov.

EL HOMBRE LLEGA AL ESPACIO REPRESENTADO POR YURI GAGARIN

De todas formas, los norteamericanos no llegaron a tiempo: el 12 de abril de 1961 Yuri Alekséyevich Gagarin había despegado en el Vostok 1 y fue ya para siempre el primer ser humano en alcanzar el espacio.

A partir de ahí los vuelos al espacio de soviéticos y norteamericanos se fueron sucediendo, con incidentes y anécdotas de todos los tamaños.

Por ejemplo, Gagarin dijo al despegar «¡vámonos!» y desde entonces esa simple palabra forma parte de la cultura rusa y se dice ese «vaaaaamonos» cada vez que se emprende un proyecto importante o arriesgado.

Sin embargo, la frase que popularizó, poco después de esas fechas, un astronauta norteamericano fue muy diferente: John Herschel Glenn Jr. era un hombre muy religioso y, a punto de despegar para el tercer vuelo tripulado de la Mercury (y primero realmente orbital) dijo para la historia: «Señor, por favor, no permitas que la cague».

En aquellos días, a los publicistas de Estados Unidos les costaba «mantener el tipo» en el tema aeroespacial.

LOS HAY CON MALA SUERTE

Para colmo, en el segundo vuelo orbital norteamericano se difundieron unas imágenes patéticas de Gus Grisson, su tripulante, saliendo de la cápsula antes de la cuenta y a punto de ahogarse en el Atlántico por el peso del traje (se había dejado uno de los tubos de alimentación del mismo sin cerrar y al llenarse de agua hacía de todo menos ayudarle a flotar) mientras el helicóptero intentaba levantar la cápsula Mercury, que con la escotilla abierta y casi llena de agua pesaba demasiado para sus motores; tuvo que soltarla y acabó en el fondo del Atlántico.

Lo que había pasado es que la escotilla se había abierto antes de lo esperado, la cápsula se empezó a inundar y Gus tuvo que salir con más prisas de la cuenta. Nunca se supo por qué se había accionado antes de tiempo el disparador que hacía estallar los tornillos de fijación de la escotilla. Por supuesto, el primer sospechoso fue el propio Gus Grisson, que era el único que estaba allí, pero él siempre declaró que no había tocado ese maldito mando y que aquello estalló solo. Aducía como prueba que todos los demás tripulantes de la Mercury aterrizaron con un hematoma en la mano que accionaba el botón de apertura, que necesitaba un buen empellón para activarse desde dentro y él, en cambio, no lucía ese hematoma. Por el momento se le concedió el beneficio de la duda.

En 1999 la cápsula se recuperó con submarinos robotizados y todavía estaba en bastante buen estado después de casi cuarenta años en el fondo del mar; pero siguió sin hallarse ninguna causa verosímil para todo aquello.

La teoría más favorable para Gus se sostiene en que durante el descenso este informó de que el paracaídas principal tenía un desgarro en forma de «L» y otro boquete más pequeño. Se especuló con que el receptáculo del mando de apertura externo, protegido por una pequeña trampilla, se pudo haber abierto durante el descenso y, al soltarse la trampilla, habría volado y provocado los desgarros del paracaídas mientras que algún hilo de este se habría enganchado en la palanca de apertura y con el oleaje habría pegado el tirón que faltaba en el argumento. En una novela policiaca no sería una explicación aceptable del «crimen», pero es lo que hay.

Al naufragio de la cápsula estuvo a punto de seguirle el de su capitán, lastrado por su traje ya lleno de agua (se contaba con una cierta flotabilidad, pero al entrarle agua por el conducto del tubo de respiración, ya sólo pesaba, y pesaba bastante) y demasiados recuerdos que había metido en los bolsillos. Gus ya estaba tragando agua salada cuando le echaron un collar de rescate, que se puso al revés. Cuando por fin entró en el helicóptero, se lanzó con ansia hacia el primer salvavidas que vio y no habló ni miro a nadie hasta que lo tuvo bien puesto.

Gus Grisson arrastró el resto de su vida la mala imagen de aquel incidente y una cierta fama de gafe, aunque ello no fue obstáculo para que volviese al espacio a bordo de la cápsula Gemini 3 con John Watts Young, convirtiéndose en el primer ser humano que había viajado dos veces al espacio.

LA (BUENA) SUERTE TAMBIÉN EXISTE

Y los norteamericanos, cuando era factible, también escondían los fallos si podían: en el viaje de Glenn fallaron los enganches del escudo térmico (el escudo se separaba unos centímetros en la última fase de la reentrada, cuando la velocidad era mínima ya, con el fin de formar un colchón que amortiguase el último golpe); para sujetar el escudo en su sitio pese al fallo de los enganches se tomó la decisión de hacer la reentrada con los mecanismos de soporte orbital en su sitio, un conjunto de cohetes de maniobra y depósitos que a esas horas estaban vacíos.

La reentrada fue, digamos, emocionante, porque no se sabía qué comportamiento iba a tener la cápsula en esas condiciones. El riesgo era que con el centro de gravedad un poco más arriba, a lo peor la nave «volcaba» y hacía la reentrada de proa, lo cual era mortal de necesidad para Glenn.

Todo salió bien, los mecanismos que iban detrás del escudo permitieron la sujeción justa, se evaporaron cuando ya la presión aerodinámica de la reentrada era suficiente para mantenerlo en su sitio y, cuando era hora de que se separase y formase un parachoques se dieron cuenta de que los enganches estaban perfectamente, que el escudo estaba correctamente colocado y que lo que no había funcionado era el sensor que señalaba si estaba suelto o enganchado.

Al menos no había accidentes graves (que se supiese) y se podía decir cualquier cosa respecto a que las naves propias eran las mejores, por ejemplo, o que nuestros logros eran más importantes (o meritorios) que los de los otros.

EXHIBICIONISMOS ESPACIALES

Pero lo de Leónov fue demasiado espectacular como para que los norteamericanos pudiesen mirar para otro lado o ningunearlo.

Por primera vez en la historia, lo que se veía no eran unas naves borrosas o enfocadas, con las siglas CCCP o USA en el lomo. No: ahora era un astronauta que se movía con soltura por el exterior de la nave, que se separaba de ella y se alejaba confiando en los cables de unión… ¡Era un hombre en el espacio!

Esto era un paso más, y los norteamericanos respondieron cumplidamente cuando Edward White salió de su cápsula Gemini el 3 de junio de ese año. Tarde y seguramente de forma apresurada, pero lo hicieron.

Lo que muy poca gente sabía entonces es que el paseo de Alexéi Leónov no estuvo exento de problemas y pudo acabar en tragedia.

¿QUIÉN NO HA INTENTADO VOLVER A PONER EL CORCHO EN LA BOTELLA DE CAVA[31]?

En aquella época todo se hacía con prisas, y la salida de Leónov no debía contar con muchos ensayos. Al menos es casi seguro que no hicieron ningún ensayo en el vacío y con una cápsula real, porque cuando Alexéi dio por terminado su paseo y, henchido de orgullo, intentó volver a entrar en la cápsula… no cabía por la puerta. A él no le pareció nada gracioso.

El traje de los soviéticos para actividad extravehicular era más flexible que el de los norteamericanos, y en los minutos de movimiento por el vacío exterior se había expandido, había «dado de sí», y no un poco sino hasta un punto en el que se le salían las manos de los guantes y los pies de las botas, por lo que agarrar cosas o incluso desplazarse se hacía muy difícil.

Leónov comenzó a sudar copiosamente, lo cual no ayudaba en lo más mínimo y sus pulsaciones se dispararon desde mucho antes de tener que entrar en la esclusa que apenas podía agarrar.

En la película del paseo por el exterior (no ha circulado ninguna película de cómo entró de nuevo) se puede ver que Alexéi abulta bastante, está «gordo» (aunque él estaba en una forma física envidiable; era la hinchazón del traje). Además, se puede comprobar que Alexéi está rodeado de tubos, cables e infinidad de aditamentos que no sólo le unen a la cápsula, sino que también se le enredan constantemente y le impedirían hacer un trabajo eficiente en caso de necesidad: estaban aprendiendo.

Y la esclusa que la cápsula tenía para salir al exterior era una especie de tubo de paredes hinchables que se desplegaba hacia afuera, con una escotilla que lo cerraba en el extremo y que se volvía estanca al cerrarla simultáneamente a la escotilla de la propia cápsula. Eso les ahorraba a los astronautas tener que despresurizar por completo la nave para salir al exterior, lo cual implicaba unos cuantos kilos de aire comprimido que siempre son valiosos, y evitaba que el astronauta o astronautas que quedaban dentro se tuviesen que poner el traje.

El caso es que cuando trató de volver a entrar en la cabina de descompresión de la cápsula, que era la extensión tubular de la Vosjod 2, Alexéi estaba bañado en sudor dentro de un traje espacial que casi se parecía más, desde su punto de vista, a un globo que le impedía coger nada desde dentro de él. Con la hinchazón los pies pasaban, pero el resto no. Y no era un problema sencillo porque, recordemos, un montón de cables le unían a la nave y, para colmo, por ellos le llegaban el oxígeno y las comunicaciones, aunque no la calefacción y, cerca del cero absoluto del exterior, al pasar por la sombra de la Tierra unos minutos después iba a ser importante la calefacción.

Tampoco tenía mucho dónde agarrarse para hacer fuerza, allá en el vacío y en ingravidez, y la escotilla tenía su normal ración de cerrojos, enganches, una mini-cámara de televisión que era la que transmitía el acontecimiento y ahora le estorbaba para entrar…; bultos, en suma, alguno de ellos de bordes afilados.

Por supuesto, cualquier desgarro en el traje, cualquier cable o tubo que se deteriorase, le habría convertido en pocos segundos en una momia deshidratada que nadie habría podido (ni querido) traer a la Tierra (ni le hubiese servido de nada al pobre Alexéi).

Leónov lo intentó de todas las maneras imaginables: poco a poco, diciendo tacos, metiendo pliegue a pliegue, diciendo más tacos, tratando de organizar los tubos y cables por delante de él, gritando blasfemias, con los tubos por detrás, gritando obscenidades… Y todo ello con unos guantes de una docena de tallas más que la suya, sudando y con taquicardia.

Aunque los que viajan al espacio son gente sensata, fría y resuelta ante problemas graves, y en el caso de los soviéticos eran además oficialmente ateos, sentir que la Parca que te mira a los ojos debe asustar a cualquiera.

Tomó una decisión desesperada: aflojar un poco el cierre de uno de los tubos de aire para que el traje se deshinchase y pudiese atravesar la esclusa exterior, algo realmente valiente en sus circunstancias; pero, aun así, lo único que funcionó para entrar fue hacerlo con la cabeza por delante (quizá los nervios), y eso llevó al siguiente problema: los mandos para el cierre de la compuerta estaban en la escotilla exterior (nada de cierres eléctricos centralizados, había que ahorrar peso), y dichos mandos quedaban en ese momento perfectamente al alcance… de sus pies.

Pero con toda seguridad nadie se atrevería a sugerirle que volviese a salir. Darse la vuelta en el aquilatado tubo parecía imposible, por supuesto.

Su compañero en ese vuelo, Pavel Belyayev (que era el comandante, Alexéi Leónov era el piloto) esperaba al otro lado de la siguiente escotilla, apenas una claraboya, y la única manera de resolver la situación parecía ser que se pusiese él también el traje de vacío (aunque resultaba un incordio ponérselo en un sitio tan estrecho; hablaremos de ello más adelante), dejase escapar el aire de la cápsula (una pena y un riesgo), y abriese la mampara interior a su invertido compañero que, ya escaso de aire, aporreaba la escotilla con prisas.

No nos consta que este incidente sirviese de inspiración a los creadores de la serie Los Picapiedra.

Entre medias, Leónov consiguió reunir sus últimas fuerzas y ganó su lucha con el traje-globo para plegarse en la cámara de descompresión, darse la vuelta y cerrar la maldita escotilla exterior. Cuando Pavel se apartó prudentemente del camino de Alexéi, entró en la cápsula un astronauta agotado y casi sin control de sí mismo.

De paso, no recuperó el carrete de fotos de la cámara que funcionaba en el borde de la compuerta, por lo que las imágenes de aquel hecho histórico son bastante malas: sólo existe lo que se difundió por televisión.

LAS COSAS QUE SE HACEN CUANDO NADIE ESTÁ MIRANDO

Parecía que ya sólo quedaba soportar con los trajes sudados un compañero de viaje muy enfadado para el resto del incómodo trayecto, pero se equivocaban de medio a medio: la aventura comenzaba en ese punto.

Esto fue así porque les falló el sistema de orientación de la cápsula y tuvieron que hacer la reentrada manualmente, lo cual implicaba jugar al escondite y un complicadísimo número de ballet, digno del Bolshoi: uno de ellos tenía que meterse detrás de su asiento de vuelo, donde es de suponer que no había mucho sitio, para que el otro se atravesase sobre los dos asientos para manejar los mandos de posición a la vez que miraba por el periscopio y buscaba la estrella correcta; como para ello se necesitaban las dos manos y no tenía ni un tercer brazo ni un rabo simiesco que le ayudara a sujetarse a alguna parte, era su oculto compañero el que tenía que sacar sus brazos por donde pudiese para sujetarle en la ingravidez poniendo cara de bailarín que sostiene a la diva en el aire mientras da vueltas con elegancia… hasta que decía «ya está», porque en ese instante tenían que volver a sus asientos y atarse los cinturones de seguridad, y a toda velocidad y debían hacerlo «antes» de que se volviese a perder la orientación.

La maniobra de ballet no debía de estar ensayada en la ingravidez y tardaron unos cuarenta o cincuenta segundos en colocarse en sus asientos y activar los retrocohetes que les devolverían a territorio soviético. Cada segundo recorrían unos ocho kilómetros con lo que en total cayeron varios cientos de kilómetros más allá de lo previsto y lo hicieron en los Urales, en una zona de montaña, muy boscosa y de dificilísimo acceso. Al menos cayeron bien, porque tenían el temor de que el sensor de superficie activase los retrocohetes al detectar las copas de los árboles y les frenase a veinte metros de altura… para caer a plomo desde allí.

Estaban bien, pero el helicóptero tardó dos horas en localizarles. ¿Fin de la aventura? ¡No! Eso era sólo el comienzo de la parte emocionante.

UNA DE LOBOS Y CHICOS PERDIDOS

En esa espesura no había forma segura de ascenderlos hasta el helicóptero y, por supuesto, el aparato no podía aterrizar. Además se hacía de noche. Era marzo y en los montes Urales.

Después de viajar al espacio, hacer historia con el primer paseo espacial y realizar la reentrada en la atmósfera con una maniobra que nunca antes se había hecho, la mejor idea que pudieron encontrar fue que les tirasen algo de comida y unas mantas, de manera que Pavel y Alexéi pasaron su primera noche como gloriosos héroes de la Unión Soviética durmiendo en la cápsula, perdidos en la ladera de un monte, dentro de un bosque tenebroso y rodeados de lobos.

A la mañana siguiente la mejora no fue muy espectacular, porque los equipos de rescate se dedicaron a despejar un par de zonas, talando árboles, para que pudiesen aterrizar los helicópteros. Uno de aquellos sitios, a menos de dos kilómetros de la cápsula, sólo era válido para helicópteros ligeros, y desde allí se acercó un grupo de rescate hasta la cápsula, pero el terreno era tan difícil que se puso el sol antes de poder volver con seguridad, por lo que afrontaron su segunda noche en el bosque, aunque ahora en mejores condiciones: tenían tiendas de campaña y es de imaginar que no les tocó hacer el peor turno de guardia para vigilar armados por si volvían los lobos.

Al tercer día sí pudieron abandonar el camping, subirse a un helicóptero ligero que les llevó a donde habían conseguido aterrizar los helicópteros pesados, y que estos les llevaran a un aeropuerto desde el que despegaron en avión hacia la gloria. Ahí sí que acabó su aventura, de la que en Occidente sólo se supo que todo había sido «un gran éxito de los soviéticos».

CUANDO EL TRAJE FUE CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE

Ponerse o quitarse el traje espacial dentro de la nave debía ser toda una hazaña. Los astronautas norteamericanos decían que a las cápsulas Apollo «entrabas», en las cápsulas Gemini «te metías» y las cápsulas Mercury «te las ponías». Si de ello alguien saca la conclusión de que las cápsulas Apollo eran amplias, hay que decir que el espacio disponible en el interior de estas últimas era, aproximadamente, del mismo volumen que un par de neveras grandes, y debía ser compartido por tres astronautas durante una semana o más. Las cápsulas soviéticas, pese a la ventaja de disponer de lanzadores más potentes al principio, no eran mucho más confortables y ponerse y quitarse un traje que tenía más mecanismos que un coche mediano de los de entonces no era una tarea trivial allí dentro.

Por eso era muy tentador, y a veces imprescindible, trabajar a bordo sin el traje presurizado. De hecho las primeras versiones de las cápsulas Soyuz no tenían sitio para sentarse en ellas con los trajes y eso es lo que les costó la vida a Dobrovolsky, Volkov y Patsayev el 30 de junio de 1971: la despresurización de la cápsula (necesaria al llegar a tierra) se hacía con una doble válvula; la primera de las dos se abría cuando dejaba de estar unida a la nave nodriza y la segunda al llegar al duro suelo de Siberia. Pero la segunda se abrió a la vez que la primera debido a que los tornillos explosivos que separaban la cápsula del módulo orbital estallaron todos simultáneamente en lugar de hacerlo de forma secuencial, lo que algún mecanismo de la cápsula confundió con el golpe de la llegada a tierra y abrió la válvula todavía fuera de la atmósfera. Los astronautas perdieron todo el aire y aterrizaron ya muertos; la ironía estuvo en que el agujerito por el que se les escapó el aire (y la vida) era tan pequeño que podrían haberlo tapado con el dedo si no hubiese estado en un lugar inaccesible tras los asientos.

Pero nos estamos adelantando, porque ellos no fueron las primeras víctimas de la carrera espacial.