El accidente de Fukushima está ya claramente fuera de las fronteras del siglo XX, pues el siglo XXI ya había gastado toda una década cuando se colapsaron esos reactores japoneses, pero tanto por la magnitud del accidente como, sobre todo, por las grandes similitudes que guarda con el de TMI, merece la pena dedicarle unas líneas para no quedarnos sin mencionarlo, aunque los datos definitivos de lo sucedido todavía tardaremos años en obtenerlos.
Por otra parte, ese gravísimo accidente ilustra las razones que nos movieron a escribir este libro. El 11 de marzo de 2011 Japón sufrió el mayor terremoto del que se tenía recuerdo en sus sufridas tierras. Alcanzó el nivel 9 de la escala de Richter y su maremoto subsiguiente arrasó puertos, ciudades y granjas de la costa y de varios kilómetros hacia el interior. En conjunto, el archipiélago japonés se desplazó varios metros hacia el este, el eje de la Tierra se movió unos diecisiete centímetros y la duración del día se acortó en 1,8 microsegundos.
Once centrales nucleares japonesas se pararon por los procedimientos automáticos previstos en su diseño para casos de terremotos; hasta ahí bien. Millones de hogares se quedaron sin electricidad, un daño menor comparado con la destrucción que les acababa de provocar el terremoto, y una saludable precaución para evitar los incendios por cortocircuitos de líneas caídas o partidas, aunque miles de ellos se produjeron por toda la zona por roturas de conducciones de gas u otros combustibles. Las imágenes de las refinerías ardiendo fueron apocalípticas.
Las propias centrales nucleares se quedaron sin suministro eléctrico, lógicamente, pero esa es una circunstancia prevista en el diseño y para mantener en funcionamiento las vitales bombas de refrigeración del núcleo disponen de generadores autónomos, alimentados con gasóleo, que arrancaron de manera rutinaria. Hasta ahí un gran terremoto, y a estar muy atentos, porque cuando se sueltan los demonios hay que tener mucho cuidado con todo lo que sucede hasta que vuelven a sus guaridas.
Fukushima Daiichi era una gran factoría productora de electricidad, con cuatro reactores en activo en el momento del gran terremoto: el n.o 1 (el más antiguo), de medio gigavatio, y otros tres de tres cuartos de gigavatio. Como la mayoría de centrales nucleares, para asegurar la disponibilidad de las grandes cantidades de agua que pueden necesitar para su refrigeración estaba construida al lado de una gran extensión de agua, en este caso el océano Pacífico, lo cual también resulta muy oportuno para facilitar la llegada de las grandes piezas que forman estos sistemas, que cuando viajan por carretera son transportes muy especiales y, además, tienen que transportarse en piezas, para ensamblarse en el lugar de destino. Con un puerto oceánico en el complejo, todo resulta más sencillo y tanto las vasijas como las grandes bombas, alternadores y generadores de emergencia pueden llegar hasta la planta sin problemas de tamaño.
PARADA CASI RUTINARIA
El día del gran terremoto, unos segundos después de dispararse la parada de los reactores arrancaron los generadores diésel encargados de suministrar la electricidad necesaria para seguir bombeando el refrigerante a través del núcleo de cada reactor, unos motores capaces de impulsar un gran petrolero acoplados a alternadores de tamaño descomunal que pueden suministrar electricidad con una potencia del orden de megavatios. Y durante unos quince minutos la situación fue estable, con el refrigerante circulando, la temperatura controlada y, es de imaginar, los técnicos quizá más preocupados por la seguridad de sus familias tras la tremenda sacudida sísmica que por el desarrollo de unas labores de parada de las centrales que se desarrollaban rutinariamente.
Pero entonces llegó el tsunami. Una ola de entre diez y quince metros de altura golpeó la costa de Japón arrasando ciudades enteras, dejando decenas de miles de víctimas por el camino e imágenes de barcos de miles de toneladas aparcados en lo que unas horas antes eran barrios alejados de la costa.
Fukushima Daiichi, con los edificios de contención de los reactores a cubierto de otro edificio no tan hermético, alineados frente a la costa y separados del mar tan sólo por los edificios que albergaban, entre otras cosas, los generadores eléctricos, sufrió lo peor del maremoto: los generadores diésel se averiaron con la inundación provocada por la ola y las cuatro centrales se quedaron sin refrigeración a los quince minutos de haber iniciado el proceso de parada. Cuatro centrales nucleares sin refrigeración y con una actividad latente de muchos megavatios que no tenían a dónde evacuar: a partir de ahí la mayor parte de lo que pasó era previsible e inevitable.
LO PEOR QUE PODÍA HABER PASADO EN HARRISBURG MULTIPLICADO POR CUATRO
A quienes hayan llegado leyendo hasta aquí a través de los capítulos de los otros accidentes nucleares, sobre todo del de Harrisburg-TMI, creemos que no hace falta explicarles mucho más para que comprendan la gravedad del accidente, algo que era obvio para todos los que entendían esa tecnología y, como decíamos poco más atrás, justificaba la redacción de estas páginas, pues la razón de escribir este libro es dar a los lectores los medios para tener una opinión informada sobre las noticias tecnológicas, con el fin, en suma, de entender sucesos como el de Fukushima Daiichi por encima del caos de informaciones con que nos bombardean los medios en días como los del gran terremoto de Japón.
Porque, por supuesto, en los primeros días fue realmente arduo hacerse una idea de lo que estaba sucediendo si se atendía a lo que se escribía en los periódicos. Las imágenes de las explosiones en los edificios de los reactores pese al desesperado intento de liberar el hidrógeno soltándolo a la atmósfera, primero en el n.o 1, luego en el n.o 3, más adelante el resto de incendios, fugas de radioactividad, etc.; todo ello, además de ponernos los pelos de punta a quienes sabíamos lo que estábamos viendo, era la confirmación de los pronósticos más pesimistas que podíamos hacer desde que, quince minutos después del terremoto y la parada de los reactores, estos se quedaron sin corriente eléctrica para la refrigeración, y probablemente sin energía eléctrica suficiente para hacer funcionar todas las infinitas válvulas y bombas menores que hacen posible controlar lo que sucede en una central. En particular no se mencionó que utilizasen los recombinadores electrolíticos, que funcionaron en TMI y minimizaron el incidente mientras estaban a tiempo de utilizarlos
Lo que sucedió en Fukushima Daiichi es, multiplicado por cuatro, lo que podría haber sucedido en la Three Mile Island de Harrisburg si los técnicos no hubiesen podido tirar de las riendas en el último momento ante un reactor desbocado por el sobrecalentamiento. Las minuciosas decisiones que se tomaron y que salvaron en Harrisburg la situación no se podían tomar en Fukushima, porque a partir de determinado momento, en aquel maldito día, los técnicos dejaron de tener el control de lo que sucedía.
Aquí se ve la central de Fukushima Daiichi justo después de que estallara el hidrógeno acumulado en el edificio del reactor n.o 3 (el que humea) y antes de los incendios del n.o 2 y el n.o 4 (fuera de esta foto). Se puede apreciar la proximidad del océano que, a la postre, resultó fatal.
Se volcó agua de mar desde helicópteros cuando resultó imposible hacerlo desde las conducciones de la planta, pero tuvieron incluso que abandonar ese intento desesperado porque el calor y la radiación hacían desaconsejables los vuelos; hubo un momento, antes de que el accidente cumpliese una semana, en el que hasta el último de los técnicos tuvo que abandonar los reactores a su suerte.
Fusión de los reactores, daños diversos en los edificios de contención, imposibilidad de manipular los sistemas de la central que se vuelve un escombro inerte y peligroso. Lo que sigue y seguirá en Fukushima Daiichi es, inevitablemente, una larguísima historia de descontaminación de grandes extensiones de terreno, reparación de edificios de contención dañados y un cierre de la zona que se extenderá durante décadas y décadas hasta dar por concluido el accidente.
Entre medias, el eterno «debate nuclear» se recrudecerá con nueva munición de gran calibre, aunque nadie plantee que a consecuencia del mismo terremoto + tsunami se han incendiado de manera catastrófica refinerías enteras, causando una contaminación y daños de gravedad parecida a un accidente nuclear mediano; no se cuestionará la industria del petróleo por ello. Claro, nadie quiere quedarse sin coche, es algo con un gran componente emocional y los miles de contaminantes petroquímicos importan a la postre mucho menos que los ciertamente peligrosos contaminantes nucleares, por escasos que sean.
Como siempre, cualquier problema nuclear vale para echar sobre él todos los prejuicios, mientras que los otros problemas son gajes del oficio con los que hay que convivir. Decir que «hay radiación en la zona» es un mensaje que no admite cuantificaciones: mientras que una lluvia negra como la que oscureció el suelo y los pulmones en las ciudades a sotavento de las refinerías incendiadas es un problema a soportar con resignación. Da igual que la radiación detectada sea alta o baja o muy baja, eso es inadmisible para gran parte de la población, una población entre la que muchos individuos se sienten mal atendidos por su médico si no les prescribe una radiografía de vez en cuando.
Y en estos casos siempre aparece en la televisión alguien muy cargado de razón que clama por la eliminación de toda la energía nuclear y su sustitución por energías renovables. Por suerte, este libro no aspira a resolver ese debate, sino tan sólo a proporcionar a los lectores los conocimientos necesarios para entenderlo.
EL FUTURO PROBLEMA DE LA ENERGÍA
Sin duda el accidente de Fukushima Daiichi tendría un lugar preferente en el libro de los Grandes desastres tecnológicos del siglo XXI